Adolescencia como funambulismo. Lengua, sexo, muerte
Acaban de ver algo que -ustedes se preguntarán- pareciera ajeno a la adolescencia. Excepto quizás porque el protagonista del fragmento de película que les mostré, Philippe Petit, era una suerte de adolescente al momento de su práctica funambulista.
Los invito a que por un momento dejemos de lado la copiosa bibliografía acerca de la adolescencia, su psicología evolutiva, su psicopatología, para hacerle lugar a una dimensión narrativa que encuentro fundamental en el abordaje de la clínica psicoanalítica. Por eso comenzamos con una película, por eso también he preparado para leerles una narración acerca de los jóvenes. Una ficción en la que se enlazan tres ejes que creo centrales al momento de pensar la adolescencia: la lengua, el sexo, la muerte.
No encuentro mejor modo de señalar lo que está en el hueso de esa edad de pasaje, la llamada adolescencia del cachorro humano, que a través de la imagen del funambulista.
Hemos visto al funambulista cruzando el cable que previamente ha tensado entre dos puntos lo suficientemente altos como para que cualquier caída pueda significar lisa y llanamente la muerte. Sin ese escenario posible el acto del funambulista pierde sentido.
Asistimos atónitos a cada paso del joven funambulista. Como si al pisar la cuerda en su primer movimiento comenzara a dejar atrás la infancia. Como si al abandonarla con su último paso le aguardara algún grado de madurez.
No encuentro mejor imagen que ésa para condensar las encrucijadas y riesgos de ese momento transicional que en Occidente hemos convenido en llamar adolescencia. No porque fuera de Occidente se la llame de otro modo, sino porque fuera del Occidente contemporáneo prácticamente no existe.
Si tomáramos en cuenta la frecuencia con que nuestros funambulistas caen, podríamos hablar de una catástrofe. La catástrofe lenta que no termina, decía Michaux, los funambulistas cayendo como hojas.
Tendemos a pensar en la adolescencia como una adultez disminuida. Los funambulistas están allí para recordarnos que, en todo caso, se trata del adulto como adolescente disminuido.
Cada funámbulo borra las huellas de sus mayores en el momento preciso en que las honra, continuándolas más allá del límite que aquéllos encontraron. Su pasado, el de sus padres, se le aparece fugazmente, en ese instante de peligro en que se reconfigura su existencia sobre el vacío.
Sin ese instante de peligro donde todo ha de ponerse en cuestión, ese momento ficcional donde el funámbulo se permite inventar el mundo como si nunca nadie hubiera estado antes en él, su travesía carece de sentido.
Sólo ese instante de peligro le permite –si no cae– adueñarse retroactivamente de sus marcas para reinventarse como sujeto. Sin peligro, no hay gesta identitaria posible y allí donde las seguridades predominan, el adolescente ha de inventarse desfiladeros y precipicios pues sin riesgos el funámbulo se condena a ser niño, apenas el objeto de una tradición que no logra impugnar.
Los jóvenes están llenos de ardientes deseos y son capaces de realizarlos, pero son volubles y prontos a hastiarse: desean ardientemente, y se fatigan enseguida; sus caprichos son vivos más bien que fuertes y duraderos. Son naturalmente irascibles, violentos; no saben dominar sus impulsos. Esta descripción podría aplicarse sin problemas a los funámbulos contemporáneos. Sin embargo, intentaba describir la juventud del siglo IV antes de Cristo. El etnógrafo era Aristóteles y su semblanza pone en dudas la idea consensuada de que la adolescencia es una fase inexistente antes de la Modernidad.
Hay en esos efebos griegos, en el modo en que la sexualidad aparece y ordena, o en verdad desordena, sus vidas más rasgos contemporáneos de los que imaginamos.
Quizás haya más distancia, en el modo de ejercerla, entre la generación de nuestros hijos y la de nosotros mismos que la que separa a nuestros hijos de los hijos de la polis. Pues el rodeo en torno a la sexualidad, la represión que la dilata, la pospone a la vez que la jerarquiza, ese dar vueltas victoriano en torno al asunto sexual, es extraño a buena parte de los funambulistas. Tardan en irse a la cama menos del tiempo que nos lleva a nosotros pensarlo.
Si pensar es siempre pensar contra algo, y si sólo contrariando un pensamiento previo, en esa dialéctica más o menos tumultuosa, puede parirse alguna idea, el pensar del funambulista lo es al extremo. El funambulista piensa con su cuerpo, se juega la vida en lo que piensa. Piensa contra lo pensado por sus mayores. Y a la vez se apuntala en aquello que cuestiona. Piensa en contra para diferenciarse pero también piensa en contra para apoyarse.
Nuestra subjetivación reconoce un modo que es a la vez sincrónico y diacrónico: la diacronía del lento aprendizaje evolutivo del lenguaje, y a la vez la captura radical –sincrónica– en sus redes. Si un pequeño aprende de a poco los vocablos de su lengua, es de un modo más brutal que es apresado en la gramática que esa lengua implica y que a partir de allí ordenará su subjetivación.
Los jóvenes funámbulos complejizan más este mecanismo doble de afiliación de los nuevos sujetos a la cultura. El lenguaje contemporáneo se torna más visual que auditivo, más intuitivo que razonado. Hoy en día un niño de la generación Z no precisa saber leer para orientarse en una pantalla, tanto como no precisa saber escribir para aporrear un teclado y llegar al juego al que quiere llegar. El alfabeto parece retroceder al estadio de los jeroglíficos y pictogramas. Pronto precisaremos una nueva Piedra de Rosetta para que algún Champollion nos revele el misterio de los emoticones.
Todo un modo de cifrar el mundo se fragua allí y sería increíble que los jóvenes criados en ese entorno no experimenten mutaciones. Y nosotros, ubicados como extranjeros que intentan entender un lenguaje que pensábamos nuestro, quedamos afuera.
Nuestra generación estaba habituada a relacionarse con los textos a través de superficies físicas. Sea para leerlos o para escribirlos, palpar la textura del papel se tornaba imprescindible. La larga evolución del soporte físico de la escritura –del papiro a las hojas de celulosa, pasando por piedras, cuero, cera o arcilla– se perfecciona pero no cambia en lo fundamental. Sea que se escriba con punzón o pluma, con estilográfica o máquina de escribir, con imprenta o impresora láser, las letras son marcas en una superficie concreta. Por oposición a esa corporalidad del texto, el cuerpo –pese a incluir una dimensión de texto, como nos enseñan las conversiones histéricas tramadas por el lenguaje– era un cuerpo intocado. Ya sea que tratara del amor cortés, de la represión victoriana o de las anestesias e inhibiciones neuróticas, el cuerpo aparecía ligado al terreno de lo prohibido.
Entre los jóvenes contemporáneos esta relación con las superficies se invierte: las palabras se escriben en pantallas táctiles y se guardan en almacenes virtuales, los mensajes de voz replican y reemplazan la lentitud necesaria de la escritura, las reglas que ordenan la inteligibilidad se alteran y disuelven. Como la superficie infinita de la red, cada joven que escribe navega, dibuja letras en el agua o en la arena. Si toca una superficie la huella que dejan las yemas de sus dedos es precaria y provisoria, apenas un medio para labrar un mensaje en una superficie que no es física sino virtual.
En contraposición, la superficie de los cuerpos aparece entre los jóvenes como palpable, real. La anestesia decimonónica deja lugar a una hiperestesia, los rodeos a la vía directa, la sutileza a la franqueza, la vergüenza al orgullo, el ocultamiento a la mostración del deseo. Los funambulistas hablan menos de sexo que sus padres pues no les hace falta: sencillamente lo practican.
Hablar de sexo, durante decenios, no era algo que sucediera a posteriori de su práctica sino en vez de ella. Cuesta imaginar que en una época como ésta algo como el psicoanálisis –que comenzó siendo justamente eso: hablar de sexo– pudiera haber sido inventado.
Lo que justifica al funámbulo es el precipicio. El precipicio puede equivaler a muchas cosas, pero fundamentalmente a una, la muerte. Y es esa muerte posible la que alimenta la fascinación que los funambulistas despiertan en nosotros y nuestras vidas sin riesgo.
No hay juventud sin riesgo, ya habrá tiempo para las apuestas conservadoras y las soluciones razonables. Mientras los mayores gestionan el riesgo, los jóvenes lo hacen el fundamento de su existencia, la razón misma de ese período de pasaje que transitan en la cuerda floja.
La sensibilidad del funambulista es extrema; su piel mutante aún no se ha queratinizado lo suficiente para refractar los daños que pueda eventualmente sufrir. Está en permanente mutación, su fragilidad es evidente. Pero no sólo es sensible el funambulista frente a sus propias emociones o convicciones, también lo es en relación al Otro. Los funambulistas funcionan de algún modo como sensores del conjunto social. Son sus fusibles.
Hasta podría suponerse que la sociedad se preserva a través de sus funambulistas. Sucede como en los viñedos. Quizás hayan caminado alguna vez entre las viñas de las Sierras Gaúchas. Les habrá extrañado quizás encontrar rosales en las cabeceras de las largas hileras de viñas. Podría pensarse que las rosas están allí por su belleza. Pero no es así.
Los rosales sensibles como son, contraen las pestes antes que la vid. Le dan tiempo así al viñador de contrarrestar las plagas, de fumigar sus plantas antes de que perezcan. Igual que los canarios en las antiguas minas de carbón, llevados al fondo de la tierra sólo para morirse con el aire irrespirable y permitir así que los mineros, advirtiendo el repentino silencio de sus pájaros, abandonen precipitadamente las profundidades. Las rosas dan el aviso para salvar la vid, aunque se les vaya la vida en la tarea.
Cuando un funambulista cae, denuncia cierta inconsistencia del lazo que une a los humanos, una falla en lo que cimienta y cementa ese orden colectivo al que pertenece y del que a la vez se aparta. La caída funambulista funciona así como una señal de alarma que permite detectar lo que no funciona, no sólo en él mismo sino en su sociedad, o microfísicamente, en su familia. Sensibles a las inconsistencias de las figuras del Otro, a las vacilaciones y contradicciones de la Ley, ven antes y mejor lo que los adultos nos hemos acostumbrados ya a no percibir.
La rebeldía no se ejercita en el espacio seguro de la mesa familiar o las argumentaciones universitarias, precisa del cuerpo a cuerpo y del riesgo, se despliega en la arena donde cada torero ha de enfrentar solo la mirada y las astas envenenadas de su toro. Y cuando los adultos pretendemos trasladar la vocación de lucha del funambulista a un terreno más seguro, desconocemos que, en una cuerda floja, sólo el riesgo de caerse es lo que da sentido a la travesía. Y aun cuando pongamos una red, ésta ha de tener la sutileza de lo invisible, ha de poder funcionar como un disyuntor de corriente que salva la vida sólo cuando ya el cortocircuito ha disparado una descarga, no antes.
Quizás el fracaso habitual de las políticas preventivas y anticonceptivas entre los jóvenes se deba a que éstas desconocen, en su racionalidad sanitaria, que el riesgo forma parte del asunto (del asunto de la sexualidad y también del asunto de la vida) y que no hay posibilidad alguna de una profilaxis del vacío. Habrá que hacer algo partiendo de este punto, y para ello los adultos deberemos hacer algo con nuestro propio precipicio, con nuestra inevitable angustia ante el riesgo de aquellos que, faltándonos, nos aniquilarían.
Sin saber si pueden faltarnos, nuestros jóvenes no pueden advenir a una existencia subjetiva. Muchos de sus escarceos con la muerte están destinadas a eso, a saber si podemos –o no– perderlos.
Los elegidos de los dioses mueren jóvenes, claro. Aun así, la vida precisa del riesgo para valer la pena. Los jóvenes precisan jugarse la vida, explotar su costado lúdico aunque implique también hacer apuestas que, por momentos, parecen parte de una ruleta rusa. Sólo que no siempre es eso. Las más de las veces los jóvenes intentan, a través de sus andanzas, salvarse del rumbo de colisión previsible, de una vejez acomodada de vidas sin riesgo.
Buena parte del tiempo, los funámbulos permanecen inaccesibles para el resto. Enfundados en sus gorras, tapados con las capuchas de sus camperas siempre grandes, disimulados tras anteojos espejados o cantidades ingentes de cabello recortado, teñido, trenzado, esparcido o incluso rapado según el humor de los días, siempre ajenos ante nuestra mirada. Los funámbulos construyen un muro allí donde van, y no es solo un cercado que preserve la identidad del grupo. A veces la fortaleza hueca que los aprisiona no hace sino que su dolor retumbe.
Quizás convenga apartarse de una mirada elegíaca sobre el funambulismo e intentar cernir algo de su dolor, incomprensible hasta para ellos mismos. Acercarse a un joven, por momentos, pareciera ser hacerlo a un individuo que habla una lengua ajena a todo código y que, por otra parte, se conjuga bastante bien con el silencio. Y ante la lengua indescifrable aparecemos nosotros, terrícolas empedernidos intentando adivinar el magma de sonidos de un alienígena. Intentamos voltear el muro a martillazos de buenas intenciones. Infructuosamente, claro.
Porque el muro que el funámbulo porta como una coraza no se abre a nuestro antojo. Funciona como uno de esos mundos paralelos que sólo se comunican a través de portales, en lugares específicos, en momentos privilegiados que, si no son apresados, se escabullen para siempre. El mundo funámbulo es un mundo paralelo al nuestro y, por momentos, tenemos la dicha de conectarlos.
Y si el muro es compacto para el disfrute y la complicidad que nos deja afuera, lo es mucho más aun para el dolor. En casos extremos, vemos funámbulos como zombis, hospitalizados, expulsados del orden social que impugnan torpemente. Hay un terreno habitado por la locura también entre los funámbulos.
Al fondo de todo, el dolor. Y a mayor dolor, más grande la inaccesibilidad. La sensibilidad del funámbulo lo hace esquivo y hosco. Y por más que esa postura sea ostensivamente defensiva, nuestras buenas intenciones, al igual que los banales acercamientos bienhechores que puedan ensayarse, están condenadas al fracaso.
Quizás la apuesta funámbula, en estos casos, consista en saber si somos capaces de soportar el no saber. Si podemos, nosotros, pedestres criaturas, acompañar sin invadir, renunciar a cualquier apuro, a cualquier protagonismo o caridad. Como dicen esos personajes de Beckett acostumbrados a la espera: Don’t touch me! Don’t speak to me! Just stay by me.
Sentarnos en la cuerda junto a ellos, con los pies suspendidos sobre el vacío, pensando en ellos, junto a ellos, y respetando a la vez sus tiempos, sabiendo que los escollos han de ser superado por ellos mismos. No es sencillo hacerlo. No es fácil abandonar nuestros presupuestos para funcionar apenas como imaginación o pensamientos vicarios, de los que el funámbulo pueda hacer uso en caso de precisarlos, ofreciéndoles a la vez un vacío, un silencio donde pueda hacerse audible la débil voz de su sufrimiento.
Causa impotencia no saber, no entender qué puede preocuparlos. No poder dar pelea a sus fantasmas junto a ellos, espalda contra espalda, ni tampoco poder contarles que se trata de fantasmas ilusorios, imaginerías inventadas por sus propios miedos.
Amando como amamos a nuestros funámbulos, desearíamos enfrentar los monstruos en su lugar. Sabemos que eso no es posible, que cada uno ha de armar su propia aventura y descubrir los molinos de viento que encubren sus temores. Somos apenas escuderos obesos y torpes de quijotes majestuosos que hacen equilibrio como pueden, con sus lanzas convertidas en balancines.
A la vez, junto con todas sus fantasmagorías imaginarias, los funámbulos enfrentan problemas bien reales. Coyunturas que justifican su carácter reconcentrado y su aislamiento. Su mundo ha sido destruido y otro nuevo está siendo recreado. De su pequeño paraíso no quedan sino ruinas, y habrán de salir a buscarse uno a su medida. Habrán de orientarse con las estrellas pero hasta el mapa del cielo ha mutado. Los personajes de su infancia se les tornan tan extraños que no saben estar a la altura de sus recuerdos; las destrezas infantiles, las monerías con las que sabían arrancar la risa y el amor del otro ya no funcionan. Toda una lengua aprendida trabajosamente en su otra vida se revela inútil y se encuentran con códigos que no son los familiares. Las reglas cambian.
La mitología familiar, con sus zonas de luz y de sombra, con sus secretos y amparos, ya no sirve en el nuevo mundo que han de conquistar. Por primera vez, han de hacer propio su nombre propio, que ha sido en verdad el más ajeno que pueda portarse. Cada funámbulo se encuentra con la intemperie más absoluta, reconociendo un terreno que se le aparece entre brumas, amenazante. Como si de pronto todas las incubadoras familiares hubieran sido abiertas y sus criaturas fueran arrojadas, inmaduras aún, a un coliseo en el que han de enfrentarse, como gladiadores, a otros de su misma condición, o a las fieras.
Precisan volar y aún no les han nacido las alas. La insuficiencia marca su experiencia, en la que viven como impotencia lo que quizás, luego, descubran como imposibilidad.
Nosotros, sus escuderos, miramos sus batallas desde la tribuna, conteniendo el aliento, animándolos en silencio.
Pese a vivir con un abismo a sus pies, parecieran desconocer el miedo a caerse, lo que los suele llevar a explorar territorios que nosotros nos ocupamos bien de ignorar. En su desdén por el precipicio no se trata tan sólo del coraje o la estupidez. Lo que se juega aquí es una nueva concepción que desdeña la idea de profundidad. Y un abismo es, ante todo, un asunto de profundidad.
A la profundidad, los funambulistas oponen la superficie. No se marean, no temen caerse, pues no ven profundidad alguna bajo sus pies, no hay hueco sobre el cual desplomarse pues la idea de misma de espesor les es ajena.
Sus lecturas son de superficie, la navegación por la red es de superficie, sus vínculos son de superficie. Pero su desdén por la profundidad tiene un reverso: su apasionada colonización de las superficies.
Frente a las posibilidades del deslizamiento superficial, cualquier viaje al interior, cualquier inmersión en profundidades de cualquier índole, se les antoja inútil.
Lo superficial entre funámbulos se vacía de su carga negativa para estallar en un sinfín de posibilidades: recordemos que han reemplazado el teclear, por ejemplo, por la pantalla táctil. Es decir, su mente se configura de ese modo, sus dedos no se hunden en uno y otro punto, más bien tocan superficialmente el plano vidriado de su teléfono.
Es en la cubierta plana de las pantallas donde aprenden a leer los funámbulos en ciernes, las larvas mutantes de lo por venir. Aun antes de ser codificadas por lo simbólico reconocen las letras en sus monitores de cristal líquido y operan con destreza el alfabeto, aun antes de saber que se trata de letras. Su pensamiento es iconográfico y leen las palabras como si fueran señales de tránsito. La inteligencia de sus dedos es más veloz incluso que la de sus pensamientos. Una sabiduría corporal habita a los funámbulos en ciernes. La misma que les permite atravesar la cuerda, las más de las veces sin caerse.
El desdén con el que los funámbulos nos ignoran encubre los intensos trabajos que los ocupan. No están preparados. Hacia atrás encuentran saberes inútiles, consejos que les parecen vetustos y, si los escuchan, es apenas por cortesía intergeneracional.
El mundo empieza de nuevo en cada generación. Si en algunos aspectos ese piso del que parten los jóvenes es más alto que el que pisaron sus padres a la hora de iniciar su propio viaje, en otros aspectos sucede lo contrario. La maleabilidad prodigiosa de las neuronas adolescentes, su sintonía con el flujo de tiempos múltiples y la hiperconectividad en la que se mueven como peces, son adquisiciones evolutivas que capitalizarán en su camino. Pero al mismo tiempo, los puntos de amarre se reducen, los faros que señalaban las escolleras a sus mayores ya no iluminan lo suficiente. Entonces no sólo deben rehacer sus cartas marinas, pues las que han heredado son ya inservibles, sino que han de hacerlo a oscuras. Navegarán, como todos, a través de derrotas. Pero las estrellas que orientaban el viaje de las generaciones anteriores no están más en su sitio y hasta la existencia de un norte magnético está en duda. Nuestros jóvenes son a la vez mejores y más vulnerables que nosotros; enfrentarán batallas sin contar con las armas adecuadas y deberán inventárselas mientras pelean, tendrán que aprender a volar cuando ya no hay suelo firme bajo sus pies.
Los jóvenes son mutantes por definición. En un lapso relativamente breve se produce una metamorfosis radical. Por un lado biológica, cuando el empuje puberal acaba con el cuerpo infantil para hacer surgir, en oleadas arrasadoras, el cuerpo sexuado de un joven adulto. Pero también una metamorfosis social, pues es el momento en que la cría humana se convierte cabalmente en miembro de la especie al tiempo que reconoce su ley. Y esa doble metamorfosis tiene consecuencias subjetivas, pues es entonces cuando puede reconocerse la aparición de un sujeto diferenciado. La capacidad de votar, de ir a la guerra o de ser imputable por eventuales delitos evidencia que, donde hasta hacía poco tiempo había tan sólo una cría a cargo de los padres, hay ahora un sujeto capaz de responsabilidad.
Del mismo modo que ocurre con los anhelos infantiles que han sido tan fogosos como los adolescentes, aunque a otra escala, y encuentran ahora el correlato biológico para concretarse, sucede con el ansia de singularización. Ahora el joven contará no sólo con la necesidad de individualización y el deseo de elegir sino con la posibilidad concreta de hacerlo.
Si somos testigos de una mutación en curso, de una invasión bárbara que da cuenta de un cambio en la morfología y fisiología de la especie, esta mutación ha de producirse allí donde el cuerpo y el psiquismo son más permeables a los cambios e influjos del exterior, la adolescencia.
Hay una mutación en curso en la especie humana, que redobla la mutación que cursa –según un programa a la vez genético y cultural–cada joven de la raza humana. En cada funámbulo opera entonces una mutación múltiple, que hará que los cambios progresen a escala geométrica.
Las alteraciones orgánicas y psicológicas se potencian con los microcambios culturales en que la geografía y la historia se modelan a diario, más los cambios sociológicos que se registran en la constitución de las familias y las sociedades. Lo único inmutable es la mutación y la palabra crisis pierde su significado episódico cuando en verdad describe la cotidianeidad funámbula habitual.
La ley de la adaptación precisa que un individuo se diferencie, que sea capaz de amoldarse al entorno mientras lo modifica. Quien no puede subir su temperatura cuando hiela o encontrar nuevos modos de respirar si hay que hacerlo bajo el agua o de sobrevivir psíquicamente si ya no hay narrativas que ordenen el espacio social, perece. La mutación provee elementos para que estas diferenciaciones se produzcan y se transmitan genealógicamente.
Es difícil entender una mutación en curso, historiar el presente. A lo sumo podemos, en tanto testigos, consignar lo que va sucediendo mientras la especie humana se convierte en aérea para sobrevivir.
El cuerpo, contra el sentido común, no es un dato inicial. Nacemos puro organismo, apenas distintos a los primates, nuestros ancestros genealógicos. Pero ese organismo nunca aparece como tal. Es tan sólo una presunción teórica. Pues el lenguaje, la cultura, no permite al cachorro humano ser un organismo: lo condena a tener un cuerpo.
Ya nacido, el infans se encontrará con su propia voz que le servirá para explorar y nombrar el mundo. Esa voz, apenas iniciado el empuje puberal, comenzará con trémolos, engañará a quien la escuche y será imposible situar con precisión si corresponde a un niño o un adulto. Esa voz será, como el cuerpo, una tierra a conquistar. La voz propia que solemos admirar en artistas o escritores es apenas una mutación más, una sofisticación de ese registro singular que descubre el funambulista, por sus propios medios, a partir del hecho indiscutible de que antes de poder hablar, fue hablado por el Otro.
La adolescencia, la edad del funambulismo, es la edad en que el cuerpo, luego de haberse extrañado por la erupción volcánica de la sexualidad puberal, comienza a hacerse propio de nuevo. Es imposible cruzar el cable sin cierto dominio del cuerpo. La figura desgarbada de algunos jóvenes, el incorrecto dominio de las extremidades, la sensación de un crecimiento desproporcionado que va por delante de la habilidad en su dominio, son rasgos de un joven que transita el camino hacia el funambulismo. Mientras practica para la cuerda, perfecciona su coordinación, ajusta sus movimientos, se adueña de ese cuerpo.
El funambulista se ve obligado a domesticar su cuerpo en medio de circunstancias adversas pues lo hará mientras está en la cuerda floja. Ese cuerpo indudablemente sexuado que lo subyuga e intriga, que lo incomoda y enorgullece, que le exige cuidados y satisfacciones, ése es el cuerpo que precisa para sostenerse en el cable. Sobre la tierra, el joven no alcanza a reconocer los nuevos límites de un cuerpo que muta tan vertiginosamente que pareciera ya no pertenecerle. Por eso por momentos le parece pequeño, como lo fue, y de ahí la torpeza adolescente, el modo en que un joven puede chocarse con los marcos de las puertas que atraviesa. De pronto le parece grande por demás, cuando se representa a sí mismo más desde una figura ideal. Mientras sobre la tierra tendrán que educar su cuerpo mientras crece, en el aire les será exigido un dominio para el que aún no están lo suficientemente maduros.
La ropa, sujeta a los vaivenes de la moda, lo revela también: corta por demás, acentuando en los tobillos o muñecas desnudos de jóvenes larguiruchos ese desgarbo transitorio que implica la mutación en curso; o larga por demás, pantalones eternos cayendo indolentes sobre las zapatillas, remeras que cubren todo y rellenan la inermidad adolescente con aire, haciéndolos parecer por momentos muñecos laxos y descoyuntados.
Los cachorros humanos han de tomar sus decisiones cuando aún no están maduros para hacerlo. A diferencia de otras especies, nacemos prematuros, aun no preparados para la vida. Los jóvenes se suben a un cable cuando aún no están preparados para caminarlo. Durante ese tiempo inicial, es difícil discernir si los funámbulos son seres terrestres o aéreos, una sensación de desacomodamiento y vulnerabilidad los embarga, sentirse expatriados, pertenecientes a un país no descubierto aún pero que no es el que creyeron habitar. La torpeza funámbula de ese tiempo, atribuible al momento más fecundo y a la vez más angustiante en el que se revela la mutación, los torna frágiles como nunca.
La sexualidad vuelve a hacerse presente, con intensidad inusitada en la edad funambulista. No se despliega solo como el desarrollo autónomo de un programa genético, sino como una flor que se abre, en etapas que son mareas abrasadoras, maremotos que arrasan con los precarios diques que podrían haberse construido antes. Y en ese mecanismo de relojería que se activa ineluctablemente a la hora señalada, interviene el Otro.
El Otro gatilla la secuencia, le sirve de señuelo y a la vez de arquitecto, el Otro diseña, mapea el cuerpo sexuado del funambulista. Ese campo, cartografiado y a la vez minado por el Otro, se solapa palmo a palmo con el cuerpo adolescente, el cuerpo es el territorio y a la vez el mapa, la carne y las palabras que la trocean. Los combates tendrán lugar sobre todo en determinadas zonas de frontera, márgenes del cuerpo que suelen ser orificios, bordes.
Ahí, en esos bordes se decidirá el destino de la sexualidad adolescente, en esos desfiladeros se jugará la historia por venir. Cada uno de esos bordes –la boca o el ano, los pliegues del sexo, de los oídos o de los párpados– hace de la piel el lienzo sensible en que quedarán las marcas del choque de deseos que origina la sexualidad humana. Y esos márgenes del cuerpo que son las zonas erógenas muestran su agitación en la adolescencia: la mirada no se decide a perder la ingenuidad de la niña que por otra parte se complace en ya no ser, la voz muta, se adelgaza o se agrava como si fuera un disfraz que por momentos se lleva con destreza y, por momentos también, se descalza y denuncia en su falsete que no es aún una voz propia. La turgencia imprevista de los pezones o la ciclotimia de ese animal que crece entre las piernas, la hiperestesia de la piel entera, la vegetación de vellos que comienzan a bocetar oasis en el cuerpo, la sangre que mana por primera vez de la herida que será la casa matriz del dolor y del placer, toda esa efervescencia vuelve a dibujar el cuerpo como campo de pruebas y de batallas en que el desenlace dejará a la vista, los puntos álgidos en que a partir de ahí se conjugará el placer y el dolor del funambulista, la cartografía de su propio goce.
La piel es el órgano más extenso del cuerpo. El funambulista ama u odia –a veces ama y odia– esa piel que habita, que representa su alma a cielo abierto. Cualquiera que haya tratado de acercarse a un funambulista sin prevención conoce las reacciones bruscas, el retraimiento o la atracción, que puede suscitar. A menudo tocar un milímetro cuadrado de su piel es tocarlo en lo más recóndito de su ser. De nuevo, la superficie tiene un sentido distinto para el funambulista.
La piel es también, como ninguna otra parte del cuerpo, un mapa. Es geofísico, con sus alturas y depresiones, sus valles y cordilleras, y también geopolítico, con sus líneas de frontera que responden al poder del lenguaje que lo nombra. Los cuerpos reciben y dejan marcas. Cuando reposan o se revuelcan, cuando se sientan o se paran, dejan aureolas de sudor o estelas de sangre, rastros de semen o cabellos desprendidos. Las secreciones son rastros, pistas a seguir, indicios para descubrir de qué está hecho un cuerpo, cómo está cartografiado.
El cuerpo del funambulista habla por donde se lo mire tanto como reacciona por donde se lo toque. Habla porque es cuerpo en tanto trazado por el lenguaje, es una ficción utópica la idea de un cuerpo virgen. Podrá ser virgen un funámbulo con respecto a la cópula, pero no con respecto al lenguaje.
Algo del lenguaje ha fecundado o incluso violado la anatomía. Así es como hoy redescubrimos a Freud, cuando los múltiples gritos del cuerpo, sus anestesias o parestesias, sus parálisis o sus paroxismos, ese cuerpo histérico que tan bien se presta a la manipulación del Otro, respondía no al trazado anatómico sino al conocimiento vulgar que de él se tenía. Ése es el cuerpo funámbulo, cuerpo que en la época victoriana quizás estaba amordazado por una puritana represión pero hoy bulle calenturiento y no encuentra reparos en su satisfacción. Aunque esto no implica que haya alguna liberación posible, pues la sexualidad, funámbula o no, permanece presa de la lengua, de lo imposible del acople perfecto, de la eterna insatisfacción que funda lo humano.
La piel que habita el funámbulo está entonces anotada y marcada, tiene bajo y sobrerrelieves, guarda las cicatrices de sus caídas como un mercenario guarda las de sus guerras de ocasión. El cuerpo funambulista comienza a ser un archivo de su experiencia, guarda el registro minucioso de todos sus pasos en falso.
El funámbulo se hace un cuerpo a medida que lo domestica. Hasta ese momento, más ideal que real pues siempre el cuerpo escapará al dominio, siempre conservará un pulsionar salvaje e indomeñable, el cuerpo se le aparece como una zona de guerra. Se le aparece extraño, sabe que ese cuerpo es suyo y a la vez siente que no lo es. Son las glándulas las que aparecen como Otro aquí. Los testículos crecen como los senos, las caderas de las mujeres se ensanchan tanto como las espaldas de los varones, comienzan a almacenarse líquidos en ese organismo devenido cuerpo, líquidos blancos o rojos que amenazan derramarse y lo hacen, sea en períodos regulares, sea en soñados temporales eróticos. Ése es el cuerpo que un funambulista templará para poder caminar por la cuerda.
Saben los funámbulos el deseo que desencadena en otros ese cuerpo efervescente y bullicioso. Lo saben y gozan con descaro del rubor e incomodidad que generan. A la vez, su propio cuerpo no se permite disimulo alguno, sino que denuncia con letras de neón la paleta de sus emociones: los poros abiertos y la boca osada, el rubor o la tartamudez, la voz temblorosa o el acné hacen público lo privado de esta mutación.
La devoción funámbula por la navegación de superficies tiene como correlato necesario el modo en que abordan esa superficie por antonomasia, la de su cuerpo. Si los piercings, las incisiones y escarificaciones están en continuidad con el ritual de la circuncisión y la marca del padre que ésta entraña, tajear una hiancia ahí donde por momentos no la hay, existe otro modo de tratar el espacio corporal. Es la práctica del tatuaje, el balizamiento, la señalización del territorio del cuerpo, el modo en que el mapa se superpone al territorio delineando zonas a explorar o zonas prohibidas, frases que marcan senderos o imágenes capaces de convertir en piedra a quien las mire.
El tatuaje es en ese sentido otra práctica de superficie. La cuidadosa incisión que agrega granos de tinta al cuerpo es apenas el requisito necesario de un dibujo que se despliega en dos dimensiones, el modo privilegiado en que un funambulista trata su piel. Órgano de contacto, instrumento de placer o envoltura de sus órganos, la piel de los jóvenes es el lienzo en el que –como la tela en la que Pollock chorreaba pintura de colores o en la que Yves Klein arrastraba sus modelos embadurnadas de un azul único– los bosquejos de su vida serán proyectados. No hará falta ningún estudio neurológico para iluminar el homúnculo en el cerebro del joven pues se encuentra a cielo abierto en su piel, expuesto. Como un mapa reflexológico o mejor aun la cartografía sentimental propuesta por los frenólogos, todo el enigma que encarnan los jóvenes funambulistas, su código secreto, está expuesto a flor de piel, en su pellejo. Sin que ello implique caer en la ingenuidad de pensar que no está cifrado, sin que se nos ahorre la ardua tarea de decodificarlo.
El tratamiento de los cuerpos también responde a la misma lógica: en esos encuentros seriados y a veces anónimos, los cuerpos se tornan transpersonales, se diluyen las diferencias individuales, incluidas las sexuales. Sería erróneo tachar prejuiciosamente esas conductas exploratorias de pervertidas o promiscuas. Sería erróneo ver en algunas conductas adolescentes tan sólo desmentidas de la diferencia entre los sexos o entre las generaciones: claro que puede haberlas, pero no necesariamente. La fenomenología, aquí como en otros terrenos, a menudo se equivoca.
La caminata funámbula, entonces, no es en línea recta porque la realidad funámbula no responde a ese patrón y el espacio que habitan los jóvenes no es el euclidiano. Su andar es en cambio diaspórico y rizomático, y por ese motivo tan difícil de seguir.
Identifiquémonos por un momento con el funambulista, con el modo en que siente su cuerpo, la tonicidad alerta de sus músculos, la tensión que le recorre la columna y la elasticidad probada de sus articulaciones. Ese cuerpo es el mismo que ha sido escena de turbulencias y turbaciones, campo de batalla y territorio postapocalíptico en el que la infancia se redujo a añicos sin saber bien qué vendría luego. Ese terreno pronto al placer solitario, torpe y descoordinado, mutante, deberá ser templado y sincronizado antes de la travesía. La sexualidad ya se ha hecho presente y ha de haber sido domesticada de algún modo para que la travesía sea posible. El cuerpo no es más el de un niño sino el de un efebo que se ha impuesto al rubor, al pudor y al frenesí que lo acometían hasta hace segundos atrás. Su cuerpo aún no ha empezado a envejecer, lo que sucederá segundos después.
La del funambulista es una fotografía que apresa una imagen fugitiva, la del breve lapso en que la inmortalidad parece posible. Pero no lo es. La concentración es absoluta, cada pie se levanta a su turno mientras las manos sostienen el balancín como si fuera un par de alas. La punta de un pie toca el cable de acero, se desliza hacia el talón, se afirma antes de ceder lugar al otro pie. Así avanza el funambulista, confía en el cable que ha instalado, en el cable que dibuja a medida que avanza.
Atravesar la cuerda floja es una experiencia de pasaje. Cada funambulista atraviesa la cuerda una vez. No es el mismo sujeto el que parte que el que arriba. Y es en tanto ritual de pasaje que el funambulismo permite pensar tan bien la adolescencia.
Si un modo de contar el tiempo es el de la pubertad con su transformación biológica -las glándulas se ponen en movimiento y hacen que las hormonas, como hordas invasoras, arrasen con cualquier civilidad conquistada por la escolarización previa-, el otro será el de la adolescencia, nuestro funambulismo, en el que no se trata ya del despliegue del código encriptado de la especie sino del develamiento de un misterio. La metamorfosis también evocará, para quien la experimenta, un matiz kafkiano, el susto ante la propia identidad acechada por un cambio que puede ser maravilloso o catastrófico, o ambas cosas a la vez.
Los mutantes pueden extasiarse ante sus cambios, descubrir sus branquias o ensayar el uso de las alas que les han crecido tanto como avergonzarse de mutaciones que por momentos los hacen sentirse infames criaturas.
De un modo u otro, mariposas o insectos, ya vuelan.
Una de las zonas de ruptura, uno de los espacios en donde se dirime la diferencia generacional en curso, es el de la lengua. De ahí la utilización de jergas o idiolectos, ese código grupal adolescente que funciona como contraseña de pertenencia, dejando inmediatamente afuera a quien no lo comprende.
Aquí se impone la concepción que tiene Lacan acerca de la segregación: no se trata de que los jóvenes formen un grupo cerrado y a partir de su singularidad identitaria excluyan al diferente, sino que es el gesto mismo de la exclusión –en este caso de los adultos– el que funda la comunidad. La segregación genera la comunidad, y no a la inversa. Uno de los modos en que se produce esa maniobra segregativa es a través de la lengua. Y la de los funambulistas es una lengua de outsiders, lengua en construcción que se está inventando en ese preciso momento.
No es raro encontrar a niños que se resisten a la imposición por parte del Otro de la estructura del lenguaje que indefectiblemente habrán de habitar: obstinados en conjugar regularmente verbos irregulares, obcecados en adjudicar a las palabras el género que ellos desean o en utilizar apodos como sustantivos comunes, nos arrancan más de una sonrisa, nos tientan a los adultos a extenderles la moratoria infantil y no corregirlos demasiado deprisa, no contaminar de correcciones gramaticales, sintácticas o semánticas tamaña frescura. Su desafío infantil está destinado a fracasar y más temprano que tarde entrarán en el orden de las conjugaciones y la ortografía, de la pronunciación correcta y el lenguaje sin gracia de la latencia.
Con los funambulistas las cosas suceden de modo distinto: habiendo atravesado ya la aduana del Otro, quienes no son psicóticos al menos, manejan el código que la familia y la escolaridad han pulido en ellos. Y es precisamente su habilidad de manejo lo que les permite rehuirlo mejor, inventar sus propias palabras, forjar contraseñas, aliterar, inventarse una escritura cacográfica, enviar mensajes con economía de letras, escribir correos como criptogramas, escaparse de cualquier desciframiento posible por parte de los adultos. Y hay allí, como en los niños, una impugnación al código del Otro, pero una impugnación más eficaz; que no está condenada al fracaso porque rehuye la confrontación directa, reemplaza el desafío por el desdén, la contumacia por la ignorancia más flagrante de la norma y de quien la detenta.
Más aun, redoblando la apuesta, los jóvenes se inventan una lengua que coloniza el mundo adulto pues inventan palabras para fenómenos que también inventan. Proponen una lengua para lo que no existe, y nombrándolo lo hacen existir. Así sucedió con los verbos googlear o tuitear o con los prometedores oficios de hacker o youtuber o con el estatuto ambiguo de amigovio… Si hiciéramos el catálogo de los nuevos términos, veríamos que en su mayor parte se trata de incursiones funambulistas, de esfuerzos de nominación que los tienen por protagonistas.
Al mismo tiempo que descubren lo nuevo guardándose el derecho de nombrarlo, inventan nombres y crean así entidades reales –ficticias– como si se tratara de gólems o continentes perdidos. Tanto como entran nuevas palabras al vocabulario aceptado por cada lengua, otras salen, ignoradas por el desuso del cual son objetos. El lenguaje es materia viva y tanto como evoluciona, envejece. Y quizás la parte del lenguaje que más rápido lo hace sea la lengua de la parroquia funámbula. La lengua muta mientras los jóvenes crecen; mientras cree formarlos, ella misma es la modificada.
La lengua funámbula tensa también, y permite ver mejor, la dimensión del malentendido inherente a cualquier comunicación, la absoluta singularidad del modo en que cada quien hace uso del lenguaje que lo habita. La multiplicación celular desenfrenada de sus organismos en crecimiento, ésa que se aprovecha de la noche para avanzar a grandes trancos y llevar la especie a su clímax físico, tiene su correlato en la formación de nuevos modismos, nuevas ideas que sólo pueden existir gracias a las nuevas palabras que las hacen visibles.
El lenguaje es una materia y las opciones matéricas de los jóvenes son diferentes. Nada allí es definitivo y la ambición funambulista no anhela la gloria post mortem sino la aventura en vida, no quiere mausoleos sino arquitecturas efímeras, descree de las obras acabadas para optar por las improvisaciones, prefiere bocetar a terminar.
Sus palabras, ladrillos de la lengua, se vuelven incorpóreas: tienen menos sílabas que las nuestras y no precisan escribirse hasta el final, simplifican la ortografía al punto de olvidarla pues la sola idea de una ortografía les resulta ridícula. Las palabras no están para ellos destinadas a durar, no son palabras pensadas como epitafios sino palabras–cometa, palabras sin solemnidad que salen de sus bocas como globos inflados con helio y, apenas salidas, vuelan.
Así como nacen esas palabras, mueren desatendidas según el capricho de las modas, los influjos de series de culto o de ídolos de ocasión, para ser reemplazadas al instante por otras que correrán idéntica suerte. Podríamos imaginar un cementerio de palabras en desuso, de palabras que alguna vez fueron funámbulas y luego fueron angostándose hasta casi desaparecer convertidas en interjecciones y monosílabos, palabras indescifrables fuera del clan que yacen caídas y herrumbradas. Un futuro arqueólogo del funambulismo podría rastrearlas, distinguir capas sedimentarias de distintas épocas, rescatarlas entre los utensilios y restos de ropa, entre viejos vinilos y libros enmohecidos. Allí estarían aún esos vestigios funámbulos, en esa chacarita del lenguaje, ese desarmadero donde han de recalar las frases y las palabras tránsfugas que alguna vez volaron y hoy yacen allí, olvidadas, irremediablemente rotas.
Otro modo de saber que estamos afuera es cuando los observamos con impotencia en sus dificultades, la cara inflamada por los golpes recibidos, el equilibrio vacilante, la amenaza del vacío aspirándolos. No siempre podemos salvarlos, no siempre es posible evitarles el riesgo de vivir. El funambulismo es fundamentalmente una travesía en la que el prematuro animal humano salda la deuda contraída con quienes lo cobijaron en tanto cría, y sale al espacio exterior. No hay amarra ni consejo ni mirada atenta que logre anular el riesgo que implica esa travesía. Sin riesgo, esa travesía no tiene ningún sentido, y el coraje que ha de poder demostrar el funambulista tiene por contrapartida nuestra capacidad de soportar la angustia de que nos falte.
El funambulista ama el riesgo. Y por eso la edad en que esta rara afición de caminar por la vida como si fuera una cuerda floja se hace irrefrenable, coincide también con la aparición de una panoplia de elecciones riesgosas. Difícilmente un adolescente sueñe con ser escribano, académico o protesista dental. Más allá de la nobleza de cualquier oficio, sus derivas deseantes lo llevarán a imaginarse desempeñando oficios extraños, en lugares infectos de alimañas o enemigos feroces, defendiendo causas perdidas o cambiando el mundo drásticamente. Los jóvenes Gates o Jobs son figuras inspiradoras para muchos, pero no en verdad en su imagen de supuesto éxito global, al menos no sólo en ella, sino antes de hacerse multimillonarios, cuando sólo tenían una idea y se jugaban el corazón en ella. Tras el sueño de Silicon Valley y las voluptuosas cotizaciones del Nasdaq, lo que añoran es la precariedad e incertidumbre de una idea en un garage, la libertad para pensar al universo más allá de los márgenes conocidos.
Si hay alguien que podría funcionar como el santo patrono de los funambulistas es una figura como la del Che Guevara. La muerte congeló la fotografía del Che en el momento justo: no tan pronto como para ser un joven funambulista más que se sacrificaba, como podrían haber sido Kurt Cobain o Jim Morrison, ídolos posibles pero sólo para funambulistas demasiado atraídos por el precipicio; no tan tarde para devolvernos una imagen de guerrillero jubilado y artrósico. Justo en ese momento en que una vida se decide –hay muchos– entre tocar tierra firme o volver a la cuerda, el Che Guevara elige la cuerda. Es el ministro de industria de un país joven el que deja su cartera para tomar el morral y dirigirse al monte boliviano. Aunque fracase, o quizás porque fracasa, ese gesto de inmadura madurez es una marca de verdad funambulesca.
El arte, otro modo de hacer de la disciplina funambulesca una forma de vida, atrae en particular a los jóvenes acróbatas. Se les promete una vida de riesgos, una vida no sólo de búsqueda sino de búsqueda inútil, ajena a cualquier entrada en razón. El funambulista bien puede hacer suya la frase de Thomas Bernhardt que invita a afanarse al menos por el fracaso: cada vez que fracasa recomienza sabiendo que fracasará nuevamente. Como dijo ese gran funámbulo que fue Samuel Beckett hasta su muerte, ese funámbulo que sobrevivió a su propia madurez y que adelgazó el lenguaje hasta convertirlo en un cable de acero y luego caminó por él: fail, fail again, fail better.
Si hay alguien que no lo es, que no será jamás el santo de la devoción funambulista y que bien puede ser incluso su reverso, será el padre del mismo. Justamente el funambulismo supone una orfandad, caminar hacia el centro del vacío implica renunciar al cobijo paterno, retirar la investidura de omnipotencia con la que el joven revistió, hasta hace poco tiempo, a ese funambulista retirado que es su padre, a ése que cambió la tensión del riesgo y la incertidumbre del futuro para hacerse de un plan, el que decidió un buen día dejar de explorar territorios nuevos para cartografiar los que ya conocía, el que eligió industrializar su capital de dinero y de saber para gozar de sus dividendos más que apostarlo todo a fichas inciertas.
El riesgo que caminar en la cuerda floja entraña, no es para el funambulista un abrazo narcisista mortal sino un modo de salida del narcisismo al que está prometido. Ese narcisismo no es del joven encantado con su propia imagen, pues quien lo está no logra el equilibrio ni el coraje necesario para asomarse a la cuerda. El narcisismo es a menudo el que lo encierra en el sitio del cual proviene, en el capricho del deseo materno, a menudo, que lo cautiva haciéndolo cautivo. Ese espejamiento es el verdadero reflejo de Narciso, ése que lleva a un joven a mirarse reflejado en las pupilas vidriosas e ilusionadas de su madre mientras ésta ve realizados sus anhelos incumplidos en las conquistas que su hijo aún no ha dado pruebas de poder alcanzar. Y por eso mismo, por esa potencialidad en ciernes, es que la trampa queda montada y la suerte echada.
Termino con una cita: La vida se empobrece, pierde interés, cuando la máxima apuesta en el juego de la vida, que es la vida misma, no puede arriesgarse… No osamos considerar cierto número de empresas que son peligrosas pero en verdad indispensables como los ensayos de vuelo, las expediciones a países lejanos, los experimentos con sustancias explosivas… La inclinación a no computar la muerte en el cálculo de la vida trae por consecuencia muchas otras renuncias y exclusiones. Y no obstante, la divisa de la Hansa -escribía Freud, en lo que podría ser una consigna funambulista- decía Navigare necesse est, vivere non necesse: Navegar es necesario, vivir no lo es.