Los conjurados

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¿Qué pueden tener en común quienes descreen de la llegada del hombre a la luna con quienes juran que la tierra es plana o aquellos que dan fe de una conspiración judía o masónica internacional para apropiarse del mundo, o los están convencidos que Elvis Presley fingió su propia muerte? 

Pertenecemos a una especie donde las diferencias entre sujetos y culturas son lo suficientemente notables como para que nos llame la atención la persistencia de ciertas convicciones a lo largo de la historia. Si las teorías más o menos disparatadas que se conocen como conspirativas aparecen una y otra vez, esparciéndose -viralmente también- por el ciberespacio reticular, habrán de responder a alguna intensa necesidad humana.

Una crisis como la que atravesamos, con media humanidad encerrada y jaqueada por un minúsculo virus, sirve de caja de resonancia y acelerador de rumores que pretenden dar sentido a la pandemia, proveer respuestas allí donde solo hay preguntas.

Hay mecanismos psíquicos individuales que encuentran un correlato en comportamientos grupales, y ello no es extraño dado que el ser humano está por definición determinado por su pertenencia a un contexto social.

Así como un obsesivo encuentra rituales privados para contrarrestar “malos pensamientos”, la religión -cualquiera- provee esos mismos rituales de modo normatizado y colectivo. Del mismo modo, allí donde un paranoico construye una visión delirante a partir de la cual todo -hasta el detalle más nimio y razonable de su realidad- puede cobrar un matiz persecutorio, una conspiración convierte esa sospecha privada en recelo compartido. 

Si la angustia que el ritual conjura es la marca común en un caso, la certeza de la persecución es lo común en el otro. Ambas formas de respuesta colectiva -teoría conspirativa y religión- comparten una matriz común: la presencia de una certeza más emparentada con el saber delirante o el pensamiento mágico que con la razón. Si lo característico de todo saber es que éste ha de ser puesto a prueba, la certeza dota a cualquier idea de una convicción irrevocable, a salvo de todo contraste con la evidencia o con la experiencia. 

Es decir, estamos en el terreno de la creencia, refractaria a cualquier discusión verdadera. Y en ese sentido una teoría conspirativa, con toda su parafernalia pretendidamente racional, está menos emparentada con un saber científico que con un culto religioso.

Quizás lo que tanto el ritual -sea religioso o privado- o la paranoia -se trate de un delirio de interpretación o de una teoría conspirativa- pretendan conjurar y remediar no sea otra cosa que una falla en lo que sabemos. No es sencillo soportar la incertidumbre, y menos aun la inermidad, de la que la incerdidumbre es apenas una de sus manifestaciones. En nuestra especie, mal que nos pese, no existen garantías, ni siquiera la de la supervivencia. Todos vivimos de algún modo a la intemperie.

Esa respuesta que no llega, ese tranquilizante que no logra calmarnos es aquello con lo que nos enfrentamos cuando la infancia y sus reaseguros imaginarios ha quedado atrás. Ése es nuestro radical desamparo, al que hacemos frente como podemos. A veces reprimiéndolo, otras veces aceptándolo a medias, otras haciendo de cuenta que no existe e imaginando a alguien (un dios o un mesías o una logia iluminada) que nos dará respuestas contundentes a una pregunta que, mal que nos pese, quizás no las tenga.

Una teoría conspirativa maniobra para satisfacer una necesidad doble, y allí radica uno de los secretos de su eficacia: por un lado, le da sentido a algo que aparece sin sentido; por otro lado, sindica a responsables allí donde no los hay. Son respuestas precarias, improbables y falsas, pero en tanto son respuestas, alivian. No es sencillo soportar la falta de respuestas. O desarrollar la tolerancia suficiente para que las preguntas encuentren respuestas razonadas y medianamente comprobables.

Hay aun una tercera manera en que una teoría conspirativa encuentra eco y se propaga, y es la del efecto de identificación que posibilita. A partir de adherir a tal o cual hipótesis de complot, una secreta comunidad se trama entre los advertidos, dueños a partir de ese momento de un conocimiento reservado a los iniciados. Ese saber esotérico distingue a un grupo -más allá de su dispersión geográfica, de clase o de lengua- y los diferencia del resto de la comunidad, que a su juicio prefiere seguir viviendo en penumbras. 

El efecto identificatorio posibilitado en este caso por la autoexclusión del rebaño de los crédulos, pareciera dotar a los iluminados de un aura que los distingue, lo que es una fuente no menor de satisfacción narcisista.

Ahora bien, un esbozo de disección de una teoría conspirativa sería rudimentario si no incluyera a quienes sacan rédito de ella. Una teoría imaginaria puede tener efectos reales, tan reales como posibilitar la elección de un presidente o la caída de otro, desencadenar un genocidio o una guerra. Las teorías conspirativas suelen sindicar responsables -generalmente extranjeros, para confort propio- al mismo tiempo que dejan en las sombras a quienes se benefician de una segregación siempre a mano. Es diferente la posición de quienes creen ingenuamente en conspiraciones, de la de quienes hacen un uso perverso de esa labilidad, proclamando conjuras frente a las cuales solo líderes esclarecidos sabrían defendernos. 

No hay mejor modo de mentir que con la verdad. De ese modo, como en un delirio persecutorio, hay siempre un punto razonable y verosímil en la conspiración que se denuncia. Y por supuesto que existe siempre una trama de intereses opacos, una estructura económica determinante, una geopolítica que nos trasciende y que a menudo constituye un núcleo de verdad tras muchos disparates conspirativos. No son los hechos sino un particular modo de articularlos, de leerlos y de creer en ellos lo que está en juego aquí.

Las teorías conspirativas encuentran suelo fértil en la variedad de prejuicios que caracteriza a nuestra especie, fundados a su vez en nuestra proverbial intolerancia a la diferencia. Se tiende más a creer lo que certifica nuestro prejuicio, lo que nos da una versión ordenada del mundo -y una conspiración lo es- que muchas veces justifica nuestras limitaciones y responsabilidades. Una vida crédula parece para algunos preferible a una vida en la que tengan lugar la incertidumbre de vivir, la amenaza de la enfermedad y una única certeza, la de la muerte.

Aun cuando se regodeen en argumentos paracientíficos -las redes 5G o la guerra bacteriológica- o político-económicos -la escalada en la ofensiva comercial entre China y EEUU- las teorías conspirativas se hacen más inteligibles en el terreno de la creencia, es decir el de la religión. Ordenar argumentos, seleccionando unos y desechando otros, para probar lo que desde nuestros prejuicios pensábamos, cuando no es maniobra artera de pocos, es creencia religiosa de muchos.

La angustia frente al no saber requiere un trabajo psíquico considerable. Si un manipulador -de la política, de las redes o de los medios- ofrece un saber vicario, una prótesis que pretenda cegar ese pozo ominoso de la incertidumbre, encontrará legiones de personas dispuestas a creerle. 

Solo que nuestra frágil especie, junto a la credulidad y las certezas absurdas, posee también su antídoto, el pensamiento crítico, eso que Hanna Arendt llamaba el “pensar por uno mismo”. Aun cuando eso implique sostener preguntas sin respuesta. Aun cuando no nos oriente demasiado en la época distópica que vivimos, en estos tiempos del coronavirus que han configurado una realidad nueva que, hasta pocos meses atrás, hubiéramos descartado por inverosímil.