Volverse extranjero
El sutil texto de Márcio Giovanetti[1] que está en el origen de esta convocatoria señala una diferencia entre los espacios privado y público en la formación analítica, aquélla que ha de producir un analista, que ha de enseñar a alguien a ocupar ese topos outopos, ese lugar inestable nombrado bellamente como “tercera margen del rio”. No puedo sino sintonizar con ese texto, tan sólo me propongo tensar alguna de las cuerdas presentes en el mismo. Lo que sigue puede leerse casi como notas al pie.
Se trabajan allí dos espacios en la formación, el de lo privado y el de lo público, remitiéndolos al oikos y la polis, lo doméstico y los asuntos de la ciudad, públicos. El espacio de lo doméstico estaría implicado –en el plano de la formación analítica- tanto en el análisis como en la supervisión didácticas y frente al riesgo de cristalizaciones transferenciales aparece el espacio de los seminarios como el lugar de lo público, el agora griega. Así, el ciudadano/analista en formación, encontraría en el ágora el límite a los excesos transferenciales que, como restos melancolizantes y fetichizantes contribuyen a generar espacios totémicos[2] –y en tanto tales apolíticos- en torno a ciertas figuras idealizadas en nuestras instituciones.
Paradojas de lo público y lo privado.
¿Qué es lo privado en psicoanálisis y en particular en la formación analítica? Suele entenderse así–así lo hace MG también- a lo que pasa en los análisis didácticos y por extensión en las supervisiones.
Los análisis que conducimos son necesariamente privados, y allí radica buena parte de su atractivo en tiempos en que la misma noción de privacidad está en cuestión, sea por la intimidad voluntariamente expuesta a través de las redes sociales o la vigilancia creciente de la que somos objetos los ciudadanos por los estados o las empresas. Ahora bien, en las curas didácticas, tal privacidad siempre está en riesgo.
Concebir el espacio privado como lo doméstico o familiar es riesgoso[3]. Que aparezca así ante el analizante es inherente a la atmósfera transferencial de los encuentros, pero cualquier solidaridad del didacta con esa confusión se paga caro. El sobreprecio se advierte en análisis que se rompen o esterilizan, en la fabricación de candidatos mimetizados con sus didactas, en una eterna infantilización o en un declive de la creatividad y producción institucional.
Hay quizás, siendo esquemáticos, dos modos en que irrumpe lo público en los espacios privados de la formación. Uno entraña a mi juicio un riesgo, el otro una condición de posibilidad.
1) La regulación de los requisitos de las curas por parte de los Institutos constituye una amenaza potencial a ese espacio ajeno a ciertas regulaciones “públicas” que debe ser un análisis para que sea eficaz. No es menor el esfuerzo que habrá de hacer el analista para desmarcarse íntimamente de cierta presión institucional que, aún con las mejores intenciones (como puede ser “garantizar” la solidez del entrenamiento de un analista en formación) pueden arruinar la experiencia y convertir un análisis didáctico en un análisis menos productivo que un análisis “común[4]”. No es raro escuchar testimonios de analistas que relatan como más fértiles sus períodos de análisis previos o posteriores al didáctico, que contra toda expectativa puede revelarse a posteriori como más estéril. Hay algo que escuchar allí y seguramente ha de tener vinculación con la irrupción, la inadecuada separación entre lo público y lo privado, que se incrementa cuando, como en algunas sociedades, el lugar del analista se confunde con el lugar de quien habilita o informa sobre la cura que conduce.
2) Pero un espacio privado no implica que deba ser endogámico y no escapa a las regulaciones de la ley, instancia pública. La ley no es el reglamento y no radica por tanto en el sacrosanto respeto a los estándares que tendemos a colocar en un lugar idealizado (y que en algunos casos pueden funcionar como un mandato superyoico a gozar) sino internalizada en la mente del analista. Y la ley allí funciona, como en cualquier análisis, impidiendo la coalescencia con su analizante, tornando prohibido aquello que es además imposible: el acoplamiento sin fisuras entre analista y analizante. Acoplamiento que no necesita ser fáctico para ser sexual, que no precisa de vínculos familiares para ser incestuoso, y que acecha peligrosamente en todo análisis. La experiencia del análisis personal debe ser permanentemente rescatada para no degenerar en una complicidad a través de la cual analista y analizante que se las ingenian para hacer desaparecer la castración de ese lugar.
La experiencia del análisis didáctico ha de preservarse de la tentación de Procusto[5] (Mannoni) que siempre acecha, un diván que acorta lo que sobra o estira lo que falta para adecuarse a lo que tal acoplamiento sin fisuras demanda –sea con la institución, sea con las expectativas supuestas al didacta- y que en nuestro caso, a diferencia del original lecho del bandido legendario donde se trataba de una forma de la tortura, se hace de manera voluntaria y gozosa, se convierte incluso en una bandera a enarbolar. Cuidar de ese espacio, creo, es responsabilidad del analista didacta fundamentalmente. A él puede pedírsele que esté advertido, en él debe funcionar sobre todo esa instancia Otra en su mente que haga tope a la completud imaginaria. Es él quien debe sospechar si quienes pasan por su diván terminan siendo discípulos sometidos o rivales acérrimos. Es él quien debe cuidar de producir en las curas que dirige esa singularidad pura que ha de encarnar cada analizante.
La experiencia analítica simpre es frágil, siempre está amenazada de derrapar hasta convertirse en una experiencia psicoterapéutica o educativa, cuando no en un ejercicio sutil de poder. En los análisis didácticos, análisis intensos tanto por su frecuencia o por las transferencias previas como por la intensidad, esto se potencia y en principio, la regulación propia de lo “público” en ese ámbito tan “privado” debería servir para preservar lo incadescente de la experiencia.
Y en ese sentido lo público que señala MG, el espacio institucional de seminarios, funciona como tope, como resguardo frente a cualquier tentación unificante, pero no veo por qué debiera ser el único. ¿Por qué no cuestionar también esos análisis y esas supervisiones cro/clonificantes, si se me permite el neologismo? La ley –fundamentalmente en tanto ley de prohibición del incesto, presencia de lo público en lo privado, cuando falta o cuando se debilita pervierte también toda verdadera intimidad.
Ambos espacios, el de lo privado y lo público, aparecen entonces en una continuidad, relevándose o solapándose, como si estuvieran en una banda de Möebius, artefacto topológico de una sola cara y un solo borde.
Quizás un punto central a debatir aquí tenga que ver con ese pasaje a lo público que se da al final de las supervisiones pero sobre todo del análisis didáctico, cuando un analista es reconocido como tal en la sociedad. Desde ahí podemos pensar cómo se conciben tanto teórica como prácticamente los finales de los análisis didácticos.
Exoanálisis.
Pensemos por un momento en un par de situaciones que, concernientes a los análisis y a las supervisiones, se advierten con cada vez mayor frecuencia:
Terminado un análisis análisis didáctico, a la hora del siempre recomendable reanálisis, muchos analistas optan por elegir a un analista que no sea didacta de la institución o que no se alinee con la misma escuela teórica a la que pertenece o ambas cosas a la vez; más aún, muchos analistas eligen a analistas que incluso pueden no pertenecer a IPA. Esto no significa que la transferencia hacia nuestras instituciones del analista en cuestión haya decaído o que esté dispuesto a abandonarlas. En algunos casos incluso, el entusiasmo y la actividad institucional se incrementan notablemente.
En el largo período de encuentros semanales con un supervisor didácticos, aunque el interés fundamental reside en el seguimiento meticuloso de una cura, a menudo pueden incluirse otros casos que le despierten al analista en formación alguna inquietud, que lo hayan puesto frente a un tropiezo. Aunque tampoco es raro encontrar que, más allá de las “supervisiones oficiales”, y en forma paralela a las mismas, muchos candidatos supervisan casos que los ponen frente a alguna urgencia con otros supervisores, distintos al supervisor didáctico que se ha elegido.
¿No podría decirse que estos casos representan situaciones minoritarias, marginales incluso, que no son compartidas por la enorme mayoría de “candidatos” que cursan la “carrera” analítica? Quizás sí, aunque no debiera ser esto un obstáculo para pensarlas. De hecho, el psicoanálisis trabaja habitualmente con situaciones marginales, con restos, que –si se los analiza- suelen convertirse en los más iluminadores del conjunto.
Pues no es raro escuchar que estos espacios otros, ajenos a cualquier legitimidad “oficial”, tienen una potencia y una fertilidad clínica inusitadas. Paralelamente, en los espacios “oficiales”, acecha una tendencia al adormecimiento del potente dispositivo analítico. ¿Quiere decir esto que el trípode formativo que sostenemos en nuestros institutos no tiene valor? De ninguna manera creo esto, y encuentro al trípode que en nuestras instituciones se sostiene y practica como en pocas otras como muy valioso.
Pero a la vez pienso que lo que estas situaciones, junto a muchas otras, de lo que dan cuenta es de la necesidad de pensar al analista en un lugar otro. Y del riesgo presente cuando ese lugar se encuentra demasiado institucionalizado, como sucede por definición en los institutos de formación. Y de cómo muchos resuelven esta aporía buscando un lugar genuinamente analítico afuera. Paradójicamente, la formación analítica que pensamos habitualmente sostenida en el trípode clásico, se “sostiene” además en otro lugar, exógeno, exogámico, más o menos invisible, que cada candidato precisará inventar.
Esa cuarta pata, invisible y singular, que opera descompletando, agujereando a las otras tres, es imprescindible para que el trípode sostenga una formación verdaderamente analítica y no un mero mecanismo de inducción profesional. Funcionaría así como una especie de punto de fuga, trazado imaginariamente fuera pero esencial para comprender lo que está adentro. Y sobre todo, fundamental para evitar que la formación analítica adquiera otra perspectiva y no se “aplane”.
Quizás pueda dar algún fruto pensar en términos de extranjería ese punto de fuga que a la vez recobra el sentido genuinamente analítico de la formación analítica.
Juliette Binoche, analista.
Quizás el lector recuerde un película que fue estrenada hace varios años ya, con el título original de Un divan à Nueva York (Um Divã em Nova York). En tono de comedia, narraba un intercambio de casas entre un analista ortodoxo neoyorquino, protagonizado por William Hurt y una bohemia joven parisina, personaje que encarnaba Juliette Binoche. Se trata de una comedia romántica menor quizás en términos cinematográficos, sin embargo la directora ha logrado capturar algo de la especificidad del psicoanálisis difícil de cernir en términos teóricos. Lo interesante es que quien enseña algo acerca de ese lugar problemático y frágil, el de analista, no es el personaje que encarna al eminente psicoanalista neoyorquino, pulcro y respetuoso de las reglas del oficio que practicamos sino el otro, el de la ignorante intrusa francesa.
¿Qué sucede? Pues que el personaje de Juliette Binoche, ya instalada en la casa-consultorio de Manhattan, se ve ubicada por un paciente precipitado -que seguramente ignoraba que su analista se había tomado vacaciones- en el lugar de analista ella misma. Con honestidad, la joven intenta decirle al paciente, que ya se ha tendido en un diván y comenzado a hablar, que ella no es analista, y que la persona a quien busca el sufriente neurótico está en París…, lo cual no impide que el paciente comience a desplegar sus tortuosos fantasmas ante Binoche, que se sienta en el sillón tras el diván. Luego de ese paciente, llega otro, y otro y otro. Incluso pacientes nuevos que no están dispuestos a esperar el regreso del renombrado analista que en ese momento, ignorante de todo, sigue en París.
La analista profana, pues eso es a esta altura, ha sabido entretanto dejarse llevar por los pacientes a un lugar de escucha particular, donde no aconseja ni habla de ella misma. Tal como le sucedió a Freud con sus primeras histéricas, se deja arrastrar, permite que los pacientes le enseñen, se deja conducir al lugar que conviene a un analista y, ayudada por el discreto silencio en el que se enfrasca y por su apenas rudimentario manejo del inglés, se sorprende ejerciendo efectos terapéuticos. Sus –a esta altura- analizantes mejoran, se sacuden cierta modorra, se entusiasman sin extrañar, al parecer, al abstinente analista desaparecido. Ajena a cualquier canon de comportamiento analítico y a cualquier tipo de formación, sólo con su escucha extranjera, en cuanto a la nacionalidad y el idioma por supuesto, pero también en lo relativo a una modalidad activa, ingenua y a la vez diferente de escucha, el personaje de Binoche logra la instalación de una transferencia intensa y efectos terapéuticos sorprendentes.
La película es una fábula, pero en tanto tal enseña algo que hace a la eficacia de la posición del analista que no pasa ni por las investiduras profesionales, ni por la solidez de sus teorías, ni por sus conocimientos técnicos, sino, tiendo a pensar, por cierta extranjería.
Si el lugar a ocupar por el analista es un lugar extranjero, extraño (lo cual, si nos dejamos guiar por la lógica del dispositivo analítico, es más una descripción que una prescripción), es también porque el psicoanálisis como disciplina es un saber extranjero, y por eso su formación ha de pensarse en términos singulares y distintos a la de cualquier otra disciplina -sea ésta científica, artística o humanística- aunque emparentada con todas ellas[6].
Freud -junto a otros como Kafka y Walter Benjamin- jamás acabó de identificarse con la lengua alemana a través de la cual sin embargo pensaba y forjaba su obra, era conciente de cierta distancia (Wohlfarth). Y si ninguno de los tres se identificaba con su “ser alemán”, no era para identificarse con su “ser judío”. Encarnaban –sin dejar de ser judíos o hablar alemán- la extrañeza frente a cualquier pertenencia. “Venían de lugares extranjeros, -recuerda Gershom Scholem- y lo sabían” (íd.).
Como afirman Deleuze y Guattari hablando de Kafka, se trata de “estar en la propia lengua como un extranjero” (p. 43). Tratándose de una práctica lenguajera como la nuestra, es inevitable conocer el idioma en el que habla un paciente. Esto es de Perogrullo. Pero tan inevitable como eso, y aquí abandonamos el terreno de las obviedades, es que tratamos al idioma del paciente –aún siendo el nuestro- como un idioma extranjero. Muchas veces nos esforzamos sin saber para lograr esa distancia, la única que permite salir de las falsas complacencias, de los entendimientos fallidos, hacer lugar al radical malentendido inherente a cualquier lengua, y buscar esa interpretación, o mejor dicho encontrarla, que permita al paciente escucharse de manera distinta.
Un análisis entonces es un proceso inverso al aprendizaje de una lengua extranjera. Cuando uno aprende un idioma nuevo va disminuyendo progresivamente su perplejidad ante significantes al comienzo indescifrables hasta tornarlos familiares. En un análisis intentamos, a través de nuestro particular modo de escucha y a la forma de hacernos presente en él mediante la interpretación, tornar extraños aún aquellos significantes más familiares, tratar a nuestro idioma como si fuera una lengua extranjera. La lengua del inconciente, aquella que nos convierte en extranjeros aún en la propia casa (Kristeva) funciona de ese modo y un habla más verdadera nos es posibilitada al distanciarnos de lo que decimos, al retornar al lugar del Otro –de donde partieron originariamente- los significantes que nos han marcado en tanto sujetos.
Quizás se trate al menos de ofrecer cierta resistencia a la tentación de comprender con inmediatez (contra la cual tanto Lacan como Bion nos alertaran), a la ilusión de una comunicación sin fallas, que anula la dimensión del malentendido, inherente a cualquier lengua. Existe una pregunta de profunda actualidad política en estos tiempos: ¿cómo convertir en próximo/prójimo al más extraño o diferente?, que quizás en psicoanálisis deba mutar a su contrapartida: ¿Cómo convertir en extraño lo más próximo?
La legión extranjera.
Freud era un extranjero en el corazón del antiguo imperio austro-húngaro. Y fue así, desde la splendid isolation a la que lo había condenado la ciencia de su tiempo, que produjo su formidable invento. La distancia que le procuraba ser un extranjero no fue un ingrediente menor en la fórmula de su descubrimiento. Difícilmente, imagino, podría haber descubierto el inconciente alguien que no viviera al sesgo su cotidianeidad, alguien que no guardara la suficiente distancia con cualquier tradición. No creo -estamos en el terreno de la conjetura- que el psicoanálisis pudiera haber sido inventado por un autóctono, sea éste un alemán de Berlín o un israelí de Tel Aviv: es desde la mirada y la escucha extranjeras desde donde se hace posible advertir los resortes ocultos, descubrir lo nuevo, expresar lo inexpresado.
De uno u otro modo, los grandes teóricos del análisis, aquellos a quienes reconocemos como nuestros maestros, estaban en ese lugar, casi por estructura, lo supieran o no, sin importar cuánto les interesara conceptualizarlo. La historia entera del movimiento analítico puede concebirse como una historia de la extranjería. A partir de ahí puede leerse también el síntoma de Freud, al colocar en un lugar fundacional, nada menos que a quien introduce la Ley, a un extranjero. No otra cosa hace Freud cuando, basado en una débil y refutable especulación histórica, hace de Moisés un egipcio[7].
Inicialmente quienes se agruparon en torno a Freud eran fundamentalmente judíos en la Viena heredera del Imperio Austro-húngaro, siempre extranjeros en el territorio de habla alemana (Traverso, p. 55) que atravesaba numerosos países recientemente constituidos. Cabría conjeturar que sólo aquellos familiarizados con la experiencia de la extranjería podían sentirse atraídos por esa extraña disciplina que sólo podía acarrear en un comienzo la proscripción de la ciencia oficial. Allí donde aparecía alguien en las antípodas de ese lugar extranjero, y por ende resultaba tentador a Freud confiarse para asegurar a su joven ciencia un destino de mayor aceptación, me refiero el caso de Jung, sabemos que la cosa no terminó bien (Roudinesco y Plon, 1998).
Con la llegada del nazismo, la diáspora analítica no hizo más que redoblar una situación que estaba inscripta desde el origen: la extrañeza frente a la lengua, frente a los otros, frente a los saberes autorizados, formaban parte ineludible del lugar desde el que Klein o Anna Freud misma forjaban sus conceptualizaciones y se vinculaban con el mundo de habla inglesa. Quizás por ocupar ellas mismas ese lugar extranjero se vieran eximidas de la necesidad de conceptualizarlo. Bion, en la estela de cierta casta de poetas chinos que, en cuanto lograban cierto renombre en su territorio cambiaban de comarca, como si algo de anonimato y marginalidad fuera esencial a su función, elige la extranjería nuevamente al trasladarse a Estados Unidos en el acmé de su reconocimiento.
Lacan, “excepción francesa” mediante, no emigró a ningún lado. En su caso la extranjería terminó dándose en términos institucionales, frente a la IPA, que lo excluye de su función didáctica, dándole pie a su identificación con Spinoza, él mismo extranjero frente a su comunidad luego de la excomunión. Pero en ningún modo parece haberle sido ajena a Lacan la percepción de que algo decisivo se jugaba por el lado de la extranjería. Hay una anécdota al respecto: al parecer, la comunidad judía de Estrasburgo le pide que les envíe un analista. Éste toma nota del pedido y les remite a uno. Según la lógica homeopática que parece imperar en psicoanálisis, aunque no sólo allí, podría pensarse que Lacan habría de recomendarles un analista judío, o al menos de apellido judío, o vinculado de algún modo con los judíos, que pueda entenderlos… Nada de eso. Los remite a un psicoanalista, de su confianza, claro, pero… árabe: Moustaphá Safouan (Miller, 2002). Más allá de las intenciones de Lacan, que permanecen fuera de nuestro alcance, vuelve a advertirse allí un punto interesante, el que sitúa al analista en un lugar radicalmente extranjero frente al analizante .
Como un eco que tenga quizás cierto carácter estructural, buena parte de los grandes pensadores en psicoanálisis han sido emigrados, extranjeros: además de Melanie Klein y Anna Freud en Inglaterra, Hartmann, Kris y Löewenstein, los fundadores de la Psicología del Yo en Estados Unidos, Heinz Kohut u Otto Kernberg, nacido en Viena y formado en Chile, en Argentina Marie Langer, Ángel Garma, Heinrich Racker, Pichon-Rivière mismo, que adquirió su extranjería criándose entre el guaraní y el francés de sus padres. Debido a la necesaria encarnadura transferencial de nuestra praxis y al lugar que ocupa el análisis personal en su transmisión, es relativamente común que los pioneros en los distintos países sean aquellos que pasaron una temporada en el exterior o literalmente extranjeros, emigrados de los países centrales. Muchos núcleos iniciales de sociedades analíticas se crearon en torno a analistas “extranjeros”. Creo que hay allí una nota estructural que va más allá de las circunstancias geopolíticas o económicas coyunturales.
No debería ser imprescindible escapar de alguna guerra o genocidio o incluso de la gloria o el éxito para poder producir conocimiento analítico, pero sí pareciera ser necesario procurarse algún grado de extrañamiento. En ese sentido, un analista habría de repetir en el proceso de su formación, fundamentalmente –aunque no solamente- en su análisis, ese extrañamiento que permitió a Freud escuchar otra cosa en lo mismo que escuchaban todos en su época.
El lugar del analista en la ciudad.
Intentemos ahora desplegar un poco más la metáfora utilizada por MG: oikos y polis son espacios que atañen al ciudadano griego. Es el ciudadano de Atenas o de cualquier otra ciudad-estado griega quien divide su vida entre esos lugares, y allí el paralelismo que se traza con un analista en formación encuentra un límite. Pues cabe dudar de que el lugar del analista sea asimilable al de ciudadano. Tiendo a pensar más bien que el lugar del analista, más allá de la persona del analista, que vive con mayor o menor fortuna en la ciudad, con mayor o menor prestigio o reconocimiento, no es el de ciudadano. El lugar del analista, la función del analista, reside en otro lado. Si prosiguiéramos con la metáfora griega, ese lugar sería más bien es el de meteco[8], es decir el del extranjero que vive en la ciudad. Recordemos que el meteco no es el extranjero que atraviesa ocasionalmente la ciudad, pero tampoco es el ciudadano. Es el extranjero que vive entre los ciudadanos[9]. Ése lugar de extranjería es el topos outopos, lugar imposible y nunca ganado del todo, lugar incómodo asimilable al de resto, a lo que queda de la operación analítica[10]. A ese lugar es al que un analista deberá advenir en su formación.
Ese lugar extranjero del analista es en buena medida responsable de la dificultad que enfrentamos cuando necesitamos hacernos entender en el diálogo por fuera de nuestro mundo de pares, cuando debemos explicar nuestras ideas o mostrar nuestros logros terapéuticos, cuando es necesario convencer a los seguros de salud o conseguir el reconocimiento de la Academia. Pero a la vez es el lugar que nos preserva de las complacencias de las mayorías, del confort intelectual de los autóctonos, que habitan desde siempre un país creyendo conocerlo. Hay una autoctonía imposible en el territorio del inconciente. Nadie podría haberlo descubierto desde ese lugar, y nos hubiéramos quedado aún hoy chapoteando en las aguas calmas y seguras de la conciencia ilusoria o de la conducta observable.
Ese lugar extranjero, que hay que poder soportar, es la garantía, entiendo, de que el psicoanálisis no se desbarrancará por las vías de una psicoterapia más y no será reabsorbido, como pensamiento, por el canon de ninguna época. Ese lugar extranjero nos emparenta más con los artistas que con quienes ejercen una profesión liberal o con los científicos, aún cuando el lugar de analista comparta también algo de cada uno de esas tradiciones. Los verdaderos artistas siempre se han mantenido extranjeros a su tiempo o a su geografía, siempre han mostrado o dicho lo que otros no podían ver u oír, o lo han hecho antes. La figura del psicoanalista surge cien años atrás heredera de la del hipnotizador o el chamán (Roudinesco y Plon), no de la del académico respetado o el psiquiatra hermanado al poder del estado.
Pero no es fácil la posición[11] del extranjero, como no era fácil ser meteco en Atenas. La posibilidad de decir algo nuevo, inherente a la figura del psicoanalista, la posibilidad de avanzar por terrenos inexplorados, no es gratuita y no cualquiera tolera ocupar ese lugar. Exige situarse en un sitio marginal, exterior aunque fronterizo al del consenso común, inconformista y pasible de sospecha, y suele generar tanta fascinación como repudio.
Tanto como le sucede a un paciente en análisis, el efecto para quien practica el psicoanálisis como oficio también es el extrañamiento: obligado a desempeñar el papel de extranjero, él mismo se separa de sí en tanto sujeto de su función, él se convierte en la encarnación de la extranjería más absoluta para él mismo, lo cual no sería raro que motivara alguna inexplorada enfermedad profesional. Pero para eso existe el análisis del analista y los periódicos reanálisis, para separarlo de sí, para asumir su extranjería y a la vez mitigarla, tanto para permitirle tanto encarnar lo extranjero para sus pacientes y soportar un lugar que puede ser inhabitable para alguien no adiestrado, como para funcionar, fuera de su consulta, a la manera un ciudadano más. Y para eso también existen las instituciones, tanto para compartir la soledad de nuestra práctica como para mitigar sus efectos tóxicos. No muchas profesiones hacen tanto culto de las relaciones entre colegas como la nuestra. Como en cualquier ciudad cosmopolita, compleja y hostil, los extranjeros tienden a agruparse.
Volverse extranjero.
¿Cómo puede alguien, relativamente común, a menudo más neurótico –al menos en el punto de partida- que la media poblacional, por el solo hecho de su formación, advenir al punto de operador eficaz de esa materia tan inflamable como evanescente que es el inconciente? Sólo porque alguien así –un analista- ha desarrollado una destreza de escucha que sorprende a quienes se entregan a ella, una escucha que renuncia a la memoria tanto como a la ambición, una escucha que abandona tanto el prejuicio como la experiencia, una escucha singular, a medida del dispositivo inventado por Freud y por otra parte, absolutamente inútil, invalidante incluso, fuera de sus coordenadas específicas.
Buena parte de la formación analítica, sobre todo el análisis “didáctico[12]”, consiste en lograr advenir y en poder preservar ese lugar extranjero, esa mirada otra siempre en riesgo de convertirse en una, esa extrañeza frente a la lengua y el inconciente siempre en peligro de tornarse engañosa familiaridad. Puede entenderse entonces como el reverso de un proceso de nacionalización, ese ideal que demanda el ajuste del extraño al consenso, como se les exige a los inmigrantes que quieren naturalizarse probar que conocen el idioma, la historia y los símbolos patrios del país de adopción. En nuestro trayecto, se trata en cambio –prosiguiendo con la metáfora acerca del desaprendizaje de la lengua propia- de olvidar lo que se sabe, desnaturalizarlo, entregar nuestra carta de ciudadanía para asumir ese lugar extraño de eterno extranjero en el corazón de la ciudad, esa suerte de limbo donde una palabra puede siempre ser otra, donde nada está determinado y donde todo puede decirse, sabiendo que decir ese todo es imposible, ilusión tanto de entendimiento como de completud. El lugar del extranjero es un lugar desilusionado -no en tanto inerte o melancólico pues allí bien puede anidar el deseo y fecundarse el entusiasmo- sino desilusionado frente a cualquier ideal de pertenencia, aún el de cualquier pertenencia analítica.
Sabemos que la formación psicoanalítica no se encuadra en los parámetros de la formación científica clásica. Cuando queremos precisar en qué consiste esa diferencia, tendemos a pensarla en términos de adiestramiento artesanal, del paso de una generación a otra de cierto saber que encuentra en el análisis personal el punto más crítico y más singular en juego. Hay algo de la experiencia del inconciente que se transmite y no se enseña[13]. Lo enseñable (aquello asimilable a lo público, al lugar de los seminarios en el texto de MG) no es lo fundamental y cabe pensar en un analista que ejerza eficazmente su función sin haber pasado –como Juliette Binoche- por una estricta formación teórica, aunque lejos estamos de negar su importancia. Pero es inimaginable un analista que no haya pasado él mismo por una experiencia analítica.
Quizás podamos pensar entonces a la formación analítica como un proceso de extranjerización. Fundamentalmente en el análisis didáctico, experiencia de la división subjetiva mediante. Pero también en los otros espacios, los otros pies del trípode, que a mi parecer deben estar marcados también por la experiencia del inconciente, por la singularidad del quehacer analítico. Los seminarios no son cursos sino espacios donde nos encontramos con la provisionalidad del saber, no un lugar de recepción de un saber constituido. Las supervisiones se emparentan más con el análisis que con la enseñanza de la doctrina aplicada caso a caso. Los mismos trabajos escritos no deberían ser jamás monografías cuasi-universitarias sino textos personales, marcados por ese estilo único que va precipitando en alguien a medida de que se forma y practica el psicoanálisis, su singular modo de ejercerlo. Deberían ser más bien trabajos que den cuenta de un agujero en el saber, de una falta, más que el rescaste de conceptos para los cuales disponemos ya de formidables bibliotecas. Incluso lo más público ha de estar refractado por la lógica extranjera del psicoanálisis.
Esa promesa de diferencia que le hacemos implícitamente a nuestros analizantes con el solo ofrecimiento de una escucha particular, es también un compromiso para el analista, -lo cual es lógico pues siempre un analista es fundamentalmente un ex analizante- quien debería resistir las tendencias –institucionales o no- que lo llevan a la homogeneidad, a la serie, a las jergas o a las modas teóricas para encontrar su propia singularidad como marca de estilo. Y esa vara con que medimos a los análisis a secas, no debería esconderse sino afilarse aún más a la hora de pensar en los análisis de formación.
Hoy, cuando el psicoanálisis ha encontrado una aceptación social, un lugar público en las universidades, en la cultura, en el habla cotidiana, del que antes carecía, podría extenderse a los analistas lo que el escritor chileno Roberto Bolaño ha señalado en la literatura: en una época, los analistas, al igual que los escritores, provenían de cierta aristocracia económica, médica o intelectual, que arriesgaban todo lo que tenían o podían tener –prestigio, dinero, reconocimiento- para abrazar una disciplina peligrosa. Ésa es la historia de muchos de los iniciadores. Luego, algo se invirtió y el análisis –la literatura para Bolaño- se convirtió en una práctica que prometía algún lustre o bienestar económico a jóvenes de clase media con aspiraciones de ascenso social. En el medio, algo del espíritu de aventura, de la avidez por el descubrimiento y la disposición a correr riesgos se perdió. Y probablemente eso tenga algo que ver con la tan mentada crisis del psicoanálisis.
Quizás volver a pensar en términos de extranjería a nuestra praxis y a la formación que nos habilita nos permita recostarnos menos en el costado profesional del análisis, a fin de cuentas una ocupación burguesa más, para recuperar algo del espíritu de los pioneros, aquellos extranjeros.
Bibliografía:
Freud, S., Moisés y la religión monoteísta, OC, XXIII, Amorrortu, Bs. As., 1976.
Deleuze, G. y Guattari, F., Kafka. Por una literatura menor, ERA, México, 1978.
Giovannetti, M. de F. (2010), Sobre a Natureza e Função do Currículo na Formação Analítica, Jornal de Psicanálise, 43(79), 181-185.
Kristeva, J., La revuelta íntima. Literatura y psicoanálisis, Eudeba, Bs. As., 2001.
Mannoni, O., El diván de Procusto, Nueva Visión, Bs. As..
Miller, Jacques-Alain, Cartas a la opinión ilustrada, Paidós, Bs. As., 2002.
Traverso, Enzo, Los judíos y Alemania. Ensayos sobre la “simbiosis judío-alemana”, Pre-Textos, Valencia, 2005.
Roudinesco y Plon, Diccionario de psicoanálisis, Paidós, Bs. As., 1998.
Wolhfarth, I., Hombres del extranjero. Walter Benjamin y el Parnaso judeoalemán, Taurus, México D.F., 1999.
[1] En adelante: MG. El texto al que me refiero se llama Sobre a Natureza e Função do Currículo na Formação Analítica.
[2] Cierta costumbre aún presente en muchas instituciones analíticas da cuenta de esos espacios totémicos: muchos “candidatos” se refieren sin rubor a pares en análisis con el mismo didacta como “hermanos”, por tener el mismo “padre”. También se habla de “abuelos” (aquel con quien el analista didacta hizo su propio didáctico). Este aspecto, a veces oculto tras sofisticadas posturas teóricas, no difiere mucho de aquella modalidad que, en un jardín de infantes –tal como aún recuerdo- agrupa y separa a los niños tras distintos tótems animales (los “ositos”, los “conejitos”, etc.).
[3] Lo familiar, sabemos, puede tornarse de pronto ominoso.
[4] Para ésta y otras referencias vinculadas a la transmisión recomiendo remitirse a la sección Vórtice dedicada al mismo, en Calibán-Revista Latinoamericana de Psicoanálisis, vol. 10, n. 1, 2012, FEPAL, Montevideo, pp. 107-133.
[5] Procusto era un bandido griego que tenía en su posada un lecho particular: recostaba ahí a los huéspedes y en cuanto sus cuerpos sobresalían de la cama, serruchaba cortando lo que sobraba. A quienes la cama les quedaba holgada, los descoyuntaba y estiraba hasta que encajaran.
[6] Aunque cabe desear que se ubique más entre una universidad y una academia de arte que entre el monasterio y el colegio técnico, tal como advertía Kernberg en 1984 (Calibán-RLP, cit., p. 131).
[7] Incluir referencia en Freud y en Lacan, Sellin, etc.
[8] Meteco es «aquel que ha cambiado de residencia», del griego μετοίκος metoikos, de meta, «cambio», y oἶκía «casa».
[9] El neologismo lacaniano “éxtimo”, aquello íntimo y a la vez exterior, no sería impropio para definir este lugar.
[10] Cuando ese lugar de resto no opera, al cabo del análisis didáctico el didacta queda convertido en la figura totémica que denuncia MG.
[11] Con respecto al lugar del extranjero –como al del analista- se trata de una posición más que de una investidura o una esencia. Se es extranjero siempre en términos relativos.
[12] Valen las comillas aquí, aunque más no sea para cuestionar el oxímoron. Quizás “Análisis de formación” resulte un modo preferible de nombrarlo.
[13] Alberto Cabral despliega de modo documentado y meticuloso la tensión entre ambos modos de concebir la formación analítica en la mencionada sección Vórtice (Calibán, op. cit.) dedicada al tema.