Leonardo Sbaraglia: “siempre quise perseguir algo de la verdad”

Para un psicoanalista, entrevistar a un actor implica un desafío: ¿cómo construir un espacio de diálogo donde exista la posibilidad ‒al menos en potencia‒ de que algunas vestiduras caigan, de que algo del personaje que cada quien encarna (nadie con mayor expertiz que un actor) pueda ser dejado momentáneamente de lado?

La entrevista con Leonardo Sbaraglia se desplegó en tres tiempos, tres actos. El primero fue durante la pandemia, por Zoom, en el que conversamos mientras el actor deshacía la dificultad de la distancia creando cercanía de inmediato, interrumpiendo para sacar el pan del horno, evitando cualquier afán de “producción” de sí mismo, mostrándose sin maquillaje.

El segundo acto me tuvo como espectador de un espectáculo suyo, al que me invitó, particularmente, en relación con lo que conversábamos. En El territorio del poder, un espectáculo que no respeta ninguna temporada, donde se juega un deseo más que un plan de carrera, y junto con eximios músicos de jazz, el actor le pone el cuerpo a las palabras, las encarna, las grita, incluso las canta. En una sala periférica, repleta, a oscuras, el actor lograba replicar la intimidad que había generado conmigo con cada uno de los espectadores.

El tercer acto consistió en una conversación en su casa, invadida tanto por la luz como por el polvo que un sufrido robot de limpieza habría de limpiar. La casa de Sbaraglia parece más la de un músico, llena de instrumentos musicales. Bajo la mirada de una fotografía de Almodóvar, con un gato sobre la mesa, me muestra un regalo que le hizo su hija, que se llama igual que mi hija menor. La comunidad que genera Leonardo es instantánea, se emociona mientras habla. Quizás mi inquietud inicial sea inútil, pues la persona de un actor ‒como todos, y al mismo tiempo más que nadie‒ es indisociable de la de un personaje. Tan ficticio, y a la vez tan verdadero y entrañable.

Primer acto: Hay cosas que solo puedo resolver en el escenario

Te has analizado mucho, me habías contado…

Sí, un montón.

¿Demasiado? ¿O lo suficiente?

No, no. Demasiado, no. Creo que nunca fue demasiado. Lo que pasa es que, al principio, cuando empecé, no sé si tenía seis o siete años, obviamente no fue por decisión propia. Y no entendía bien lo que hacía ahí. Yo era un chico que no entendía bien lo que había pasado, por qué estaba ahí y tenía enfrente a un analista de chicos. Me iban a operar de las adenoides, entonces, por eso me mandaron al analista. Primero no entendía bien por qué estaba ahí. En realidad, había ido porque me habían encontrado en varias situaciones un poco límite. En un momento corté un cable enchufado con una tijera de metal. Otra vez me encontraron caminando por la baranda de un segundo piso donde vivíamos… Sin ninguna conciencia…

Ah, era para salvarte la vida, entonces.

¡Claro! Me mandaron para salvarme la vida. O para que entienda un poco mejor dónde estaba algún principio de realidad en relación con el peligro y los límites que, claro, yo recuerdo que no tenía. Es como si no supiera lo que estaba sucediendo. Había una distancia entre esa posibilidad del peligro y mi conciencia. Me acuerdo perfectamente, inclusive lo que sentí. Era algo que con mi vista podía registrar, pero no podía asumir que ahí, en esa situación, había eventualmente un peligro. También había una cuestión de experimentación, de curiosidad. Pero, en ese porcentaje, viste que siempre hay un porcentaje de que te puede pasar algo; te podés morir, en este caso [se ríe], pero yo no lo tenía en cuenta. A lo largo de mi vida, en todos aquellos momentos límite de mi vida… cuando emocionalmente, por alguna razón, estaba un poco desencajado, me han terminado pasando cosas físicamente. Como si el cuerpo terminase encontrando el límite a eso que estaba desencajado. Como que mi propio cuerpo, ¡bum!,golpea y se encaja. He tenido muchos accidentes en mi vida. Y todos han estado asociados a momentos donde emocionalmente yo estaba un poco sobrepasado. Entonces, el psicoanálisis, al principio… Uno también va aprendiendo, va aprendiendo como paciente. No porque uno tenga que ser buen o mal paciente, pero de alguna manera vas aprendiendo de la dinámica. Me parece que se trata de cómo poder asumir, cada vez más, de manera transparente, en relación con la persona con la cual te estás tratando, lo que te está pasando. Como diciendo: “Bueno, mirá, acá, esto me pasa, me pasa tal cosa”. Todas esas cosas que de pronto estaban metidas en algún lugar de tu oscuridad y que no podías nombrar ni con vos mismo, que tengas la posibilidad de decir: “Bueno, acá está. Acá estoy, esto está pasando”. Y, de alguna manera, en ese vínculo también se va naturalizando lo que a uno le va ocurriendo- Y también uno va encontrando que no es tan raro lo que te pasa.

¿Vos después hiciste otro análisis, de adulto? ¿O varios análisis?

Mirá, de chico empecé, como te decía, a esa edad, y a los doce, trece años, más o menos, terminé esa relación. Y por esa época empecé a estudiar teatro. Como si ese proceso que empezó con el psicoanálisis hubiese terminado dándole forma al encuentro de un espacio, una voz, un lugar, una identidad, dentro de lo que es el teatro.

O sea, ¿de ese primer análisis saliste con un deseo por actuar, así, más o menos templado?

Me parece que sí. Al menos eso en un momento lo esgrimió mi papá o mi mamá. Entonces me quedó como algo de mi propia narración, tendría que seguir pensándolo. Pero, inevitablemente, había una necesidad muy grande. Efectivamente, cuando empecé a estudiar teatro, sentía que era el lugar donde más cómodo me sentía, donde tenía un lugar, una voz. Y ahí sí fue, se terminó el proceso de ese análisis. Después volví, con la misma persona, a los diecinueve años, porque ya me había transformado en un actor conocido, con todos los pormenores que propone la rareza de ser una persona tan famosa. Me transformé en una persona muy famosa a los diecisiete años. Entonces… Nada, era todo muy raro, muy extraño lo que me sucedía. Ahí arranqué otra vez a los diecinueve años, hasta los veinticinco años, que inicié… que empecé casi a estar con la mamá de mi hija; ahí dejé, ahí dejé. Creo que fue un error, pero ahí dejé.

Dejaste para casarte…

Dejé para casarme con otra… Se ve que me sentía amparado en otro… en otra… en otro proyecto. Es bastante largo, ahí podríamos hacer varios libros, también varias obras de teatro. De hecho, estoy pensando en algún momento hacer algún gran monólogo, un unipersonal hablando de lo que fueron esos años.

Dijiste una cosa que me resulta interesante: la narrativa que uno hace de uno mismo… En el análisis se construye mucho de eso. Uno se narra, y van cambiando las narrativas.

Y sí, me parece que es interesante que a medida que uno va creciendo y teniendo nuevas realidades internas, nuevas herramientas, se te van abriendo nuevos lugares. Nuevas maneras de mirar. Se te van saliendo algunos velos, van cayendo algunos miedos, te vas pudiendo enfrentar con algunas cosas desde otro lugar. Yo, por ejemplo, cuando volví a analizarme a los treinta y ocho años… Desde los veinticinco a los treinta y ocho, prácticamente no toqué el tema del análisis. Y a los treinta y ocho, cuando empecé a entrar en una crisis de pareja y una crisis personal muy grande, arranqué ahí a analizarme otra vez. Entonces, retomé. Y ahí, justamente, en ese momento, empecé a recordar un montón de cosas que había olvidado, que tenía tapadas, anestesiadas. Justamente mucho de lo que era la relación con mi mamá, cosas que habían pasado cuando mis papás se separaron, a mis seis, siete años. Después se juntaron, después se volvieron a separar a mis once. Pero viste que uno … con nuevas herramientas, podés recordar otras cosas. Como si tuvieras nuevas herramientas o nuevos lentes para poder acceder a lugares donde antes quizás no podías acceder.

O sea, con otra escucha, vos mismo te escuchabas de modo distinto o leías tu historia de otro modo.

Claro. Por eso digo, la narración que uno pueda hacerse de la propia vida, yo siempre la pongo en duda. Porque cada vez uno la tiene que volver a repensar. Pero es cierto que a mí me cuesta pensar o recordar ahora. El día que pueda hablar con mi papá, hablar con mi mamá, volver a hacerles preguntas… Por suerte tengo una muy linda relación, y poder hacerles preguntas de cómo fue, de cómo creen ellos que fue ese pasaje, en ese momento. Pero, bueno, lo cierto es que mi vieja empezó a estudiar teatro ella, a esa edad…

En ese momento…

Claro, ella tenía veintisiete, veintiocho años, y bueno, en ese proceso también de separación de mi papá, de reencontrarse con sus deseos y cuestiones, empezó ella a estudiar teatro, un poquito más de grande. Entonces, ahí, en ese momento, empezó a compartirme cuestiones que compartía con nosotros, pero, bueno, en mí calaron… calaron hondo. Yo me acuerdo perfectamente que una vez, mis papás no estaban separados todavía, estábamos los tres en la cocina, y yo era un tipo bastante payaso, gracioso, simpático… No sé cómo decirlo. Entonces, no sé qué gesto hice, como imitándolo a mi papá. Estaba acá al lado, mi mamá estaba ahí enfrente; entonces, hice un gesto imitando los bigotes de mi papá, hice no sé qué cosa con los bigotes, que mi papá se cagó de risa y dijo algo así como: “Uy, acá el que tiene que ir a estudiar teatro es este, ¿no?”. Viste esas cosas que dicen los papás, como diciendo… Seguramente mi mamá ya estaba empezando a estudiar teatro, había como una cosa entre ellos, y mi papá dijo: “No, acá el que tiene que ir a teatro ya sabemos quién es, ¿no?”. Porque yo se ve que no paraba de hacer mis gracias y pedir cosas, ¿viste?, pedir. Yo pedía pista, pedía escenario, pedía público.

Y el dicho de tu padre lo habilitó…

Lo legitimó, claro. Porque es cierto que yo siempre estaba esperando. En las reuniones familiares, justamente a esa edad estaba esperando el momento… yo quería público. Pedía público para hacer alguna de mis gracias. Y me encantaba. Pero, bueno, evidentemente necesitaba, si lo analizas, probablemente necesitaba, qué sé yo, que me miren, atención, un lugar, no sé cómo llamarlo. Pero lo loco que es que hoy para mí el escenario me sigue resultando un lugar donde hay cosas que puedo sacar, que no puedo sacar en ningún otro lado.

Ah, mirá vos.

Es que es muy loco. Supongo que eso será el arte. Supongo que eso será, así como el escritor necesita escribir, el pintor necesita sacar a través de un lienzo cosas que no podría sacar en ningún otro… en ninguna otra relación con el resto de su vida. Hay cosas que yo solamente puedo resolver en el escenario.

O sea, no solo sacar a la luz, sino también resolver en el escenario.

No sé si resolver, digo… No sé si se resuelve algo, pero sí me da un enorme placer y se me acomodan las fichas.

Sabés que si uno cambia la palabra escenario por escena analítica…, son intercambiables las cosas que vos decís. Lo que te sucede en el escenario es muy parecido a lo que sucede en un espacio analítico, ¿no?

Y, seguro. Cuando estás un poco angustiado y de pronto yo tengo sesión, y sí, algo se te acomoda también. Vos podés ordenar algo que estaba enquilombado. Así como muchas veces me pasa, obviamente, también hablando con mi viejo, hasta con la gente que uno respeta, quiere, inteligente y sensible. Pero lo cierto es que, a veces de manera poética, porque yo lo digo así, la posibilidad de actuar es poder transformar en metáfora algo que uno siente. De hecho, un poco así me lo enseñaron. En casi todos los ejercicios de actuación se trata de meterse con el propio cuerpo y con las emociones, y sobre todo con la propia experiencia personal, que siempre está alojada en algún lugar del cuerpo. Hay un ejercicio que se llama “la silla”. El objetivo principal del ejercicio es distender el cuerpo, relajarlo y entrar en contacto con el cuerpo, con el propio cuerpo. Pero, claro, siempre teniendo en cuenta que el objetivo es que el cuerpo se distienda, que el cuerpo se relaje, que el cuerpo esté más libre en esa relajación. Pero, muchas veces, en el camino, en ese camino de ir a buscar la relajación, de ir a buscar la distensión, de ir a buscar el contacto con el propio cuerpo, uno se encuentra con las propias dificultades del cuerpo, de la experiencia que está en el cuerpo. De pronto te encontrás con un hombro agarrotado, con los hombros así subidos, con un problema en la cadera. Entonces el ejercicio apunta justamente a ir encontrando esos lugares donde hay algo que está bloqueado, como si tu cuerpo hubiese decidido la manera de protegerse, cuál es la manera de protegerse. Y en general uno se protege a través de un “personaje”, que ese personaje sos vos como persona: vos has decidido; eso te pasa a vos, me pasa a mí, nos pasa a todos. Uno ha decidido también cómo narrarse a sí mismo, qué elegir para sí y qué dejar en el lado de… que no mostrás. Uno decide de una manera, va decidiendo un modelo, va decidiendo una manera de pensar, una moral, una ética; uno se las va arreglando, de alguna manera, para transformarse en el ser que uno es. El tema es que después, para la actuación, eso no te sirve. Uno tiene que sacarse todo eso que ha decidido para su vida, para poder darle lugar a la sombra, podríamos decir, al resto de la torta.

O sea, hay que desposeerse de un personaje para darle lugar a otros posibles

Claro, porque si no vas a ser siempre el mismo personaje: siempre vas a hacer de vos mismo, que no es un personaje: digo, sos vos, pero uno ha decidido contarse de esa manera frente al mundo, expresarse de esa manera frente al mundo. Pero, claro, cuando tenés que actuar, eso lo tenés que dejar de lado. Entonces, todos los ejercicios, de esa técnica, al menos, aspiran a combatir ese personaje adquirido y poder darles lugar a otras voces, a otras maneras de mirar el mundo, a otras perspectivas. Porque vos decís “Che, tengo que hacer un nazi”, pero, claro, vos al nazi lo vas a juzgar desde tu concepción, desde tu ética, ¿no es así? En cambio, si vos podés bajar todo ese sistema de valores que uno tiene, entonces vas a poder decir: “Bueno, me identifico con el nazi”, ¿entendés? Y lo puedo actuar. Pero no desde un lugar de juzgamiento, sino desde un lugar…

Sí, sí, sí. Desde una lógica intrínseca a él.

Te doy el ejemplo del nazi, así como te podría decir de un milico. El milico que tuve que hacer en El otro hermano[1]es lo mismo. Era un flor de hijo de remil puta que, para poder hacerlo, ¡uf…! Yo todo el tiempo me sentía que estaba… que no sabía dónde pararme, no sabía cómo pararme. Sentía que estaba a dos metros del piso porque, claro, todo el tiempo era ponerme en un lugar incómodo, en un lugar de riesgo, en un lugar donde estaba siendo ridículo. Y, sin embargo, es de mis mejores actuaciones. Está bien, tenía un buen director, tenía un tipo que podía encuadrar ese riesgo en algo concreto.

Es interesante lo que decís, ligado a la construcción de los personajes… El negativo de lo que decís es que la propia identidad también implica la encarnación de una suerte de personaje. Lo que uno cuestiona, lo que uno deja para poder ponerse a trabajar un personaje que vas a representar, echa luz sobre lo que es la identidad en sí misma. La tuya como Leonardo Sbaraglia, no el nazi.

Casi como una construcción, también. “Leonardo Sbaraglia”: te ponés los anteojitos, en una entrevista tratás de decir cosas inteligentes… Pero, bueno, después eso no te vale. Cosas con sentido común, cosas por el bien de la humanidad, de la solidaridad… Digo, todos esos valores, que son maravillosos, pero después, a la hora de trabajar, no te sirven para nada. Uno tiene que salir. Al contrario, pueden oficiar de un límite, de un tipo que no se anima, por ejemplo, a hacer el ridículo, que no se anima a meterse con algunos temas. Hay algo ahí que es interesantísimo: poder atacar ese sistema de valores de uno para acceder a otro. Como si le dieses lugar a tu cuerpo; yo creoque la imaginación está en el cuerpo. Para entrar… como si tuvieses que meterte en otra agua. Y digo “agua” porque no alcanza la densidad del aire, es como si fuera un sistema la imaginación, es como si fuera más densa todavía. Es algo casi que lo podés mover… vos podés flotar en la imaginación. En el aire es más difícil porque no tenemos experiencia de flotar. En el agua uno puede flotar. Y por eso me parece que es tan interesante el trabajo. A mí me fascina este oficio, justamente porque podés entrar en dimensiones de la realidad que por momentos son viajes hipnóticos. Pero, claro, tenés que estar en condiciones, algo tiene que pasar acá, que se tiene que liberar.

Segundo acto: El territorio del poder

En el teatro Hasta Trilce, casi en continuidad con una conversación que había empezado un año antes de modo virtual y proseguiría al día siguiente de forma presencial, tuvo lugar la obra donde Leonardo Sbaraglia actúa, haciéndoles lugar a algunas de las voces más potentes del pensamiento contemporáneo en torno al poder.

         En un espectáculo ideado junto con el músico Fernando Tarrés y acompañado, además de la guitarra del mismo Tarrés, por la trompeta de Richard Nant, el trombón de Pablo Fenoglio y el contrabajo de Jerónimo Carmona, el actor logra convertir un espectáculo en ceremonia íntima, un monólogo ante un par de cientos de personas en una conversación con cada una de ellas. Y además, como si en la vida se tratara de tomar riesgos, también canta.

Tercer acto: Busco mi propia voz…

Estoy aprendiendo a tocar guitarra, me compré esa guitarrita para viajar, y el ukelele, ese, me encanta. A mí el tema de la música… lo hablamos, me parece, la otra vez, pero viste que el espectáculo…[2]

Me encantó…

Viste que es una fusión entre algo del presente, la actuación, la ficción, la historia, atravesado por esos músicos que son unas bestias… Nunca sé cómo voy a decir los textos, en qué situación me voy a meter; de pronto aparecen, y aparecen cosas. Ayer lo que pasó fue, como me dijo Fernando Tarrés en un mensaje: “Hubo algo increíble hoy, hubo algo en la rítmica de los textos con la música que fue bueno, grosso, no sé qué, era como si vos estuvieras corriendo, frenaras de golpe y saltaras en cámara lenta”. Muy lindo, ¿no?

Esos cambios de velocidad.

Lo que intento hacer actoralmente, personalmente, es eso. Como si tuviese la posibilidad de un arrojo constante; si se puede, segundo a segundo. Pasa que es difícil también, porque por momentos te querés asegurar, pero es como si fuera externo, todo el tiempo sin saber hacia dónde vas y qué querés hacer. Por supuesto que tenemos parámetros y cosas, pero hay algo que siempre cambia.

¿Arrojo, así, en el sentido que se lanza, toma un riesgo?

Arrojo. Pegás un salto cada vez, como pegar un salto en cada momento expresivo. Que puede ser a cada rato, puede ser un momento tras otro. En un momento te enganchás en algo, y entrás; en otro momento decís “Esto ya no va”, y entonces cambiás de dirección. Como algo de vivir el presente. Eso en la actuación siempre es muy lindo porque lo que genera es difícil de transmitir, pero es salirse de la voz profesional actoral. Uno tiene una voz actoral también, el actor tiene una, hay una voz. Y a medida que hago el espectáculo, aparece más mi voz, es como si fuera también una búsqueda de la propia voz ahí.

¿De ese espectáculo en particular?

Sí, particularmente. Y sí, porque la idea de ese espectáculo también es una conquista de la propia identidad. Estás ahí, también tu cuerpo, nuestros cuerpos, los cuerpos del espectador, pero hay algo interesante, porque yo en cada función cedo más, aflojo más el cuerpo.

Por eso me dijiste que vea esta obra después de la conversación que tuvimos. Es parte de la entrevista lo vivido anoche, sin duda…

Me pareció que sí, me pareció que valía la pena.

Claro, me dijiste: “Estaría bueno que veas El territorio…”.

Sí, lo hacemos hace mucho tiempo, y empezó siendo un espectáculo de corte militante, por la humanidad, de corte sociológico… Viste esos roles que uno se pone.

Una forma de militancia.

Claro, como una responsabilidad, un rol social. Y después me fui dando cuenta, a medida que lo fui haciendo, que era una herramienta maravillosa para mi propio crecimiento personal, profesional también, pero creo que fundamentalmente personal, porque estoy solito ahí arriba del escenario. ¿Y sabés lo que empecé a darme cuenta en un momento? Que arriba del escenario me podía revisar mientras estaba actuando. Decía: “Tengo que relajarme, empezaba a relajar, a estar tranquilo”; o sea, como si a lo largo de los últimos años, yo sentía que… como esos edificios que se van cayendo…

Que implosionan.

Que implosionan, sí, pero, en realidad, con la idea de que se van cayendo capas, van cayendo lugares donde uno se defendía.

Es como una sesión en público…

¡Pero, sin duda!

Un strip tease emocional.

Tiene algo de strip tease emocional. Pero hay algo en la actuación que encontré, sobre todo en el último año, que me ha pasado, y algo tiene que ver con ese diálogo con El territorio, también, y ese ejercicio del strip tease emocional: es una linda manera de nombrarlo. Podría tener un carácter erótico. Estando ahí arriba, puede ser también que algo de mi propia sexualidad también se afloje, algo propio del cuerpo, de no ponerle trabas a lo que uno es, podríamos decir, no ponerle vallas a lo que uno es. Ayer, por ejemplo, me sentía cantando, que quizás es donde me sienta más vulnerable, y también hice el mismo ejercicio: aflojo y me dejo penetrar también por la música y por esa sensación, y hay algo en el cuerpo también que resuena. Pero, volviendo al tema de la actuación, me ha pasado en los últimos trabajos que he hecho en cine…

Es mucho más fragmentado el trabajo del cine…

Está fragmentadísimo. Pero me pasó sobre todo en una película que ahora hice en Barcelona; tuve una sesión en febrero.

¿Una sesión?

Sí, eran pocas sesiones, pocas jornadas de rodaje.

¿Le llaman sesiones a las jornadas?

Sí, sí, sesiones o jornadas. Sesión, se dice también, ¡mirá!, como en el análisis. No sé por qué me salió sesión…

Eran pocos días de rodaje, ¿y qué pasa?

Pocos días, serían cuatro o cinco. Y lo interesante fue que un personaje, que era un cura, era muy difícil, era una película para Netflix internacional, muy importante, protagonizada por un actor muy conocido, un chico que tiene mucho éxito. Y yo tenía un rol de un cura que aparecía poquito en la película, y yo decía: “¡Ay, los españoles siempre con los curas!”. Dije que no tres veces a esa película, leí el guión, y me cambiaban las fechas, trataban de arreglar para que yo lo haga.

Para que digas que “sí”.

Para que diga que “sí”. Otra vez les dije que no, me lo arreglaron, y yo: “Ay, ¡qué plomo! Esto es muy difícil, no lo puedo hacer”. Era un choclazo que tenía de tres páginas, sobre todo la escena más importante. Una película de ciencia ficción. No me veía. Un proyecto comercial, no tenía ganas. Me parecía que no tenía ganas. No tenía rapport con los directores, me sacaban de un lugar de confianza, de confort, como quieras llamarlo. Y fue interesantísimo. Entonces, hicimos esa primer toma. Vinieron los dos directores, muy fríos. Ellos tenían un coach, también.

¿Para dirigir?

Para dirigir tenían un tipo que se relacionaba con los actores; un tipo muy piola, divino.

Una dirección de actores.

Claro, ellos son muy técnicos. Dos hermanos, como los hermanos Coen, fríos. Divinos, pero con un trato… parecía que hablaban de contaduría.

Como si hicieran un producto industrial…

Claro, no por juzgarlo. Yo los juzgaba, los prejuzgaba, vamos a averiguar cómo queda la película. La cuestión es que los tipos vienen y me dicen algo: “Mirá, el final estuvo genial; el principio, tal cosa y tal otra”. Pero uno en el medio de esa situación… Yo estoy acostumbrado a hacer roles donde tengo mucha relación con el director, con el resto de los actores, porque en general hago roles importantes o protagónicos, donde vos podés tomar carrera. Podés ir entrando en calor de a poco en la película. Acá yo tenía que llegar y clavarla en el ángulo. Con Almodóvar yo ya había tenido mucho ensayo, teníamos ya una relación… y era una escena más accesible para mí la de Almodóvar. Era más fácil, más cerca de mi candor, mi ternura, como quieras llamarlo. Este era un tipo…

¡Un cura de ciencia ficción!

Difícil. ¡¿Cómo carajos se hace eso?! Entonces los tipos vienen y me dicen tal cosa, y yo, por esa inseguridad, digo “¡Uy! Ya se deben estar arrepintiendo de haberme contratado… Mucho lío, mucho lío, me convencieron, ahora deben estar pensando ‘¿Para qué llamamos a este tipo?’”, de verdad lo pensaba. Entonces, hice una segunda toma, como el orto, y se me fue toda la confianza. Me volvieron a decir algunas cosas; ellos no me hicieron ningún comentario. Hice una tercera toma en donde estaba dibujado todo eso que ellos me pedían. “Bueno, ahora vamos a hacer un plano más corto”, me dijeron. Y yo estaba diciendo “¡La puta madre!, me la estoy perdiendo”. Les debe pasar a los jugadores de fútbol, también, que de pronto están en medio de la cancha y no agarran la pelota, aunque seas Messi, y no la agarran, y no, no te viene la ola, ¡pum!, ¡todas las pelotas afuera!    Bueno, en un momento logro relajarme, sentirme no sé qué. Todo esto mientras me ponían la cámara para entrarlo más corto; corregían la luz, y yo me acerco al coach, me acerco a Mario, el protagonista, y les digo: “Che, chicos, ayúdenme, ayúdenme, ¡pido ayuda!”. “No, no, pero estaba muy bien, estaba de puta madre”, me dicen. “No, no, pero yo sé que puede estar mejor”.

       Bueno, pasamos al primer plano, y arranqué. Y ya empiezo a ver otro tenor, otra cosa, y salió algo mucho más interesante, pero fue cuando me pude meter como en cierto presente. Fijate que a lo que voy es a lo siguiente: en determinado momento, hacemos una, dos tomas bien. Ya en otro nivel. Y en un momento, el coach me dice: “Intenta conectarte con ese chaval de dieciocho años”, porque el texto arrancaba así: “Cuando yo tenía dieciocho años, no sé qué, no sé cuánto…”. “Intenta conectarte con ese chaval ilusionado”. Entonces yo ahí, entre toma y toma, estábamos ahí metidos en una columna de la iglesia, y le digo: “Es que yo no sé cuál era mi ilusión, no sé cuál es mi ilusión, yo no tengo ninguna ilusión”, y me largo a llorar, y me dice: “Bueno, ¡ve con eso!”.

       Entonces me conecté con ese presente que yo estaba viviendo en ese momento, con eso que me pasó, que andá a saber de dónde me vino, y en realidad tenía que ver con el dolor, porque la escena hablaba del dolor, cuando uno dice: “Si Dios y los ángeles han bajado a la Tierra, es el infierno que ha bajado a la Tierra”, porque era un infierno lo que estaba bajando a la Tierra. Si uno no enfrenta el propio dolor, la propia realidad, si uno no pisa el propio dolor, la herida, es muy difícil que puedas aprender. Entonces yo ese día me di cuenta que el techo me lo estaba poniendo yo mismo. Yo había tenido prejuicio con la escena, con la película, sentía que en algún punto no merecía estar ahí, anda a saber de qué lugar, de qué rollo, ese día yo levanté el techo, y dije: “Voy a trabajar desde el presente absoluto”.

Funcionó.

¡Uf!, fue mágico. Pasó algo mágico. Toda la gente del equipo que no habían mirado nada de lo que estábamos haciendo, todos empezaron a hacer gestos de aplaudir. Yo lo sentí, me di cuenta, lo empecé a ver.

Y el viraje fue cuando apareció en vos…

Fue cuando apareció el dolor. El propio, el propio presente, y decir: “No, bueno, acá el límite me lo estoy poniendo yo con mi prejuicio”.

Vos me hablabas de un espectáculo como el de ayer, donde es algo tuyo lo que se juega ahí.

Sí, cada vez que uno trabaja, para mí, ya se juega algo personal.

Pero, al mismo tiempo, en esa tensión entre una voz que reconocés como tuya y las voces de personajes tan diversos ‒un militar, un cura, un extraterrestre…‒, uno podría tener una identidad tan lábil como para ser todos o, por el contrario, tener tan claro cuál es la propia voz como para poder entrar y salir cuando sea necesario…

Salir y entrar, son las dos cosas. Mirá, a la exmujer de mi papá, psicóloga, le pregunté hace muchos años, cuando era chiquito, estaba arrancando… Le digo: “Pero un actor, si está un poco loco…, ¿es mejor actor?”. Me dice: “No, todo lo contrario, porque es como un árbol. Viste un árbol que está bien agarrado, con unas buenas raíces, se puede ir para un lado, se puede ir para otro, pero siempre va a estar, vas a ver dónde está”, y esa imagen me quedó siempre. Pero son las dos cosas, porque creo que de pronto, en un segundo, a vos te dicen: “Bueno, vos hacés de él”, “Vos hacés de su papá, vos haces de su abuelo, vos hacés de no se qué”. Y en un segundo se construye un micromundo ficcional, al mismo tiempo real y poético. Es ficción porque no está ocurriendo, porque no está ni el padre, ni la madre, ni el bisabuelo, pero algo pasa ahí, y te das cuenta que si te conectás con eso, podés cambiar muy rápidamente de rol. Es como poder aflojar y sentir; bueno, por supuesto, tenés que hacer un laburo…

¿Cuál es el lugar del cuerpo? Porque te escucho y te veo, y ‒a diferencia de buena parte de la gente a la que he entrevistado, donde el cuerpo no tiene tanto lugar‒ en todo lo que me contás vos, el cuerpo tiene un lugar tremendo…

Uf, tremendo. Y es que están todas las respuestas en el cuerpo. Por eso el trabajo que vos antes hiciste a nivel intelectual, de análisis, de reflexión, de investigación, o tratando de imitar no se qué cosa o tratando de pensar en algunas cuestiones filosóficas, infinitas maneras hay de abordar algo. Pero, a la hora de ese trabajo en concreto, cuando vos estás ahí adelante de la cámara o adelante de la gente, es aterrador.

¿Y en qué te sirve el análisis?

Yo creo que hay algo… me parece que tiene que ver con eso, ir sabiendo lo que uno quiere, ir acercándose, cada vez más y cada vez en más momentos, a lo que uno quiere, a lo que uno es, a cómo uno se muestra, cada vez más así, como de que nada tampoco es tan grave. A veces, cuando uno saca afuera ‒no en el marco del análisis, sino en otros marcos, cierta intimidad con un amigo o amiga, o con tus padres o con una pareja‒, hay algo ahí que te va habilitando lugares. Al menos mi experiencia ha sido esa, de que me va habilitando lugares, ir conquistando nuevos lugares que habitar.

¿Y el análisis funciona como un laboratorio, en relación con tu laburo, o va por un carril distinto?

No, no va por un carril diferente, yo creo que inevitablemente va sedimentando un montón de cosas, pero, en relación con el laburo en sí, yo siento que en la medida en que uno está más claro y más nítido a nivel personal, se ve en tu trabajo. Soy cada vez mejor actor, sin duda, pero no porque sea mejor actor, porque voy aprendiendo con otros profesores que me van enseñando otras cosas, no, yo, ya con todo el bagaje que tengo y que obviamente voy a seguir teniendo, y si tengo que seguir estudiando, voy a seguir estudiando, no tengo problema, pero digo, hay algo de ese bagaje de esos veinte, veinticinco, treinta años formándose, que si hay algo en lo personal que… si no habilita a eso, no sirve. Es dialéctico, como un intercambio; está completamente comunicado, como las dos figuras de Frida Khalo, se intercambian, se transforman, la sangre circula.

Para vos, ¿qué es el estilo?

¿El estilo? No tengo idea…

No importa, así, arriesgando. Porque me parece que hay un estilo en lo que vos contás… Hemingway decía que estilo era “elegancia bajo presión”, y hay algo que atraviesa lo que decís, hay como un estilo, lo asocio a lo que decís de la voz.

Sí, mirá, la gente muchas veces, con el barbijo, me dice: “Te reconocí por la voz”, y vos fijate que mi voz es una conquista también.

Pero vos trabajás con la voz todo el tiempo, hasta hablando así, en un contexto más informal como éste…

Ahora, no, pero yo estudio bel canto hace muchos años, y ahí a mí me cambió algo de mi voz concreta…

¿Cambió para qué lado?

Cambió para bien, porque yo empecé a trabajar muy chiquito, a los quince años. Sobre todo desde los diecisiete a los veinte, que trabajé en televisión, en Clave de sol[3], no tenía herramientas de ningún tipo, estudiaba teatro, y ahí te exigían, una exigencia que estaba fuera de lugar, fuera de mis posibilidades, entonces uno empieza a construir atajos. Te dicen: “Hablá más fuerte”, y yo… quizás mi voz era chiquita, y yo hablaba bajito… “No, no, hablá más fuerte porque no se te escucha”. Entonces, empezás a hablar más fuerte, la ponés ahí la voz, entonces yo tenía una voz medio metálica, me había quedado de garganta, medio artificiosa…

Pero tenés un registro amplio, lleno de matices.

Pero tiene que ver con que tenés esa herramienta, entonces podés ir abajo, podes ir arriba, tenés algo ahí, está más libre la voz. Entonces, volviendo al tema del estilo, lo primero que pienso con relación a mí es que mi estilo… lo que yo siempre he querido perseguir es algo de la verdad, yo siempre lo que he intentado priorizar actoralmente ha sido encontrar la verdad, la verdad de esa situación, la verdad en cada momento.

La verdad por la vía de la ficción.

         Sí, la verdad es una gran ficción.

Es interesante…

Mi maestro, justamente, una vez me decía: “Uno tiene que encontrar en cada proyecto la propia verdad”, o cada proyecto tiene su propia verdad, pero hay que encontrarla, ya que siempre existe la posibilidad, aunque estés trabajando el absurdo.

Como el cura de aquella escena…

Aunque estés trabajando del cura ese, pero siempre uno tiene que poder apoyarse en algún lugar que puede comprender a nivel humano. Vos no estás interpretando a un robot ni a una máquina, siempre tenes que recordar, transmitir al público que estás interpretando a un ser humano, y eso me parece que sería como un estilo en mí.

Aproximarse lo más posible a la verdad del momento…

Aproximarse a la vida, claro. Cada personaje te ofrece una posibilidad de destrabar algo personal, como si fuera una oportunidad. En lugar del pintor, cuando dice “Estoy mal por algo”, y lo pinta, en mi caso es… aprovecho el personaje, sea cual fuera.

O sea que es al revés de como te había dicho: no es que el análisis sea un laboratorio para el laburo, sino que el laburo es un laboratorio para el análisis.

Bueno, en el análisis obviamente habrá cosas que se despliegan o que entran en el mundo del inconsciente, eso lo sabés más vos, pero muchas veces los trabajos en mí son vanguardia, como si de pronto yo tuviese la posibilidad de echar anzuelos para una pesca en un lugar en donde yo todavía no me animé…

Descubriendo cosas de vos a partir de un personaje que construís…

Claro, yo muchas veces lo digo así: hay un lugar donde está la sombra, está allá y no está iluminado, no llega tu luz a iluminar allá, entonces de pronto el personaje es como… me salió lo de la pesca, pero es como decir ¡puc!, tirás el anzuelo a un lugar donde está oscuro, ¿viste?, como un agujero negro que no se sabe bien que hay ahí, pero vas allá, y el personaje es como si fuera una nave espacial que ¡puc! puede aterrizar de pronto en otros lugares… y agarrar, hay algo allá. Ya no importa con qué te quedás de eso, pero algo, algún residuo queda de eso.

¿Vos te acostás en el diván o hablás cara a cara?

Arranqué diván la semana pasada, después de dos o tres años que estaba como ahora, cara a cara.

¿Y la experiencia del cuerpo cambia mucho?

Había hecho diván cuando era chico, con mi anterior analista. Con el que siguió, no.Yo creo que lo de él fue más un salvataje. Y ahora, con el actual, estoy arrancando diván. Está bueno, lo necesito porque al mismo tiempo yo tengo esto, una cosa… hay algo…que aunque estés analizando, estés pidiendo ayuda en un análisis, hay algo de la seducción que está en mí.

Y lo ponés en off

Sí, a veces se impone sin querer, obviamente. En cambio, si no estás mirando… creo que fue una buena decisión.

Nota: en la edición y establecimiento escrito de esta entrevista participaron Carolina García, Silvia Gadea y Laura Robasto, de Montevideo, Uruguay.


[1] Película de 2017, de Adrián Caetano,  protagonizada por Leonardo Sbaraglia y Daniel Hendler.

[2] Se refiere a El territorio del poder, donde nos habíamos “encontrado” (si es que un actor se encuentra con alguien sentado entre el público) la noche anterior.

[3] Telenovela argentina, transmitida de 1987 a 1991.