Pasaje a la India
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Incredible India. Así promociona al país el propio gobierno indio, y no le faltan razones. Por aquí han pasado viajeros célebres, de Pierre Loti a Octavio Paz, de Pasolini a Moravia, de Manganelli a Michaux, quien nombró de modo impecable la mejor posición posible para un occidental en estas tierras, al escribir Un bárbaro en Asia. En todas las crónicas de viaje a India se advierte tanto la fascinación como la asfixia. Ryszard Kapusziński, maestro de periodistas, tituló la crónica de su viaje así: Condenado a la India.
Si uno se abstrae por un momento de la espiritualidad india y mira y relata el país desde un registro etnográfico, sin hacer caso del impacto ambivalente que genera en un occidental, el resultado es un extraño panorama de ciencia ficción retrofuturista. Lo que por momentos podría ser una postal de colonia británica victoriana, de pronto se convierte en una escena de Mad Max donde en medio del desierto puede aparecer, entre carros tirados por dromedarios y elefantes, una escuadra de camiones y motocicletas rugientes y un ejército de vagabundos sin brazos, con parches en los ojos o el cuerpo carcomido por la lepra. Cualquier paseo por un mercado indio no se queda atrás de esas cantinas intergalácticas, donde se juntan a beber especies de variado pelaje: aquí se cruzan sin mosquearse monos y gitanos, beduinos y sirvientes con turbantes, encantadores de serpientes y sadhus semidesnudos con sus cuerpos pintados con ceniza, vacas dueñas y señoras de la calle junto a ratas alimentadas con leche.
India extrema las contradicciones y obliga a suspender el juicio. Aquí el lococentrismo es absoluto y, fuera de las clases más acomodadas de las grandes ciudades, nadie mira demasiado hacia Occidente. No es raro que se invierta la ecuación habitual y que sea el viajero quien termine siendo fotografiado por los locales, como si fuera éste una criatura extraterrestre. De nuevo Michaux: “la India es un jardín zoológico donde los nativos tienen ocasión de ver, de vez en cuando, ejemplares extranjeros”.
La India, como una flor esquiva, abre sus secretos de a poco. Solo al cabo de un tiempo la extrañeza que suscitan su lengua, su caligrafía y sus omnipresentes creencias, su orden social y las contraseñas de pertenencia comienzan a diluirse y hacerse familiares. India se resiste a ser un destino turístico y solo se accede a ella cortejándola, en tanto viajero: no se trata aquí de recolectar souvenirs y fotografías exóticas sino de salir al encuentro de lo Otro como contraste e interrogación acerca de lo propio.
Aquí conviven sin complejos tradición y modernidad: millares de ingenieros de software que alimentan el desarrollo de IT en el primer mundo -entre ellos el mismo director de Google- con colchoneros, relojeros y barberos que practican a la intemperie oficios ya desaparecidos. En sus calles pueden comprarse tanto un pañuelo de seda de Hermès como una dentadura postiza hecha para otra persona. La pobreza más absoluta coexiste con una 4G vertiginosa; notables mujeres protagonistas de la historia -de Indira Gandhi a Teresa de Calcuta- alternan con costumbres que harían tronar a las feministas del mundo entero.
Es que no es fácil ser mujer en India. Primero hay que lograr nacer: aún hoy la tasa de abortos selectivos es alarmante y la población masculina excede en mucho a la femenina. Tener una hija mujer, para muchas familias, equivale a arruinarse para conseguir una dote imposible y perder el linaje y una fuerza de trabajo que aprovechará otra familia: tener una hija, reza un dicho aquí, es regar el jardín del vecino. La violencia contra las mujeres no cesa y los cambios legislativos o la mejor predisposición de la policía solo aparece como reacción a arrebatos de violencia extrema, como cuando seis hombres violaron a una joven en un ómnibus en 2012 en Nueva Delhi. La joven luego murió, lo que ocasionó una marea de protestas sociales.
Que la violencia que infiltra muchas de sus costumbres hoy pueda ser mostrada -como ha hecho por ejemplo la cineasta Deepa Mehta en sus películas- no implica que no haya reacciones espectaculares, pues no es raro que el mero cuestionamiento de temas sensibles en lo religioso desencadene manifestaciones furibundas en todo el país. A la vez, cierto fatalismo, una aceptación del destino de cada quien -por cruel que pueda ser- impregna a la sociedad. No se encuentra entre los indios tanta voracidad por triunfar, por acceder a mejores posiciones o luchar contra sus circunstancias como estamos acostumbrados a ver en Occidente.
En este país, hasta que los ingleses prohibieran la costumbre del sati, las mujeres se incineraban vivas en las piras funerarias de sus maridos y aún hoy, en muchas regiones, las viudas afrontan una condena de ostracismo y reclusión. Y no es imposible convertirse en viuda desde muy joven, pues los matrimonios, arreglados por las familias en un 90%, pueden disponer que una mujer se case muy pronto. Basta abrir los clasificados del diario para encontrar, en una suerte de Tinder anacrónico, avisos que reclutan postulantes a novios o novias en función de la casta, los ingresos anuales, la educación o el estatus de cada familia.
La sociedad india es sincrética y sedimentaria, lo que se advierte en la mezcla de cultos macerada a través de varios miles de años; en su arquitectura donde alternan estupas budistas, coloridos templos hinduistas y parcos santuarios islámicos, ruinas de antiguo esplendor con construcciones modernas a medio terminar; en las burkas oscuras inexpugnables a las miradas junto a saris multicolores que festejan la vida. A la vez, un creciente número de hombres con trajes grises que jamás alcanzan a tener la hidalguía de una kurta, túnica que cubre los pantalones y sobre la que con orgullo va calzado un chaleco.
Los locales de Starbucks en los barrios acomodados de Nueva Delhi alternan con territorios como el Rajastán profundo, con sus ciudadelas fortificadas frente al desierto, donde apenas parece haberse abandonado el medioevo.
India es también una potencia en ciernes y, creciendo a un ritmo de una población completa de Brasil en una década, sobrepasará a China en pocos años más para convertirse en el país más poblado del planeta. Basta con pensar que India aumentó su población en mil millones de habitantes en el siglo pasado para imaginar su impacto demográfico futuro. Aquí cohabitan sus sueños hegemónicos, su exhibicionismo armado en fronteras siempre calientes con sus vecinos Pakistán y China -las tres con poderío nuclear- con un pacifismo calado a fuego en su población, del cual Gandhi es nave insignia y marca registrada.
Aquí conviven más de 400 millones de personas -un tercio de la población- viviendo por debajo del umbral de pobreza extrema -y solo aquí puede ponderarse cuán debajo de ese umbral puede estarse- y vestigios de una historia presente de rajás que construían palacios para habitar una sola noche o santuarios de belleza descomunal para honrar a la mujer perdida.
Aquí, donde la pureza es el criterio religioso en torno al cual se organiza una trama social articulada desde la época de los antiguos Vedas, el cemento es un sistema de castas del cual resulta imposible evadirse. La taxonomía de castas -más de tres mil- ordena a la población según cuna y oficio en cuatro grandes categorías: brahmanes -la clase sacerdotal, la de más puro pedigree-, kshatriyas, los guerreros, vaisyas -comerciantes y agricultores- y sudras, quienes les sirven a las otras castas o varnas, es decir, colores. Fuera de toda clase, los dalits, los parias ligados a los desechos cuya mera sombra contamina.
Aunque esta democracia -la mayor del mundo- asegure cupos para los intocables en las reparticiones públicas y el sistema educativo, aunque haya brahmanes pobres e intocables millonarios, el sistema organiza con mano invisible e irrefutable una estructura social manifiestamente jerárquica. Y nadie lucha contra la propia pertenencia, no existe ascenso social en ese sentido … al menos en esta vida. Pues todo puede suceder con buen karma, y un sudra reencarnarse en brahman.
Desde su origen indoario la India es una de las civilizaciones más antiguas que se conoce, casi un drenaje en el sur de Asia donde durante 5000 años recalaron, a pura fuerza de gravedad, sedimentos migratorios variados. Varios siglos de disputas principescas y sucesivos imperios -el gupta, mogol, el británico, entre otros- se sucedieron hasta que la revolución pacífica encabezada por Ghandi alumbrara la república en 1947. Las luchas religiosas no se hicieron esperar, así que fueron dos las naciones que nacieron ese año: el Pakistán musulmán y la India de predominio hindú, que aún así sigue siendo -después de Indonesia- el segundo país más poblado de musulmanes del mundo.
Ante el viajero occidental, la India aparece sobre todo como un caos, una sociedad sin reglas donde cruzar la calle puede ser un deporte extremo y conducir es literalmente imposible. Aún así, en medio de un mar de transeúntes, de automóviles, ganado impávido, tuk-tuks y rickshaws que pueden estar varados por horas, algo de pronto se pone en marcha y funciona. Un orden oculto organiza la circulación y lo que en cualquier metrópolis occidental provocaría millares de accidentes de tráfico aquí se convierte en una marea donde cualquiera que se abandone a sus corrientes puede navegar sin daño.
La India increíble es tierra de excesos también: exceso de sonidos -del melancólico tañido de la cítara a bocinazos que no cesan nunca -; exceso de sabores -una cocina variada que se come con la mano y maneja con maestría las especias que hicieron salir a los europeos a descubrir mundos nuevos-; exceso de colores -más allá del monocorde atuendo islámico, lino impoluto y saris de seda de mil colores, tobilleras y anillos dorados en las narices, tatuajes de henna en los pies en mujeres de toda edad contrastan con ciudades azules, blancas o rosas y una geografía sensual desconocida y a la vez presente desde siempre. Basta recordar las posiciones del Kamasutra o los frisos eróticos de Khajurao para rescatar figuras del placer quizás ausentes en la India recatada de hoy.
También la marca del exceso se revela en sus múltiples religiones -hindúes y musulmanes, cristianos y judíos, jainistas y parsis, budistas y sikhs-; en sus lenguas -tiene 19 oficiales, aunque hay más de 4000 dialectos-; en sus paisajes -del Himalaya a la jungla de Kerala, de las playas de Goa al desierto del Thar.
Por esa desmesura rica en contrastes e hipérboles, quizás a la India le quepa un realismo mágico similar al latinoamericano. Aunque con la misma salvedad que García Márquez hacía al respecto, cuando decía que los europeos -quienes acuñaron ese nombre- no comprendían nada: lo que ellos llamaban “mágico”, aquí era realismo a secas.
Si los viajeros occidentales que han recalado en el subcontinente indio han precisado contar India para creerla, ese país se escabulle y crea sus propios relatos. Por un lado, sus libros sagrados como los Vedas, los Brahamana o los Upanishad, sus epopeyas como el Ramayana o el Mahabaratha, las sagas e historias de innumerables dioses venerados en templos que crecen como hiedras en cada poblado o pueblan como personajes las series de televisión.
Por otro lado es Bollywood el encargado de producir la narrativa que hace de espejo al alma india. Sus cifras impresionan: más de mil cien películas al año -destinadas fundamentalmente al mercado local- la convierten en el principal productor del mundo. Allí, en su propia factoría de sueños, el histrionismo exagerado de los actores de moda acaba a menudo en escenas de baile colectivo, casi un revival, a medio mundo de distancia, de la época dorada de su modelo hollywoodense.
Tendemos a pensar en India como un lugar radicalmente distinto a nuestro país, aunque Argentina -salvando la distinta escala demográfica y las gradaciones de la pobreza- tenga casi el mismo porcentaje de pobres; aunque caminar en Delhi o Varanasi sea bastante más seguro que hacerlo en el conurbano bonaerense y uno pueda olvidarse una notebook dentro de un auto y volver a encontrarla horas más tarde; aunque el certificado de vacunación contra la fiebre amarilla que exigen no sea para proteger a los viajeros de un eventual contagio, sino para protegerse ellos, …pues es Argentina y no India quien tiene zonas infectadas… Este país desmesurado e imposible, casi un continente con sus 1300 millones de habitantes, quizás sea más fácil de gobernar que uno con 40.