La zona
(Publicado en el periódico Il Manifesto, Roma, 25 de noviembre de 2022)
Versión en italiano: https://ilmanifesto.it/la-zona-fra-i-vivi-e-i-non-morti
En la antigua Grecia, los ilotas eran los siervos en Esparta. No alcanzaban siquiera el estatuto de esclavos ‒un bien transable‒ y trabajaban la tierra o participaban de la guerra, siendo propiedad del estado. Al ser su número mucho mayor al de los ciudadanos, los espartanos temían su sublevación, por lo que estaban siempre bajo vigilancia.
En la guerra del Peloponeso, con Atenas y Esparta como contendientes principales, los espartanos tendieron a los ilotas una trampa: les hicieron saber que quienes se comportaran valerosamente ante el enemigo serían liberados. Asumían que quienes exhibieran el orgullo suficiente como para anhelar la libertad, serían quienes se sublevarían antes que nadie. Se seleccionarían entonces a dos mil de éstos y, ataviados con coronas, se les haría dar la vuelta por los santuarios como manumitidos. Pero “poco después ‒cuenta Tucídides‒ se los haría desaparecer y nadie sabría de qué manera cada uno de ellos habría sido eliminado”.
Al comentar este episodio, el gran historiador Pierre Vidal-Naquet señala que “los ilotas desaparecen, son eliminados, pero las palabras que designan la matanza, la muerte, no se pronuncian, y el arma del crimen permanece desconocida”.
Dos mil quinientos años atrás, durante el período de mayor esplendor de la Grecia clásica, Tucídides nos muestra a una especie capaz de imaginar y practicar un mecanismo como el de la desaparición. Habrá que esperar al nazismo para perfeccionar a escala industrial el ejercicio de la matanza en la que se ha empeñado la humanidad desde que existe. Pero será con las dictaduras latinoamericanas donde la tragedia de los ilotas de Esparta encuentre al fin un espejo fiel, donde muchos habrían de desaparecer, sin que se sepa nunca y fehacientemente de qué manera cada uno de ellos habría sido eliminado.
La desaparición no deja huellas, no deja cuerpos.
Y si las víctimas de la Shoah encontraban, según Celan, una tumba en el aire, los asesinados con improvisación latinoamericana ni siquiera encontraron en el cielo un descanso. Desde allí se los tiraba, apenas sedados, en vuelos de la muerte.
Lo que los nazis hacían deshaciendo la identidad de las víctimas, reduciéndolas a números, en Latinoamérica encontraba un remedo, el afán mimético de dictadorzuelos que hubieran querido enseñarles a sus maestros que podían más: “aquí ni siquiera precisamos de números ‒parecieran haber dicho con fanfarronería‒ desaparecen y listo”.
Al deshacerse la nominación, los escasos cuerpos disponibles para ser velados, para devolverles el ritual necesario de la partida, aparecían solo munidos de las siglas NN, nec nomine. Los deudos debían imaginar los cuerpos de sus muertos, enterrarlos en el teatro de sus mentes, pues no había siquiera lugares. Y los lugares importan, ya sea en la modesta escala de una tumba o un memorial, o en tanto coordenadas geográficas que ilustran el abanico de diferencias que constituye lo humano y sus modos de lidiar con la pérdida.
La desaparición torna imposible un duelo, la tristeza necesaria deviene melancolía y terminamos convertidos en presa del pasado, tanto de su recuerdo imposible como de la amenaza de su repetición, imposibilitados de imaginar un futuro. Como escribió Sebald, hay un punto en que, catástrofe colectiva mediante, la historia amenaza volver a ser historia natural.
¿Por qué los psicoanalistas habríamos de interesarnos en estas cosas?, podría preguntarse un lego.
Porque al ser casos extremos, tanto los desaparecidos como las víctimas radicales del universo concentracionario nazi iluminan una zona, entre la vida y la muerte, donde ni los vivos consiguen vivir, ni los muertos acaban de morir.
En esa zona, habitada por más criaturas de las que imaginamos, vagan seres omnipresentes en nuestra cultura como zombis y vampiros, pero también migrantes convertidos en parias sin patria, enfermos desahuciados, deudos incapaces de cicatrizar la herida que la pérdida de un ser querido les ha dejado.
Esa zona es un territorio que la contemporaneidad ha puesto de relieve como nunca antes.
Nuestra cultura, en Occidente al menos y de la mano de una bienvenida secularización, se jacta de la licuefacción de los rituales inventados por la humanidad para atemperar la pérdida, mecanismos colectivos que dibujan fronteras porosas y amigables entre el mundo de los vivos y de los muertos.
El mundo experimenta una mutación vertiginosa y los efectos de esa mutación se advierten a distinta escala. Un consultorio psicoanalítico -a fin de cuentas un islote anacrónico, a contramano de la lógica del progreso y el capitalismo triunfante- es un observatorio privilegiado para advertir, estudiar, y con suerte aliviar las consecuencias clínicas de la degradación de lo simbólico que se ha enseñoreado en el planeta.
Hoy nos enfrentamos al horror como nunca antes, pues lo hacemos desde la experiencia de la civilización. Cada uno de nosotros está en el lugar del ángel de Walter Benjamin, que avanza hacia el futuro de espaldas, espantantado, mirando el pasado como un montón de ruinas.
De pronto, nos encontramos mirando horrorizados la brutalidad de las cosas -como bien dice Lorena Preta-, la cabeza de Medusa, cercana a esa experiencia insoportable que los psicoanalistas conceptualizamos como Castración y que hoy se viste con nuevas máscaras: el ascenso de populismos autoritarios, la guerra y la segregación, la peste o la amenaza climática o nuclear.
Quizás en la antigüedad los horrores fueran aun mayores, solo que existían rituales para metabolizarlos. Y contábamos que irían menguando gracias a la civilización. Hoy sabemos que la civilización es apenas el reverso de la barbarie, que basta rascar la piel del ruso para que aparezca el tártaro. Y que los tártaros están por doquier.
Es impensable el ejercicio contemporáneo del psicoanálisis haciendo de cuenta que nada de eso existe.
Porque el oficio de psicoanalista no se configura ya al modo de aquel arqueólogo del inconciente con el que Freud lo vinculó, o a la imagen del detective de la mente. El analista es hoy una suerte de médium que oficia de guía en esa zona gris, dolorosa, trágica, atemperando el sufrimiento que allí anida.
Y se identifica más bien a la figura de un antropólogo forense, ese oficio inventado por nuestra contemporaneidad pródiga en masacres. Su trabajo, resolviendo rompecabezas pero también nombrando las desgarraduras o los agujeros en la trama simbólica, devuelve el nombre a las cosas para que éstas se tornen, con suerte, menos brutales.
Quizás por eso vale la pena que psicoanalistas, científicos e intelectuales de geografías tan distantes como Irán o India, de EEUU, Latinoamérica y toda Italia se encuentren para hablar de esa zona de frontera entre la vida y la muerte.
Esa zona por momentos parece -como en la película de Tarkovski- una escena post-apocalíptica, y nos implica a todos no solo como testigos horrorizados, sino también como sujetos deseantes y críticos.
Desde otra zona de frontera donde importa más las indisciplina que la precisión disciplinaria, donde el diálogo entre saberes se torna indispensable, los psicoanalistas quizás tengamos algo que aportar.