Con la navaja del padre. Adolescencia y cuestión del padre
Publicado en la Revista Uruguaya de Psicoanálisis
“Con la navaja del Padre”. Adolescencia y cuestión del padre.
Mariano Horenstein
Pandora: – Y cree que esa suerte de la que presume durará siempre?
Corto Maltés: – Naturalmente, querida… Cuando era niño me di cuenta de que me faltaba en la mano la línea de la fortuna. Entonces cogí la navaja de afeitar de mi padre, y ¡zas!… me hice una a mi gusto.
Hugo Pratt- “La Balada del Mar Salado”
La adolescencia, el padre y el lugar del analista.
En las formulaciones freudianas sobre el Edipo y la Castración, se sitúa como acmé del mismo a la edad de cinco años. A partir de ahí, asistimos a su sepultamiento, sabiendo que las cartas están ya echadas en cuanto a la estructuración subjetiva se refiere, a la elección de tipo clínico, a la fundación del superyó como su heredero y al posicionamiento del sujeto frente a la castración, entre otras vicisitudes no menos importantes. Desde ese momento, la latencia copa la escena, cubriendo con un manto de experiencias de socialización represiva a la desbordante sexualidad infantil. Freud plantea que en la pubertad (concepto más afín a su vocabulario que el de adolescencia), se produce un reverdecer de lo sepultado. Se reaviva el pulsionar sexual, abriéndose el legado testamentario oculto, y allí se juega una segunda oportunidad en la estructuración psíquica del individuo. Así, la adolescencia es, de alguna manera, “el momento en que se habrá de decidir el futuro del sujeto” (Mannoni).
Allí, en el terreno adolescente, que entre nosotros cobra una extensión temporal inédita en otras culturas, aparecerán los temas clásicos del análisis con todo su fervor y pasión: el falo, la castración, la angustia, síntomas e inhibiciones de todo tipo, idealizaciones y caídas estrepitosas, duelos y fantasmas, la erogeneidad reencontrada que convierte al cuerpo en un planeta de estímulos alrededor del cual sateliza la vida mental de un individuo. Este período,que no se lleva bien con estándares de ningún tipo, presenta dificultades técnicas de todo calibre para su abordaje, que jaquean la habilidad del analista en cada encuentro, y son sólo comparables a la multiplicidad de sus posibilidades fundantes, y a su formidable potencial en cuanto a la eficacia terapéutica del análisis se refiere. Intentaré realizar algunas puntualizaciones en torno a este momento fecundo en la estructuración subjetiva, realizando un recorte en torno al eje del padre.
“Vos no me tenés” le dijo un día el padre a un paciente que me consultó… luego de un episodio alucinatorio que provocó la angustia de la madre. La singular manera de hacerse presente del padre, fue producto de una actitud demandante al extremo de su hijo adolescente para obtener asilo en él, hacerse un lugar. Con los escasos recursos que le brinda, el paciente no podía hacer más que reclamar hasta el hartazgo, con preguntas insistentes y zonzas, algún tipo de reconocimiento. El padre, por la torpe vía de la negación, demuestra justamente lo contrario, que su hijo lo tiene, pero de una manera resbaladiza. Así, ante un campamento estudiantil, experiencia socializante siempre traumática en su caso, padece alucinaciones visuales con fuertes contenidos sexuales –más vinculadas a una situación histérica que psicótica. Y busca un analista. El paciente toma los rasgos más degradados del padre para identificarse, aquellos que se vuelven contra él mismo en forma de burla cruel e intolerante, y habla de sí en la consulta como imagina que su padre lo haría. Pero aún eso, tomar lo peor del padre, es mejor que encontrarse inerme frente a la madre.
En un momento de su vida donde precisa con desesperación de un fuerte muelle donde amarrar para poder separarse del canto de sirenas del deseo materno, siempre cautivante, siermpre mortífero, no halla quien le provea cera para taparse los oídos, no halla quien lo amarre al mástil para evitar encallar. Una madre algo advertida propicia entonces la consulta. ¿Qué lugar espera al analista? ¿Un padre sustituto, que vía una experiencia emocional correctiva emparche la vacancia de un padre eficaz agente de su función? ¿Una marioneta complaciente del designio materno? ¿O alguien que, a través de la encarnadura transferencial paterna, propicie que el sujeto, con los vestigios significantes del padre siempre algo desfalleciente, fabrique su propio corte?
La experiencia en análisis con adolescentes enseña que los mismos pacientes están de alguna manera “en busca del padre padre perdido”, o sus madres, no tan enseñoreadas en la posición letal de hacer de su hijo un objeto, registran incluso con cierta culpa una ligazón demasiado peligrosa, que se hace evidente en una época de la vida de sus hijos donde la salida a la exogamia, si está dificultada, comienza a hacer ostensibles ciertos síntomas que durante la latencia no tenían evidencia clínica alguna. En estos casos, la misma madre que obstaculizó por su propia neurosis la potencialidad separadora del padre, se convierte en el sostén de un tratamiento que padres debilitados, cuando no pueden propiciar, cuestionan por recordarles por su sola existencia, la propia insuficiencia. Cabe pensar si un tratamiento deseado por la madre, si el analista puede operar para que ese espacio analítico sea registrado por su paciente como rigurosamente propio, no deviene, por vía del reconocimiento de su propia falta, la apertura a una instancia tercera que haga caer la completud fálica lograda a costa de la existencia del hijo. Masotta decía –y sirve como definición operacional, simple y certera- al respecto de la pregunta “¿qué es un padre? …un padre es esa diferencia introducida por un deseo de madre que no se agota en un deseo de hijo”(Masotta, 1976). Si este deseo está debilitado en relación al genitor, cualquier ocasión que demuestre la insatisfacción estructural de la madre, y la vehiculización de su deseo hacia otro lugar –y por qué no el análisis de su hijo- podría ser la oportunidad para éste de desplegar su conflictiva en un espacio tercero, posibilitador del cuestionamiento de sus identificaciones, propiciador de un nuevo y renovado encuentro con la castración. Nos recuerda Dor, hablando de la no soldadura entre la función paterna y el padre genitor, que otro bien puede cumplir con el papel simbólico imprescindible: ”basta que un tercero, mediador del deseo de la madre y el niño (bien podemos decir acá adolescente), haga de argumento a esta función, para que su incidencia legalizadora y estructurante se signifique” (Dor).
¿Con qué opera un analista convocado a ese lugar tercero? Con su instrumento de escucha que saca filo a las palabras gastadas o vaciadas de su sentido fundador, pronunciadas demasiado bajo como para ser escuchadas o quizás demasiado ambiguamente como para ser aceptadas, por padres que muchas veces “no cortan ni pinchan” lo suficiente. Se trata de restaurar el filo perdido de la navaja del padre, mentada en el epígrafe que inaugura estas líneas.
Los adolescentes que llegan a consultarnos saben de alguna manera que no hay línea de la fortuna –y por ende futuro- dibujada en sus manos, y aceptan el encuentro analítico como una posibilidad de escribir su porvenir de alguna forma. El encuentro con un analista no será entonces la cita con un oráculo que va a leerles la ventura, ni con un tecnócrata pago por los padres para sofocar algún síntoma perturbador de la homeostasis familiar, sino en todo caso con un escudero que les ayudará a forjarse un proyecto, primero en su deseo, para que puedan salir a la conquista impenitente de él en la realidad.
Si la primera infancia se estudia habitualmente alrededor de la madre y su deseo, sus posibilidades de maternizar y humanizar, de holding (Winnicott), de revêrie (Bion), y el padre aparece fundamentalmente como quien mediatiza, a través de la función simbólica que introduce, un deseo materno caníbal por definición[1], y lo hace en la medida que se trasunta en el discurso de la madre sobre todo, es en la adolescencia donde el padre retoma un lugar central –no obstante presente desde el inicio-, se complejiza, renueva sus atributos, facetándose en su triple investidura imaginaria, simbólica y real. De la manera en que se produzca el encuentro con ese padre tridimensional dependerá la segunda chance otorgada al sujeto aún en vías de estructuración.
Hoy en día nos encontramos con una suerte de “clínica de la desorientación subjetiva”, donde los adolescentes, sensibles como nadie a las variaciones significantes que operan en el campo social (por ejemplo en la moda), ven seriamente comprometidas sus posibilidades. En medio de un panorama desprovisto de balizas, las dificultades que se plantean en relación al lugar del padre no son un ingrediente menor.
Complejo del padre.
¿De qué manera interviene el padre en el complejo proceso de estructuración del sujeto humano, el Edipo y su hueso, la Castración? No de una vez y para siempre, sino de maneras diversas, a través de investiduras diferentes que harán que encarne sucesiva o simultáneamente ropajes imaginarios, atributos simbólicos, desnudez real. Pensar a este complejo como la sucesión lógica de diferentes momentos, tal cual lo sugiere Lacan, nos previene de tomarlo solamente como un drama que tiene su acmé alrededor de los cinco años y su reverdecer en la pubertad, jalonado por la evolución lineal de las etapas del desarrollo psicosexual, para incluirlo, sin negar estos momentos privilegiados en su dialéctica, como momentos inherentes a una encrucijada estructural, que como tal atraviesa todo el proceso de subjetivación, comenzando aún antes del nacimiento físico[2] del niño, con el lugar que le es destinado en el deseo de los padres. La actualización transferencial en un análisis de este complejo suceder de momentos lógicamente estructurados, se convierte en un escenario privilegiado para su estudio.
Seré deliberadamente sintético, en función de la amplitud con que se ha desarrollado el tema de la cuestión del padre[3], “que está en el centro de la cuestión del Edipo” y aporta la clave de su drama (Lacan, 1956-57, 1957-58).
Momento I: relación fusional madre-hijo. El hijo es el falo de la madre.
Momento II: padre terrible prohíbe el incesto a doble vía. Aparece como privador de la madre, en un doble sentido: priva al niño del objeto de su deseo y priva a la madre del objeto fálico, apareciendo así ante el niño como su ley, y permitiendo la identificación con el padre.
Momento III: padre aparece sujetado él mismo a la ley, permisivo y donador. No es el falo, sino que lo tiene. Reinstaura la instancia del falo como objeto deseado por la madre, y no como objeto del cual puede privarla como padre omnipotente
El acontecer así esquematizado, tiene por centro de gravitación a la cuestión del padre y la atribución fálica. El padre aparecerá de tres maneras diferentes, en función de los atributos con que se lo invista:
Padre real: es el padre genitor, aquel que inseminó a la madre y como tal permanece ajeno e imposible de aprehender salvo bajo las figuras del padre imaginario.
Padre imaginario: es el padre terrible, el protopadre de la horda primitiva del mito construido por Freud, dueño de todas las mujeres, segregador de todos los hijos, generador de violentas ambivalencias. Es desde esta encarnadura donde debe aparecer en algún momento en la dialéctica del Edipo y la Castración, separando a la madre de un hijo que ya no será una parte de sí misma que la complete, y a éste de ella, a quien le será vedado un acoplamiento incestuoso que, más allá de la circunstancia imaginaria de un acoplamiento sexual con la madre, se refiere sobre todo a la ilusión de un encastre sin fisuras donde, a través de él mismo, la madre se completa. Este modo de aparición del padre -necesario aunque provisional, pues en su alarde mutilador denuncia la mascarada que encubre su propia sujeción a la Ley-, propicia la rivalidad tan necesaria en el niño, en el adolescente luego, para competir fálicamente con el padre, y así arribar a algún buen puerto de virilidad naciente. De esta lucha desigual, surge el anhelo de matar al padre, que –realizado en el bello mito freudiano de Tótem y Tabú (Freud, 1913) hará de los vestigios de su cadáver el soporte de ahora en más honrado de la Ley, del Derecho, de la Norma que sujeta y subjetiva a la vez, dando lugar a la tercera investidura, la del padre simbólico.
Es éste el padre que invoca Franz Kafka en su conocida Carta, “Compréndeme, padre, te lo suplico; en el fondo se trataba de detalles completamente insignificantes, pero a mí me resultaban deprimentes por la única razón de que tú mismo, el hombre tan tremendamente decisivo para mí, no observases los mandamientos que me imponías” (Kafka). Este padre debe morir, debe ser asesinado, y si no corre ese destino, entonces el del sujeto se verá comprometido, tanto como en el caso que de una debilidad malsana en el ejercicio de su función lo privara de la máscara de su terrible omnipotencia. Es de esta manera imaginaria, padre odiado, idealizado, amado, admirado, con que habitualmente nos encontramos con el padre en los análisis de nuestros pacientes. En el mismo texto, Kafka se encuentra con la culpa vinculada al asesinato del padre, que deja espacio a un sentimiento más pacífico luego: “…el sentimiento exclusivo de culpabilidad del niño ha sido reemplazado ya en parte por la noción de nuestro común desamparo” (ídem.). “Común desamparo” en el que resuena la vieja descripción freudiana del final de un análisis, aquella que trocaba miseria neurótica por infortunio corriente.
Padre simbólico: es el padre ya muerto, producto de la furia asesina inconciente de un niño o un joven que sin saberlo, ancla aquí su obediencia retroactiva a la Ley de prohibición del incesto, dándose, a través de la ficción del asesinato del padre, posibilidad de una salida exogámica a la confusión de los vahos incestuosos, que lo embriagan casi tanto como el odio criminal a la imagen terrible de un padre todopoderoso. El hombre que encarna al padre se permite aquí reconocerse como sujetado a la Ley, la misma que pretendió imponer con saña a su compañera y a su fruto. No adviene a este lugar quien no haya podido ocupar imaginariamente aquel otro.
Si despojamos al padre de la pregnancia imaginaria del personaje-padre, cobra preeminencia la función paterna que eventualmente encarna. En la medida que tal función es una función simbólica, podemos analizarla dentro de la estructura que nos acerca Claude Lévi-Strauss para pensar laeficacia simbólica operante, por ejemplo, en la magia (Lévi-Strauss). El autor plantea que no hay razones para dudar de la eficacia de ciertas prácticas mágicas, que tienen efectos reales, si se cumplen ciertas condiciones entre los elementos que operan en un campo, delimitado por el hechicero, el hechizado y el contexto socio-cultural donde el sortilegio tiene lugar. A saber:
- Que el hechicero crea en su poder
- Que el hechizado crea en el poder del hechicero
- Que el contexto (comunidad, tribu), avale y legitime la práctica realizada entre los anteriores.
La dinámica que se juega en los momentos del Edipo tal como lo puntuamos más arriba, hace depender la eficacia de la función paterna de la manera en que algo –el falo en el que se deposita la creencia acerca de su identificación/posesión- puede circular dentro de una estructura similar:
- El padre debe dar muestras de que posee algo que en realidad no posee, operando como interdictor frente a la pareja madre-hijo, omnipotente en un primer momento, sujetado él mismo a la ley luego.
- La pareja madre-hijo, aunque fundamentalmente la madre, debe aceptar esta cierta impostura del padre, haciendo caso a su ley.
- El contexto socio-cultural debe avalar la autoridad y el poder del padre frente a la dupla madre-hijo, legitimando esa operación de separación.
Sólo así podríamos pensar, completando el esquema anterior, una operación eficaz que instaure una prohibición fundante (a través de la ley fundamental, que constituye a la peculiar naturaleza humana, aquella que prohíbe el incesto) del psiquismo del hijo.
En cualquiera de los tres vértices de esta estructura residen amenazas al proceso, sea cuando entran en juego las dificultades personales de un hombre para encarnar el lugar de un padre; las de la célula narcisista madre-hijo para aceptar un corte; o las del contexto social que no auspicia esa operatoria que tiene lugar en el seno de las familias.
Cuando un padre no logra sostenerse en su lugar -como contaba un paciente a quien se le iba la vida ocultando y reparando el lado oscuro del padre- “el peón termina sacrificándose por la reina”. Ilustraba así cómo el adolescente queda ubicado en un lugar sacrificial ante el altar materno en la medida que su padre, Abraham renovado, no puede simbolizar el pacto con la Ley.
Cuando la resistencia a ubicar el falo en un lugar paterno anida en la coalescencia narcisista madre-hijo, nos encontramos con situaciones como las que desnuda otro paciente con claridad, mientras convalecía enfermo con SIDA y hablaba de su padre con palabras calcadas del discurso materno.
– Con mi papá nunca tuve relaciones … De hablar, nada. Se desespera, nosabe qué no darme…Incluso en lo sexual somos iguales, a mi mamá le gusta tener relaciones sexuales cada tres meses, …todavía tienen -aclara. Nosotros tenemos una relación… –dice creando intriga, la cara gozosa- de madre e hijo.
– Pero son madre e hijo– intervengo.
– …Más que madre e hijo. Duermo con mi mamá cuando estoy en su casa, mi papá en el piso, en la otra pieza… (…) … Somos una familia muy sana de mente.
En el lenguaje quizás algo burdo de la perversión, aparece el incesto apenas disimulado y la función paterna fallida, aquella figurada en el saber no qué dar sino qué no dar, qué hacer faltar.
El adolescente revisita los momentos estructurantes del Edipo y la Castración, y en este pasaje se juega la oportunidad de cambiar el desenlace anunciado. El nachträglich (a posteriori) freudiano posibilita que el devenir incida sobre el pasado, que una historia infantil perdida pueda reconstituirse a partir del presente adolescente. Allí, el joven deberá nuevamente ser el padre, matar al padre y salvar al padre.
- Ser el padre.
De alguna manera, podría entenderse la adolescencia como un problema de identificaciones (Mannoni[4]), donde la identificación primaria, con toda su oscuridad, es con el padre de la historia primordial (Freud, 1923) tomado como ideal.
El adolescente, viviendo un proceso de muda de identificaciones, donde la aparición de modelos de distinto tenor cobra relevancia, retoma también el anhelo histórico de ser el padre, donde el amor se confunde con el deseo de eliminarlo. Deseo de consumación imposible a partir del asesinato mítico, deja como alternativa tomar sus emblemas para construir el ideal del yo. Cualquier rasgo identificatorio tomado del padre, presentifica esta dinámica, marcada tanto por el deseo de ser (el padre identificado con el falo) como por la imposibilidad de serlo. Así, podrá aspirar a tener el falo reconocido en el padre, con la condición de asumir que nadie lo tiene en realidad sino bajo la sombra de su pérdida.
- Matar al padre.
“Había perdido a mi padre, pero al mismo tiempo lo había encontrado”
Paul Auster.
Compañero inseparable del deseo citado anteriormente, es el de matar al padre a quien se desea igualar. La consumación del deseo instaura al padre muerto, garante del orden simbólico, y genera una deuda en el hijo con el orden humano que lo hizo sujeto. El hijo como deudor del padre –y a través de éste con el orden simbólico-, se constituye en raíz de toda una serie de síntomas e inhibiciones neuróticas, como los que aquejan al Hombre de las Ratas, que se agota en el pago de una deuda impagable, reviviendo eternamente la muerte anhelada de un padre ya muerto (Freud, 1909, Masotta, 1973).
Pero también el hijo como acreedor del padre, quien le debe un límite. “El sujeto viviente que se dirige al padre le pide (…) lo que el padre está en posición legal de darle: el límite” (Legendre, p.146). El hijo, en esta doble situación de deudor/acreedor, paga, y “este precio pagado es una renuncia a la omnipotencia de lo absoluto (…): es la marca de padre” (íd.,p.148).
- Salvar al padre.
“El que está decidido a trabajar, da a luz a su propio padre”
Paul Auster.
Con penetración digna de poetas y narradores, que nos aventajan siempre en la aprehensión de los meandros del alma humana, como lo reconociera siempre Freud con honestidad, Paul Auster, quien comienzaefectivamente su carrera de novelista luego de la muerte de su padre, momento en el que también él mismo se convierte en padre (Auster[5], 1997, de Cortanze[6]), echa luz sobre el tradicional cuento Pinocho, escrito por Collodi aunque luego popularizado por Disney, llevando nuestra atención a un particular “olvido” de la segunda versión, la más difundida. Allí, encontramos lo que podríamos pensar como un verdadero acto fallido: luego que Pinocho encuentra a su padre, Gepetto, en el vientre de la ballena (tiburón en la versión original), ambos salen prendiendo una fogata que hará estornudar al animal y expulsarlos. En la primera versión, Gepetto, que no sabe nadar, es salvado por Pinocho, quien lo anima a salir a horcajadas de él mismo, en una oportunidad en que el tiburón abre su mandíbula[7]. Nos cuenta Auster: “En la versión de Disney (…) se elimina el episodio fundamental de la historia: Pinocho nadando bajo el peso de Gepetto, abriéndose camino en la noche azul oscura. (…) El padre a hombros de su hijo, una imagen que evoca con tanta claridad a Eneas cargando a Anquises a su espalda entre las ruinas de Troya[8]…”
A menudo tendemos a pensar la intervención del padre en el complejo nuclear de las neurosis como una operación propulsada por él mismo en su afán separador de la díada narcisista madre-hijo; matizando y superando esta fórmula, aceptamos que es en el discurso de la madre donde el padre encuentra un lugar, que es un lugar significante, inhallable si la madre no ha entablado previamente una relación con la castración tal que le permita reconocer la ley del otro. Es la estructura lo que cuenta -más que los personajes que ejecutan su papel escrito siempre en el libreto del Otro- pero menos transitado que el escorzo donde el padre es quien interviene, o el que postula a la madre como vehiculizando su palabra, es en cambio el punto de vista que adjudica al propio hijo el rol de ejecutor de su propio corte, con las armas que un padre (o por qué no, un análisis que haga de sostén a su función) le puede acercar. Advertido del horror producido por un vínculo fusional con una madre devoradora, quien más allá de sus buenas intenciones avanza imparable sobre un padre demasiado ligado a su propia situación incestuosa como para ejercer como agente eficaz de la Ley, sólo queda al hijo la tarea de completar una separación fallida. Esto lo hace con los instrumentos del padre, a través de identificaciones con los emblemas del padre, que lo sostienen en este nuevo nacimiento, pero que fundamentalmente sostienen al padre en su lugar. Es con la navaja del padre que el hijo marca su carne, completando una operación fallida[9]. “El hijo salva al padre. Pero esto hay que imaginarlo desde la perspectiva de un niño pequeño y también desde la perspectiva de un padre que alguna vez fue un niño pequeño y un hijo. Puer aeternus. El padre salva al hijo” (Auster, 1998). El padre salva al hijo en la medida que es salvado a su vez por éste. El niño inventa así aquello de lo que “carece”, efectuando una suplencia de la vacancia del padre en el momento en que más lo necesita. Esta operación encuentra un escenario privilegiado en la adolescencia, cuando las nuevas posibilidades identificatorias que se le abren a un joven, el encuentro con el objeto exogámico, la apertura a vínculos productivos con el estudio y el trabajo, en turbador conjunto, revisitan el momento histórico en el cual un hijo salvó a un padre, salvándose él mismo en esa operación. A través de este proceso, deviene sujeto humano, Pinocho deja de ser muñeco de madera, manipulado directamente por el deseo del Otro, y pasa a ser un niño-joven, de carne y hueso, sometido entonces a la muerte (castración mediante) pero a la vez a la vida y su eterno (des)encuentro con el deseo.
Al adolescente le compete una doble tarea, la de matar y a la vez salvar al padre. Hercúlea tarea, deponer y a la vez sostener una instancia paterna –y por tanto legalizadora, normatizadora- amenazada desde múltiples frentes. Debe retomar para sí la epopeya íntegra de la horda primitiva asesina y a la vez santificadora. Si fracasa en el sostén que supla las falencias siempre presentes del padre, carecerá de los atributos identificatorios y del anclaje mínimo imprescindible para construirse un destino por fuera de la madre. Si falla en el asesinato inconciente del padre, el joven se verá conducido a una no-existencia.
Padre e institucionalidad.
“Átame fuertemente, padre, para que no rehúya el cuchillo…” (Isaac le dijo a Abraham, Sepher Hayashar p. 80, cit. en Graves y Patai)
Más allá de las dificultades psicopatológicas de cada constelación subjetiva particular, los adolescentes enfrentan su encuentro con la función paterna en un entorno comprometido. Desde diferentes ámbitos se ha advertido acerca de la degradación de la autoridad paterna en Occidente[10] en las últimas décadas, y de cómo el discurso social sostiene cada vez menos el ser- padre. Philippe Julien (Julien, 1991, 1993) describe tal hecho a través de un triple declinar:
- La caída de los derechos sobre el hijo.
El padre, que históricamente era tal sólo porque era el amo –y en tanto tal padre, como lo ejemplifica bien el proceso de adopción entre los romanos[11], ve constreñida su autoridad, que pasa a ser compartida con la madre, y anclada a ésta. Pater est quem nuptiae demonstrant, el padre es el que el matrimonio designa (Digesto, 2,4,5, cit. en Julien, 1993), o sea, se es padre –jurídicamente hablando- por ser el hombre de tal mujer. Por influencia de la Iglesia y del Estado, se produce un desplazamiento del poder del padre hacia la madre en el interior de las familias.
- El celo social que vela por los derechos del hijo.
El hincapié que se hace a partir de determinado momento histórico en los derechos del hijo, -con todo el avance que significan en un plano- producen una nueva degradación de la autoridad paterna, que será reducida básicamente a un cúmulo de tareas, funciones y deberes para con el hijo, por los cuales velará la sociedad a través de la tecnocracia de médicos, psicopedagogos, puericultores, mediatizando aún más la posición del padre frente a un hijo, y consolidando el privilegiado lugar de la madre.
- Las posibilidades, jurídicas y científicas, que avalan el derecho al hijo, por parte de la madre.
Una madre puede ahora acceder, jurídicamente y científicamente, con los progresos de la fertilización asistida, por sí sola a la procreación, lo cual fragiliza aún más el papel del padre.
Estas evidencias que marcan nuestra cultura, sumadas al hecho socio-económico que significó el ingreso de las mujeres al mercado laboral -donde cada vez es más frecuente ver madres que ingresan el mayor monto o aún el único dinero al hogar, con el significado que el mismo adquiere, ecuación simbólica falo=dinero mediante (Freud, 1917)-, contribuyen a minar la autoridad del padre, mellando el tercer vértice del que hablaba Lévi-Strauss, y así tornan más dificultosa su función de humanizar al hijo a través de la función simbólica que instaura una ligadura genealógica (Legendre).
El cuestionamiento que de por sí el adolescente efectúa de sus padres, caídas las idealizaciones propias de la novela familiar, encuentra así un terreno fertilizado en exceso en esta degradación de la paternidad, obligando a ejercitarse en un sobreesfuerzo para sostener lo que no se sostiene de otra manera: “… en una estructura social como la nuestra el padre es siempre en algún aspecto un padre discordante en relación con su función, un padre carente, un padre humillado (…) hay siempre una discordancia extremadamente neta entre lo que es percibido por el sujeto a nivel de lo real y esta función simbólica. En esa desviación reside ese algo que hace que el complejo de Edipo tenga su valor, de ningún modo normativizante, sino por lo general patógeno”(Lacan, 1953 p.156).
Una primera digresión: La institución del padre.
“¿Qué es un padre? … ¿Qué es un hijo? Nada es más incierto, a partir de la constitución humana, que esta noción de padre, …cuestión que ilustra, fundamentalmente, lo institucional puro” Pierre Legendre.
¿Cómo imaginarizar el tormento subjetivo que implica la inexistencia de un padre (pensado en términos de función mediatizadora y legal encarnada quizás en un hombre)? ¿Qué incidencias subjetivas, trastocadoras de toda referencia que ordene un camino a recorrer por un joven, pueden inferirse de tal desastre[12]? ¿A qué titánico desafío somete entonces a un aparato psíquico aún en gestación un padre ineficaz en su gestión?
Tomaremos como metáfora de tal encrucijada una realidad extra-clínica: lo que sucede en términos sociopolíticos en Argentina en estos momentos[13], a partir de un seguimiento de la figura que encarna el lugar paterno, en un estado, su líder[14].
Desde el advenimiento de la democracia en 1983, se asistió a la asunción jubilosa del mando por parte de Raúl Alfonsín, que prometía democracia como marco para comer, curar y educar. Encarnaba una esperanza legalizadora frente a la inescrupulosa dictadura que hizo desaparecer en una noche de ocho años cualquier armazón a la vez legal y legítimo que ampare el acontecer ciudadano. Un acto definió el inicio de su gobierno: el juzgamiento de las juntas militares responsables máximas del terrorismo de estado. Así, los padres-tiranos eran sometidos a la ley. Así, los hijos-hermanos-ciudadanos podíamos soñar con vidas particulares enriquecidas con límites claros y vivificantes. A poco caminar, se hizo insostenible políticamente tal epopeya (la de obligar a responder a la Ley a dictadores que identificaban la ley con ellos mismos), y sucesivas leyes o decretos (punto final, obediencia debida, e indultos concedidos en el futuro gobierno) convirtieron en una caricatura lo que intentó ser un acto fundacional. Empujado por el poder sombrío y omnipresente de “los mercados” y por su propia inoperancia, cayó el gobierno antes de término y asumió el sucesor presidencial, que ya había sido elegido en elecciones democráticas: Carlos Menem. Éste, político astuto y sagaz, gobernó el país durante diez años a la manera de un caudillo experto en el manejo del poder, pero inmune a cualquier instancia legalizadora que limite su poder. Copó todas las estructuras de control del Estado (desde los juzgados federales, auditorías generales y fiscales investigadores hasta la misma Corte Suprema de Justicia) con acólitos encubridores de la actividad de un verdadero padre de la horda odiado y admirado a la vez, para quien ningún freno valía[15]. En un entorno económico favorable, y con un amplio aval de la ciudadanía, pudo hacer prácticamente todo lo que se propuso, a su antojo, incumpliendo con su propia palabra y con numerosas normas jurídicas. Finalmente, luego de una década en el ejercicio del poder, donde se asentaba una continuidad democrática pero al precio de minar sus fundamentos, vaciando a la Ley de contenido, su gobierno dio paso a una Alianza triunfante encabezada por Fernando de la Rúa, que hizo del castigo de la corrupción menemista su bandera de campaña principal. Incapaz de propiciar una revaluación de la Democracia y la vigencia de la Ley, el ex – presidente, que no pudo siquiera avanzar en la limpieza prometida de un Estado viciado, cayó anticipadamente víctima de su propia impericia para el ejercicio del poder, aquello que un Padre debe poder hacer, en determinado momento, a riesgo de tener que abdicar de su función si fracasa en ello. La debacle entonces se precipitó, las débiles estructuras de un Estado corroído sistemáticamente en su legitimidad se pusieron en marcha para lograr una transición ordenada que fue imposible: cinco presidentes se alternaron en pocos días, desdibujándose cualquier idea posible de orden. Se agudizó entonces un proceso de violación sistemática y explícita de la Ley, por parte de quienes debían defenderla (hasta ese momento, las violencias contra la legislación eran subrepticias y negadas por sus perpetradores). Se confiscaron los depósitos de los ahorristas –a pesar de que regía una “ley” de intangibilidad de los depósitos, se vulneraron las garantías estatales de los mismos, se devaluaron acreencias de actores privados con arbitrariedad, se modificaron abusivamente cláusulas de contratos entre partes, públicos o privados, se incumplió con los compromisos asumidos externa e internamente…
En una suerte de viñeta “clínica” amplificada, diferentes figuras de padre se suceden: tiranos y caudillos en relación perversa con una ley que no los toca, padres débiles incapaces de sostenerse fálicamente en el poder, padres-hermanos, padres deteriorados… Se llega así a una situación de verdadero marasmo, donde ni hay ley, ni hay garantes de ella -no hay padre que la sostenga. Esto provoca el caos en diferentes niveles, de manera evidente en los niveles político y económico; pero de forma no por capilar menos grave, en las relaciones entre ciudadanos y al interior de cada sujeto en particular. No hay orden, no hay palabra que se respete, no hay convenio que se cumpla. La violación del contrato social derrama su ácido abrasivo sobre todas las relaciones humanas. Para peor, tampoco surgen líderes capaces de restaurar la vigencia y credibilidad en las instituciones, y reaparecen temores ante las tentaciones autoritarias. Los políticos –casi sin excepción- gozan de un nivel de desprestigio inédito en la historia, y esto nos priva de padre, si se permite la extrapolación. Y sin padre, sólo queda la angustia[16].
Esta angustia es la generada por la falta total de reglas, garantías, límites, Ley. Esta es la angustia que reaviva y presentifica la angustia de castración, no tanto en el sentido de angustia ante el padre, sino precisamente de la angustia de que el Padre falte[17].
Este es entonces “el desastre al que sirve de dique la imagen del Padre” (Legendre p.28), pleno de consecuencias subjetivas. Este caos social, que exhiben las pantallas de los noticiosos de todo el mundo –y lejos está de haber mostrado aún sus más terribles imágenes- metaforiza en un plano social la degradación de la existencia de un sujeto inválido de padre.
Tal sujeto, queda desvalido frente a lo que podríamos llamar “el fantasma de Lilith”, el mito de la madre devoradora. Sabido es que en el Génesis hay dos relatos de la Creación, en uno, el menos conocido, hombre y mujer son creados al mismo tiempo. Lilith es la primera mujer, anterior a Eva, que no se sometió a la Ley, sino que exigía un trato simétrico. Se transforma en una figura demoníaca, responsable de la muerte infantil precoz, especialmente de varones. Lilith es la madre anterior –en términos lógicos, no cronológicos- a la castración, Eva es la madre sometida a la Ley del Padre. Es interesante destacar que para los místicos cabalistas (que tuvieron sutiles percepciones para nada alejadas de los descubrimientos del psicoanálisis), la circuncisión, “sustituto simbólico de la castración” (Freud, 1939, p. 118), tenía carácter protectivo contra las influencias de Lilith (Colodenco, Graves y Patai). Sólo el sometimiento a la voluntad del Padre, preservaba a un varón de la influencia mortífera de Lilith. La ley del padre, introduciendo el falo y su reverso, la castración, es el palo en la boca del cocodrilo, que impide que ésta se cierre sobre el sujeto.
Es esto lo que está presente en el relato bíblico del sometimiento de Abraham a la Ley de Dios, donde se muestra dispuesto a sacrificar a su primogénito, Isaac, ante el mandato divino. Esto muestra cierta característica de la Ley, el peso que tiene en sí misma, más allá de su eventual racionalidad o bondad. Está desprovista de contenido, es tan sólo un “no”, al que hay que acatar, y en tanto es obedecida instaura una ligadura (representada simbólicamente en la circuncisión) con el Padre, y por ende con el orden humano.
“La diferenciación del hijo con respecto a la madre implica la transferencia al padre de la relación de ese hijo con la omnipotencia, y en consecuencia, con el homicidio. El tema antiguo ex patre natus (ser nacido del padre) da perfectamente cuenta de este pasaje: todo hijo debe nacer también del padre. Institucionalmente hablando, ¿cómo puede lograrse? Al desenlace yo lo llamo la ligadura genealógica” (Legendre).
Tal ligadura de la que nos habla Legendre desde el Derecho (¿y desde qué otro lugar podríamos elegir interlocutor para hablar de la Ley y el Padre?), proviene del latín alligare, Aquedah en hebreo, que es lo que hace Abraham con su hijo Isaac, lo ata, lo liga al altar del sacrificio para cumplir con la orden insensata de Dios, con su Ley. Al acatar su ley, Dios lo desliga, permitiendo que un carnero sustituya al sacrificio humano que Abraham se mostró dispuesto a cumplir (Graves y Patai). Es ésta la lógica de la Ley que introduce la función paterna: acatar una ligadura para poder desligarse subjetivamente. Así, los hijos nacen de nuevo, esta vez del padre.
Lejos está del espíritu de esta interpolación agotar en un reduccionismo grosero un encadenamiento de complejos procesos político-económico-institucionales. Menos aún convertir a nuestra humilde aunque formidable disciplina en la Weltanschaüung (concepción del universo) de la que nos previniera Freud, que aprisione al mundo en una óptica parcial y a la vez totalitaria. Sólo quiero graficar algo que inunda nuestra clínica actual, más allá de las concepciones ideológicas del analista, y que pienso que ilustra la situación de inermidad, de abismo, que toca a un sujeto enfrentar cuando vacilala institución del padre.
“La ligadura (…) significa la articulación de todos los lugares genealógicos con la Referencia absoluta” (íd.). El padre -continúa Legendre- es alguien que hace oficio de padre, y en tanto tal, no puede serlo sino como delegado de la Referencia absoluta, la que encarna la legalidad. De ahí proviene asimismo la autoridad de jueces o gobernantes, quienes también ejercen un oficio cercano al de padre. Si esa delegación aparece tan cuestionada como en el patético declinar de los liderazgos políticos que enumerábamos, deja al joven Isaac “desligado”. Muchos de nuestros pacientes hacen presente esta imagen de desolación, por lo cual hablaba de cierta clínica de la desorientación subjetiva, que puede observarse hoy en día.
Padres que hacen oficio de hijo. Hijos que hacen oficio de padre.
“Un padre es un hijo que hace oficio de padre; cuando esto se invierte, los hijos encuentran imposible el oficio de padre” P. Legendre .
Apelando a otra metáfora ajedrecística, un joven paciente que vivía entre mentiras, accidentes, ideas suicidas, consumo de drogas y robos, sin anclaje en proyecto alguno pero que sin embargo conmovía por la manera en que cuidaba a su padre divorciado, alcohólico y homosexual, decía: “Yo soy el peón de mi mamá. Mi madre sería la reina, y yo el peón, pero no de los que salen para que se los coman, sino de los que están atrás, cuidando a la reina. … Mi padre… ¿quién sería?… No sé… ¿un alfil?”
Pese a lo degradado de su lugar, el paciente sostiene a este padre, que ya ni puede trabajar pues está ora intoxicado, ora deprimido, ora viviendo tumultuosas relaciones homosexuales; alabándolo como el mejor en su profesión –cuando ya casi no puede trabajar-, mudándose cerca de él, sosteniéndolo incluso físicamente, cuando caía al suelo en medio de vómitos. ¿Es que no es mejor este padre, con todo lo que falte a su función como pueda preverse, que ocupar la posición de peón de una reina que todo lo puede, pero ante quien este joven no ocupa un lugar singular? Ante este precipicio, quizás hasta un suicidio fantaseado – desde el balcón del padre-, o ser el auxiliar del mismo en medio de los vestigios y deyecciones de sus banquetes perversos, sea preferible a la desgracia de ser el peón materno, devenido objeto, sofocado en sus posibilidades de subjetivación. Claro que, sin un análisis, esta vía, escapando de un abismo, lo precipita a otro.
La falta de garantías institucionales se solapa aquí con un lugar imposible de sostener: tomado como padre por su propio padre, quien le habla como hijo, tomado como peón por su madre. Lugar imposible, que el joven trata de ocupar armándose de los escasos atributos que su padre puede ofrecerle.
“Cuando un ser humano se convierte en padre, no está subjetivamente en un lugar automático de padre frente al recién venido, sino que debe conquistar ese lugar renunciando a su propio estatuto de hijo… debe morir en su condición de hijo para cederla a su hijo… este balanceo no puede cumplirse más que si ya su propio padre había cedido su lugar de hijo, y así sucesivamente… el lugar de padre no puede ser operante, salvo que el Tercero social, como garante de todas las palabras intercambiadas, se declare, enuncie cuál es la verdad de ese lugar, de ese puesto, poniendo en escena la imagen institucional del Padre. Para un padre, seguir siendo hijo significa, con respecto a su propio hijo, dirigir a éste una demanda de hijo, o, dicho de otro modo, ponerlo en el lugar de padre” (Legendre, p. 67).
En un contexto de franca ilegalidad, donde no hay garantes institucionales de la Ley, se hace más difícil la toma de posición frente a ella en el ámbito individual. A los jóvenes que hoy analizamos se les torna más difícil aún encontrar una legalidad que se (y los) sostenga.
No son pocos los adolescentes que consultan luego del encuentro, fallido o no, con la posibilidad cierta de una paternidad real, en un momento de la vida donde los fantasmas encuentran en un organismo desarrollado el sustrato necesario para su realización.
Cuando en la clínica encontramos padres demasiado situados en el lugar de hijos, incapaces de transmitir una relación con la Ley marcada por la propia castración, asistimos a todo tipo de desventuras subjetivas. Además de nacer de su madre, los hijos deben nacer doblemente, también de su padre, producto de su intervención legalizadora y estructurante. Pero no es menos cierto que, de alguna manera, también los padres nacen de sus hijos.
Una segunda digresión. Las instituciones analíticas y la cuestión del padre.
He intentado situar la problemática del padre en el proceso de subjetivación individual, y luego me planteé ilustrar -como metáfora de lo que sucede en la clínica- la insuficiencia de la función paterna en la estructura socio-jurídica de un país determinado. Podría situar ahora lo que sucede en la formación analítica, y en su corazón, que es el análisis personal[18], desde esta perspectiva, la del padre. Allí también un nuevo sujeto deberá producirse, como resultado de una compleja operación asentada en el trípode formativo análisis-supervisiones-seminarios: un psicoanalista. Y se repite allí la misma triple necesidad de identificarse al padre, matarlo y sostenerlo.
Quizás no debería dejar de llamarnos la atención la necesidad habitual de los analistas de inscribirse en una filiación, por lo general ligada a una determinada corriente teórica (a cualquiera de ellas), pero que excede con mucho los parámetros de una pura elección racional. Este proceso, a menudo masivo e indiscriminado, repudiador de las diferencias que enriquecen el campo analitico, encuentra almácigo fértil y abrigo en el proceso de formación misma, donde da lugar a múltiples fidelidades, rivalidades y conflictos. Parece difícil evitar el aprendizaje por vía de identificación. De esta manera, se produce cierta alienación (Lacan, 1964) condición de apropiación de los significantes del Otro.
En el campo tan particular que es el psicoanálisis, donde la relación transferencial hacia un autor sostiene de alguna manera la práctica, los diferentes grupos analíticos adoptan padres permanentemente. No sólo el padre adopta al hijo, sino que aquí el hijo adopta al padre, a través de su doctrina y saber clínico como iluminadores de determinada práctica. Así, Freud, Lacan, Bion, Klein, Winnicott, Meltzer… se convierten en padres que sostenemos pues nos sostienen. ¿Es posible pensar en un modo de transmisión del psicoanálisis y agrupamiento fecundo de los analistas que prescinda del sometimiento a un padre, libre de utilizar la herencia recibida de él para marcar un sendero propio, siempre personal, vinculado al estilo de cada uno? ¿No debería propender una formación analítica a la producción de analistas singulares, marcados por la tradición y los estándares, pero a la vez únicos en su particularidad?
Pese a numerosos puntos de contacto, “el análisis se distingue de la ciencia por el hecho que ésta tiende a olvidar a sus fundadores y a reemplazarlos por sus dichos, o mejor, por sus escritos” (Braunstein, p.25), y sigue diciendo el autor: “ser psicoanalista es posicionarse de cierto modo, singular, dentro de una genealogía de análisis, de analistas, de transferencias, de textos, de instituciones, que incluye siempre la relación transferencial con el fundador, con ese padre que no es- en lo analítico- hijo de nadie: fuente originaria de un linaje y patrón de medida…”(Íd.) Freud como fundador de una nueva discursividad (Foucault), y a partir de ahí, ineludible referencia para los oficiantes de un campo que reconoce en él al padre a imitar y a destronar, en un incesante movimiento a través del cual adveniremos como analistas.
A la par de la necesaria alienación, debe producirse en algún momento una separación (Lacan, 1964), un corte, vía el cuestionamiento de las figuras transferenciales (maestros, supervisores, analistas), haciéndolos caer de su lugar idealizado, “matándolos”, para poder existir como analistas particulares, escapando al destino de clon eternamente identificado al maestro.
Tal separación, de la cual advenirá un psicoanalista único, extraño a cualquier serie, con la marca de su estilo personal, no puede hacerse sino a través de los instrumentos tomados del Otro de la transferencia, en quien nos apoyamos para diferenciarnos. O al menos, eso deberíamos tratar, para escapar al sino de la eterna adolescencia, donde la idealización sin caída o la disputa interminable no hace más que afirmar el fracaso de un verdadero análisis, ése que nos hace únicos.
Cuando en una institución las transferencias permanecen operantes sin la caída de las mismas inherentes a los finales de análisis, amén de la multiplicación de conflictos que hallan en el ámbito societario albergue de una neurosis nunca resuelta, asistimos al empobrecimiento de la actividad de intercambio y diferenciación que, para ser fructífera, exige haber matado al padre (forma que puede tomar la liquidación de la transferencia), sirviéndose de lo mejor que se ha podido tomar de él, y reinventándolo en nosotros. Sólo así escapamos al destino estéril, sólo por esta vía la herencia –que remite al antiguo concepto jurídico romano “hereditas”, cuyo elemento central es la transmisión genealógica de la relación con el Padre (Legendre, p.141)- que recibimos puede llegar a ser nuestra.
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Resumen: El presente artículo sitúa en la adolescencia la renovación de la apuesta por la subjetividad. Allí, el sujeto deberá recorrer de nuevo las estaciones lógicas fundamentales que marcan el Edipo y la Castración, que tiene al Padre en su centro gravitacional. Deberá ser el padre, matarlo y salvarlo, para así poder devenir un sujeto particular. El encuentro con el padre como genitor, como personaje imaginario y como función simbólica se efectúa en un contexto histórico-jurídico-cultural que devalúa y degrada su investidura. Se incluyen, además de breves viñetas clínicas y recortes literarios, dos digresiones acerca de la decadencia de la figura del padre en un contexto político particular, con sus consecuencias en el psiquismo de los ciudadanos; y la ligadura con el padre que vehiculiza el saber analítico, tal como puede darse en la formación analítica y en la vida institucional.
[1] “El deseo de la madre no es algo que pueda soportarse tal cual (…) Siempre produce estragos. Es estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre. No se sabe qué mosca puede llegar a picarle de repente y va y cierra la boca. Eso es el deseo de la madre”. (Lacan, p.118)
[2] Vale la distinción, pues habremos hacer mención más delante a otro tipo de nacimiento
[3] El lugar del padre en la teorización freudiana, crucial desde el inicio de la misma, ha conocido sin embargo un permanente movimiento de entronización y destronamiento, solidario de razones teóricas y clínicas (la preemiencia del complejo de castración entre otras) y de la propia neurosis de Freud, quien incluso se vio llevado a inventarse un padre –cuando en su carácter de fundador no tenía padre alguno- encarnado en figuras tan ajenas al psicoanálisis como Breuer, Darwin y Moisés o el protopadre de la horda primitiva (Torres).
[4] La oscuridad de los fenómenos de identificación es lo que hace difícil una teoría psicoanalítica de la adolescencia”, agrega O. Mannoni.
[5] “La muerte de mi padre me salvó la vida, no puedo escribir sin pensarlo” (p. 14).
[6] “A Paul Auster le persiguen esas historias de filiación y de paternidad” (de Cortanze p.50).
[7]“-En tal caso, papá, no hay tiempo que perder.-Qué quieres decir?-Que hay que pensar en huir.-¿En huir? ¿Cómo?-Escapando por la boca del tiburón.-¡Hum! Eso no estaría nada mal; pero debes saber que yo no sé nadar, muchacho.-¡No importa! Te montarás a horcajadas sobre mí, en mis hombros, y yo que soy un buen nadador te llevaré sano y salvo a la playa.-Eres muy valiente, hijo mío, pero no debes hacerte ilusiones-dijo con tristeza el señor Gepetto-. ¿Crees que un muñeco que mide escasamente un metro puede tener la fuerza suficiente para llevarme a nado hasta la costa?…- (…) Sígueme, padre; ven detrás de mí y no tengas miedo”(Collodi, C.,“Las aventuras de Pinocho”, cit. en Auster, 1998).
[8] Eneas habría sido sorprendido en la ciudad por el ataque de los griegos, y habría huido en medio de las llamas llevando a cuestas a su padre Anquises, y en brazos a su hijo Ascanio. Salvó así a su padre del incendio y la matanza, e hizo de él el compañero de sus viajes (Grimal).
[9] Todavía hay mucho por decir en relación a la necesidad adolescente de marcar su carne, a través de tatuajes, pequeñas hendiduras y mutilaciones, agujeros de diverso tamaño y localización en el cuerpo, que nos recuerdan la circuncisión ritual, pero ésta vez autoinflingidas.
[10] Y aún más allá: “… fuera de toda consideración histórica sobre el Occidente contemporáneo, el oficio del padre es frágil y constituye, en cualquier sociedad, la prueba de fuerza institucional que inscribe a sus generaciones sucesivas en el futuro de la especie humana.” (Legendre, p.34-35)
[11] El niño era colocado frente al padre, quien lo levantaba del suelo, en un verdadero acto de reconocimiento. Era un segundo nacimiento, no biológico pero verdadero. Toda filiación era adoptiva y voluntaria (Julien, 1991).
[12] Si bien un lugar privilegiado para aprehender esta clínica donde un individuo se encuentra con el abismo de la inexistencia de un orden paterno, es el de la psicosis, para los fines de este recorte, dejamos de lado con deliberación su análisis, para concentrarnos en los efectos de la falla de la función paterna en la neurosis.
[13] Escribía esto –junto con el resto del texto que la RUP publica generosamente más de una déeada después- en junio de 2002. En Latinoamérica, se hace difícil pensar al psicoanálisis como ajeno al contexto, a la realidad material que irrumpe en nuestros consultorios, situación que quizás resulte más extraña a nuestros colegas europeos o norteamericanos.
[14] Aún cuando pueda aparecer como impropio aplicar categorías analíticas a fenómenos socio-políticos, no hacemos más que retomar la tradición inaugurada por Freud en numerosos textos.
[15] En cierto momento el presidente fue detenido en una autopista, y liberado al instante, en circunstancias donde al parecer él podía circular con exceso de velocidad, en una Ferrari que un grupo empresario le había “regalado” y consideraba suya a pesar de disposiciones legales que prohibían aceptar regalos a título personal a los primeros mandatarios. Esta anécdota, no por trivial resulta menos ilustrativa de una particular relación con la ley.
[16] En 2013, momento en que se publica este texto, quizás convenga consignar lo que sucediera en mi país luego, fundamentalmente en diez años de gobierno del matrimonio de Néstor Kirchner (durante los primeros cuatro) y Cristina Kirchner (en los últimos seis años). Siendo una mujer, no puede decirse que gobierne desde ese lugar sino más bien desde un lugar fálico común al lugar que las fórmulas de la sexuación lacaniana (Lacan, 1972-73, p. 95) le reserva al hombre. Si bien este gobierno retomó con fuerza la instancia legalizadora –frente a los desmanes del terrorismo de estado- que había quedado inconclusa tras retornar la democracia, no queda claro que en su respeto a la Ley y a las instituciones se diference demasiado de los anteriores.
[17] “Llamamos angustia a la posibilidad de la imposibilidad del corte” (Masotta, 1976).
[18] Donde la cuestión de cómo se piensa al final de análisis tiene especial relevancia en relación al tema que nos ocupa.