El psicoanálisis en los intersticios de la contemporaneidad

Una conversación con Silvia Acosta, para la Revista Portuguesa de Psicoanálisis

Querido Mariano,

Con estas líneas quisiera comenzar algo similar a una entrevista. Si bien somos coterráneos, estamos -por estas cosas de las translocaciones- en distintos continentes. La haremos por escrito, un poco como excusa para volver al ejercicio infantil, otro poco apostando por conseguir el tono de una conversación que goce del tiempo y la espera. Algunas veces el soporte de la virtualidad erosiona algo de la potencia de las palabras o las vuelve más evanescente. Yo comparto tu argumento sobre la relación imprescindible del psicoanalista con la escritura, un modo de lidiar con la levedad, de encarnar aquello que sucede durante los instantes de nuestra práctica. Dejar una migaja en el camino, a donde poder volver y resignificar.

Tenemos en la RPP un espacio que se llama “Auditorios”, es una sección que pensamos para invitar diferentes voces, colegas o pensadores de disciplinas diversas que creemos abren, ofrecen miradas destinadas a reformular, a converger con, a promover un pensamiento vivo. En este Auditorio será ubicada nuestra charla.

Es interesante que el nombre de la sección sea ése. Pone de relieve lo que se escucha decir (más allá del sentido contable del término -la auditoría-, es eso lo que se juega, aun en la vertiente de sentido que subraya lo judicial, el momento de la “audiencia”). A la vez, al ser un espacio en una revista, es claro que se trata de lo que se lee. Pero la contradicción es solo aparente, pues los analistas, cuando escuchamos, también leemos en lo que escuchamos. Por eso la interpretación se sirve tan bien de las homofonías o de las ambigüedades ortográficas, como subrayaba Lacan.

Esto mismo se redobla en la forma de nuestro diálogo, donde nos escribimos -remedando aquel antiguo género epistolar en el que Freud brilló- en vez de hablar. Pero también hablamos, como cuando los adolescentes dicen que hablaron con alguien, cuando apenas se escribieron por un chat. Quizás la condición, que me impongo aquí, es escribir como si hablara, sin interrumpir el hilo asociativo, sin dejar macerar las ideas, sin acudir a los libros para certificar la precisión de las citas… escribir como se habla. Sin perder de vista que nuestra disciplina, si algo hace, es rescatar aquel “espíritu de la Narración” del que hablaba Walter Benjamin, perdido casi, junto a cierta dimensión de la experiencia, en el preciso momento en que Freud inventaba su -nuestro- dispositivo, que quizás los restaure o prolongue. A fin de cuentas, nuestro oficio podría inscribirse sin problemas en la antigua tradición de la narrativa oral… solo que en nuestro caso no está al servicio de la distracción o la transmisión de la experiencia de una generación a otra, sino del modo en que, al narrarse, se reconfigura la experiencia subjetiva, incluso la pasada, propiciando un margen de libertad inédito.

En lo personal, me encontré contigo y tus ideas en un trayecto retroprogresivo, te había leído antes, pero “te hallé” en el articulo El jarrón y las semillas de girasol: Apuntes para una tradición por venir; que ya tiene casi 10 años. En aquel momento desplegabas esa idea de la relación binomial del par tradición-invención, como términos que, de algún modo, se interdefinen. Allí me convencí de que tenía frente a mi a un gran contador de historias.

Se hizo visible otro par, el psicoanalista-escritor (o su visceversa), que viene mostrando los frutos de su convivencia hace años; tus libros, artículos, la enorme tarea de darle vida a Calibán y tus conversaciones infinitas, dan cuenta del placer por crear una trama, un tejido que -curiosamente- no solo remite a la palabra, sino que es trans-sensorial y manifiesta un claro posicionamiento estético.

Fijáte que es paradójico, porque en verdad intento ser un oídor de historias, mas que un contador. Aunque quizás ambos aspectos -oír o contar historias- estén más relacionados que lo que parece.

Quizás tu impresión tenga que ver con mi posición frente a la transmisión del psicoanálisis, un tema central y estratégico en una disciplina que, más que enseñarse, se transmite, y lo hace de uno en uno, fundamentalmente a través de esa experiencia singular que es la de analizarse. En el terreno de la transmisión -me ocupo de eso de distintos modos- descreo un poco del ejercicio de talmudista sobre los textos canónicos o del tratamiento de los parámetros de nuestra práctica como si se trataran de las coordenadas replicables de un experimento científico. A la tradición, desde el lugar que la entiendo, se la honra discutiéndola, no mimándola ecolálicamente. Eso implica una tensión, pero al mismo tiempo un espacio de juego e invención que a mí personalmente me refresca, incluso me divierte. Y cuando lo que hacemos se torna rutinario, repetitivo o aburrido, se trate de un análisis, un seminario, una supervisión o la lectura de un texto, creo que estamos en problemas…

Ese tejido que nombrás, que apela a lo narrativo pero también a cierta opacidad más ligada a lo poético también, o a aquello que, por no poder decirse -siguiendo a Wittgenstein- debe mostrarse, es el que mejor se presta a una disciplina tan inasible como la nuestra.

A través de un seminario o las supervisiones, de conducir análisis, de escribir o de editar o dar una conferencia -todas formas de la transmisión- suelo intentar construir espacios donde haya lugar para el que lee, espacios incompletos que interpelen al otro para que ponga allí algo de su propia cosecha. El arte contemporáneo, desde Duchamp, funciona de ese modo, un modo que creo es fértil para pensar la interpretación psicoanalítica.

Lo estético me interesa desde ese punto de vista, no el del “adorno” más o menos prescindible -como si se tratara de que un analista sea “cool/to”, o glamoroso si sus intervenciones tienen referencias culturales… A mí me parece que la cultura no es un agregado al psicoanálisis sino parte de su misma estofa, e intento pensar cultura, clínica y teoría en un continuum, como si estuvieran en una banda de Moebius, en un relevo permanente sobre una misma superficie.

Creo que fue en Brújula y Diván donde afirmas “los psicoanalistas sabemos bien que nuestra disciplina no es ni filosofía ni literatura” y, al mismo tiempo, unos los pocos párrafos después decís “Es impensable el analista sin el filósofo o el escritor”, apostando a los campos híbridos, liminales, donde surgen las ideas de frontera. Es que, parecieras afirmar que, sin lanzarse por los intersticios, sin seguir las derivas, sin rescatar las impurezas, los accidentes, sin poner los detalles en primer plano, no hay pensamiento analítico.

Tus escritos plantean cierta itinerancia, buscando la recuperación de ese “territorio en litigio”, de esa apuesta deseante de aquello que “no tiene garantizada su supervivencia”.

Tal cual lo decís lo pienso. Derrida, creo, era quien decía que lo más interesante, las preguntas, surgían en los márgenes de las disciplinas, no en sus centros. En una disciplina como la nuestra, con los márgenes tan difusos y porosos, ese espacio potencial, ambiguo, lúdico es amplio. Esa zona de frontera, aun con los conflictos de jurisdicción que -como todo espacio fronterizo- implica, es un espacio fértil para pensar. Creo que la compensación por tener una disciplina que no termina de configurarse como ciencia de modo inequívoco es esa hospitalidad hacia otros discursos, como los del arte, la literatura, la filosofía… incluso la ciencia.

Nuestro oficio aprovecha lo accidental. Fue así en el descubrimiento, accidental, de la asociación libre o del amor de transferencia, y es así cada vez que subrayamos un lapsus o un fallido de alguien que se tienda en nuestros divanes. La misma interpretación entraña algo de accidental, pero en el sentido en que Paul Virilio hablaba, como un “accidente controlado”.

En cuanto a no tener garantizada la supervivencia, y está claro que ni el psicoanálisis como disciplina, ni el oficio de psicoanalista ni nuestras instituciones la tienen garantizada, es un problema pero a la vez es un antídoto para la modorra intelectual, un estímulo para seguir siendo contemporáneos, para estar a la altura del Zeitgeist, en fin… para que sea el deseo lo que nos oriente, y no ningún tipo de confort intelectual o profesional.

Hablás también de intersticio, y ésa es una palabra que me gusta cada vez más. La zona sobre la que trabajamos en la clínica es una zona intersticial, una zona entre la vida y la muerte si se quiere, poblada de fantasmas que a veces capturan la vida. Fijate que el tejido intersticial ocupa más de un quinto de nuestros cuerpos. Solemos fascinarnos con los espacios delimitados -de los cuerpos biológicos o sociales, de las geografías identitarias, de las mentes- y perdemos de vista que estamos hechos de intersticios. Somos habitantes -quizás los analistas más que nadie- de ese espacio intersticial. El intersticio es un espacio donde lo privilegiado son las relaciones -entre significantes, entre sujetos, entre mundos, entre saberes- y donde la presencia de la ausencia es insoslayable.

Hablás también de apuesta deseante, y me encanta ese modo de nombrar. No hay psicoanálisis sin apuesta deseante. Fijate que es archiconocido que siempre se está augurando el fin del psicoanálisis y la muerte de Freud, y nunca sucede. Quizás haya algo estructural ahí: necesitamos pensar que nuestro oficio está siempre al borde del abismo, que no hay garantías de supervivencia. Adocenado, a la moda, confiado, el psicoanálisis se muere…

Cuando estabas presentando tu intención de continuar en el Board de IPA hablabas del valor o la posibilidad de acercar Latinoamerica a la IPA, tiene que ver con esta idea de recuperar el valor de los márgenes? Digo, retomas ideas como las practicas de la hospitalidad, los antídotos a las modorras intelectuales, la consideración por los accidentes, se puede pensar transitando cualquiera de esos vectores…

Mi relación con las instituciones implica cierta tensión, que intento sea productiva. Trabajo desde Latinoamérica y es inevitable que mire al mundo psicoanalítico desde allí. Al mismo tiempo, elijo pertenecer a IPA, en cuyo Board circunstancialmente tengo el honor de participar. Una institución analítica, como se ha hablado mucho, es un oxímoron: si es analítica, que sea “institución” debe estar todo el tiempo puesto en discusión, en jaque. Pertenecemos a la institución más antigua, más extendida, más prestigiosa internacionalmente, que tiene la posibilidad de beneficiarse de su diversidad geográfica, de las distintas culturas psicoanalíticas que la habitan.

Latinoamérica debe mucho a Europa, muchísimo. Somos de algún modo eso que Octavio Paz llamaba el Lejano Occidente, somos también, si quisiéramos aplicar la lógica analítica a la épica del descubrimiento, un acto fallido de Colón, quien pretendía llegar a otro lado y, sin quererlo, nos “descubrió”. Hay ironía por supuesto en eso, pues, por un lado, se trató del descubrimiento de un mundo nuevo …para Europa. Pero también porque muchos de nosotros, yo mismo, tenemos más que ver con los conquistadores que con los conquistados. En Latinoamérica somos también herederos de Europa, productos de una migración.

Con esa deuda, por otra parte impagable, creo que lo mejor que puede hacerse es devolver lo adquirido procesado, transformado, al modo de la Antropofágia brasileña. Creo francamente que la IPA, fundada en Europa pero por europeos trashumantes, tiene mucho por ganar si se vuelve hospitalaria con Latinoamérica. Hospitalaria en el sentido en que Derrida -también él un europeo, pero de los márgenes, un judío nacido en Argelia- le asigna, una hospitalidad al extranjero, que es quien porta verdaderamente las preguntas.

Una posición de eterna sumisión, de mímesis o de repetición de lo que ha sido acuñado en las metrópolis europeas, además de hacerle mal a las posibilidades de un pensamiento fértil desde los márgenes latinoamericanos (que existe), creo que tampoco le hace bien al pensamiento europeo, que se ve así repetido, idolatrado si se quiere, pero también empobrecido.

Cuando digo esto, no dejo de pensar que hablás de “márgenes”, y el lugar de Portugal en Europa es también el de un margen. Por momentos podríamos hacer el ejercicio de desconocer el Atlántico, y que alguna vez la corte portuguesa haya regido desde Rio de Janeiro quizás haya sido no solo efecto de una coyuntura histórica puntual, sino también, como un síntoma o un lapsus, también una pequeña revelación.

Traigo a colación algo sobre lo que ya escribiste, tu propuesta de una geografía psicoanalítica. Lo extranjero, lo marginal, las fronteras, los mapas, las cartografías son las primeras palabras que recupero de tus textos que se entrelazan con la noción de geografía.

Hace muchos años tuve un encuentro que fue fundamental para mí, con una colega italiana, Lorena Preta. Intercambiando textos, resultaba claro que compartíamos una zona de intereses en común, una perspectiva para pensar el psicoanálisis que no era ni escolástica ni institucional. Como yo, Lorena venía de editar una revista en su sociedad, la SPI, Psiqué, y un número en particular llamado Geografías del psicoanálisis. A partir de ahí se conformó un grupo liderado por ella, con un pie en Italia y otro internacional, con quienes nos reunimos periódicamente en distintos lugares, Tehran o Viena, Roma o Nueva Delhi, de un modo inorgánico, animado tan solo por el puro deseo de pensar el cruce entre geografía, mente y psicoanálisis.

Yo pensaba desde hacía tiempo que era la extranjería la verdadera posición del analista, y que la formación analítica no era otra cosa que devenir extranjero, aprender a tratar incluso la propia lengua como si fuera extranjera. Los encuentros, la interlocución con Geografías del psicoanálisis, donde entre otros participan Sudhir Kakar, de India, o Gohar Homayounpour, de Irán, ha sido un espacio fértil para precisar esas intuiciones compartidas. Todos los significantes cartográficos que aislás encuentran lugar en nuestras conversaciones, en una colección de libros que hemos producido, en los encuentros que organizamos. Un trabajo en curso, asistemático si se quiere, pero que pone la singularidad del lugar en el centro. Quizás se trate aquí del reverso de la estandarización que ha imperado en el mapa psicoanalítico-institucional desde 1920, que busca garantías en lo que se replica, mientras más idéntico mejor, en un lugar u otro… pues aquí se trata de resaltar las diferencias, de sacarles provecho, de ver cuánto las diferencias nos interpelan.

Hace tiempo tenemos un potencial espacio analítico que se ha desligado de las locaciones, convivimos en un plurilingüismo emergente propio del borramiento de los limites territoriales, ¿Cómo se relaciona con tu idea del consultorio como “espacio de resistencia”?

En tu pregunta traés a la colación la lengua, además de las geografías, y es un punto central. Hay muchos modos de abordarlo… Por un lado, un modo es aceptar el imperio de una lingua franca, que hoy sin duda sería el inglés, como antes era el griego y como quizás, en un par de décadas, sea el chino mandarín. Tras la practicidad evidente de una lingua franca, que generalmente está ligada a la potencia económico-político-militar y cultural hegemónica en determinado momento, hay consecuencias inmediatas. En primer lugar, los que no hablan la lingua franca, nuestra lengua, son inmediatamente considerados bárbaros. Incluso esa palabra surge de bar bar, una suerte de bla bla, que es el modo en que sonaba, a oídos griegos, la lengua (desconocida) de los otros.

Bárbaros son los que no hablaban griego, o quienes hoy no se entienden en inglés… Pensemos en el portugués, una lengua que es hablada -dentro de nuestra institución- por casi tantos analistas como el alemán y por el doble de quienes hablan francés… Sin embargo, aun no es una lengua oficial -lo que sea que eso signifique- en IPA. Va a serlo, y de hecho propusimos explícitamente eso, continuando un trabajo de años de muchos otros, y esta gestión está abierta a que eso suceda; pero si lo es va a ser efecto de una lucha, nada garantizada de antemano. Lo que sucede con las lenguas, donde los hablantes de la lingua franca gozan de una ventaja importante frente a los otros, sucede también en el plano teórico: hay teorías que se convierten, en determinadas coordenadas espacio-temporales, en lingua francae. Y frente a los hablantes de esa teoría, los otros son bárbaros… Se trate de los kleinianos para los freudianos, o los lacanianos para los bionianos. Ese afán de universalidad es un problema en psicoanálisis. Me siento cerca de Barbara Cassin, cuando habla de que para ponderar verdaderamente qué es una lengua -yo agrego: también una lengua teórica- hace falta más de una.

Me parece que las perspectivas más interesantes en psicoanálisis se juegan entre lenguas, entre teorías, más que dentro de cada una de ellas. El problema es que nos faltan las interfases, los puentes, los espacios para poner a jugar las diferencias, el “más de una” imprescindible. Lo más importante se juega en el modo de concebir la traducción. Así como los migrantes hoy son el paradigma de lo contemporáneo, la traducción es el paradigma de la discusión psicoanalítica por venir.

Pensando en la idea de extranjería, o en el estatuto de metoikos -esa suerte de extranjero que habita en una ciudad- para el lugar del analista, di con la historia de Delos. En determinado momento se decidió que nadie podría nacer ni morir en Delos, esa isla griega que era un puente entre Oriente y Occidente. Las embarazadas, antes de parir, debían trasladarse a otra isla, al igual que los moribundos, y las tumbas se trasladaron también. Nadie podría decir, de ahí en más, que era nativo de Delos, o que tenía a sus ancestros enterrados allí. Todos sus habitantes serían así extranjeros. No se me ocurre una mejor figura para pensar la patria de los psicoanalistas que ésa.

En la microfísica de nuestro oficio, cada consultorio analítico -no importa si físico o virtual- es una especie de embajada de Delos, un espacio extraño, una zona intermedia entre la vigilia y el sueño, como lo definía un analizante sagaz, donde todo lo que se dice es ficticio y al mismo tiempo más verdadero que en cualquier otro espacio. Ese espacio de intimidad absoluta, donde se habla una lengua que se construye pacientemente allí mismo, es un espacio de resistencia también. Por lo pronto, de resistencia a la uniformización que requiere el capitalismo contemporáneo. En un espacio que no por nada, en términos estructurales, aparece como el reverso del lo que Lacan llamó Discurso del Amo. El análisis, que no ha podido desarrollarse sino dentro del capitalismo, resiste los efectos implacables del capitalismo, acoge a sus heridos, como decía Colette Soler, se convierte en un santuario de intimidad y singularidad necesaria.

Esto que escribis tiene innumerables resonancias. Durante mucho tiempo trabajé en investigación en psicoanálisis, escribiendo en la lengua de la ciencia y abandoné literalmente cuando sentí que el método soslayaba la posibilidad de la sorpresa. La lingua franca muchas veces es una económica adaptación a pérdida. Luego, durante la etapa de IPSO, nos comunicábamos en inglés. Sin embargo, cuando nos encontrábamos, el inglés que hablábamos era una especie de Frankenstein, producto de los orígenes de cada uno de nosotros, de nuestras lenguas maternas, de nuestras habilidades lingüisticas, de los usos del momento. Era una especie de versión condensada y conscientemente desviada que daba lugar a un dialecto que nos proveía de identidad y pertenencia; nos permitía ser transversalmente ajenos y jugar con la lengua y disfrutar del artificio.

En este sentido, rescato la idea que traes respecto de la traducción.

Decis que es “la discusión del psicoanálisis por venir”.

Si uno asume que la lingua franca tiende a eliminar las idiosincrasias, los detalles, los énfasis, los tonos, los equívocos, en pos de cierta eficacia comunicativa, la traducción de la que hablas se topa, creo yo, con el debate sobre el arte o el instrumento. La lengua (o el psicoanálisis) como arte o como herramienta. Una traducción instrumental, semántica o semiótica? Tal como lo planteaba Jakobson hace algunas décadas.

Cuál es el desafío de esa discusión por venir?

Borges dijo en algún momento que el inglés lo maravillaba más que ninguna otra lengua, pues incluía dos vertientes, la anglosajona y la latina. Es decir, se puede decir loneliness y también solitude. Esa posibilidad de albergar dos tradiciones lingüísticas es maravillosa, pues una lengua es un modo de pensar. Nuestro inglés de intercambio se acerca bastante al “bad English” que -Bolognini lo decía con ironía- era la verdadera lengua oficial de IPA. La lengua única aplana, y en cambio se gana en amplitud cuando se piensa entre lenguas, siempre hace falta más de una, como estudió Barbara Cassin. Tras la ventaja de un intercambio instrumental con una lengua transaccional empobrecida, que claramente no es el inglés de Shakespeare, aplanamos nuestras posiblidades. Lo mismos sucede -sigo lo que contás de tu experiencia- con la pretendida lingua franca neopositivista, el paradigma cientificista importado al psicoanálisis y por completo ajeno a la escritura freudiana. Allí -y hay una tradición que impone esa norma por ejemplo en la estructuración de los papers– muere de nuevo lo nuevo que el psicoanálisis trae, que se lee mejor en las ambigüedades de la lengua, en sus márgenes, en lo que evoca y connota más que en lo que denota. Por eso pienso que es el ensayo el género más apropiado para contar y discutir el psicoanálisis, y me gustan más las discusiones donde se mezclan las lenguas, siguiendo un poco aquel viejo sueño de Umberto Eco. Él decía, a propósito de una Europa multilingüe, que no se trataba de que cada uno hable la lengua del otro, sino que pueda hablar la lengua propia y sea entendido por el otro, porque en ninguna otra lengua sino en la materna podían expresarse los matices inherentes a un mundo propio, a una cultura, a un universo.

Por otro lado, la palabra geografía me lleva a otras metáforas que usas como brújula y viaje Formas de descubrir y orientarnos en nuevos territorios, como oportunidades donde nuestros catálogos previos ofrecen, muestran sus opacidades.  

El análisis, a partir de las recomendaciones freudianas, implica que el saber previo debe ser olvidado, entonces se torna inútil ante cada nuevo encuentro, ante cada nueva sesión. Lo que llamás “catálogos previos” quizás no sea otra cosa que el modo en que fuimos contados, en que fuimos pensados por el Otro, tanto en lo singular como en lo colectivo, incluso cómo fuimos pensados teóricamente. Una zona donde el modo en que fuimos “formateados”, al modo de nuestros fantasmas fundamentales, revela, más allá de sus posibilidades, sus límites. Ése es un saber inútil para enfrentar lo nuevo, donde debemos convertirnos en exploradores y cartógrafos al mismo tiempo, mapear lo que descubrimos al mismo tiempo que lo exploramos. En aquellas opacidades es donde aparece el lugar de lo que queda por descubrir, y si hay una brújula para orientarse en la oscuridad, creo que anida en el deseo, en el deseo del analista.

Maimónides, el sabio judío que nació aquí cerca, en la Córdoba de Al-Andalus, escribió un texto llamado Guía de perplejos. No es un mal título para pensar la tarea analítica, ¿no?

Tenemos un diálogo permanente con el futuro, tratando de alojar y alojarnos a partir de conservar el sentido de nuestra práctica. Quisiera ver si podemos imaginar esa cartografía necesaria para un psicoanálisis no advenido aún a partir de tres significantes que forman parte de la matriz de tus ideas: lugar, arte, apuesta. ¿Te animas?

¡Ojalá tuviéramos un diálogo permanente con el futuro! Con eso sueño, pero a veces me encuentro con que muchas veces prima cierta fascinación con el pasado… Woody Allen decía que le interesaba el futuro, porque era el lugar donde iba a pasar el resto de su vida… Lo suscribo. Pensar el sentido de nuestra práctica solo desde el pasado creo que es un problema. Sabemos que el pasado condiciona el presente, y estamos acostumbrados a lidiar con sus efectos en la clínica. Ahora, desde esa idea de la Nachträchlichkeit freudiana, el presente hace legible y condiciona también al pasado. Y, del mismo modo, el futuro que imaginamos cambia el modo de entender lo presente. Sucede en la clínica también: sabemos que hay poca clínica del final de los análisis, frente a todo lo que sabemos del inicio de los análisis. Ahora, la idea que cada practicante tiene del final de análisis tiene efectos desde el inicio de cada análisis, desde las primeras intervenciones del analista. El futuro es algo que hacemos existir hoy, y de no hacerlo, el riesgo necesario, en tanto buen acicate para el pensamiento va a convertirse en crónica de un deterioro anunciado…

En ese contexto, frente a tu propuesta, van algunas asociaciones libres respecto a esas tres palabras:

Lugar: algo que ha quedado descuidado en más de ciento veinte años de psicoanálisis, frente a la primacía del tiempo. Pese a encontrar, desde el inicio, una dimensión topográfica, tópica, luego topológica del aparato psíquico, no estamos acostumbrados a pensar en la incidencia del lugar en la subjetividad, aun cuando la nuestra podría ser una disciplina lococéntrica. El lugar condiciona todo lo que uno es capaz de decir, por eso es preciso ahondar en sus determinaciones. No se trata de determinaciones mecánicas, por supuesto. Un estudio artístico colombiano tiene un nombre que me encanta, y quizás viene a cuento aquí. Se llama, jugando e invirtiendo la expresión habitual, “Lugar a dudas”.

Arte: en tanto referencia, me resulta mucho más interesante que la ciencia para orientar una reflexión sobre el psicoanálisis. Creo que tenemos más rasgos en común con los artistas que los que nos atrevemos a confesar. Que eso quede opacado por la dimensión de profesión liberal, pequeño-burguesa que ha tomado nuestro oficio, es un problema. Tanto el modo de lidiar con la singularidad y el riesgo habituales en los verdaderos artistas como su carácter refractario a la uniformidad, tienen mucho que ver con nuestra práctica. Pero siempre nos ganan, van por delante. Antes decía que nosotros exploramos y cartografiamos, pero en verdad son ellos quienes verdaderamente exploran, nosotros llegamos después, para mapear lo nuevo descubierto.

Apuesta: me gusta pensar todo en tanto apuesta, en tanto riesgo asumido. Eso certifica que hay un deseo en juego. No hacemos apuestas ciegas, pero apostamos. Por lo pronto, apostamos a que de quien habla a partir de nuestra escucha surgirá un sujeto, que no es nunca algo evidente desde el inicio. Apostamos a que del trabajo que le proponemos saldrá algo, aun sin saber bien qué. Apostamos a la supervivencia de una disciplina en la que nos jugamos la vida, sin ninguna garantía de que lleguemos a buen puerto. Aun así, cuando lo más precioso de la vida -la vida misma, y cito a Freud aquí- no puede ser puesta en juego, algo se pierde.

Tal vez en la consciencia de que el psicoanálisis se practica con un sesgo espacio-temporal que abreva en el deseo del artista (analista) y que dialoga siempre con la pérdida, es un llamado a cierto ejercicio de humildad…..

Claro. El análisis no es una buena profesión para las almas narcisistas. Por muchos motivos, entre ellos que lidiamos a diario con eso llamado Castración, que el común de los mortales se ilusiona con mantener a raya lo más posible. Pero no solo eso, el acto analítico es básicamente anticapitalista -eso lo estudió bien Colette Soler- y si hay un saldo de la operación analítica, quien lo capitaliza es el analizante. El analista, mientras funciona como tal, ni siquiera se labra un nombre con su trabajo cotidiano. Se puede forjar por supuesto un nombre escribiendo, dando conferencias o seminarios, teorizando… pero en la intimidad de la tarea analítica, su destino es -como el del flogisto- desaparecer. El flogisto era la sustancia a la que los alquimistas medievales juzgaban responsable de la combustión. El analista es el flogisto, propicia la combustión transferencial, tan amorosa como fértil, y desaparece en el mismo acto. El saldo, al final del recorrido, es que cae reducido a un resto. Su destino es el del olvido. A diferencia de otros oficios, fácil y eternamente idealizables, como el de un médico, un intelectual o un artista, un analista puede ser fuertemente idealizado en distintos momentos de la cura, pero nunca al final, cuando cae la transferencia. Si eso no sucede, cabría desconfiar que efectivamente ese análisis haya terminado…

La humildad de la que hablas, entonces, es imprescindible y un efecto de nuestra práctica, más que una virtud moral. Como una vez escuché: los analistas estamos acostumbrados a que nos dejen… algo que sucede en cada final de análisis, nos dejan. A veces por suerte nos dejan, habilitando nuevos comienzos.

Finalmente, en tu libro Psicoanálisis en Lengua Menor, desafiando cierta postura mítica o reverencial, decís que la practica analítica es un asunto de fracasados, una práctica lenguajera, malhechora, profana y anacrónica y que, ciertamente, en ello reside su potencia. ¿Podés avanzar en esta idea?

Lo del asunto de fracasados no es sino una constatación. ¿Hay una palabra que suene más ridícula, a los oídos de alguien embarcado cotidianamente en la clínica analítica, sus tropiezos y sus resultados, aunque estos sean satisfactorios, que la de éxito? Sin pretender romantizar el fracaso, éste es parte de nuestra experiencia cotidiana, como analistas y como pertenecientes a nuestra frágil especie, definida a partir de la conciencia del fin. No hay vida que no termine en la muerte, algo que determina retroactivamente lo que en esa vida pueda suceder, incluso en términos de deseos y logros. Es en el fracaso donde abrevamos, es el fracaso -de su vida o del soporte que le da su fantasma o de la satisfacción precaria obtenida de sus síntomas- lo que hace que alguien consulte, alguien que pueda incluso ser muy “exitoso” en otros planos. Es el fracaso lo que ha hecho avanzar la teorización psicoanalítica, como lo señaló Néstor Braunstein: ningún caso freudiano corresponde a un logro sostenible en términos terapéuticos, y aun así… Es ese resto que excede lo que nos lleva a más, es en eso a lo que no se accede nunca lo que se convierte en el almácigo de un deseo nuevo.

Ahora bien, hay que saber fracasar, hay que hacerlo de buen modo… Al estilo de Beckett, cuando decía: “try again, fail again, fail better”. Se trata de fracasar cada vez mejor.

Que la nuestra es una práctica lenguajera es una constatación evidente. Se piense o no en un inconciente estructurado como un lenguaje, trabajamos con palabras, escuchamos palabras, intervenimos -a veces, felizmente, con efectos de interpretación- con palabras. Lo que no implica desoír los afectos o el nivel pulsional en juego, solo que eso también se trama en palabras. Incluso para llegar a ese límite donde -de nuevo Beckett- there is nothing left to tell, cuando arribamos a ese límite de lo simbólico, solo contamos con palabras para nombrarlo, para ensanchar -en caso eso fuera posible- las costas de lo nombrable, como quien construye playas artificiales para arrebatarle algunos milímetros al mar. Los psicoanalistas tratamos a las palabras como material precioso, al modo de los poetas, y encontramos en la ductilidad de la lengua, en la multiplicidad o monotonía de las palabras que escuchamos las pistas que orientan nuestra escucha. Cuando en psicoanálisis negamos o devaluamos el valor de las palabras, a veces alineados con cierto cientificismo que acaba esterilizando nuestro oficio, lo que hacemos es subrayar otras palabras, las de un supuesto metalenguaje aséptico neopositivista, que se aleja de la verdad y del dolor que se pone en juego en nuestra clínica como en ninguna otra.

Cuando digo que la nuestra es una práctica de malhechores, es porque todos sabemos que no se trata de ninguna caridad ahí, y cuando aparece el deseo de ayudar, etc., el trabajo se empantana. No es la ética del bien la que se juega en nuestro oficio, en todo caso la del bien decir (Lacan dixit). Hay una anécdota freudiana que lo ilustra mejor que lo que podría yo argumentar: en una carta a Pfister, un pastor protestante que se encontraba entre sus primeros discípulos, Freud le dice -espero no traicionar demasiado sus palabras- que Pfister no podía obtener buenos resultados como analista, pues era alguien demasiado bueno, es decir, era alguien que actuaba según una ética del bien, ligada sin duda a la religión. El analista -continuaba Freud- ha de comportarse como el pintor, capaz de gastarse todo el dinero de la familia en comprar pinturas, o de quemar los muebles para que su modelo no pase frío. Sin ese carácter de malhechor -continuaba- no se obtienen buenos resultados… Yo acuerdo con eso, y nada me da más miedo que las buenas intenciones y cierta moral psicoanalítica, a veces encubierta como un polizón tras algunos discursos, incluso teóricos.

El carácter profano que subrayas tiene que ver con la posición del analista, esa ética implacable que, paradójicamente quizás, toma como texto sagrado al decir de quien se analiza, pero para profanarlo, para hacerle decir más de lo que quería decir. No hay límites -ni de la corrección política, ni del sentido común, ni de la urbanidad o la piedad- que limiten la escucha implacable del analista, orientado en esa ética tan particular que es la nuestra. Creo que también caracterizar a nuestro oficio y nuestra disciplina como profanos, implica alejarse de cierto carácter “docto” -a fin de cuentas, algo que siempre tiene un costado de impostura- pues escuchar en psicoanálisis implica olvidar lo que se sabe, poner la ingenuidad como punto de llegada luego de un trabajoso e interminable esfuerzo de formación, arribar a lo que Nicolás de Cusa llamaba una “docta ignorancia”.

Al mismo tiempo, nuestra práctica es claramente anacrónica. Lejos de ser un inconveniente, para mí es uno de los resortes de su eficacia. Fíjate que es una práctica que ha resistido muy bien la pandemia y el encierro consecuente, la virtualización forzada e incluso pareciera que sobrevivirá a los peligros que la inteligencia artificial supone para muchos otros oficios. Es anacrónica en muchos sentidos: por lo austero de su dispositivo, que ha cambiado bastante poco en 120 años, a contramano de la revolución tecnológica. Es también anacrónica en el sentido que lo señala Agamben, pues en su inactualidad permite ver algo de la contemporaneidad de modo mucho mas eficaz que muchas prácticas a la moda. Es anacrónica al modo en que lo son los vinilos o el cine, que se creían iban a ser superados por los CD o los archivos de MP3 o por la televisión o el cable y se muestran refractarios a su superación, o incluso se convierten en objetos de culto. O al modo de lo que sucedió con el Bactrim, un viejo antibiótico dejado de lado ante la invención de antibióticos de última generación pero que, ante la resistencia desarrollada por las bacterias, ha recuperado una vigencia que se creía extinta. Pero hablo de un anacronismo fértil, no en la cómoda referencia a la tradición o a un pasado que suele presumirse glorioso sino a una posición que esté todo el tiempo en diálogo con la contemporaneidad, que ha trastocado desde la presentación de los pacientes hasta las formas de su demanda de análisis.

Hemos estado conversando-escribiendo sobre las condiciones de la práctica del psicoanálisis -nombrandolo en singular cuando es evidente que es más de uno-, dos hispanohablantes que serán publicados en portugués, refiriéndonos a las tensiones en la traducción y pretensión de uniformidad de nuestra lengua/teoría. No es un dato menor. Compartimos con la lengua portuguesa nuestras raíces románicas -de allí varias de las similitudes semánticas y nuestras afinidades poéticas- y a la vez hemos sido pensados y hablados en otro continente, más joven, mas turbulento, aparentemente más inestable.

Qué crees que será más difícil de traducir?

Tengo con el portugués una relación como la que -si se me permite el extravío- podría tenerse con una amante, mientras mi matrimonio sucede en castellano. Hace una docena años que viajo a Brasil a menudo, y trabajo con muchos colegas brasileños de distintas maneras. Es una lengua que leo y comprendo, y que preciso en su diferencia. Pues los países hispanoparlantes hemos repetido en Latinoamérica lo que sucede con los países angloparlantes en el mundo, convirtiéndola en lingua franca, que es también, al mismo tiempo, un sutil ejercicio de poder. La presencia del portugués me ha servido para sostener siempre esa tensión, entre dos lenguas, como para no olvidar que siempre hay más que una (algo que creo razonable también para las teorías analíticas: siempre hay más que una). El portugués me recuerda que nunca comprendo del todo… tampoco el castellano. El desafío de un analista es tratar la propia lengua como si fuera una lengua extranjera , algo que tiende a olvidarse cuando uno se mueve en el monolingüismo.

Vos agregás además otra cosa, y es la variable geográfica. Pues mi castellano no es el de España, y el portugués del que hablo no es el de Portugal, sino el de las lenguas que se trasladan, que migran, que viajan (de nuevo, aquí puede hacerse un paralelo con las teorías, y los conceptos que viajan de una disciplina a otra-como estudió Mieke Bal- son los que más me interesan) y mutan, cambian. Nuestras lenguas -castellano y portugués- se refractan no solo entre sí sino también con lo que a ambas les sucede una vez atravesado el Atlántico.

En América, donde carecemos de una tradición como la que abunda en Europa, donde el estado de bienestar es incluso imposible de imaginar y ciertos logros europeos están aun lejos de haberse concretado, creo que somos capaces de habitar e imaginar el futuro de otro modo, incluso el futuro del psicoanálisis. Me interesa pensar la lengua según el modelo de lengua menor, eso que Deleuze & Guattari estudiaron. Hay allí una maniobra en la que una lengua menor desterritorializa a la mayor, le aporta lo que los autores llamaban “un coeficiente de subdesarrollo”. El castellano y el portugués son, frente al inglés, lenguas menores. Y quizás lo sea también el castellano rioplatense o el portugués brasileño o el Spanglish frente a sus referentes originarios. También lo era el yiddish o incluso alemán de Freud, quien dominaba esa lengua pero al mismo tiempo la habitaba -como Walter Benjamin o Kafka- en tanto hombre del extranjero. Esa extranjería, imprescindible para el ejercicio de nuestro oficio, tiende a diluirse cuando nos movemos fronteras adentro (sea de una lengua, de un país, de una teoría).

Mientras hablamos, se me ocurre que quizás debamos pensar a nuestro oficio, a nuestros modos de conceptualizarlo y orientarnos en su práctica, incluso al modo en que nos organizamos institucionalmente, a la manera de Pessoa y sus heterónimos. Hay un precioso juego allí entre lo que permanece y lo que muta, y cómo lo que muta -no sin riesgo- ensancha nuestro horizonte, ofrece posibilidades inéditas. En ese juego de mutaciones y permutaciones, quizás lo más difícil de traducir sea justamente lo más interesante, eso intraducible que habita en cada lengua -por ejemplo, la palabra portuguesa saudades– es lo que la hace única y misteriosa, lo que no salva de la idea de que entendemos. La traducción que me interesa no es la ilusoria réplica de lo que se dice en una lengua en otra, sino aquella que -como decía Foucault creo- descompleta la lengua de llegada, la que la mina como un proyectil.