Mutantes
Diez años atrás se estrenó una película sudafricana llamada Distrito 9, en la que varios cientos de miles de alienígenas -varados por un desperfecto en la nave espacial que los había traído a la Tierra- vivían hacinados y sometidos en una suerte de barriada miserable de Johannesburgo. Se trataba de una clara alusión al Apartheidque había regido en Sudáfrica hasta hacía pocos años atrás, una de las formas más sofisticadas de la segregación.
La presencia de los extraterrestres, a quienes los humanos llamaban “bichos” o “langostas”, estaba naturalizada e interesaba apenas por la sofisticación de su armamento, solo operable para quienes tuvieran su ADN. Es en ese contexto que el protagonista, responsable del campo de concentración que le da nombre a la película, se contamina con un líquido destilado por los náufragos espaciales. Comienza entonces a experimentar una mutación en su cuerpo que lo encontrará, al final de la película, convertido él mismo en otro extraterrestre más.
La imagen distópica de extraterrestres hacinados en una villa miseria sudafricana requería, apenas una década atrás, de una convención: la ciencia ficción como un modo de decir cosas de nuestra especie que quizás estaban más a mano de lo que podría haberse pensado. Hoy en día, el vértigo inducido por el avance global de un nuevo, minúsculo virus ha hecho posible que seamos capaces de imaginar cambios aun mayores sin necesidad de convención cinematográfica alguna. La escotilla que la pandemia ha abierto permite ver cosas que habitualmente permanecen veladas, cierta verdad de la especie y de la contemporaneidad de pronto aparecen iluminadas por un fogonazo del que aun no nos recuperamos.
Estamos en el vórtice de una mutación que afecta a prácticamente todo lo que nos hace humanos: los vínculos y el lenguaje, lo colectivo, la intimidad. La nueva peste ha amplificado la escala y multiplicado la velocidad de una mutación que estaba ya en curso y de cuya inteligencia y desenlace aun estamos lejos. Los virus mutan, y no sabemos si el COVID-19 que enfrentamos en Latinoamérica es el mismo que nació -como invención humana, mal que nos pese, se trate de intención o accidente- en Wuhan. Si cada año han de renovarse las vacunas contra la gripe, es porque el virus de la influenza muta, como mutará el COVID-19. Como muta también nuestra especie.
Como cualquier otra, la especie humana desarrolla mutaciones para adaptarse y así, siendo seres sociales toleramos bastante bien el confinamiento al que la cuarentena nos obliga. Así como la convivencia forzada potencia los conflictos o las encrucijadas personales -se trate de la soledad o el desempleo, la angustia o el desamparo- también rescata antiguos rituales como la comida compartida, la conversación, la convivencia de generaciones en casas que hoy vuelven a ser hogares.
Buena parte de la rutina cotidiana se lleva a cabo en torno a las pantallas que nos transmiten noticias de la catástrofe, pero también podemos vislumbrar, en esas mismas pantallas, contradicciones que no aparecen a cielo abierto normalmente. Como el salvajismo de una economía que privilegia a quien sabe operar con instrumentos financieros por sobre aquel que lo hace con el bisturí que puede salvarnos de un tumor. Como el confinamiento electivo -el del barrio cerrado como refugio frente a una realidad percibida como peligrosa- que se convierte de pronto en una trampa donde el peligro de la infección puede ser aun mayor -como en un crucero de lujo o en un vuelo intercontinental- que afuera. Como la necesidad del otro -sea en forma de semejante, de familia o de estado- que es al mismo tiempo fuente de peligro como de reparo y salvación.
Aun cuando no haya todavía vacunas para este nuevo virus, estamos más cerca de comprender la lógica de toda campaña de vacunación: quien se vacuna no solo se protege a sí mismo, sino que, limitando la propagación de un agente infeccioso, protege también a aquellos que no se vacunan. Una solidaridad impensada se propaga junto a la epidemia. Pese a nuestro proverbial desapego a las normas, una mayoría compacta responde más de lo que podría haberse imaginado a las reglas de la cuarentena, protegiendo así a todos, incluso a los desaprensivos que no lo hacen.
No deja de ser una paradoja que esta mutación en curso, lejos de convertirnos en cucarachas -como le sucediera a Gregorio Samsa en el relato kafkiano- o en langostas como en Distrito 9, quizás decante lo que de humano hay en nosotros.
Mariano Horenstein