Las invasiones bárbaras
Ayer domingo disfruté de un día libre de noticias, ajeno al devenir del mundo. Para un ciudadano común -los psicoanalistas también lo somos- a veces seguir los hechos con preocupación, opinar, discutir en el nuevo ágora de las redes sociales, puede ser un gesto de compromiso. Tanto como ocupar las calles cuando es preciso, en defensa de ideas que requieren cuerpos para ser sostenidas.
Como si mereciera soportar un castigo por mi despreocupación del domingo, mi neurosis me despierta hoy con las noticias de un país que, no siendo el mío, lo es también. Un país que funciona como una referencia ineludible en el continente al que pertenezco, un país donde las cosas que suceden irradian efectos en toda la región. Entonces, si pasan cosas como las que suceden en Brasil, los ciudadanos preocupados somos muchos más que los que tienen pasaporte brasileño.
Este lunes me despierto con la noticia que han llegado los bárbaros.
Parece mentira que aun con la historia trágica de las dictaduras que en sospechosa sincronicidad, como una coreografía siniestra, asolaron nuestro continente apenas unas décadas atrás, la ruptura del orden democrático sea una opción en Latinoamérica.
Es cierto que la noción misma de democracia está vapuleada, incluso devaluada. Es cierto que no alcanza a dar las respuestas que los ciudadanos precisan ni hacer más equitativas nuestras sociedades injustas hasta el escándalo. También es cierto que la corrupción forma parte del sentido común de nuestros dirigentes y nuestros pueblos. Y que la corrupción es también corrosión del lazo social, ese lazo que nos permite reconocernos como comunidad imperfecta.
Pero también es cierto que en ningún otro sistema de gobierno el psicoanálisis puede prosperar. Cuando vemos que ideas religiosas se convierten en lemas políticos, cuando la fuerza deviene razón, ésta misma se pervierte. La cultura muestra su contracara de barbarie apenas en segundos. Un domingo en que dejo de leer las noticias y están los bárbaros entre nosotros.
Me fascinan los bárbaros. Es una palabra que nace del desprecio, pero que también sabe convertir ese menosprecio en rasgo de identificación irreverente. Bar bar, bla bla, así sonaba a oídos griegos -cuando el griego era la lingua franca de la civilización- cualquier idioma que no fuera el de ellos. Así surge la palabra “bárbaro”: aquellos que no hablaban griego eran bárbaros. Asumirnos como bárbaros -quienes por ejemplo hoy no hablamos ni pensamos en la nueva lingua franca, el inglés- tiene un potencial saludable para el pensamiento. Calibán es un bárbaro, sin ir más lejos.
Pero la barbarie también es otra cosa.
Cuando los imperios se debilitaban, las hordas bárbaras invadían. Así terminaban imperios que parecían durar para siempre, cuando los bárbaros, mantenidos a raya en las fronteras, se sentían habilitados a irrumpir en las ciudades vandalizando todo lo que encontraban a su paso.
Hoy, en una época donde el imperialismo se ha reconfigurado y está en crisis, vemos que los bárbaros irrumpen cuando el imperio de la ley flaquea. La democracia, esa débil fortaleza de las mayorías, se asienta en el imperio de la ley. Los psicoanalistas somos testigos de los efectos subjetivos catastróficos cuando trastabilla el imperio de la ley (donde, en última instancia, siempre es la ley de prohibición del incesto la referencia última). En el plano colectivo sucede otro tanto. Y más allá de las coyunturas políticas, se trate de autogolpes en grado de tentativa o consumación como ha sucedido en Perú, del asalto al Capitolio de hordas envalentonadas, de populismos neofascistas que ascienden aquí o allí, de revolucionarios románticos devenidos dictadores de folletín, o simplemente de malos perdedores que se pretenden tan iluminados como para desconocer la elección de la mayoría, los efectos sociales serán devastadores.
Sobre todo si los recursos institucionales no logran ponerles coto, o si no logramos, con las armas de la razón, dar pelea en una batalla discursiva donde los psicoanalistas no solo tenemos mucho que decir, sino que tenemos además la obligación de decirlo. No solo porque sabemos como pocos acerca del valor estructurante de la legalidad en el psiquismo individual y colectivo (basta leer lo que el jurista Pierre Legendre, en interlocución con el psicoanálisis, ha enseñado sobre los efectos devastadores del nazismo para entenderlo), sino porque hemos aprendido -con Walter Benjamin- que la barbarie no es solo la destructividad reprimida sino el exacto reverso de los mayores logros culturales de nuestra especie. La barbarie acecha, acampa siempre cerca de nosotros y nuestras instituciones.
Los vándalos de Brasilia, como una horda primitiva, no atacaron tan solo la sede de un gobierno que acababa de triunfar en las elecciones. Intentaban detener el tiempo -aunque apenas lograran destruir los relojes que lo miden- y jaquear la Referencia ordenadora. Pierre Legendre, orientado por el psicoanálisis, estudió el caso del cabo Lortie, quien desató una masacre en el gobierno de Québec en 1984, asesinando a quienes encontró en su paso hasta sentarse en el sillón del presidente del Parlamento. Lortie estaba psicótico, y su ataque loco estaba motivado en que el gobierno tenía para él el rostro de su padre. Su ataque homicida era en verdad un parricidio.
Legendre -aun siendo abogado defensor de Lortie- pide que no sea declarado inimputable, pues ése era el único modo de salvar la humanidad del atacante, quien al atentar contra la encarnación de la Ley deshacía -como los nazis- la referencia ordenadora de la subjetividad, el lugar de la Ley, de una función paterna que figuras como los poderes públicos encarnan en la vida civil. El pacto de convivencia se deshace de ese modo, por lo que urge restaurar una legalidad que, como lo que un padre ofrece a un hijo, es el último recurso que lo sostiene como un arnés frente al abismo.
Este domingo, mientras yo estaba distraído, hordas bárbaras invadieron los paisajes pensados con cuidado por Burle Marx, profanaron los edificios diseñados por Niemeyer, hicieron de Brasilia una postal fantasmagórica de la barbarie. Una barbarie que estaba ahí, en el reverso de la civilización, al otro lado de la frontera.
Quizás parte de nuestra función analítica, en tanto uno de los oficios de la memoria, sea recordar en voz alta, siempre que haga falta, esa constatación, ese grito de alerta. Pues la barbarie acecha siempre y no hay nada garantizado, ni siquiera el imperio de la ley, que por más imperfecta que sea es lo único que nos separa del abismo.
Un psicoanalista no debiera desconectarse nunca de lo que sucede puertas afuera del consultorio. Ni siquiera en domingo.
Mariano Horenstein
https://febrapsi.org/publicacoes/observatorio/observatorio-psicanalitico-op-361-2023/