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Testimonios de ultramar

I Existe casi un género en torno a la primera vez: el primer amor, la primera frustración, el primer día de clase, las primeras palabras, los primeros pasos, la primer experiencia sexual, el primer encuentro con un analista… Las primeras veces se coleccionan en forma de recuerdos cristalizados y, aun cuando puedan funcionar en tanto encubridores, cifran coordenadas importantes de cada biografía.

Puedo situar con precisión mi primera supervisión, pues coincidió con mi primera paciente. Y no porque haya decidido supervisar, luego de escucharla, a quien tuvo la osadía de pedirme un análisis el mismo día en que terminaba mi carrera universitaria. Eso no sería raro frente al desamparo del ejercicio de la clínica primeriza.

Lo raro, quizás, es que esa supervisión haya antecedido -en términos lógicos- a la primer entrevista con esa audaz analizante. Así es: era tal mi inquietud que solo me atreví a escucharla recién cuando ya había solicitado, con antelación, una hora de supervisión que supuestamente me daría las claves de lo que habría de escuchar.

No podría haber cometido un error más grande pues, aun con la precariedad de mis conocimientos, creo que podría haber escuchado mucho mejor a esa joven si hubiera renunciado a esa ilusoria garantía. En el mismo momento en que un título me autorizaba para recibir pacientes en nombre propio, yo rehuía esa responsabilidad y me ofrecía casi como una escucha por interpósita persona… donde quien verdaderamente escucharía -quien supuestamente sabía- era mi supervisor, quedando yo reducido a apenas un infatuado impostor, un testaferro que tomaba notas con fervor -para que no se escapara nada- que renunciaba a su propia capacidad de escucha. Capacidad de escucha que, por pobre que pudiera parecerme, era la única con la que la ingenua analizante verdaderamente contaba.

El resultado de ese experimento era predecible: mi huída del campo de batalla transferencial para ampararme en una autoridad ajena tuvo efectos, y al cabo de poco más de tres meses de vernos a razón de dos veces por semana, la paciente se retiró amablemente de mi consultorio. Y, la verdad, lo bien que hizo.

El haber convocado a otro allí donde se me convocaba a mí mismo erosionó cualquier posibilidad de trabajo, funcionando como un artefacto que me impedía escuchar, dejándome reducido a un correveidile que tomaba notas, las llevaba a su supervisor quien formulaba las iluminaciones del caso, que me servían para interpretar a la sesión siguiente, cuando por supuesto la paciente ya estaba hablando de otra cosa… En vez de sostener con mi presencia y mis posibilidades de escucha -las que fueran- respondía fóbicamente -como ella misma, por otra parte- y huía.

En este caso, el Nachträglichkeit freudiano, maravilloso concepto que trastoca la temporalidad y donde el pasado se reinventa desde el futuro, se empantanaba y funcionaba como caricatura: la sola idea de contar con un más allá de la escucha arruinaba la oportunidad de la escucha misma, la primera, la única con la que la paciente contaba.

Pasaron treinta años desde aquel momento, y muchas veces -incluso hasta hace poco tiempo- he soñado que esta joven volvía a consultarme, y que -como si se hubiera tratado de un encuentro amoroso fallido- nos dábamos otra oportunidad. Pero no, sabemos que la diosa Fortuna, la Ocasión, tiene apenas media cabellera y que cuando la oportunidad pasa sin que la tomemos de los cabellos, algo se pierde irremediablemente.

Un modo de hacer que esa pérdida valga la pena, es poder aprender algo de aquella ocasión (de análisis) perdida. Es desde este recuerdo -siempre leemos desde nuestro cuerpo y nuestra memoria- que leo este libro que me invitan a prologar. Se me ocurre que -para estar a tono con lo que el libro entre líneas propone- no está mal que lo haga desde mi experiencia fallida, en la senda que la autora misma inaugura.

II Toda escritura es autobiográfica, y toda escritura analítica es -con suerte- una escritura de pasaje. Escribir un caso, escribir ciertas ideas, debería implicar un pasaje a otro lugar. Y si eso no sucede, quizás mejor no haber escrito, pues está claro que no hacen falta tantos escritos psicoanalíticos, cuando apenas es posible estar al día con una ínfima parte de lo que se publica. La escritura psicoanalítica -y he aquí la razón de su proliferación- le sirve primeramente, las más de las veces, a quien la escribe, y funciona como un tablero donde se terminan de hilvanar cuestiones clínicas.

Este libro va mucho más allá de eso, pues construye un aporte meduloso, honesto y estimulante en un sector de la bibliografía escasamente explorado. Pero también es eso, pues no hace falta conocer a la autora para imaginar su escritura como un ejercicio de insumisión -basta leer el poema de Juarroz elegido como epígrafe para saberlo-, como un ajuste de cuentas retroactivo con inconsistencias y contradicciones, y saldar el conflicto con un aporte original que seguramente ha implicado un pasaje a otro lugar.

Este libro no pretende ser un tratado acerca de la supervisión, pues tal cosa se revelaría irrisoria, al intentar codificar algo que, aun reconociendo regularidades y cierta lógica, escapa de toda normatización. La paráfrasis del texto de Lacan que elige como título nos pone en la pista de qué se trata: de un ensayo. Y un ensayo es siempre investigación y juego, apertura y diálogo, preguntas y repreguntas, refutaciones que se replican al infinito.

El modo formal, por contradictorio que pueda parecer, es a la vez talmúdico y evangélico, pues la organización en capítulos apenas vela una colección de comentarios (en torno a la teoría) y testimonios (de la clínica). Encuentra en el testimonio, en la polifonía de testimonios, en una cantera inagotable de testimonios diversos, un modo de revelar la verdad matizada de la clínica. Como si hubiese intentado reconstruir una escena perdida a partir de lo que cada uno de sus muchos protagonistas recuerdan de ella. El resultado, como puede esperarse, será una escena más rica aun de lo que pudo haber sido en su versión original.

A poco de comenzar, en una insólita supervisión epistolar con Edoardo Weiss que el libro rescata, Freud rechaza ocuparse de un caso “malo, nada adecuado para el libre análisis” por hallarse, entre otras cosas, “muy contento de sí mismo”. Y agrega: “a gente como el Dr. A. se la embarca para ultramar, digamos para Suramérica, y se la deja buscar y hallar allá su destino”.

No es muy halagüeña la consideración que Freud tenía de estas tierras australes, evidentemente, aunque aquí se hablara la lengua castellana que se había empeñado en aprender de joven para leer a Cervantes. En la anécdota, Latinoamérica aparece casi como la Legión Extranjera, o apenas una extensión de la Isla del Diablo en la Guyana Francesa[1], un destino donde habrían de recalar los pacientes inanalizables del mundo.

Como contragolpe inesperado, cien años después, desde ese destino de ultramar donde el psicoanálisis ha prosperado como en ningún otro sitio, proviene esta colección de testimonios que interpelan de modo irreverente lo que, en el mismo momento en que Freud escribía a Weiss (1920), se acuñaba en Berlín como el nec plus ultra de la formación analítica, el llamado modelo Eitingon.

Allí, la supervisión quedaría consagrada como una de las patas del trípode sobre el que se asienta la formación de un analista[2], inevitable experiencia para cualquiera que no banalice la fórmula lacaniana del autorizarse a sí mismo y comprenda que uno se vuelve analista como efecto de un largo y arduo proceso, fundamentalmente ligado a una experiencia de análisis personal, pero que no esquiva el quemarse las pestañas con una ingente cantidad de textos y contrastar la clínica, de modo artesanal si se quiere, con practicantes supuestamente más advertidos o experimentados. Y eso es lo que nos ocupa ahora, pero… ¿es realmente así?

Porque este libro desbarata cualquier pretensión de pensar el espacio de supervisión en tanto garantía -que no las hay nunca en nuestro oficio- para en todo caso pensarlo como un espacio otro. Un espacio donde resuena, podríamos decir, la frase que se oye en un ring antes de cada nuevo round: Segundos afuera! Pues el espacio de la supervisión es claramente un espacio segundo, o mejor dicho tercero, radicalmente externo al dispositivo analítico en el que si algo se trama es apenas entre quien habla y quien escucha, en una experiencia tan íntima como reveladora de una profunda soledad.

La escena del análisis está perdida al momento de la supervisión, y en su rastreo y testimonio por parte del analista que supervisa se construye una nueva escena, con su lógica propia, que no completa ni rectifica a la anterior, que apenas le sirve como argumento. Pues quien habla de un caso es siempre parte de ese caso, y hasta podríamos decir que su parte más concernida.

Así, un análisis, la supervisión de un análisis, el escribir sobre la supervisión de un análisis o -como es mi caso- escribir sobre quien escribe acerca de la supervisión de un análisis, aparece como una serie de mamuschkas[3] superpuestas donde una misma estructura se despliega, superposición que indica la persistencia de una posición. Algo de la posicición analítica se replica y se revela en cada una de estas instancias, según cuál abordaje se proponga.

Si algo de esa posición analítica ha de estar presente en estas estaciones que funcionan de modo fractal, habrá de sortearse la tentación entrópica que siempre acecha a las prácticas frágiles como la nuestra, la del adocenamiento, la burocratización o el sometimiento, y funcionar propiciando la aparición progresiva de un estilo.

Es el estilo del analista que supervisa lo que aparece en la supervisión.

Apenas escribo la frase anterior y advierto que, en su ambigüedad, representa a la vez al analista que lleva un caso -el supervisante, digamos[4]– y al supervisor que lee el caso junto a quien conduce la cura. Pero aun cuando en ambos opere un estilo singular, es en relación a quien demanda esa particular escucha donde la supervisión se le ofrece como un espacio de construcción, de puesta a punto, de afinación progresiva de un estilo propio en tanto analista. Quizás más aun que en su propio análisis.

De éste y de muchos otros asuntos trata este libro de tono intimista y evocativo, que esquiva toda ampulosidad para ofrecernos un testimonio -y a través de él muchos otros, como esas novelas que incluyen en su seno infinidad de microhistorias- franco y cálido, que es efecto tanto de una práctica concienzuda de la supervisión como de la gestión institucional de supervisiones llevadas a cabo por otros.

Seguramente escribir un libro así, por momentos una bitácora de viaje y a la vez relación de otros viajes cuyas peripecias se le han narrado a la autora, incide en la propia práctica.

III Los dos modos habituales en que nombramos esa práctica de la que se ocupa este libro y que el psicoanálisis ha institucionalizado como una más de sus particularidades, son fallidos.

El nombre supervisión[5], por un lado falla en calificar como visión algo que sucede mas bien del lado de la escucha. Pero falla también en adjuntar el mote súper, más afín a la estética hiperbólica del cómic, donde pueden imaginarse -y de hecho existen- personajes con poderes excepcionales, para describir un dispositivo más modesto: apenas una escucha que replica a otra escucha, y que encuentra en las fallas de la primera una segunda oportunidad.

Siempre y cuando, claro, no pensemos que esa escucha segunda, ésa sí, agotaría todas las posibilidades de un mítico oído absoluto, al cual no se le escaparía nada, un oído no afectado por la castración.

El otro nombre habitual, análisis de control, se vuelve estridente al incluir el control, siempre tan afín a la custodia superyoica que acaba arruinando lo que toca, siempre tan policial, ese calificativo tan ajeno a los caprichos transgresores del inconciente. Pero por suerte el sintagma se forma también con la palabra análisis, dando, ahí sí, en la diana: pues es una práctica que se distancia mucho menos del análisis que de cualquier encuentro clínico más o menos ilustrado.

Por momentos, si se me permite la banalidad de la imagen, el modo en que un supervisor se acerca al material remeda, en comparación al del analista, el modo en que los abuelos se acercan a los niños recién arribados al mundo, a la progenie por criar. Mientras los padres -también los analistas- aúnan el disfrute a la responsabilidad, los abuelos, favorecidos por la distancia, están en una posición más propicia al juego, a la mirada benevolente, a la sabiduría que ofrece el tiempo recorrido, a saberse no tan cautivo de la urgencia ni presionados por la demanda.

Si el analista está en la trinchera junto al analizante, quien supervisa un caso está en esa otra escena que ni duplica ni completa la anterior, sino que la abre a nuevas resonancias. La supervisión se vuelve así un hospital de campaña donde, apenas apartado del fragor de los obuses, con la sangre aun fresca, existe la posibilidad de pensar acerca de lo que se hace, de rectificar la puntería, de reacomodar los instrumentos que se desacomodan en la vorágine de la batalla.

Quizás podamos inventar un nuevo nombre para ese espacio de frontera que es la supervisión, quitándonos de encima al mismo tiempo la pretensión que anida en lo súper, el equívoco de ubicar la visión allí donde ha de estar el oído, y cualquier alusión, por marginal que sea, a un ejercicio de control. Un nuevo nombre que se asiente en el significante análisis, pues pocos espacios se parecen más al análisis que el de la supervisión, pero que le agregue precisión.

Y allí, en esta indagación que este libro me provoca -tanto como incitará a cualquiera que se atreva a leerlo a acuñar su propio testimonio- otra figura acude en mi auxilio, una que convierte en imagen -en Mirada- algo del orden del sonido, es decir el de la Escucha, el espacio en donde se despliega nuestra práctica.

Los sonidos audibles -aquellos que un analista oye como base material de los significantes que también lee mientras escucha- tienen un rango determinado, en torno a los 20 hertzios. Lo que queda por debajo de ese rango se denomina infrasonido, y lo que lo supera ultrasonido, siendo ambos inaudibles para el oído humano.

Mientras los infrasonidos -a los que se conoce como ruido negro– se asocian al modo sonoro en que funcionan tanto los órganos del cuerpo humano como algunos electrodomésticos, la utilización de los ultrasonidos, con la tecnología adecuada, ha implicado ir más allá de los límites de nuestro oído.

Así sucede con la ecografía, donde se aprovecha el eco producido por ondas sonoras en los órganos del cuerpo para construir imágenes útiles a fines diagnósticos, es decir, un modo de mirar el sonido[6].

Volviendo a nuestro campo, el lugar del llamado supervisor no está alejado del lugar que se asigna al ecocardiografista que explora algo que sucede en el vientre materno en gestación. Allí el médico explora activamente, y al mismo tiempo desde el exterior de esa díada íntima e inaccesible, mirando lo que no puede oírse, quizás ese real -ese ruido negro- que escapa a todo registro. Lo hace desde una subjetividad tercera y para nada aséptica, desde una de las formas que cobra el deseo del analista quizás, que podríamos bien nombrar -como propone la autora- en tanto deseo del supervisor, a través del cual orienta su escucha al modo en que lo hace el transductor de un ecógrafo, emitiendo sonidos y registrando sus ecos, en una búsqueda activa, guiado por una mano que se supone más experta.

Si el espacio de la supervisión guarda alguna afinidad con esta imagen, es claro que el supervisor encarna una ultraescucha, una exoescucha. Una clase de escucha exterior que no ha de ser invasiva, pues la gestación -el análisis- sucede en otro lado, sino estar atenta a riesgos -para evitarlos o minimizarlos-, o a extravíos -para rectificarlos-, o incluso a zonas de ignorancia -para esclarecerlas en la medida de lo posible-. Una exoescucha que no será otra cosa que un aparejo para sostener el deseo del analista allí donde éste tambalea, para restaurar la confianza tanto en nuestro método como en la capacidad de cada practicante de llevarlo a cabo. Para potenciar la confianza en el significante, en el inconciente, única boya que nos mantiene a flote en una aventura que tiene mucho que ver con la navegación a ciegas, la única que permite algún tipo de descubrimiento.

En ese sentido, estos testimonios de ultramar dan cuenta de un modo de situar y precisar, de rastrear genealógicamente y desplegar su utilidad, de un modo de practicar el análisis que nombraría mucho mejor el significante ultranálisis, ultraudición[7] o quizás, simplemente, exoanálisis -análisis del más allá, desde el más allá, desde fuera del campo analítico en cuestión- siempre y cuando no asignemos al sufijo ultra ninguna virtud clarividente sino apenas el situarse más allá del campo de juego y de fuego.

IV Este libro es un ejercicio donde se aprende del error y del extravío, que es de donde se obtienen las enseñanzas más fértiles. Y desde la misma posición -barrada- desde la que la autora no teme en mostrarse y en contradecir supuestos intocables, tampoco evita el atrevimiento de proponer. Y no en forma de decálogo, algo que se revelaría tan ingenuo como impracticable, sino apenas un manojo de ideas inspiradas a partir de encrucijadas clínicas.

Este libro es también una muestra, otra más, acerca del tipo de escritura que más conviene a la clínica psicoanalítica, esa que en tanto ensayo (y error), implica siempre un testimonio donde quien habla muestra sus cartas. Y donde esas cartas denuncian la irrisoriedad de cierta impostura institucional, recuperando la virtud instituyente -o incluso destituyente- de la rebeldía. Al menos destituyente de una posición sumisa y anacrónica en el peor de los sentidos, aquella que confunde ley con reglamentos o que considera a las patas del trípode como complementos, cuando en realidad se trata de lo contrario: pues si el análisis descompleta a la supervisión, ésta descompleta al análisis.

Como siempre, como en todo, se planteará una elección en la posición a adoptar, y se trazará un arco de lugares posibles, definible en función de la mayor o menor distancia de los requerimientos del análisis y sus fundamentos, siempre en conflicto con lo instituido, es decir con la institución y por ende la regulación de la formación analítica.

Estamos frente a un libro que habla de lo que no se habla, y lo hace no solo desde la distancia aséptica de la reflexión, sino también al nivel de la anécdota, incluso del cotilleo de pasillo, tan vivaz y verdadero, tan cercano a esa práctica del chismorreo como es el análisis, tan decidora, y que sin embargo se extraña tanto en los trabajos habituales. Claro que no se queda allí, pero tampoco elude incluir un anecdotario sabroso que da cuenta de cómo muchas cosas que se hacen pretendidamente en nombre del psicoanálisis, no hacen sino sabotear sus fundamentos.

En un terreno donde el narcisismo campea, destaca la generosidad de la autora en incluir otras voces (incluso esta misma, la del prólogo, la mía), en un libro que, porque escucha, se ocupa de otras escuchas. Y se convierte así en un testimonio coral que rezuma verdad en cada una de sus líneas. No solo por lo que dice, sino por el lugar de enunciación desde el que lo dice, una posición donde quien escribe jamás se identifica con el lugar de una autoridad en la materia (y quizás así, por eso mismo, se convierta en una).


[1] Prisión de ultramar francesa, célebre por haber recalado allí desde Alfred Dreyfuss, el protagonista del vergonzoso affaire, y Henri Charrière, quien escribiera Papillon.

[2] Que la estructura mentada sea la de un trípode es algo que requiere una discusión que excede este espacio introductorio.

[3] Quizás no sea casual que a estas muñecas rusas se las distinga por ir siempre en número impar, y por alojar cada una un vacío en su interior…

[4] Neologismo acuñado, en consonancia con el de “analizante”, por un grupo de analistas en formación cordobeses empeñados en dar testimonio reflexivo de una práctica de supervisión grupal.

[5] Cuando se le agrega el calificativo de “didáctica”, no se hace otra cosa que replicar, e incluso multiplicar geométricamente la dificultad, empantanándonos en el solapamiento de la doble imposibilidad -analizar y enseñar-, y esquivando que de lo que se trata aquí es de una forma más de la evanescente transmisión.

[6] En esa línea, en uno de los testimonios que este libro recopila, J.-D. Nasio muestra como alguien escucha.

[7] En 1975, en la Columbia University, Lacan decía: “No se por qué se llama a eso supervisión. Es una super-audición. Quiero decir que es muy sorprendente que se pueda, escuchando lo que les relata un practicante –sorprendente que a través de aquello que él les dice se pueda tener una representación de aquel que está en análisis […] Es un nueva dimensión”.