La desaparición del sexo masculino

I  Había una época donde todo estaba más o menos claro. Los galanes de Hollywood seducían mujeres a diestra y siniestra; Ernst Hemingway cazaba elefantes en África, escribía sobre sus pasiones: el boxeo, las corridas de toros y la guerra; y Norman Mailer publicaba una novela llamada “Los tipos duros no bailan”.

Dudo que les hubiera sido sencillo encontrar editor hoy en día.

Del mismo modo, antes no hubiera habido quien publique un ensayo como el de Rebecca Solnit, que con ironía tituló: “Los hombres me explican cosas”.

Debo decir que, de un tiempo a esta parte, son las mujeres quienes me explican cosas a mí. Las autoras a quienes leo, las analizantes a quienes escucho y también las tres mujeres con quienes vivo, dos de ellas pertenecientes a otra generación acostumbrada a no tomarse en serio nada de lo que el sentido común -no por casualidad se trata de un sustantivo de género masculino- coaguló por centurias como verdadero sin siquiera pensarlo.

El Zeitgeist se metió de prepo en nuestros consultorios y domicilios.

Hoy se pueden escuchar las voces de los relegados de la historia, y los hombres siempre estuvimos en el centro de la historia: narrándola por lo pronto, y sujetos de sus hazañas por otro. Entonces hacía falta reescribir la historia desde el lugar de los vencidos de la historia (Benjamin), los excluidos de los relatos oficiales. En ese sentido, esta mesa va a contrapelo: ¿qué hacemos tres hombres hablando sobre masculinidad? ¿por qué no una mujer también, ya que tanto hemos hablado los hombres sobre la femineidad?

Podemos preguntarnos ¿dónde han quedado los hombres de antaño, esos prototipos viriles como los Hemingway o los Mailer? Esos estereotipos en los que Hollywood nos enseñó a creer y que nos hacían pensar en un mundo más ordenado, con roles claros. Un mundo que se terminó cuando nos enteramos que el galán que enamoraba a nuestras madres o abuelas, Rock Hudson, era homosexual.

Por supuesto que una cosa es la identificación y otra la elección de objeto, y la virilidad no está reñida con una elección homosexual. Pero todo un modelo prototípico de hombre, al estilo de Enst Hemingway, estallaba junto al tiro de escopeta que se descerrajó en la cabeza.

A partir de ahí, nunca más pudimos encontrar la virilidad en ese tipo de atributos imaginarios …menos aun en nuestra época,  que ya no es la sólida modernidad de Sigmund Freud, pero tampoco la líquida postmodernidad de Zigmunt Bauman, sino eso que Marx entrevió cuando escribió que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, es decir una ultramodernidad gaseosa.

II Freud pensaba que el continente oscuro era el femenino, y el masculino no ofrecía ningún misterio. ¿Qué quiere una mujer? ¿Qué es una mujer? son preguntas -freudiana una, lacaniana la otra- ya clásicas en psicoanálisis. Nadie parece interesarse en qué es un hombre, y menos en qué quiere. Quizás porque se asume que todo hombre quiere lo mismo, eso. De las mujeres, de cada una de las mujeres porque se resisten saludablemente a la colectivización, infinitamente más sutiles y sofisticadas, no cabe ensayar ninguna respuesta predigerida, pret a porter.

Fue Lacan quien les ofreció a las mujeres un goce propio, más allá del fálico: allí donde los machos de la especie parecían todos comparables, cortados por la misma tijera, la mujer gozaba de una singularidad irreductible.

Nos podríamos aproximar a la masculinidad desde el operador teórico princeps, el consabido falo, en su triple registro -imaginario, simbólico, real- y la dinámica del ser y del tener. Nada nuevo bajo el sol aquí.

Al ser éste un único significante, el semblante de tenerlo nos ubicaba en una vía que parecía resuelta. La mujer, en cambio, enfrentada a los avatares del serlo, resultaba mucho más misteriosa. Lo cierto es que nadie lo era ni lo tenía del todo, porque nadie nunca verdaderamente lo tiene ni lo es, pues se trata apenas de coartadas para soportar la Castración. Pero hay consecuencias teóricas de los postulados freudianos que, a oídos de las feministas de hoy, en una escucha quizás algo apresurada, bordearían la misoginia.

Tanto el ser como el tener son de alguna manera mascaradas, nos inventamos semblantes, los encarnamos para funcionar social y familiarmente, y sobre todo en el encuentro con el/los otro/s sexo/s, pero lo que hay en juego en última instancia es un hueco, una falta constitutiva, por muchas pretensiones que pueda tener ese significante privilegiado -el falo, digamos, a riesgo de insistir hoy con una mala palabra- que es menos el pene que la posibilidad de su ausencia.

Todos los sexos tenemos que arreglárnoslas como podemos con la Castración, y no es algo sencillo.

La primacía del falo nos llevaba a pensar la masculinidad en relación a la femineidad (o esa enojosa referencia y comparación: la de lo activo vs lo pasivo, fálico vs castrado). Melanie Klein le dio cartas credenciales distintas a la femineidad, claro. Y Lacan complejizó el tema al introducir distintas categorías de goce y las fórmulas de la sexuación que nos llevan más lejos, por suerte: pensar a la femineidad y a la masculinidad como campos, posiciones que puede ocupar cualquiera, indepentemente de su sexo.

Desde esta grilla teórica, la masculinidad se define por oposición. ¿A qué? A la femineidad. A veces por oposición horrorizada, otras por oposición idealizadora de la femineidad.

Lo bueno de estos tiempos es que podemos corrernos de esa matriz y pensar a la masculinidad por oposición a un abanico de posicionamientos sexuales.  

Y eso solo es posible hoy a partir de la crítica feminista o de los teóricos queer. Sin ese trabajo arduo, progresivo y encarnado -pues no ha sido una esgrima intelectual, sino una lucha en donde se ha puesto el cuerpo- nadie cuestionaría qué es ser un varón de la especie.

III Hoy vivimos tiempos interesantes. Interesantes porque nos permitimos cuestionar todo. Interesantes también en el sentido de la vieja maldición china. Por momentos, si comparamos los cambios vertiginosos de las últimas décadas, lo que la tecnología es capaz de ofrecer a los cuerpos, las nuevas voces que han logrado hacerse oír, pareciera que vivimos en una distopía.

Y aquí viene el título que elegí, que debo a Alain Badiou: “Si se hace un poco de ciencia ficción, tal vez muy simplemente se podría prever la desaparición del sexo masculino.” Resuelto por el capitalismo el problema de la reproducción, con un infinito banco de esperma, sucedería a nuestra especie lo que ocurre…”entre las abejas o las hormigas, la humanidad ya no estaría compuesta más que de mujeres”.

IV La noción de género en tanto performativo debe mucho a los trabajos de Judith Butler, quien debate con Julia Kristeva. No sería capaz de adentrarme en la sutileza de sus razonamientos, pero permítanme contar una anécdota. El psicoanálisis funciona como una suerte de narrativa oral donde lo anecdótico ocupa un lugar central. Entonces, aquí va la anécdota:

Tuve posibilidad de entrevistar a JK, básicamente en torno a la femineidad y los feminismos. Conversábamos sentados a una mesa, frente a una fotografía de su marido, Phillippe Sollers, un dandi, enfant terrible de la cultura francesa, mujeriego a más no poder. Al cabo de dos horas, y por irme, me dice que me quede, que vendrá Philippe -a quien había entrevistado tiempo atrás- para que tomemos un champagne. Y fue ahí que asistí a una pequeña revelación, pues la gran psicoanalista, la intelectual feminista, segura de sí y dueña de sus palabras, en la cumbre de su reconocimiento, mutó, y se convirtió de pronto en una esposa sumisa, atenta a prender los veladores, a poner un vaso de whisky en manos de su marido, que se despanzurraba en su sillón al apenas llegar, a ofrecernos algo de comer y, casi casi, dejar la conversación en manos de los hombres. Al rato, champagne mediante, ya no sabía bien de qué hablábamos en un entre lenguas irreproducible y Julia, mientras dejaba alardear a su marido, lo provocaba, lo consentía, y mostraban ambos una complicidad enternecedora, macerada por más de medio siglo juntos. Cultivaban -contra todo estereotipo- “el matrimonio como una de las bellas artes”.

Sollers -a tono con Badiou- escribió que la sexualidad masculina no anda bien, porque ha sido despojada por la técnica de su función reproductora. Nos estamos acercando también al útero artificial -decía- pero las mujeres aun conservan el privilegio del embarazo. En Occidente, para un hombre, el privilegio de ser el agente de la reproduccion ya no es el mismo. Y entonces, se pregunta Sollers, él sí: ¿qué es un hombre? Una reserva de esperma. “Solo eso, y con suerte”.

Está claro que en tanto padre -eso que llamamos funcion paterna- un hombre es otra cosa, y la paternidad no puede identificarse con unos cuantos espermatozoides, pero la virilidad… ¿de qué se trata?

Lo que resta -para Sollers- es un personaje un tanto patético, atado a sus componentes de tribu, identitarios, básicos, sin funciones económicas, políticas o sexuales clave (todo eso puede reemplazarse); con la excepción, quizá, de cierto dandismo un tanto anacrónico, como el héroe de los récords, la inteligencia anormal, cierto estilo de femineidad animal o el monje…

V Resaltaba lo paradójico de ser aquí tres hombres hablando, pero ¿somos verdaderamente tres hombres hablando? Porque en psicoanálisis no deberíamos guiarnos por lo que se ve, sino por lo que se escucha, y alguien con genética XY podría perfectamente hablar desde un lugar femenino y viceversa. Las fórmulas que Lacan acuñó para pensar la sexuación nos permiten esa especie de geolocalización genérica.

Pero lo que se ofrece a la vista tampoco es algo despreciable, y la noción de semblante acaba resultando clave.

A veces es preciso ver a una persona trans para entender la femineidad. Alguien que ha deseado devenir mujer está obligado a aprehender lo que distingue a una mujer, algo que una persona nacida mujer no precisa hacer tan imperiosamente.

¿Puede extenderse esto, en sentido contrario, a quienes han debido travestirse por un motivo u otro, de hombres? La legendaria papisa Juana, la reina-faraón Hatshepsut, George Sand o Barbra Streisand, la protagonista de Yentl…  En estos casos la causa fue pragmática, hacer un bypass a las exclusiones de género: alcanzar un cargo vedado a las mujeres, estudiar, gobernar, publicar son razones que justifican la búsqueda. Tampoco esa búsqueda se afanaba en aprehender ninguna quintaesencia de lo masculino.

El concepto de semblante es una noción con mala fama, asociada a engaño, a ilusión, al artificio… si no fuera que los analistas sabemos bien que algo del artificio nos constituye y tiene efectos. Practicamos un oficio donde lo ficcional ocupa un lugar clave, basta ver las ficciones que nos contamos para vivir, o el modo en que la propia historia se reescribe en un análisis.

Buscar en cualquier atributo cierta “esencia” de la masculinidad sería engañoso, no es una palabra compatible con el psicoanálisis. Ni siquiera apelar a la “identidad” es posible, y prefiero pensar en términos de identificaciones, capas de identificaciones que muestran al final, como en una cebolla, un vacío. Conviene pensar las masculinidades como una constelación de identificaciones posibles.

Lidiamos con posiciones, con lugares, y con esas ficciones llamadas semblantes, hechos de una estofa imaginaria y simbólica, mediante los cuales afrontamos la vida.

Y es obvio que los semblantes de la masculinidad han cambiado con los tiempos.

No es raro ver supuestos modelos de virilidad reunidos entre ellos haciendo bromas ya sin gracia y afirmados en tanto varones apenas por la cercanía de otro varón. Al mismo tiempo, más de un varón andrógino logra efectos de seducción envidiables asumiendo el desafío de encontrarse con el enigma del Otro sexo, ése que muchos supuestos “machos” se cuidan de mantener a distancia…Como entre los griegos, encontramos el acmé de la masculinidad en figuras que hacen de la segregación de lo femenino una seña de identidad. La misma figura del Don Juan tiene sus bemoles… No por muchas conquistas se sostiene una virilidad que precise de la conquista para afirmarse…

¿Pero entonces de dónde se sostiene? Si es que se sostiene… Cien años atrás, la psicoanalista francesa Joan Rivière escribía un artículo llamado “La femineidad como mascarada”. Hoy, en tiempos de deconstrucción, ¿podemos pensar a la “masculinidad como mascarada”?

Todo lo sólido, incluido qué es ser varón, se desvanece en el aire… Lo que convierte a este tiempo en tiempo de oportunidades.

Así como una persona que se trasviste de mujer lleva al extremo el teatro de la identidad y destila así gotas de femineidad en estado puro, me he dejado interpelar por un hombre trans para pensar de qué se trata en la masculinidad. Su nombre es Paul B. Preciado, un tránsfuga de la femineidad -la B., decide, ha de ser un resto visible de ello- que eligió impugnar la lógica binaria de la diferencia. Pero a la vez convertirse en un hombre. No al modo en que los jóvenes, más aun en contextos primitivos, se convertían en hombres, a través de un ritual de pasaje. Paul B. Preciado decide convertirse en hombre a partir de la ingesta ritualizada de testosterona y un rediseño de su arquitectura física y mental. Este intruso, extranjero absoluto en tierras normalizadas, dueño de un coraje notable -una virtud tradicionalmente masculina- y una sensibilidad y escritura exquisitas, también me explica cosas. Los hombres trans me explican cosas.

Y me permite ver de otro modo los cientos de cuerpos de mujeres asesinadas colgando de los puentes en el sur de México. O la lógica naturalizada de la violación. O el fondo de opresión que se encuentra tras muchas hazañas masculinas, esa competencia fálica que pareciera haber definido a la masculinidad desde siempre. Estas postales crueles, y muchas más, deberían estar presentes -como la B. en el nombre de Preciado- cada vez que hablamos de estos temas, para no olvidarnos.

Vivo en un país donde hay una legislación de avanzada. Practico un oficio donde las mujeres tienen carta de ciudadanía hace tiempo en todos los planos, y pertenezco a una clase donde el reparto del poder es algo más equitativo. Digo esto porque creo que debemos evitar tanto el fundamentalismo bobo que nos lleva a repetir consignas teóricas de modo acrítico, como una corrección política complaciente, a tono con los tiempos. Ambas posiciones detienen el trabajo del pensamiento.

Ese trabajo, al menos a mí, al menos hasta ahora, no me ha llevado a impugnar la diferencia -más allá de su encarnación anatómica o lenguajera, que no me parece lo más importante- sino en todo caso a resituarla, a complejizarla, a pluralizarla.

Sin perder el matiz que le da el inconciente a nuestras elecciones, donde nunca somos del todo dueños en nuestra propia casa. La elección de sexo es también, como la elección de neurosis, permeable a los designios del Otro que nos antecede y habla a través nuestro. Si autores lúcidos como Preciado nos han traído hasta aquí, para poner en cuestión nuestros presupuestos, no es para volver a épocas prefreudianas, las de un sujeto pretendidamente autónomo, autóctono y voluntarista, renegado de su propia división, de la extranjería que a cada uno habita.

VI Si quiero ser honesto, el punto donde estoy es apenas una estancia preliminar en un camino de “deconstrucción”. No apenas de la masculinidad, sino de algunos presupuestos sobre los cuales descansa el edificio teórico del psicoanálisis. ¿Puedo seguir siendo psicoanalista, confiar tanto en su singularidad -en tanto la teoría de la mente más compleja y ajustada para dar cuenta de la subjetividad- como en su eficacia liberadora? Creo que sí, espero poder dar cuenta de ello.

Pero he aprendido que quizás la anatomía, contra lo que Freud pensara, no sea el destino. Tiendo a pensar que quizás haya más verdad en la frase originaria, atribuida a Napoleón, en la que Freud se basó: la geografía sí es el destino. Y quizás debamos empeñarnos en desarrollar más y más una geografía psicoanalítica.

Una geografía que amplíe el abanico de experiencias y de inconsistencias para ver qué resta de la masculinidad cuando se la ha despojado de los lugares comunes. En la India hay figuras prototípicas de la masculinidad que tienen rasgos corporales y maneras que serían claramente definidos como femeninos en Occidente. En Irán, donde un levantamiento hace crujir el país desde hace semanas, el estado reconoce el transexualismo, e incluso paga por las cirugías de cambio de sexo. Pero no por amplitud de miras, sino por lo contrario: para los ayatollahs, en una lectura religiosa -y los psicoanalistas deberíamos cuidarnos mucho de las lecturas religiosas- se trata de corregir algo que está errado y que cuestiona el binarismo y la heterosexualidad incuestionables. Entonces el mismo estado que persigue ferozmente la homosexualidad, o que piensa que una mujer debe estar a cargo de su padre, de su marido o de su hermano, tolera y acompaña como pocos la causa transexual…

Nada es simple ni claro, y vivimos una profunda mutación que todo lo atraviesa.

Progresivamente he ido perdiendo toda certeza, he ido asumiendo más y más cierta intemperie. Si el género y sus identidades cuestiona ciertos patrones analíticos, éste mismo puede -y debe- deconstruirse. La idea de diferencia ha organizado el pensamiento psicoanalítico en el último siglo. Esa diferencia, anclada a la diferencia sexual, puede virar de lo anatómico a lo ontológico, o puede incluir en sí la alusión genealógica, como hace mi amiga, la filósofa Diana Sperling al añadir una h muda al medio e inventar el neologismo difherencia, donde la herencia, nuestro lugar en una genealogía, encuentra sitio. Esa misma idea de diferencia que ordena tanto nuestros debates teóricos como nuestras conversaciones clínicas o nuestras intervenciones al oído de nuestros analizantes, está en disputa, como el género.

El psicoanálisis es una variedad del pensamiento crítico, una fábrica de librepensadores. Mal podemos propiciar eso en quienes se recuestan en nuestros divanes si no lo hiciéramos con nuestra disciplina, que por momentos puede atrasar.

Frente a muchos cuestionamientos contemporáneos, sentimos como si se quitara la piedra angular del edificio teórico que nos ampara. Y ahí aparecen dos reflejos: o alistarnos prontamente en las huestes del pensamiento políticamente correcto, o impugnar mecánicamente lo que nos impugna, reaccionar apuntalando lo que, si prosiguiera el cuestionamiento, amenazaría con derrumbar el edificio sobre nuestras cabezas.

Pero si algo me ha dado mi análisis, mi formación y mi práctica de treinta años es confianza. No en mí, ni siquiera en las teorías en las que me amparo, sino en el inconciente. Y en el dispositivo analítico, que creo que opera más allá del modo que tengamos coyunturalmente de pensar lo que sucede en él. Por eso Lacan decía que una práctica no precisa estar advertida para ser eficaz, por eso todos conocemos efectos analíticos asombrosos aun en análisis conducidos con anteojeras, por eso Freud pudo de algún modo avanzar en su análisis con alguien tan bizarro como el otorrinolaringólogo Wilhelm Fliess.

Los analistas nos creemos más importantes de lo que somos para llevar a buen puerto una cura, y así como el inconciente habla a través nuestro -como si apenas fuéramos médiums– el análisis funciona a través del dispositivo analítico. Basta no obstaculizar su desempeño. Y así podemos permitirnos cuestionar nuestros presupuestos teóricos y al mismo tiempo seguir siendo una suerte de guía de perplejos.

Ése es el nombre de la principal obra de Maimónides, el médico judío del sultán Saladino. El psicoanálisis, me da la impresión y con esto termino, puede seguir siendo, cuestionándose, ese dispositivo que inquieta y apacigua, que permite orientarnos en la oscuridad, que promete alguna referencia aun allí donde toda referencia pareciera haberse perdido.