Sublevaciones
Publicado en Revista Ñ el 16/06/17
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La imagen es paradójica: una pequeña multitud forma una fila ordenada a las puertas del Jeu de Paume el día de la inauguración de Sublevaciones, donde las masas se levantan y fraguan revueltas. Una vez adentro y atravesados los controles de seguridad, la multitud se dispersará por un museo donde casi no hay espacio que no ocupe esta muestra multifacética. Al inicio del recorrido, puede reconocerse a Georges Didi-Huberman, el hombre que lo imaginó, conversando con afable satisfacción con quienes se acercan.
La muestra que el célebre historiador del arte ha pergeñado casi como una prolongación de sus escritos, permite que cobren cuerpo sus obsesiones. Al fin -como antes en el Reina Sofía- el trabajo solitario de documentación en bibliotecas y archivos y la infinita revisión de imágenes en una pantalla se convierte en una ceremonia real y colectiva, en experiencia.
La muestra, única y a la vez múltiple, tendrá distintas versiones. Allí donde recale en su viaje -de Paris a Buenos Aires- se convertirá en un laboratorio de campaña donde el curador acentuará con más imágenes la historia local de las revueltas.
Didi-Huberman, en tanto curador, funciona como un Virgilio que guiará a los paseantes en un viaje esperanzado, micro o macroscópico, a través de una historia moderna y contemporánea de quienes se sacuden el yugo de la opresión.
Se trata de un viaje organizado, y el criterio que elige es dividirlo en secciones en la que algunos títulos ordenan un torrente de imágenes -pinturas, grabados, videos, fotografías-, objetos -banales, escultóricos, pequeñas instalaciones- y textos -libros, panfletos, afiches.
Los títulos que nombran las secciones -elementos, gestos, palabras, conflictos, deseos- aparecen calificados por el artífice de la muestra, como si quisiera advertirnos desde el principio que lo que le importan son los elementos que se sueltan, los gestos cuando son intensos, las palabras que se exclaman, los conflictos que estallan, los deseos en tanto indestructibles.
Sus categorías no son isomórficas ni comparables, pero con ellas el curador organiza un abigarrado conjunto y fabrica a la vez una gramática particular, suya y solo suya, en la que los elementos inanimados cobran vida y los gestos reclaman palabras; donde los conflictos -expresados antes en gestos y palabras- explotan dejando ver los deseos que laten detrás.
Los elementos en cuestión pueden ser la tinta de los trazos de Víctor Hugo, polvo o ropa colgada capturados por Man Ray, agua o papel o construcciones destartaladas que de pronto -con o sin ayuda humana- protagonizan performances, Alÿs y su ejército de voluntarios modificando un desierto de arena.
Los gestos son de sometimiento y liberación, cuerpos de bailarines o indígenas marchando, revolucionarios encaramados como cuervos en árboles o farolas, golpes de martillo o de puño, manos que hacen la “V” de la victoria, jóvenes arrojando piedras o brazos en alto, cuerpos que levitan. Pero sobre todo bocas que gritan en todos los formatos, entre ellas las bocanadas expuestas originamente por Graciela Sacco en las calles de Rosario y de pronto exhibidas en un museo parisino.
Los gritos ceden lugar a las palabras, que aparecerán en la caprichosa caligrafía de García Lorca o confundidas con dibujos de Michaux, en las insurrecciones poéticas de Artaud o Pasolini o en los mapas de Broodthaers, registradas como ondas sísmicas por Beuys, impresas por Oiticica o Sigmar Polke, en los billetes de Cildo Meireles o en afiches callejeros o folletos, en libros de papel o de carne.
El registro de los conflictos, siendo histórico, es contemporáneo: fotografías de bonzos ardiendo alternan con otras de huelguistas o barricadas urbanas, manifestantes del primer o del último mundo, grabados antiguos conviven con collages o dibujos de Manet, Richter o Grosz, cuerpos en ataúdes de Disdéri se mezclan con muertos de todas las muertes tan injustas como reales.
El capítulo de los deseos muestra un hermoso ensayo en imágenes de Miró. También a madres y abuelas argentinas reclamando por verdad y justicia en Buenos Aires bajo la mirada de del argentino Eduardo Gil pero también exiliados reclamando lo mismo en Paris bajo la mirada de Cartier-Bresson. Otro argentino, Hugo Aveta, se luce en Paris con sus imágenes fosforescentes de los últimos días del gobierno de la Alianza que, siendo surreales, retratan la realidad como ninguna otra. Los escenarios pueden ser distintos: la selva zapatista o la frontera de una Europa que se cierra a los refugiados, los crematorios nazis, las calles estadounidenses o las de Gaza. Los artistas pueden variar y se cuentan aquí consagrados y desconocidos, clásicos y contemporáneos e incluso voces anónimas -sobre todo voces anónimas- que convierten lo que podría ser solo una enciclopedia visual del dolor en manifiesto esperanzado.
Además de guía, el montajista Didi-Huberman funciona también como un anatomista que disecciona la revuelta y estudia su fisiología. Pero también como un testigo que testimonia en nombre de quienes no pueden hacerlo. En su hospitalario registro del otro encarna la figura del extranjero, aquél que -Derrida lo recuerda- es quien trae las preguntas.