El psicoanálisis en el camino del arte
Ir más allá
Es un lugar común decir que los artistas se adelantan a los analistas. Que sea un lugar común no significa que hayamos aprendido lo suficiente, y las variadas formas del psicoanálisis llamado “aplicado” dan cuenta de ello. ¿A cuenta de qué arrogancia nos ampararíamos para explicar las obras de arte o más aún, la psique de un artista? El resultado es banalizar, psicologizar, en fin, encontrar ahí lo que ya sabemos. Quizás eso sea incluso didáctico, pero está muy por debajo de las posibilidades que ofrece el cruce entre arte y psicoanálisis.
No dejemos de advertir la extrañeza de ese cruce: como el del paraguas y una máquina de coser en la mesa de disección en Breton. No se habla de articular el psicoanálisis y la ingeniería industrial o el psicoanálisis y la jardinería. Algún isomorfismo, algún contacto íntimo habita a este par de prácticas para que podamos aparearlas.
En el arte están más acostumbrados a estas mixturas y articulaciones. Disciplina antropofágica por naturaleza, puede explorar la genética o la manufactura de muebles, la arquitectura, la colchonería o la industria de los alimentos.
En el arte tenemos el modelo de una praxis que se atreve a desdibujarse en múltiples fertilizaciones cruzadas, en feroces contrabandos conceptuales y formales, y aún así mantiene su singularidad. Tenemos allí un modelo para pensar las herramientas del futuro de nuestra práctica, contra la tentación de encerrarnos en nuestro pequeño mundo psicoanalítico.
También es incuestionable que muchos artistas encuentran en el psicoanálisis un estímulo necesario. No sólo si se recuestan en nuestros divanes, sino también en la interlocución, en esa conversación infinita de la que hablaba Blanchot en la que estamos tan a gusto desde hace más de cien años.
Hay infinidad de ejemplos: la artista plástica Louise Bourgeois o el escritor inglés Hanif Kureishi han reconocido que el psicoanálisis les salvó la vida, y en las obras de ambos la presencia de Freud, Klein o Winnicott y las marcas de sus análisis son indudables. Más aún: he llegado a ver en una muestra de Bourgeois el nombre de su analista, casi como si fuera una obra en colaboración. Y así lo fue también en el caso de Siri Hustvedt quien no hubiera podido escribir su última novela sin su análisis o Bernardo Bertolucci, quien dijo que no hubiera sido posible una de sus películas sin su analista, que merecería figurar en los créditos. Georges Perec no hubiera escrito algunas de sus cosas, no hubiera sobrevivido quizás, sin sus análisis con F. Dolto y J-B. Pontalis. El autor de comics Art Spiegelman no hubiera podido escribir la segunda parte de su magnífica novela gráfica Maus sin su análisis, que aparece retratado entre las viñetas del mismo libro. En más de un caso un analista es el socio oculto de la obra de un artista.
Pero eso no es asunto nuestro, les toca a los otros tomar de lo que nosotros podamos producir desde ese reducto donde se despliegan las pasiones más íntimas, el escenario de la clínica, cada uno de nuestros consultorios.
Como Sófocles, Shakespeare estuvo antes de Freud. Pero Freud precisó redescubrir en sus histéricas y en él mismo eso que los artistas habían ya visto. Tanto como nosotros precisamos reencontrar en nuestros análisis y en cada sesión de cada paciente los fundamentos de nuestra práctica. Así, el psicoanálisis se reinventa permanentemente, no tanto porque cambie –aunque cambie- sino porque debe redescubrir lo que ya sabe.
Esta característica, ineludible, necesaria, no es suficiente para hacer avanzar nuestra disciplina. Hace falta algo más.
Shakespeare se adelantó, no sólo porque su Hamlet revelara las sombras de su complejo paterno aún antes que la muerte del padre de Freud lo confrontara brutalmente con ello en su autoanálisis.
También se adelantó de otro modo: fue el primero en inventar personajes que cambian a partir de oír lo que dicen. Lo que bien podría ser una descripción sucinta de la práctica psicoanalítica: ese lugar donde uno cambia a partir de oír lo que dice.
El gran escritor norteamericano Philip Roth, en un libro llamado Patrimonio, relata la agonía de su padre. La ambivalente y fundamental relación de un hombre que cuida a su padre se describe en un relato conmovedor. Al final del libro, el padre se le aparece al narrador, como un fantasma, para hacerle un reproche. Y ahí mismo, en el último párrafo, Philip Roth nos dice que, con la falta de decoro propia de su oficio, escribió este libro durante la agonía de su padre, mientras lo limpiaba y lo acompañaba, mientras lo curaba y maldecía, mientras anticipaba el final que realmente llegó.
Tengo la suerte de tener algunos amigos artistas. Uno de ellos, fotógrafo, trabaja sobre la memoria oscura latinoamericana. Siempre me pareció que, como punto de fuga invisible de toda su obra, estaba la experiencia del horror concentracionario. Un par de años atrás, finalmente visita el Lager de Auschwitz, me entero que ha sacado varias fotografías y le pido verlas: las paredes de las cámaras de gas y las marcas con las uñas que las arañaban, las pilas de zapatos infantiles, etc. Casi todas las fotos tienen una particularidad: están desenfocadas. El haberlas sacado fuera de foco es el modo en que el artista pudo construir un velo para fotografíar lo imposible de fotografiar. El artista dudaba si sacar esas fotografías. Mientras me cuenta eso, quiere decirme algo respecto a su padre: lo fotografío agonizante. Tiene aún esas fotos que guarda con incomodidad.
Un artista verdadero -Roth y mi amigo fotógrafo son ejemplos- va más allá del decoro, la vergüenza o la culpa, para mostrar eso que es imposible de ver, haciéndolo a la vez soportable. Un artista verdadero no puede retroceder allí. Ahí tenemos una clave. Quizás otra clave esté en ese ir más allá del padre, presente en ambos casos. Quizás un artista verdadero asoma sus narices en ese territorio que un analizante vislumbra al final de su análisis, aún antes sin haberlo comenzado.
Esa clave también es freudiana: recordarán lo que Freud escribe a Pfister, buen pastor de almas, religioso protestante devenido psicoanalista. Le escribe diciéndole que él es demasiado bueno y que así no se obtiene resultado alguno en psicoanálisis. Y que para ello hay que ir más allá: hay que volverse un mal sujeto, comportarse como el artista que compra con el dinero de la mantención de la familia las pinturas que precisa, o que hace fuego con los muebles para que su modelo no pase frío. Sin esa cualidad de malhechor –dice Freud- no se obtiene un buen resultado.
Hay algo implacable en el analista, en el deseo del analista, que no se detiene ante el Bien o las buenas razones, ante el sentido común o las reglas de la cortesía… Ese ir más allá, cuando tendemos a olvidarlo -al convertirse en una profesión es fácil olvidar esas cosas- los artistas nos lo recuerdan. Aunque éstos mismos luchan contra la tendencia al adocenamiento o a la entropía, a producir obras para el mercado o a repetirse en fórmulas exitosas. El arte -también el análisis- tiene que ver con aproximarse a lo desconocido, con el riesgo que ello implica.
Movimiento de apertura a lo extraño y luego de cierre para conceptualizarlo, apertura y cierre. Así, como si fueran movimientos centrífugos y luego centrípetos, avanza el psicoanálisis. Quedarnos en sólo una parte del movimiento nos estanca, nos esteriliza, nos condena a repetir. El pensamiento psicoanalítico funciona mejor así, apertura y cierre, diástoles y sístoles que mantienen vivo el corazón y el cerebro y el oído que son -a fin de cuentas- nuestras principales herramientas.
Seis propuestas
Quizás recuerden un libro del gran Ítalo Calvino: Seis propuestas para el próximo milenio. En esa línea, quiero proponerles, quizás con alguna impertinencia, mis propias Seis propuestas, que representan aquello que el psicoanálisis tiene de más específico, lo que puede aportarle a nuestra época.
En estas propuestas, no por casualidad, los psicoanalistas nos ubicamos en el mismo terreno que los artistas contemporáneos.
1 La primera, la más evidente quizás, es la Singularidad.
Uno de los rasgos centrales del psicoanálisis es que éste consiste en un dispositivo para producir subjetividad. Aún cuando ambos se relacionen con un mercado, su lógica es anticapitalista.
Es difícil explicar el psicoanálisis a alguien ajeno a su experiencia, tanto como lo es enseñarle el arte contemporáneo a un no iniciado. Se puede, claro, explicar con claridad y persuadir por qué un cuadro de Leonardo o de Van Gogh son obras de arte, tanto como se puede expliar con claridad e incluso persuadir acerca de qué es una psicoterapia o un fármaco antidepresivo. Explicar el psicoanálisis o la obra de un artista que decide teñir de verde el río que atraviesa Estocolmo, u otro que organiza una comida colectiva como una performance es bastante más complejo y el efecto a menudo es la incredulidad o la risa.
Probablemente no exista ninguna otra disciplina donde la universalidad de la ciencia se articule con la singularidad del caso de modo tan complejo y paradojal. En Ciencia, leyes de validez general se aplican a situaciones particulares a las que rigen; si no funciona, se revisa la estructura de la ley científica en cuestión. Por lo general, al menos durante un buen tiempo, los casos particulares funcionan según la legalidad científica de un paradigma. Así avanza la ciencia y, cada tanto, se producen revolucionarios relevos de paradigmas.
En Arte, no hay ley sino singularidad absoluta y la obra de cada artista no reconoce otra soberanía que la del estilo de su artífice. Aún cuando ésta pueda encuadrarse en escuelas, corrientes o manifiestos ocasionales, es la singularidad absoluta lo que manda y nadie pide otra cosa.
En psicoanálisis nos encontramos, por un lado, con un corpus de postulados, de disímil valor epistemológico que pretenden asir regularidades comprobadas por los analistas en un siglo de experiencias y evidencias clínicas. Pero el valor de esa ley universal se detiene ante cada caso, siendo ése además uno de los postulados universales de su técnica: cada caso es nuevo, cada sesión de cada caso es nueva, y así, la experiencia clínica no puede ser el lugar en el que se aplican y validan las teorías sino, en todo caso, donde se las redescubre. Cada caso, en esta ciencia de lo singular que es la nuestra, nos interesa por el detalle en que no se ajusta a la teoría.
Uno de los efectos de la experiencia analítica debería ser el desasimiento de las alienaciones e ilusiones del Ideal, la producción de un librepensador, un sujeto que -advertido de los significantes que han marcado y condicionado su existencia, de su particular modo de gozar y libre en la medida de lo posible de sus síntomas y del fondo de repetición que en ellos resuena- sea capaz de pensar por sí mismo: lo que Hanna Arendt llamaba selbstdenken.
Esa posición, que propiciamos en nuestros pacientes y nos recomendamos en tanto analistas: pensar en nombre propio, minar cualquier asomo de discurso único, abandonar el terreno de las conveniencias y connivencias, convertirnos en insurgentes del pensamiento frente a tanta inclinación al confort y a la placidez de una época donde parecieran haber terminado no sólo los grandes relatos que servían de amparo a la intemperie humana, sino también ese sujeto crítico, y también neurótico que el psicoanálisis interpela.
2 Otra propuesta es la de la Marginalidad, o podríamos nombrarla también como Excentricidad.
Excéntrico, en primer lugar, significa raro.
Según cuenta Milan Kundera, su padre fue reduciendo su vocabulario con el paso del tiempo. Al final de su vida, éste se había reducido a solo dos palabras: “es raro, es raro”. Tenía otras palabras, claro, pero estas dos resumían su experiencia.
Más allá de que para nosotros -habituados como estamos a ganarnos la vida con el psicoanálisis- éste es algo habitual, no es extraño que el psicoanálisis -como el arte contemporáneo- sea vistos como algo “raro”.
Excéntrico también es aquello que está descentrado o tiene un centro diferente. La órbita del psicoanálisis -también la del arte contemporáneo- no gira en torno al centro de la ciencia ni del capitalismo ni del sentido común sino más bien los subvierten.
Mal que nos pese, nuestra disciplina pertenece a los márgenes. Y eso más allá de que sus descubrimientos tengan ya un lugar en el saber humano. Fue así desde su surgimiento, ignorado por la Academia y el mundo científico. Ha habido momentos en los que el psicoanálisis ha fulgurado como moda, pero estar de moda no es ni sostenible ni deseable. Quizás hoy, cuando las transferencias al psicoanálisis no están dadas de antemano sino que hay que generarlas, ponerlas a punto con esfuerzo, estemos en una situación más lógica para la práctica que se encargó de echar luz y de mantener la apertura del diafragma sobre ese esquivo objeto, el inconciente.
El psicoanálisis y sus cultores -pese a los honores que hayan podido conquistar- se encuentran en un lugar marginal en las sociedades urbanas donde han crecido. Por incómoda que pueda ser esta situación, la marginalidad del discurso analítico en relación al de la ciencia, la de la práctica analítica y la de los analistas mismos es a la vez el resorte oculto de su eficacia.
3 La posición marginal del psicoanálisis, su carácter excéntrico, es estructural, y se debe a a su carácter residual. Mi tercera propuesta –si se me permite un neologismo- es entonces la Residualidad.
Así como desde su surgimiento debió ocuparse de los pacientes que ni la psiquiatría ni la neurología deseaban oír -las histéricas a las que solo cabía descalificarlas o mostrarlas en el escenario charcotiano como fenómenos- o de fenómenos que eran el descarte de la psicología académica como sueños, lapsus y fallidos, el destino de recolector de basura sigue persiguiendo al psicoanalista aún hoy. El psicoanálisis se ocupa de lo que queda apartado como un resto inutilizable por otras prácticas, salvándolo del campo de la superchería. Se ocupa del sujeto excluido de la ciencia, o de la experiencia perdida, o del malestar que ningún gadget logra saturar, o las cosas del amor que el discurso capitalista desecha. Y el analista paga un precio, al punto de convertirse él mismo en un residuo más, olvidable, al final de la experiencia.
El psicoanálisis sería así una forma de heterología, que era –según Bataille- la ciencia de lo irrecuperable, los desechos o los restos, la que se ocuparía de la “parte maldita”, opuesta a cualquier representación homogénea del mundo, a cualquier sistema filosófico.
4 La cuarta propuesta tiene que ver con el Fracaso.
La idea del fracaso, por ejemplo, es algo con lo que el arte y el psicoanálisis se enfrentan a diario. Si la mitología norteamericana permite una aproximación al éxito a través de distintas versiones -del self made man, pasando por las stars hollywoodenses a la conquista del Oeste o sus versiones imperiales actuales- vivir en los márgenes -siempre “en vías de desarrollo”- permite una lectura más cercana del fracaso. Si el inglés es la lengua del éxito, como pudieron haber sido antes otras linguas francas como el latín o el griego, otros idiomas como el yiddish o las lenguas aborígenes, son lenguas del fracaso, de la derrota. Si un terapeuta neoconductista o un psicofarmacólogo se enfrentan a menudo con el éxito, la práctica de un psicoanalista se topa a diario con el fracaso. Y no se trata aquí de un goce derrotista o la ineficacia de una práctica. Es al revés: es porque nuestra práctica es eficaz que encuentra esa claraboya privilegiada, lúcida y directa hacia el fracaso. Si el éxito es apenas un fuego de artificio imaginario, el fracaso es la verdad de la especie y de la experiencia humana, a partir de que la muerte pone en perspectiva retroactiva la vida misma. Si el psicoanálisis es una práctica anclada a la vida, lo es a sabiendas del fondo de muerte a partir del que se recorta el deseo.
Vivimos una época en la cual el culto al éxito ha desplazado a cualquier otra religión. Y como cualquier otro culto, cuenta con sus variantes moderadas o fundamentalistas. Esta nueva cosmovisión religiosa se aplica a todo y a todos y es verdaderamente difícil sustraerse al soberbio e irritante rasero del éxito. Se pretende medir al psicoanálisis también desde ahí: ¿cuál es su eficacia? ¿cuál su eficiencia? De la misma manera los sujetos que nos consultan, medidos con igual vara, padecen de esta carrera contra reloj en pos de un éxito escurridizo que siempre se revela más precario de lo que se suponía. El padecimiento puede acompañar por igual tanto a los que lo han alcanzado como a quienes se agitan afanosa y fallidamente en torno a él. Trabajamos con eso. Y desde nuestro lugar privilegiado para descubrir ciertas dinámicas sociales advertimos que rara vez, si un psicoanálisis es verdadero, sus protagonistas lo miden en términos de éxito. Quien se analiza sabe que un síntoma invalidante puede resolverse, lo que no significa que otras situaciones no puedan volverse sintomáticas; tanto como un cambio en la posición subjetiva puede ser crucial, más allá incluso de la subsistencia de algún síntoma. El éxito como criterio de evaluación presupone la extirpación del conflicto de la vida anímica, justamente el conflicto que el psicoanálisis reintroduce. Un analizante advertido descubre que detrás de cada éxito aparente, yoico o superyoico, subyace un fracaso posible. Aún al final de una cura lograda, el ánimo que embarga a los sujetos no es de algarabía. Bajo diferentes modos de teorización se advierte en los finales de análisis un dejo de tristeza, de encuentro con lo fallido, con lo incompleto, con lo caído. Por eso no usamos la palabra éxito para describir procesos que sin embargo consideramos logrados. Frente a eso quizás nos genere alguna envidia la estridente satisfacción de sí mismos con la que suelen terminar los protagonistas de algunas curas no analíticas… Nada hay más ridículo que un análisis que las vaya de exitoso y no hay más que pensar en la apuesta de Freud –transformar miserias neuróticas en infortunios corrientes- para ver qué tan hondo cala en el psicoanálisis cierta ética del fracaso.
Las curas de las que Freud extrajo más enseñanzas fueron por lo general curas malogradas. Los análisis de los pioneros fueron de algún modo análisis fracasados: el de Freud con Fliess, el de Anna Freud o el de Ferenczi con Freud, el de Melitta Schmideberg con su madre Melanie Klein, el de Lacan con Löewenstein… Análisis defectuosos, incompletos, que sin embargo, como se ha dicho, dejaban un resto que propulsaba los desarrollos, la aventura intelectual de aquéllos que emergían como podían de los divanes que habían frecuentado. Octave Mannoni decía que los fracasos nos enseñan más que los éxitos, siempre y cuando los reconozcamos como tales. El encuentro con el fracaso muchas veces significa el reconocimiento de un deseo, la caída de identificaciones alienantes, los garabatos que anteceden a un proyecto propio.
Si alguien sabe de fracasar son los artistas. Y no porque no haya artistas exitosos, estrellas como Mauricio Cattelan. Bendecido como pocos por el mercado y la crítica, Cattelan no vacila en definirse como un fracasado. Cierta vez incluso quiso poner en marcha una universidad del fracaso, un método para enseñar a fracasar, una manera de inocularle cierta sensación de debilidad a un sistema obsesionado por el éxito. Como era de esperar, su proyecto fracasó por completo…
Pero el psicoanálisis también es una disciplina para enfrentar con elegancia el fracaso, para darle pelea, para salir airoso y vivir una vida acorde al propio estilo y no guionada de principio al fin por el Otro.
5 La quinta propuesta se refiere a la Extraterritorialidad
El psicoanálisis se despliega en una zona de frontera, extraterritorial en relación a todo otro saber: ciencia, arte, religión.
La relativa rigidez de su método contrasta con la proliferación de teorías que dan cuenta de lo que sucede bajo ese cielo protector del encuadre, y también con la permeabilidad de nuestro discurso a tantos otros: el de la ciencia, el del arte, el de la filosofía, el de la cultura popular. Pareciera que podemos extraer incentivos para pensar al psicoanálisis prácticamente de cualquier lado. Como si fuera una indemnización: se nos compensa la relativa debilidad científica de nuestra disciplina con una apertura fértil a otros territorios, se nos condena a ser una disciplina pequeña, con poca tradición autóctona, pero con muchas fronteras. No parece poco.
El surgimiento del psicoanálisis se da en una de esas raras épocas de la humanidad donde los saberes de frontera se confunden y fecundan recíprocamente: la Viena de principios de siglo XX que dio lugar a Klimt y a Schiele, a Musil y Wittgenstein, a Schönberg… Esa época, como el Renacimiento en Florencia o las postrimerías del medioevo en la Córdoba andaluza, antes de la expulsión de los árabes, fueron tiempos fértiles para un pensamiento mestizo, ése de donde puede surgir lo nuevo; tanto como los tiempos de excesiva especialización, del confort endogámico intradisciplinario permiten sólo avances unidireccionales, exploraciones en direcciones ya conocidas.
Freud era un hombre de frontera que vivía en un mundo en trance de desaparecer, ejemplar viviente de la creativa tensión entre la cultura alemana y la tradición judía, deudo del saber de los griegos y de lo que arribaba a la capital desde los arrabales cosmopolitas del imperio austro-húngaro. Un hombre de frontera que anhelaba enlistarse en las filas de la ciencia pero a la vez se dejaba hablar por las consecuencias de su descubrimiento, que lo apartaban de esa cálida promesa. Un hombre de frontera más humanista que positivista, que cultivó el rigor de la ciencia dejándose sin embargo mostrar el camino por los poetas. Si Freud hubiera sido otro, sería hoy el explorador del sexo de las anguilas en la historia de la fisiología, el pionero de la cocaína entre anestesistas y odontólogos o un capítulo más en la historia del mesmerismo, y no un pensador que permitió ver tras bambalinas -explorando el sexo de los ángeles, el misterio de la sexualidad- aquello de lo que los humanos estábamos hechos.
6 Muchas de estas marcas que nombré por momentos se solapan, siendo en realidad distintas facetas, heterónimos casi, de la extranjería constitutiva del psicoanálisis. La Extranjería, entonces, es la última de mis propuestas.
Estas marcas del psicoanálisis, en las que quizás muchos nos reconozcamos, emparentan al psicoanálisis más con el arte que con la ciencia. El arte es extraterritorial y también marginal como disciplina, y ni hablar los artistas mismos, marginales por definición. Si algo define a un artista es su estilo, su singularidad. Y nada acompaña más su experiencia que el fracaso, al punto que los artistas supuestamente exitosos, si son tales, estarán cerca de Cattelan si quieren evitar el riesgo de convertirse en banales personajes incapaces de decir algo verdadero. El arte profana toda jurisdicción, incluso la científica, y allí el saber docto no tiene el menor lugar. Y por supuesto, hace del artista un eterno extranjero que habla un lenguaje extraño, al punto que a menudo no se entiende sin traducción.
A veces olvidamos que el psicoanálisis surgió como una disciplina extranjera y en ese lugar es donde (re) encuentra tanto su legitimidad como su eficacia y potencial heurístico. El analista ocupa el lugar del Extranjero, que es -como recordaba Derrida- quien trae las preguntas. En tanto analistas, replicamos lo que Gilbert & George, una pareja de artistas contemporáneos, confiesan hacer con su trabajo: aportar incomodidad y extrañeza al tejido normal del mundo.