Tres deseos
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Mi hija menor acaba de cumplir años, y en mi país existe un ritual que consiste en que, antes de soplar las velas, deben pensarse en secreto tres deseos. Solo el día de cumpleaños se nos concede esa posibilidad y la esperanza de su cumplimiento. Voy a pensar aquí tres aspectos del deseo, sabiendo que cuando hablamos de deseo hablamos de una constelación teórica. Allí este concepto, piedra angular del psicoanálisis, precisa articularse con otros, como la demanda y el goce, con los que se conjuga y distingue a la vez.
Si la primera puntuación acerca del deseo parte de Freud, la segunda se anuda con Lacan, y la tercera, una trasposición quizás inadecuada, cae bajo mi responsabilidad. Cuando hablamos de deseo, sin embargo, las divisiones se revelan insostenibles porque éste se mueve con la fugacidad de un cometa, diluyendo toda idea de autoría o de autonomía. Pues deseo es, siempre, deseo del Otro antes que nada. Del Otro que nos deseó, en primer lugar, y que gatilló ese impulso incontenible de ser eso que -intuimos- ese Otro desea. Y al mismo tiempo -en un mecanismo que los publicistas aprovechan muy bien- deseamos solo aquello que estimamos deseado por otro.
Sin darme cuenta, empecé con Lacan y no por Freud, cuando es Freud quien introduce en la economía psíquica una sutileza teórica como la materia deseante, a partir del sueño -como un impulso a reinvestir la mítica experiencia de satisfacción- y la femineidad insatisfecha de sus histéricas. Que alguien tan identificado con el deber como Freud haya sido el embajador del deseo en nuestra cultura no deja de maravillarme.
Empecé por Lacan, invirtiendo la cronología, no solo porque la única cronología que importa a los analistas es la del Nachträchligkeit, donde -contra lo que suele entender el sentido común, es el futuro lo que explica el pasado- sino porque el deseo se escurre, se escabulle en una metonimia incesante, y cuando lo queremos apresar ya está en otro lado.
Ese otro lado, que me interesa subrayar en este contexto, también puede ser la institución. Lacan inventó el “deseo del analista” para pensar más allá de la contratransferencia, distinguiendo esa función que nos lleva más lejos de nuestras limitaciones personales a la hora de funcionar como analistas, poseídos por la pasión de analizar. No veo por qué yo no podría inventar algo, más módico, que podría nombrarse como “deseo de la institución”.
Si el deseo del analista se juega en obtener una diferencia absoluta, en destilar un estilo singular en cada uno de nuestros analizantes, y se fundamenta en una carencia y en una incerteza más que en cualquier atributo personal, quizás el deseo de la institución replique a mayor escala esa función clínica particular.
No se trataría solo de que una institución se proponga formar analistas de a uno en uno, lejos de cualquier idea industrial de serie o factoría. Sino de que también lo haga de modo activo, saliendo a ofrecer su hospitalidad lejos de cualquier impostura. Y que ese ofrecimiento esté en sintonía con lo que los tiempos -nuestro Zeitgeist– nos reclama, sin escudarnos en las coartadas de la tradición.
Si mi hija menor, antes de soplar las velas en su cumpleaños, hubiera pedido ese deseo, sabríamos que se estaría cumpliendo en algún lugar de la mágica Bahía de Guanabara.