El gran fabulador
Sea en el teatro de revistas o en la industria editorial, las polémicas reditúan. Esta vez fue suscitada por la publicación de El crepúsculo de un ídolo. La fabulación freudiana, de Michel Onfray, filósofo mediático francés. La respuesta a la provocación no se hizo esperar y, como años atrás, fue Elisabeth Roudinesco, eminente historiadora del psicoanálisis, la encargada de responder.
El nuevo cruce de diatribas, enésimo capítulo de las freudian wars, tiene por blanco al fundador del psicoanálisis, en un ruidoso debate tan poco conceptual -aunque bastante menos divertido- como los que suelen protagonizar las vedettes o los políticos en campaña.
Una cuestión de tamaño
Mientras que el libro de Onfray tiene más de 504 páginas de 15 x 24 cm, en letra bien apretada, el de Roudinesco consta de apenas 128 páginas de 13,5 x 20 cm, en un tamaño de fuente más generoso. Si fueran boxeadores pesándose antes de una contienda, la escena mostraría algo así como un peso pluma envalentonándose contra un medio pesado.
Semejante desproporción entre los contendientes se evidencia también en la factura editorial de cada uno de los libros: una editora mainstream con filiales en numerosos países, en medio de una estridente campaña promocional para el de Onfray; una mínuscula editorial casi artesanal para el de Roudinesco. Dado que el libro de Onfray se propone como una cruzada minoritaria contra una suerte de conspiración freudiana todopoderosa (que incluye hasta el haberse apropiado de la fortuna de Marilyn Monroe entre otras cosas), llaman la atención los escasos recursos de los defensores del psicoanálisis frente a la solvencia de sus detractores.
Al avanzar en el el terreno de las ideas, sin embargo, la proporcionalidad se invierte en la contundencia de los fundamentos pues responde golpe por golpe desnudando sus inconsistencias.
Onfray ha organizado su libro en cinco partes donde desgrana sus tesis, a saber: que el psicoanálisis es una filosofía (1), que más que ciencia es una autobiografía literaria (2), y un revoltijo existencial (3) que participaría del pensamiento mágico (4) y representaría en última instancia un pensamiento conservador (5).
Como a pesar de semejante cúmulo de defectos, Onfray ha de dar respuesta al hecho de que el psicoanálisis ha gozado del “éxito” (el término es suyo) de un siglo a esta parte, expone las razones de una vigencia con la que claramente le gustaría acabar. Éstas serían, por un lado, que fue Freud quien hizo que el sexo entrara al pensamiento occidental. Por otro lado, en su visión conspirativa donde en vez de practicantes del psicoanálisis Onfray ve templarios, en vez de congresos psicoanalíticos conciliábulos dignos de los sabios de Sión y en vez de publicaciones científicas planes encriptados para conquistar el mundo, Onfray dice que Freud se rodeó de un ejército de leales discípulos, suerte de guardianes de la revolución freudiana, organizados a la manera de una iglesia, y que así garantizó con eficacia el ejercicio de un inicuo poder sobre las mentes. Otra razón sería la de haberse propuesto como una Weltanschaüung (concepción del universo), una religión en una época posterior a la religión, que además se adecuaría muy bien al nihilismo de su tiempo. Además, apalancándose en el freudo-marxismo, se habría procurado un aura libertaria en un mundo cansado de sí mismo.
Mas estas razones –donde brilla por su ausencia la eficacia clínica del dispositivo freudiano y su potencial heurístico en el mundo de la cultura- encubrirían mentiras fundamentales pues Freud sería en verdad un obseso sexual, masturbador compulsivo, marido adúltero y padre incestuoso, admirador del nazi-fascismo, ladrón, cocainómano y falsario intelectual, acusaciones todas con las que Onfray, para regodeo de los espectadores más voyeuristas, intentará salpicar al ringside con algo de sangre y de semen y, de paso, balancear hacia su lado el mapa de las transferencias.
El libro termina con una bibliografía temática que, más que dar razón de las fuentes en las que basa su catilinaria –endebles, inexistentes o malinterpretadas-, se convierte en una guía para los lectores acerca de qué les conviene leer pero también de qué lecturas es mejor abstenerse. Tal metodología acerca a Onfray, más que a la imagen de saludable iconoclasta en la que gustaría reflejarse, a la del policíaco autor de un nuevo Index en el que –aún cuando resulte tentadora la idea- jamás incluiríamos su obra.
Sexo, mentiras y dinero
La respuesta de Roudinesco se ocupa de resituar los argumentos de Onfray en una perspectiva histórica –heredero de una corriente de detractores de Freud tan adulada por los medios como despreciada por la academia , mimetizado con la derecha francesa tan antisemita como antianalítica, devoto de un paganismo solar, hedonista y delirante- y de desnudar algunas de sus muchas inconsistencias. Lo hace apelando a su fluido manejo de fuentes y traducciones, al debate crítico, a la tarea de quienes han cuestionado epistemológicamente al psicoanálisis con seriedad, lo que echa de menos en la manera en que Onfray se ha hecho eco de fabulaciones varias, no precisamente de la freudiana.
Entre ellas, ocupa un lugar central la relación que Freud habría mantenido durante cuarenta años con Minna, la hermana de su mujer, ante los ojos de ésta. Incluso llega a afirmar que la habría dejado embarazada y obligado a abortar a la inverosímil edad de cincuenta y ocho años. Husmeando en alcobas y datos de dudoso origen, Onfray se apoya en un anecdotario de vaudeville para interpelar la validez de la teoría freudiana.
Otro punto que Roudinesco refuta a Onfray es el supuesto carácter filonazi y admirador de Mussolini de Freud, revisando la anécdota que diera origen al rumor del que se hace eco Onfray, sólo sostenible dejando de lado, por ejemplo la quema de sus libros por los nazis y el envío a las cámaras de gas de cuatro hermanas.
En un debate donde no sólo se manipulan palabras y silencios sino también cifras, a la hora de mezclar argumentos, Onfray apela también a fabulaciones aritméticas que hacen su camino con la celeridad del rumor, y que Roudinesco rebate con datos. Pero en la confusión nada termina de quedar claro y tanto el aventurado equivalente de 450 euros que habría cobrado Freud por una sesión como las diferencias entre la cantidad de gente que se beneficiaría del análisis (unos cuantos miles contra algunos millones) dejan al lector –tanto de los libros como de sus múltiples ecos en la red- ante un panorama incierto donde la infamia teñida de amarillo siempre lleva las de ganar.
El psicoanalista salvaje
Tras el disfraz de una pretendida psicobiografía nietzscheana de Freud, lo que en verdad hace Onfray es una parodia de psicoanálisis aplicado a su figura, arriesgando interpretaciones por doquier, sin contrastarlas con fuentes serias –violentando así la historiografía- y mucho menos con la palabra del objeto de sus especulaciones- violentando así la regla princeps del análisis- cayendo sin rubor en lo que Freud consideraría un psicoanálisis salvaje.
Onfray intenta una reapropiación filosófica del psicoanálisis para luego cuestionarlo como religión. Así, su libro no termina de ser la refutación clínica del psicoanálisis, sino una discusión pseudofilosófica ad hominem para invalidar su descubrimiento. Algo tan irrisorio como hurgar en la vida erótica de Jonas Salk para invalidar la vacuna antipoliomielítica o en los antecedentes escolares de Einstein para denunciar la teoría de la relatividad como secuela de un trauma juvenil.
Lector apresurado de Freud y carente tanto de formación analítica como de experiencia clínica, Onfray no se ruboriza al escribir que el Edipo sería la trasposición a la humanidad de una singular enfermedad padecida tan sólo por el fundador del psicoanálisis; o al hacer de la técnica de la atención flotante una racionalización por parte de Freud de su tendencia a quedarse dormido durante las sesiones.
Más allá de su indisimulable afán de irritar, ese tipo de aseveraciones muestra que Onfray jamás, ni por accidente, se recostó en diván alguno. Tal práctica –que sin dudas el filósofo consideraría una especie de reeducación estalinista de las buenas conciencias- diferencia a los psicoanalistas de sus detractores, en la medida que conocen primero en carne propia aquello de lo que hablan o que prescriben a otros.
Libre entonces de las constricciones metodológicas tanto del historiador como del psicoanalista, lo cual podría haber derivado en un debate razonable y necesario, sea sobre la vida de un Freud más allá de la hagiografía o sobre los puntos debatibles del psicoanálisis como práctica, Onfray efectúa un cuidadoso trabajo de edición: selecciona, tergiversa, descontextualiza hechos, ilumina u oscurece escenas para dar con el tono adecuado y probar sus presupuestos antojadizos, que no serían sino –Roudinesco dixit- la proyección de sus propios fantasmas.
Pero quizás también Roudinesco avance un paso más de lo necesario en su posición al interpretar de algún modo, ella misma también, a Onfray y a otros detractores de su calaña. Es el odio el significante elegido para hacerlo, y la historiadora parece adjudicarlo a la manera en que el psicoanálisis ha tocado los asuntos del sexo y de la muerte, de la anormalidad y la familia. Paso inncesario y quizás salvaje también al poner a Onfray en el terreno de las pasiones cuando quizás éste escriba tan sólo desde el impasible cálculo. Interpretación salvaje también porque las razones íntimas de sus fabulaciones se harían notorias tan sólo escuchando la palabra honesta de Onfray, echada a andar en el dispositivo analítico, donde se confrontaría con su propia falsedad. Cosa tan improbable como pretender que de este libro se desprenda algún debate serio.
La saga antifreudiana
Si antes, años atrás, era la publicación del llamado “Libro Negro del Psicoanálisis” (¿alguien lo recuerda?) la ocasión para una disputa más mediática que conceptual, plagada de artificios retóricos, banalizaciones y maniqueísmos, el libro de Onfray podría verse como una precuela del mismo. Nada permite aventurar que los detractores detengan su camino así que imaginemos pronto la aparición de secuelas previsibles que revelarían, por ejemplo, que si a Lacan no se le entendía su críptico discurso era porque sus seminarios, escuchados de atrás para adelante, contendrían mensajes satánicos; o que Melanie Klein fue una pésima madre y por eso su hija se enroló entre sus adversarios doctrinarios. “Descubrimientos” que, en caso de confirmarse tendrían tanto valor epistémico como saber si Freud se acostó o no con su cuñada.
La aparición de los libros de Onfray y Roudinesco en español nos deja la sensación de haber sido invitados a participar como espectadores de segunda mano en una polémica francesa, ya anacrónica antes de comenzar. Pero como decían los Rolling Stones bad publicity is still publicity, y Onfray y sus editores calculan los jugosos dividendos que la polémica le redituará, seguramente mayores que los honorarios de aquellos a quienes calumnia.
Quizás la mejor respuesta a la provocación de Onfray no provenga del libros como el de Roudinesco, ni de la indiferencia con que los psicoanalistas -inhibidos por razones obvias de mostrar públicamente los relatos de su clínica- lo han acogido. Quizás la mejor respuesta a las invectivas antifreudianas sea un hecho artístico que acompañara silenciosamente la publicación de los libros que comentamos. El retorno de lo reprimido es el freudiano nombre de la muestra que en Bs. As. la Fundación Proa dedica a la obra de Louise Bourgeois. Allí la artista ha sabido mostrar, a la par que las perturbadoras figuraciones de sus fantasmas inconcientes, buena parte de lo que se echa de menos en Onfray sobre la invención freudiana: la marca de verdad de sus descubrimientos por un lado. Por otro, la manera en que la experiencia de analizarse durante muchos años luego de la muerte de su padre, le salvara la vida y potenciara su lucidez artística.
Ese testimonio, uno de tantos posibles, desmiente en su fértil singularidad –como cada uno de los análisis que se realiza mientras estallan los fuegos de artificio de controversias como ésta- el desierto que Onfray anticipa al imaginar un mundo feliz sin psicoanalistas, iluminado por nuevos psicofármacos, terapéuticas conductuales y un agotador sermoneo pseudofilosófico.