La saludable peste del psicoanálisis
Escribir acerca del llamado Libro negro del psicoanálisis no es sencillo.Evoca el momento en que el gran historiador Pierre Vidal-Naquet se preguntaba si convenía discutir con pretendidos colegas, los llamados “revisionistas”, que negaban la existencia de las cámaras de gas nazis. Rebatir sus argumentos, pensaba, les obsequiaba a sus portadores una dignidad teórica de la que carecían, ponía en pie de igualdad a investigadores documentados y a testigos sobrevivientes del horror con fanáticos envenenados de racismo. Pretendiendo desestimar las críticas, podía terminar legitimándolas como “la otra campana”.
Las 656 páginas del LNP no proponen ningún debate serio. Tanto por su contenido, formato y título como por la operación editorial de su lanzamiento se parece más bien a un pastiche de campaña destinado a capturar la simpatía y el voto de candidatos a terapeutas y futuros pacientes con un arsenal de argumentaciones falaces y contradictorias en que la conclusión precede (y a veces sustituye) a las pruebas.
Entonces de lo que se trata en primer lugar es de poner en evidencia, más que lo que se dice, el lugardesde donde se lo dice. Son sus condiciones de enunciación, más aún que sus enunciados, las que exudan ese tono conspirativo y de escasas miras que enrostran a los psicoanalistas, a criterio de sus autores una caterva de charlatanes, delincuentes y falsarios que han expropiado la inocencia a los niños, el sueño a las madres o la dignidad a los homosexuales.
Es cierto que el psicoanálisis no es materia fácilmente evaluable, es cierto también que el calificativo de Ciencia no termina de sentarle bien. Los psicoanalistas encuentran más enseñanzas en los dramas de Shakespeare que en la saliva de los perros, también es cierto. Pero sobre todo es de una clínica que se ajusta como ninguna a las particularidades del sujeto humano, una clínica de cuyo seguimiento minucioso, junto a cada paciente, de una manera más tributaria de lo artesanal que de lo industrial, que los psicoanalistas hacen profesión de fe. El psicoanálisis es una praxis que puede no ser “científica” sin por ello convertirse en superchería o religión, y en ella la ética no es un accesorio sino el corazón mismo del método. Un método donde quien pretenda formarse como practicante deberá antes tomar la misma medicina que habrá de prescribir a otros (cosa que habría que preguntar a los defensores acérrimos de los remedios conductuales o farmacológicos si estarían dispuestos a hacer…). Y por sobre todas las cosas, se trata de una disciplina que pese a sus interminables disputas teórico-institucionales, a sus jergas a menudo incomprensibles, a sus rituales de iniciación y contraseñas de pertenencia, a sus miopías ideológicas, incluso pese a la eventual codicia o cinismo o perversidad de algunos de sus oficiantes -ni más ni menos que los que puedan existir en otros colectivos humanos-, hace de la búsqueda de la verdad su objeto de trabajo y justificación última. Una verdad que Freud, pese a sus límites burgueses, se atrevió a develar ocupándose de restos, de desechos, de neuróticos considerados deficientes o degenerados, de locos sin remedio a quien nadie escuchaba, de la verdad de los sueños o los fallidos, de un sujeto tan sufriente como acomodado en el goce de sufrir, un sujeto que no es el mismo sujeto del mercado que todos parecen empeñarse en recomponer a la mayor brevedad posible. El amor a la verdad que los autores del LNP impugnan a Freud y a sus seguidores, y de la cual puede dar testimonio cualquier sujeto que haya tenido una verdadera experiencia del inconciente tendido en un diván, es la que brilla por su ausencia en las ponencias petardistas de la jauría antifreudiana.
El psicoanálisis no puede ser, por estructura, un discurso dominante. Y no lo es aunque aparezca con una fuerte presencia en las universidades u hospitales, en los medios o en el habla cotidiana. Es un discurso subversivo por definición, incómodo e incomodante y algo recupera de sí, algo se sustrae a la modorra del psicoanálisis devenido profesión cuando despierta tantas pasiones, desde el odio cientificista de Bunge o las invectivas de Camdessus, el viejo presidente del FMI de los ’90 que recomendaba a los argentinos que se analizaran menos, hasta este “Libro negro”, 0,91 kg. de odio, mendacidad y amarillismo.
Se pregona la muerte del psicoanálisis casi desde su nacimiento, pero nadie malgasta cientos de páginas y portadas de diarios y revistas en anunciar la muerte de una disciplina que no esté bien viva. Nadie titula: La alquimia va a desaparecer o ¿El fin de la sastrería a medida?Se ataca al psicoanálisis que pese a estar en crisis (crisis inevitable pues es inevitable que colisione con los valores de la efímera posmodernidad), tiene una presencia vital (viral, estamos tentados de decir) en cualquier país democrático. Mucha más de la que a los autores del LNP y las fuerzas que los sostienen les gustaría.
Los editores de la versión francesa del LNP sonríen recordando que Bad publicity is still publicity. Y tienen razón. Pero aún al precio de contribuir a incrementar sus ventas, es preciso responder sus infamias. Vidal-Naquet, refiriéndose a la pregunta que citábamos al comienzo, decía que “se puede y se debe discutir acercade los ‘revisionistas’, se pueden analizar sus textos tal como se hace la anatomía de una mentira; se puede y se debe analizar su lugar específico en la configuración de las ideologías, preguntarse el porqué y el cómo de su aparición, pero no se discute conlos revisionistas”.
Porque no es desinteresada esta disputa: allí donde había psicoanálisis, parecen decir los “historiadores” y ex – analistas devenidos terapeutas comportamentales, habrán de advenir las terapias cognitivo-conductuales y los paraísos artificiales de la Ritalina y el Prozac. Ese comboque, pese a su pretendida modernidad, es en realidad pre-freudiano, nos promete un mundo sin malestar pero también sin libertad, breve pero alienado, “exitoso” pero impermeable a cualquier verdad particular. Ese mundo que Freud, más allá de él mismo incluso, contribuyó a desenmascarar.