La infinitud de Jorge Kantor
A cierta altura de la vida, dicen, ya no se hacen amigos nuevos. A cierta altura de la vida, fuera del pequeño círculo de afectos cotidianos, ya no se comparten interminables horas de ocio y aventuras con los amigos. Muchas veces son apenas momentos; preciosos momentos sin embargo, cuya intensidad no va a la zaga de lo compartido con amistades de maceración más lenta. En esto pensaba respecto a la invitación a recordar a Jorge Kantor. ¿Qué me autoriza a mí, a alguien que lo conoció no hace tantos años atrás, a alguien que vive en una ciudad distinta a la Lima en la que Jorge se despertaba cada mañana, a sumar sus palabras a la memoria que empieza a construirse de alguien en el momento en que se (nos) muere?
Quizás lo que me autorice sea apenas el deseo de hacerlo. O el afecto que Jorge, con austeros movimientos, supo despertar en mí. O el pensar, con Javier Cercas, que la memoria es el cielo de los que no creemos en el cielo.
La muerte de Jorge Kantor nos conmocionó a muchos. Y no porque no haya muertes a nuestro alrededor, pues las hay por doquier, a una escala que por momentos pareciera amenazar la supervivencia ética de la especie. Me conmocionó no solo porque era, para los parámetros actuales de la medicina, joven para morirse. Sino también porque estaba imaginando proyectos, y nadie debería morirse mientras sea capaz de imaginar el futuro de modo deseante.
Jorge había trabajado en Calibán, como parte de esa comunidad latinoamericana de la que me siento parte, y en el Board de la IPA. Y en muchos otros lugares también, pero van éstos apenas como muestra de los espacios que torna a nuestro oficio en algo menos solitario, en lo que convierte a cada analista, que escucha a un puñado de pacientes en distintas coordenadas, en parte de un movimiento. Fue en tanto partícipes del mismo movimiento que conversaba con Jorge, transmitiéndole mi experiencia con la revista latinoamericana, recibiendo la suya como viejo miembro de la junta directiva. La transmisión de la experiencia, habitual entre maestros y discípulos, entre pares -pues Jorge se ubicaba en una generación que, sin ser la mía, no era tampoco la de mis mayores- es como compartir el deseo de que un fuego continúe encendido.
Con Jorge conversábamos, caminando por Lima o por escrito o por teléfono cada uno desde su casa, en los pasillos de aquellos añorados encuentros presenciales o a través de las pantallas que se han hecho demasiado habituales ya, para cuidar -junto a muchos más- que esas brasas continúen ardientes.
Como las amistades suelen irradiarse, Lima es para mí la Lima de Jorge Kantor, y su hijo -nuestro colega- se ha convertido ya en alguien a quien aprecio sin apenas conocerlo. Incluso las referencias teóricas de Jorge Kantor, distintas a las mías -Matte Blanco por ejemplo, y su coqueteo con las matemáticas- se han vuelto más interesantes y me suscitan más curiosidad a través de su presencia. Una presencia redoblada justamente por su ausencia.
Conmovido por su muerte -habían pasado apenas unas horas- comencé a leer algunos testimonios que funcionaron como réplicas del terremoto que de pronto, atravesando la cordillera, me había tocado. Eran apenas mensajes fragmentarios, notas en algún periódico limeño, de gente a la que no conocía. Pero se trataba de gente a la que Jorge sí conocía bien: sus pacientes.
De pronto algunos de sus pacientes decidían hablar de su analista fuera del espacio seguro de sus sesiones, un espacio que de pronto había desaparecido. Y hablaban de él como puede hablar alguien de su analista, en ese territorio nebuloso, siempre contaminado por los propios fantasmas y las pasiones transferenciales. Pero al mismo tiempo hablaban de él como la persona entrañable, confiable y cercana que siempre fue. Aun recuerdo la emoción que la lectura de esos testimonios me provocó.
De un modo bastante mezquino, siempre la muerte del otro resulta el modo más cercano que tenemos de aproximarnos a la propia. Y los relatos dolidos de quienes se habían tendido en el diván de Jorge (de Jorge, pero sobre todo de cada uno de ellos), me hicieron pensar en el modo en que alguien se dibuja en la memoria a partir de la suma de los relatos hablados de quienes lo conocieron. Y de cómo incluso los relatos de quienes lo conocieron en tanto su analista podían, todos juntos, solapándose entre sí y sorteando la dificultad de que seguramente Jorge -como todos nosotros- se eclipsaba subjetivamente cuando escuchaba, dar una idea verdadera de alguien que ya no está más.
Jorge se murió muy joven, aunque su encanecimiento prematuro llame al engaño. Quizás en la estela de sus padres argentinos y emigrados, pertenecía a esa estirpe de analistas trashumantes que, siendo de un lugar, son a la vez de todos. Y estoy seguro que -vuelvo a Javier Cercas en una novela tan sencilla y entrañable como la presencia de Jorge Kantor- nadie muere del todo mientras alguien lo recuerde, mientras alguien cuente una y otra vez su historia.