Presentación de “La ética del sujeto”, de José Milmaniene
Giorgio Agamben escribió en un libro ejemplar que prácticamente ningún principio ético aceptado en nuestro tiempo ha soportado la prueba de una Ethica more Auschwitz demonstrata. Lo que queda de Auschwitz, el nombre de ese libro, se inscribe en una tradición incipiente que se obliga a sí misma a repensar a la especie humana y las ciencias que se precian de dar cuenta de ella a la luz del cataclismo que significó para la especie lo sucedido en Auschwitz. Cabe suponer que el psicoanálisis, tanto como la Ética, tampoco ha resistido indemne la prueba de Auschwitz y podrían revisarse quizás buena parte de sus fundamentos –sea para cuestionarlos, sea para renovarlos o rescatarlos- a partir de lo sucedido.
El libro de José que hoy nos congrega se filia en esa tradición de textos que por sus enunciados, pero fundamentalmente por el lugar de su enunciación, hablan desde allí. Ni la Ética ni el Sujeto, sabe Milmaniene, son los mismos luego de Auschwitz.
Se trata, con La ética del sujeto, de un libro apasionado, que confía en el psicoanálisis –y por qué no, también en la escritura- como verdaderos baluartes éticos a defender pues allí se juega una batalla por la dignidad del sujeto, sitiada en la postmodernidad que nos toca y descripta en sus consecuencias desubjetivantes en el libro.
No hace mucho tiempo que he tenido oportunidad de conocer a José, y me llamó la atención cierto rasgo de su enunciación que se esfuerza en acentuar: habla y escribe en primera persona del singular haciendo explícitos sus deseos, sus coincidencias o divergencias, sus convicciones, sus ideales. No aprovecha para ocultarse ni el plural de modestia ni la palabra políticamente correcta, elige sus propias líneas de interpretación de textos que ofrecen muchas posibles, asume el riesgo de no agradar y es en extremo coherente cuando diferencia con cuidado la necesaria neutralidad ideológica del analista de la abstinencia ética que proscribe. Y es también desde ese lugar de la primera persona del singular que quiero agradecerle su generosa invitación, de ofrecerme la posibilidad de, como extranjero yo mismo en esta casa, acompañarlo en la parición de un nuevo libro suyo. Que, como un nuevo y verdadero alumbramiento, desmiente en acto los vaticinios agoreros que suelen escucharse en torno a la supervivencia del Psicoanálisis. Lejos de incumbir tan sólo a los psicoanalistas, esto debiera ser motivo de alegría para una especie humana siempre amenazada en la dignidad ética que su libro se esfuerza en rescatar.
Este libro es el tercero de la tríada que el autor le consagra al sujeto. Tiempo y lugar, como coordenadas, no le bastan al autor para situar al sujeto que le interesa tanto dentro como fuera de la practica analítica. Precisa además de una tercera dimensión: la ética. Pero este libro no habla, como otros que reflexionan a partir de las enseñanzas de Freud y Lacan, de la ética diferencial que concierne a la posición del analista, de la ética anudada al deseo del analista como función que relativiza la referencia a cualquier Bien. Al menos no de la manera habitual. Y no porque su autor desconozca la ética implacable que concierne al deseo y que un personaje como Antígona encarna como pocos. Sólo que parece no bastarle. No quiere que le baste. En la manera que elige de insciribirse en esa reflexión sobre el sujeto tributaria de las tristes enseñanzas de Auschwitz, Milmaniene convoca a pensadores provenientes de la Historia, de la Filosofía y la Literatura para delinear la posición ética que para él debe inervar tanto al Psicoanálisis como disciplina como al analista como practicante. Así, como convidados a un banquete griego, van tomando la palabra en su texto autores de la talla de Levinas, Zizek o Yerushalmi, de Milner o Derrida aportando –en un recorte que no pretende ocultar su marca de autoría – lecturas que espesan y enriquecen el cruce de coordenadas –que a esta altura, gracias a la Ética, han cobrado volumen dándole cuerpo al Sujeto estudiado. Y el autor no duda en ubicar el cuidado levinasiano del otro, el respeto a su existencia y a su diferencia en el corazón de su propuesta. No duda en apelar a una toma de partido ética en una práctica que se presume de abstinente. Más aún, si se me permitiera el exabrupto, lo hace de una manera fundamentalista.
Es cierto que el término fundamentalista no goza de buena prensa. Pero si lo despojamos de las connotaciones negativas que posee –tan evidentes que ni siquiera vale la pena detenerse en ellas, amén de contarse el fundamentalismo entre las figuras cuestionadas con claridad en el texto- signa una nota de intransigencia, intransigencia inmune a las mieles de lo políticamente correcto o a lo que pueda agradarle al otro escuchar. Intransigencia que abreva en el selbstdenken, el derecho a pensar por sí mismo que reclamaba para sí Hanna Arendt. Pero se trata también de una intransigencia no caprichosa, de una intransigencia que se reconoce en la obediencia a un legado, que se legitima en su referencia a lo que considera los fundamentos, las fundaciones –tanto en el sentido de origen como de cimiento- de una teoría o de una práctica, de una forma de entender al Psicoanálisis.
La ética del fundamentalista –nos guste o no- es implacable e inseparable de una concepción religiosa del universo. Y la ética a la que se alude en el libro que hoy presentamos, aún tratándose del terreno del Psicoanálisis, guarda alguna afinidad con la ética religiosa, si se entiende tal ética de un modo particular, si la descarnamos de toda sustancia imaginaria hasta revelar su hueso: el padre y su función (no casualmente otro de los títulos de nuestro prolífico autor). Y ésta es la brújula con la que se orienta José para cuestionar por igual a la ortopedia analítica como a una ética anclada al puro deseo, a la contemporaneidad new age o a cualquier relativismo acomodaticio. Como si el autor, en estos tiempos que, advierte con Lacan, se hallan impregnados de la vacilación y el deterioro de la figura del padre, apelara a ese ordenador fundamental de la estructuración subjetiva, de la clínica y de la teoría psicoanalíticas como el foco de un círculo que sólo encuentra en la Ley que el padre encarna e introduce como barrera frente al goce (y en otro de sus títulos habla de ello) una armazón que preserve del desfallecimiento subjetivo.
He dicho no sin provocación que hay algo de fundamentalista en la posición de José, así como de también hay algo de religioso. Es conocido que a la hora de producir su formidable invento, Freud -además de en la cultura clásica- abrevó en la tradición judía mediatizada por el clima intelectual de una Mitteleuropa cosmopolita e inquieta próxima a su fin. Y el libro de José rezuma algo de esa tradición. De esa tradición que si cultiva una fe es antes que nada una fe en la palabra. Ya desde la tapa del libro –una silueta humana emergiendo hacia el lector mientras cava un hueco en una de las páginas de la Torah, anuncia la genealogía en la que el autor desea inscribirse. Lacan pensaba que el Psicoanálisis no podría haber surgido de otra tradición que no fuera la hebrea y Freud nunca renegó de su judaísmo particular, sin Dios. Pero si hay algo en especial de la tradición hebrea que retorna en la perspectiva laica que es la que conviene al Psicoanálisis, es la que se ordena en torno a una extranjería inapelable. Y esa marca de extranjería, de radical extrañeza desde la que entiendo que cabe pensar la posición del analista, aparece con claridad en el texto, en su intertextualidad deliberada, en el suelo fértil que abona sus ideas. En ese sentido La Ética del Sujeto habla de Psicoanálisis desde escorzos no habituales, obligándonos a revisar los fundamentos de nuestra práctica, recordándonos a quienes pasamos buena parte de nuestros días escuchando el decir de otros –y en esa misma frecuentación, en las tentaciones de complicidad imaginaria que acarrea nos vemos amenazados por la ilusión de entendernos, de hablar la misma lengua, nos recuerda, decía, que el lugar del psicoanalista es el de un extranjero, tanto como lo es la lengua del inconciente para cada sujeto. Ese lugar extranjero remite a la irreductible diferencia del Otro, según dice José mientras recalca además con deliberada insistencia la responsabilidad que le corresponde al sujeto frente a esa diferencia.
Llama la atención, al leer el cuerpo del libro y atender a su estimulante bibliografía, la relativa ausencia de textos señeros de Freud y Lacan, los maestros cuya perspectiva adopta explícitamente el autor. Y no es porque no conozca sus aportes. Sólo que éstos –citados en otras partes con una asiduidad que atempera –por no decir anestesia- el poder subversivo de sus ideas, se dan por supuestos; y la intención de José parece ser conducir al lector a lo nuevo, a lo extranjero al canon psicoanalítico que posibilite mantener vivo, oxigenándolo, todo lo que en éste hay ya de clásico.
Éste es entonces un libro de encrucijada, escrito por un psicoanalista y presentado en esta oportunidad en una asociación psicoanalítica, pero que desborda –tanto por el interés que despierta como por las referencias que convoca- el estrecho territorio de nuestra grey. En él aparece el Psicoanálisis interpelando y dejándose interpelar con fecundidad por otros saberes y convirtiéndose en un texto que –como todo libro que se precie de tal, remite a otros libros, citados o implícitos, aludidos por el autor o evocados por el lector, sintónicos o antagónicos con sus posturas delineadas con fervor militante. Así este libro que, como otros del autor, supone y dibuja a la vez una biblioteca borgeana, interminable, reinscribe al Psicoanálisis en la tradición humanista y culta de la que su ímpetu terapéutico, las tentaciones de la tecnocracia o la dilución de los fundamentos que entraña como riesgo su masividad, amenaza apartar.
Sin Ética, piensa José, el psicoanálisis se reduce a una “técnica psi”, y contra esa posibilidad lanza sus advertencias contra las claudicacione éticas del analista en la dirección de la cura (que van desde déficits disimulados en su capacidad para interpretar, las actuaciones contratransferenciales, el uso abusivo del silencio, la instrumentación del análisis para intereses no analíticos, la eternización de los análisis, la rigidez de la técnica…). Este inventario parcial de las fallas de la posición ética del analista (un analizante perdona el tropiezo técnico, piensa José, no la vacilación ética de su analista), es quizás el reflejo al interior de la cura de otro inventario que el autor desmenuza, el de las consecuencias de la defección estructural de la figura del Padre. Allí convive un abanico de situaciones variopinto que no nos resulta ajeno: las patologías de vacío, el insomnio, las perversiones, las formas contemporáneas de la violencia, el fanatismo y el misticismo… Pero frente a este desbarranque ético de la Ley del Padre no se queda este libro en la queja estéril y está claro que el fervor militante de su autor no se queda en las cavilaciones diagnósticas sino que aboga por un acto liberador y verdadero.
Un hilo lógico hilvana los capítulos del libro: Ética y moral en la actualidad, Ética y el nuevo padre, Ética y transmisión paterna, Ética, acto y sujeto, Ética y cura psicoanalítica… Sólo al final, en el último capítulo, el único que es en verdad una reedición, aparece algo disruptivo. Su nombre –Resonancias éticas del (des)encuentro entre Paul Celan y Martin Heidegger– revela que aquí el autor se decide a mostrar en acto el antídoto propuesto a otra de las claudicaciones éticas en las que suelen incurrir los analistas: la arrogancia de la generalidad, la tentación de aferrarse a teorizaciones abstractas y universales y perder la preciosa singularidad de cada sujeto, de cada encuentro. Entonces, el relato y análisis de este verdadero (des)encuentro, como señala José, se convierte en un colofón que opera desde un nachträglich bien freudiano sobre el resto del libro. Allí, al compás del relato de un encuentro fallido del poeta con el filósofo a quien admiraba y calló su adhesión al Führer –una parodia degradada del padre invocado por Milmaniene en este libro-, de la espera infructuosa por parte de Celan de la palabra liberadora del filósofo, se da cuenta de un fracaso. Es el mismo texto el que comienza a escribirse en el libro de visitas de Heidegger, continúa en un poema compuesto una semana después y, casi como el final anunciado de aquel poema trágico, acaba pocos años más tarde con el cuerpo muerto de Celan flotando aguas abajo en el Sena.
Agamben decía, en la obra a la que aludíamos al comienzo, que los poetas, en tanto testigos, fundan la lengua como lo que resta. Y este resto, efecto y testimonio de una pérdida, de una diferencia irreductible, encuentra albergue en las páginas de este libro. No es casual que se inicie aludiendo a la Moral y a la Ética, así: con las mayúsculas del Ideal; y acabe en términos de Poesía. Quizás en un análisis, en cada análisis, no se trate de otra cosa que de eso.