Lo que resta. Psicoanálisis bajo el agua

O que resta. Psicanálise debaixo d´água

The art of loosing

Me gustaría empezar con un poema.

Ustedes saben que el psicoanálisis le debe mucho a la poesía.

En muchos sentidos. Por ejemplo, en la forma de la interpretación (que produce más olas -la función que debía tener la interpretación para Lacan era ésa, producir olas- si está formulada de modo más poético que narrativo.

Pero también en el significado original de poiesis, en tanto creación de una palabra nueva. Apostamos a que lo que se dice en un análisis tenga efectos performativos, que contar algo cambie no solo a quien lo cuenta, sino que cambie la realidad misma de lo contado.

No sabía que iba a decir un poema, este poema, hasta hace unos días, cuando buscaba libros en mi biblioteca para preparar lo que quería decirles hoy, y me encontré -practicar el psicoanálisis exige estar abierto a los “encuentros”- con un libro de Elizabeth Bishop, la poetisa norteamericana. Saben que Elizabeth Bishop amó Brasil, donde vivió veinte años. Mientras pensaba que una biblioteca ha de ser lo primero que se pierde en una inundación, encontré One art, su poema más conocido.

Voy a leérselos, no es largo.

The art of losing isn’t hard to master;

so many things seem filled with the intent

to be lost that their loss is no disaster.

Lose something every day. Accept the fluster

of lost door keys, the hour badly spent.

The art of losing isn’t hard to master.

Then practice losing farther, losing faster:

places, and names, and where it was you meant

to travel. None of these will bring disaster.

I lost my mother’s watch. And look! my last, or

next-to-last, of three loved houses went.

The art of losing isn’t hard to master.

I lost two cities, lovely ones. And, vaster,

some realms I owned, two rivers, a continent.

I miss them, but it wasn’t a disaster.

-Even losing you (the joking voice, a gesture

I love) I shan’t have lied. It’s evident

the art of losing’s not too hard to master

though it may look like (Write it!) like disaster.

Y ahora en mi mal portugués, traducido por Paulo Henriques Britto:

“A arte de perder”

A arte de perder não é nenhum mistério;

Tantas coisas contêm em si o acidente

De perdê-las, que perder não é nada sério.

Perca um pouquinho a cada dia. Aceite, austero,

A chave perdida, a hora gasta bestamente.

A arte de perder não é nenhum mistério.

Depois perca mais rápido, com mais critério:

Lugares, nomes, a escala subseqüente

Da viagem não feita. Nada disso é sério.

Perdi o relógio de mamãe. Ah! E nem quero

Lembrar a perda de três casas excelentes.

A arte de perder não é nenhum mistério.

Perdi duas cidades lindas. E um império

Que era meu, dois rios, e mais um continente.

Tenho saudade deles. Mas não é nada sério.

– Mesmo perder você (a voz, o riso etéreo

que eu amo) não muda nada. Pois é evidente

que a arte de perder não chega a ser mistério

por muito que pareça (Escreve!) muito sério.

El psicoanálisis es un art of loosing, un arte de perder, solo que permite aprender a perder de a poco (nada lo dice mejor que esa extraordinaria expresión: abrir mão) , aprender a perder acompañado por la artesanía clínica del analista, bajo su cuidado, uno a uno. Aprendemos así a convivir con eso llamado Castración (algo paradójico, pues nunca estamos más castrados que cuando no se la acepta), acostumbrarnos a vivir con lo que falta, con “la” falta, eso para lo que Pontalis encontró un mejor nombre: “el hueco”. Pero en una catástrofe, cuando lo traumático irrumpe, se altera la dosificación, el hueco se hace literalmente presente, lo simbólico trastabilla, lo imaginario no alcanza a velarlo, lo real nos abruma, nos inunda -literalmente también- la angustia.

El arte de perder deja de ser un arte para pasar a ser lisa y llanamente una realidad fáctica, la de la pérdida. La tragedia pierde su carácter narrativo -que hilvana, que permite entre otras cosas la catarsis- y la escena del mundo irrumpe rompiendo todos los diques.

La transferencia cede lugar a la realidad que entra por la ventana y presentifica el desamparo compartido.

Coordenadas

Siempre que hablo me gusta pensar en las coordenadas, porque creo que todo discurso sobre el psicoanálisis tiene que ser situado. Situado no significa localista, sino l todo lo contrario. Pues siempre a través de cierta dislocación, de algún grado de extranjería, es como se piensa mejor al y en psicoanálisis.

Pensemos un poco las coordenadas de esta conferencia:

Las de tiempo por ejemplo. La contemporaneidad: aunque parezca obvio que pertenecemos a ella, no lo es. Hay gente que habita la contemporaneidad imaginando el futuro. No es raro que eso suceda con algunos artistas o científicos: lo que producen recién será comprendido o apreciado en el futuro. Hay otros que viven en la contemporaneidad como si habitaran el pasado: apegados a tradiciones, convencidos que todo tiempo pasado fue mejor, protestando ante lo que cambia. El modo que tiene el psicoanálisis bien entendido de habitar la contemporaneidad está a medio camino, al darle espacio tanto a la historia como al deseo, cabalga entre pasado y futuro. Habita lo contemporáneo -no por casualidad es el nombre de la institución que nos convoca- al modo en que lo pensaba Agamben: de modo inactual y anacrónico, sin coincidir del todo con su tiempo.

Pensar lo contemporáneo en ese sentido es, por un lado, como acostumbramos hacer en psicoanálisis, pensar contra el tiempo, extrañados de la moda, del sentido común de una época, apelando a la singularidad más que a cualquier denominador común y desconfiando del progreso. Me ocupo, cada vez que puedo y aun en medio de nuestra nueva civilización digital, de rescatar el ADN analógico y anacrónico del psicoanálisis.

Pero pensar lo contemporáneo, en el sentido de Agamben, implica además pensar las oscuridades de una época, lo que permanece inadvertido si uno va con la corriente. Si uno se fascina con su Zeitgeist, se extravía. Tanto como un sujeto demasiado satisfecho de sí mismo se vuelve alguien inanalizable y se empobrece.

El lugar también es una coordenada. Les hablo ahora desde Uruguay, tan cerca, tan lejos de POA.

Hace doce años que empecé a viajar a Porto Alegre, donde he estado muchas veces, donde tengo amig@s querid@s, donde he podido dialogar con colegas de muchas instituciones. Siempre me maravilló la ciudad, el modo en que, siendo un puerto, le daba la espalda al río. Tiene la misma escala y está muy cerca -en línea recta- de la ciudad donde vivo, sin embargo no es sencillo llegar. A veces vivimos cerca y estamos aislados -el aeropuerto de POA está cerrado aun- y a veces, desde lejos, estamos más cerca que nunca.

La lengua es también una coordenada. Empecé con un poema en inglés. Hablo en español, me escuchan en portugués, asumiendo que ustedes entienden español, y que yo entiendo portugués. Y que nos permitimos cada uno hablar en su lengua materna. Y de ese modo, acentuamos otra de las formas de la dislocación, el malentendido, la extranjería (obligados como estamos en psicoanálisis a escuchar nuestra propia lengua como si se tratara de una lengua extranjera). Siempre hacen falta -como dice Barbara Cassin- más de una lengua (agrego: más de una teoría también). Es mucho más fértil hablar entre lenguas que en un portuñol mal fabricado.

Otro modo de la dislocación es el que permite la virtualidad. Luego de otra tragedia -la pandemia- desarrollamos adaptaciones, aprendimos a trabajar y a vivir de modo dislocado. Si podemos conversar hoy, es gracias a este modo dislocado de encontrarnos, tan contemporáneo.

Agosto, caña con ruda

Sigo con las coordenadas. Estamos en agosto. Asistimos obscenamente a guerras que se despliegan por medio mundo -de Medio Oriente a Ucrania, por nombrar a las más populares, pero de ningún modo las únicas-; a terremotos que hacen temblar al mundo recordándonos la fragilidad de todo; a la otra catástrofe -social- que es el reverso del capitalismo y su absurdamente desigual distribución de la riqueza. Incendios y lluvias de proporciones bíblicas son parte del paisaje cotidiano en el mundo de hoy.

Estamos aun en agosto y el 1 de agosto mi mujer apareció con un trago extraño para que tome, supuestamente para conjurar la mala suerte y atraer la salud y la buena fortuna. Era caña con ruda. La costumbre nació en el noreste de mi país, muy cerca de POA, en la época de la colonia. Allí los guaraníes, en épocas donde coincidían intensas lluvias y el frío invernal, inventaron este ritual. No tengo nada contra los rituales -son importantes en cualquier civilización, y de hecho el psicoanálisis es una suerte de ritual laico en las ciudades occidentales- aunque quizás podamos hacer también algo más, otra cosa frente a la catástrofe. Pensarla por lo pronto, lo que intentamos hacer hoy.

Pensar la catástrofe -para nosotros- es desnudar los mecanismos psíquicos que la hacen posible, y eso intentaré desplegar. Hacer pensable lo traumático no lo resuelve, lo vuelve al menos soportable.

Hay un mecanismo presente, por lo pronto, más que evidente, el de la Verleugnung freudiana, la desmentida, la renegación. Una de las formas de vérnoslas con la Castración de la que les hablaba.

Lo que hacemos frente al incuestionable avance del cambio climático no se explica sin ese mecanismo, donde la realidad de la pérdida se acepta, para negarla al mismo tiempo. Algo que se produce, por supuesto, a costa de una escisión radical del sujeto frente a la realidad.

Es lo que Octave Mannoni describió con esa fórmula tan precisa “ya lo sé, pero aun así…”. Es el mecanismo princeps en una estructura perversa, o en los aspectos perversos presentes en los neuróticos, pero es visible en muchas otras situaciones. Permite explicar por ejemplo la existencia de los terraplanistas, aun hoy en día. O de quienes niegan -como Trump- el cambio climático. El mismo cambio climático sin el cual las inundaciones quedarían inexplicables.

Hay dos películas que muestran, en distintos registros, cómo funciona este mecanismo de desmentida: Melancholia, de Lars von Trier, o la sátira Don´t look up, No mires para arriba.

Lo que vivieron ustedes en POA -lo sé bien porque, a otra escala, lo hemos vivido nosotros, como seguramente lo vivirán otros- con escenas surrealistas como ver yacarés en las calles o caballos en los tejados, propias de un escenario post-apocalíptico, solo se explica por un mecanismo como el de la desmentida, elevado a la máxima potencia.

En un sentido, al considerar anecdótico al cambio climático, que es en realidad la degradación del ambiente que ha hecho posible la vida en la tierra.

Pero otro sentido -donde la desmentida perversa ocupa un lugar central- es el de la relación con la Ley, que es lo que debiera protegernos de las catástrofes. La relación con la Ley -ese dique que encarna el Padre en la subjetividad, lo único capaz de salvarnos del abismo, según Pierre Legendre- se encuentra profundamente pervertida en nuestras sociedades.

Nuestras sociedades jóvenes están agujereadas por la corrupción, las normas son negociables, nos llenamos de reglamentos pero ignoramos las figuras ordenadoras de la Ley. La corrupción -objeto y mecanismo impensables sin la Verleugnung– es también corrosión del lazo social.

Y el resultado es arrojarnos a la intemperie. Eso que Freud llamó Hilflösigkeit, el estado de profundo desamparo del bebé, la inermidad absoluta, original. Cuando renegamos de la Ley, renunciamos a un amparo posible.

Lo que hacemos con el planeta se torna evidente en situaciones como las actuales. Y no se trata de un asunto que interese solo a los verdes, los ecologistas, los que no tienen -como a veces sucede en Europa- preocupaciones más urgentes de las que ocuparse, como nos pasa a nosotros en América Latina. El lugar de la política cobra importancia cuando hablamos de la subjetividad, incluso para hacer posible la subjetividad, para impedir que se ahogue.

Porque una inundación no es un evento imprevisible.

Permítanme ilustrarlo a través de una formulación que me interesa, y tiene que ver con la contemporaneidad.

Antropoceno, Tecnoceno, accidentes normales

Uno de los nombres de lo contemporáneo es el Antropoceno. Para muchos, la huella de nuestra especie en el planeta -una huella que no siempre es benigna, claro está- permite hablar de que el período anterior, el Holoceno, ha desaparecido, y estamos en una nueva era geológica, la del Antropoceno, en la cual nos hemos convertido, en tanto especie, en un agente ecológico.

Como siempre es difícil calibrar las mutaciones epocales mientras éstas suceden (pues hace falta perspectiva temporal), los científicos discutieron mucho acerca de si estábamos o no en una nueva era geológica. El Antropoceno no era aun un hecho hasta que un equipo de geólogos realizó pruebas estratigráficas y demostró que en los sedimentos del planeta había ya huellas de aluminio y plástico, de hormigón y dióxido de carbono, y sobre todo residuos -restos- radiactivos del plutonio de las explosiones nucleares. Así se votó el cambio de era, y se la bautizó a partir de una fecha precisa: 1950, la era nuclear.

Una inundación, sin duda una catástrofe, no puede ser concebida solo como un infortunio, como una eventualidad que puede eventualmente pasar. Tanto como una guerra tampoco lo es, y tampoco lo sería si de pronto nos enteráramos -esperemos que no- de un nuevo estallido nuclear, como el de Chernobyl, o de la aparición de una nueva pandemia. Lo imposible, ahora lo sabemos, puede ocurrir.

Una inundación puede incluirse en lo que se ha definido como un “accidente normal”. Un acontecimiento disruptivo de gran envergadura que, aunque sea raro y extraordinario, es no solo previsible, sino inevitable. Cuando sucede, los hechos se encadenan a gran velocidad y no pueden ser detenidos rápidamente. Los accidentes normales, sistémicos, no son normales porque sean frecuentes sino porque son inherentes al sistema complejo en que vivimos (Charles Perrow, Flavia Costa).

Es interesante la formulación “accidente normal”, pues es un oxímoron. Podríamos pensar que algo que es accidental, no es normal, y si se convierte en normal, ya no es más un accidente. El oxímoron es la figura retórica que mejor se presta a la estructura del inconciente, a su naturaleza paradojal, donde desde Freud sabemos que no existe el principio aristotélico de no contradicción. Allí, en el inconciente, algo puede ser y a la vez no ser al mismo tiempo.

Entonces, si una inundación es un accidente normal, podemos entenderlo casi como un lapsus de la época, un acto fallido del Tecnoceno. Tecnoceno es otro de los nombres del Antropoceno, quizás más ajustado a la revolución tecnológica que está cambiando vertiginosamente nuestras vidas.

Sebald, un escritor alemán que me gusta mucho, dijo que hay un punto en que, catástrofe colectiva mediante, la historia amenaza volver a ser historia natural. Lévi-Strauss lo dijo de un modo crudo también: la antropología -la ciencia del hombre- culminará en entropología, la ciencia de la entropía, de la extinción.

Lo que resta

Inundaciones hay en muchos sitios, cada vez más, solo que lo que emerge es distinto en cada lugar. Hay alguna universalidad en la especie humana, esa particular naturaleza cultural (Lévi-Strauss) que nos convierte en humanos, pero en psicoanálisis todo es particular, singular. La geografía declina la subjetividad, la condiciona, en un nivel agregado de singularidad. El mito tradicional de la sangre y el suelo, en psicoanálisis, se lee de modo diferente: genealogía y geografía, tiempo y lugar.

Hay un psicoanalista que además era historiador y sacerdote jesuita -extraña mezcla- Michel de Certeau. Él intentaba ocuparse, cuando trabajaba como historiador, de los huecos de la historia, de sus restos. El psicoanálisis también se ha ocupado siempre de restos: la histeria y la neurosis en general, segregada por la medicina, los lapsus y los sueños, segregados por la ciencia. Toda disciplina, todo orden autónomo de conocimiento, se constituye por medio de lo que elimina, y produce un resto, condenado al olvido. Pero, a la vez, lo excluído infiltra e inquieta a ese lugar supuestamente limpio. A ese resto, lo que las otras disciplinas abandonan, por inexplicado y anormal -decía De Certeau- nosotros lo convertimos en nuestro centro.

La fórmula “lo que resta” -que elegí para hablar hoy- implica al menos dos cosas: en primer lugar, lo que, quedando afuera, constituye un conjunto (que es lo que decía De Certeau, y es también el mecanismo por el que opera la segregación: segrego a los negros, y constituyo así el conjunto de los blancos).

En segundo lugar, “lo que resta” es lo que queda. Por ejemplo, lo que queda después de los siglos, lo que queda después de una masacre, lo que queda después de una inundación.

Al elegir la fórmula, cometí un equívoco, porque tenía en mente “lo que queda”, no “lo que resta”. Y el origen de la frase es un libro conocido de Agamben, “Lo que queda de Auschwitz”. Cuando leí por primera vez ese libro crucial, pensé que su título debería haber sido “lo que resta” en vez de “lo que queda”, pues hablar de un resto incluye a lo que queda, y al mismo tiempo subraya algo que, para nosotros, tiene la forma de la Castración.

Ese libro habla de muchas cosas, pero fundamentalmente de una: los testimonios que quedan luego de una masacre, los testimonios que dan cuenta de la tragedia. Y lo hace postulando la imposibilidad de cierto tipo de testimonios -y a la vez la necesidad de esos testimonios- y de cómo a veces un testimonio imposible se hace por procuración. Es otro el que testimonia en lugar de la víctima, que ya no puede hablar. Aquí está Agamben junto a Primo Levi, superviviente ejemplar del Holocausto.

Imagino que ustedes habrán escuchado decenas, cientos de testimonios conmovedores acerca de la inundación. Y seguirán escuchándolos, y rastrearán las huellas radiactivas de lo traumático de innumerables maneras. E intentarán coser con palabras los huecos dejados por la inundación.

Pensando en lo que sucedía en Porto Alegre con las inundaciones, y ante la gentil invitación de Rosiani y las autoridades de Contemporãneo, el libro de Agamben vino a mi mente porque fue escrito para pensar la experiencia -si puede llamársela así- catastrófica por excelencia, que permite pensar otras catástrofes que sucedieron antes y después: Auschwitz.

Y permite pensar desde lo que queda, desde los restos civilizatorios de lo que pensábamos que había.

Tenía en mente también una imagen: cerca de donde yo vivo -un lugar que también se ha inundado- existe una gigantesca laguna de agua salada, la mayor de Latinoamérica, llamada Mar Chiquita. El agua ha subido y bajado muchas veces. Una vez, la creciente sumergió todas las construcciones costeras bajo el agua: casas, anfiteatros, espacios públicos. Años después, la sequía -el lado B de la inundación- hizo que el agua bajara y comenzaron a emerger las antiguas construcciones. Pudo verse el modo en que el agua y el tiempo las había trabajado y modificado: salitrosas, oxidadas, semi-destruidas, esas construcciones rojas emergían como si fueran ruinas de la antigua Roma luego de la destrucción. Pero eran ruinas modernas, restos de nuestra propia civilización, la del presente.

Recuerdan que Freud se identificaba con Heinrich Schliemann, el arqueólogo que descubrió Troya. A partir de allí, ha sido habitual identificar al psicoanalista con el arqueólogo: ambos excavarían ruinas para desenterrar verdades ocultas.

Creo que esa metáfora, afín para pensar al primer Freud, se ha quedado corta. Luego de las tragedias del siglo pasado, luego de Auschwitz y las dictaduras latinoamericanas, de genocidios y limpiezas étnicas y sus consecuencias psíquicas, más que arqueólogo, un psicoanalista contemporáneo ha debido convertirse en antropólogo forense. Un antropólogo forense también trabaja sobre lo que resta, solo que ya no se trata de desenterrar piezas de arcilla o mármol, sino huesos. No trabaja en yacimientos arqueológicos sino en fosas comunes. Ya no desentierra templos sino restos humanos, y lo hace para identificarlos, para saber a quiénes pertenecieron los restos nec nomine a los que se les negó el derecho a la sepultura y al nombre. Y como un antropólogo forense, un psicoanalista rellena a veces los vacíos con conjeturas –“construcciones” las llamaba Freud- pues esos restos no siempre encajan entre sí, el hueco, lo que falta, los constituye.

Pero la historia avanza y volvemos a quedarnos cortos con las metáforas. Ahora, si tuviera que pensar en una figura del psicoanalista que no quedara fuera de escena del Porto Alegre de hoy, sería otra.

Déjenme apelar, para llegar a ella, a una digresión (en una conferencia que ya es bastante digresiva): los dos modos en que puede ser pensado el psicoanálisis, como investigación o como viaje.

En tanto investigación, se ha dicho, con razón, que Edipo es una novela policial, la primera incluso, donde quien investiga es al mismo tiempo el criminal. Toda una serie de figuras puede pensarse en esa línea como prototipos del analista, y si hay tiempo hablaré más de ello. Se trate de Sherlock Holmes o Auguste Dupin, de Philipe Marlowe o Sam Spade, o de Arturo Belano o Ulises Lima, el psicoanálisis es una novela de detectives. Y el analista un detective que ha debido cambiar a lo largo del tiempo.

También es una historia de viajes, un viaje en sí mismo. Y ahí el prototipo no es Edipo, sino Ulises, el protagonista de la Odisea, quien vuelve a su casa luego de la Guerra de Troya, en un retorno que dura años plagado de contratiempos, a través del mar.

Pero el viaje y la investigación en juego aquí, en la realidad que ustedes viven hoy, han sido acuáticos. Entonces ni un arqueólogo ni un antropólogo forense, ni ninguno de los detectives famosos, ni siquiera Ulises encajan del todo con lo que debería ser y hacer un analista allí hoy. Un analista gaúcho debería ser Jacques Cousteau para seguir haciendo vigente su oficio hoy. Recuerdan a Cousteau, al gran explorador de los mares y su nave, el Calypso.

El paisaje a descubrir, lo que resta, aparece como las ruinas que emergen luego de la inundación.

Siempre caminamos, más tarde o más temprano, por un paisaje en ruinas.

Walter Benjamin es un pensador que me interesa para pensar estos tiempos. En un libro de Calasso, justamente sobre cómo ordenar una biblioteca -allí donde encontré el poema que les leí- encontré una cita de Benjamin decía algo que no nos conviene olvidar: todo orden no es sino un estado de inestabilidad sobre el abismo.

En esa estamos.

Benjamin construyó una imagen tremenda, a partir de un cuadro de Paul Klee llamado Angelus Novus. Se trataba de un ángel que era empujado hacia adelante por una fuerza huracanada, de espaldas al futuro. Mientras tanto, con su rostro espantado, miraba el pasado como un montón de ruinas. Eso era el progreso para Benjamin, una ilusión, también lo fue para Freud (quien hablaba, como Benjamin, del progreso como un pacto con la barbarie), un progreso cuyo reverso bien podría ser una tragedia como la inundación.

Estamos acostumbrados a pensar el pasado como un montón de ruinas… solo que el supuesto progreso también señala un futuro en ruinas. Lo que antes fue la tragedia de la Shoah se adivina en el futuro, tanto en lo que la guerra promete como en lo que el cambio climático asegura. ¿Cómo pensar al psa allí? ¿Como un arca o un muelle?,¿burbuja flotante o salvavidas? Asumimos cierta fragilidad: no podemos ir contra la desmentida más que a nivel microcapilar, nos preparamos para una batalla perdida, y aun así…

Nuestro aparato simbólico colapsa frente a la irrupción de lo traumático. ¿Cómo hablar de dislocación en un contexto en que ciudades enteras tendrán que ser relocalizadas?, ¿o de la idea del desamparo del bebé, cuando el desamparo se efectivizó al volarse el techo de las casas?, o ¿cómo sostener el lenguaje figurado -estar inundado de angustia, por ejemplo- cuando muchos están inundados literalmente, de agua?

El lenguaje queda corto para hablar de lo trágico, tocamos el límite de las palabras, quizás sea preciso inventar otra lengua.

En tanto psicoanalistas, intentamos pesquisar las oscuridades de una época, sus modalidades de goce privilegiadas, esos puntos ciegos mortíferos que emergen como síntomas a una escala, individual, y como accidentes normales en una escala más amplia.

Estados de la materia

De un modo u otro, vivimos en islotes de tierra ganados al agua. Es el líquido lo que prima, nos gestamos en un líquido amniótico y la vida emerge del agua. La solidez, ligada a la tierra -y llevada al paroxismo en los nacionalismos del suelo que hacen estragos en la historia- es una anécdota. Cuando nos olvidamos de esto, la Naturaleza nos lo recuerda. La tragedia está ahí, desde los griegos, para recordarnos lo que los humanos tendemos a olvidar.

Suele decirse que fue la modernidad sólida la que vio nacer al psicoanálisis, y que ahora -según Bauman- estaríamos en tiempos de la modernidad líquida, lo que podríamos aparear con lo que Lyotard llamó posmodernidad. Allí todo lo que nos daba certidumbres se liquidaría: los modos de lazo social, la estabilidad política, el anclaje legal, las certidumbres identitarias, las garantías del trabajo y del amor… Nos sentimos contemporáneos mientras investigamos los vínculos líquidos de hoy en día, cuando esa etapa ya pasó.

Pues no estamos en la modernidad sólida, ni tampoco en la posmodernidad líquida, sino, si me permiten la expresión, en una ultramodernidad gaseosa.

Marx nos puso en la pista cuando escribió que “todo lo sólido se desvanece en el aire”. La ultramodernidad gaseosa que habitamos es la del Algoritmo de Delfos, la de la Inteligencia Artificial, la de la virtualidad que ha duplicado al mundo, la del Tecnoceno.

En esa estamos. Se acabaron los anclajes y las garantías, siempre ilusorias. No hay de dónde agarrarse. Cuando sucedió la inundación, lo sólido colapsó frente a lo gaseoso que se condensó en lluvias torrenciales y desbordes. Como si fuera un castigo a la hybris tan común entre los humanos, volvimos de pronto a ser seres acuáticos (tanto como en la pandemia tuvimos que convertirnos en seres puertas adentro para sobrevivir como especie). Muchos tuvieron que volver a ser seres acuáticos cuando habían olvidado cómo nadar, cuando confiaban en que pisarían tierra firme para siempre.

En esta ultramodernidad gaseosa, el análisis ofrece un refugio, un anclaje, cierta solidez incluso, un muelle. Ese proceso se llama cristalización o sublimación inversa. Un consultorio analítico, en tanto espacio hospitalario, es eso. Importa poco que sea quede en un edificio lujoso o en una tienda de campaña. La escucha analítica, cuando es posible -no siempre lo es, y a menudo hay otras urgencias que atender antes- es eso.

Ustedes -me imagino- debieron hacer de su escucha un puerto hospitalario. Convertir los divanes en balsas en un Porto más triste que nunca.

Cuando terminen de bajar las aguas, ustedes se encontrarán con lo que resta. Con eso debemos trabajar. Ahí se encuentran el trauma y la historia. Las historias clínicas del futuro implicarán, como siempre, pero más aun, un cruce entre las microhistorias y la gran Historia. Françoise Davoine estudió de qué modo las historias silenciadas, traumáticas, son modos en que la gran Historia aparece en la microfísica de la especie.

Volvernos anfibios

Para ir terminando… Cuando me invitaron a esta conferencia, además de mi lapsus en cuanto al título, propuse un subtítulo. Luego quise cambiarlo, me parecía que “psicoanálisis bajo el agua” era burdo, de mal gusto; y propuse reemplazarlo por “psicoanálisis anfibio”.

En verdad, había en ese cambio la misma relación que existe entre una tragedia y el modo de vérselas con ella. Todos, de un modo u otro, se vieron obligados en Porto Alegre a repensar sus existencias bajo el agua. También los psicoanalistas.

Cuando todo está bajo el agua, uno de los modos de no ahogarse es mutar, volverse anfibio.

Cuando vivimos bajo la pandemia, supimos mutar, virtualizarnos. Imaginen un virus más letal, sin anticuerpos ni vacunas: podríamos haber tenido que permanecer, para sobrevivir, como una especie que habitara burbujas -como piensa Sloterdkijk- conectada apenas a través de sus aparatos tecnológicos.

El italiano Alessandro Baricco analizó la mutación contemporánea a través de los miembros de la especie más afines a lo que muta, los jóvenes. Queriendo describir lo que sucedía, sobre todo en relación a la tecnología, decía que los jóvenes se habían vuelto mutantes, les habían nacido branquias tras las orejas, lograban respirar en un medio donde la generación de sus padres, los adultos, no lograban hacerlo.

En tiempos de post-humanismo, la mutación se potencia más aun. Nos hemos vuelto cyborgs, por ejemplo.

Quizás debamos también volvernos anfibios, identificarnos con aquellos seres que, en algún momento de la historia evolutiva de la especie, salieron del agua para convertirse en otra cosa. Si el psicoanálisis quiere mantener un lugar en el futuro, habrá de mutar, volverse anfibio, ser capaz de navegar en distintos terrenos, saber flotar -como en el sencillo y crucial par metodológico de la atención flotante/asociación libre- y también volar; funcionar de modo presencial y virtual; investigar las profundidades y desplazarse por las superficies. Como si recorriera permanentemente una Banda de Moebius, una cinta sin solución de continuidad que tiene una sola cara y un solo borde, donde lo interior y lo exterior se confunden, así deberá proceder un psicoanálisis anfibio, uno que valga la pena practicar.