El tiempo del coronavirus
La pandemia bajo la cual vivimos afecta todo, incluso al tiempo.
¿Al tiempo? Podría pensarse con alguna razón que el tiempo es una variable inmutable, ajena a la cultura o la biología. Pero si hoy hasta la última de nuestras certezas parece sujeta a consideración, por qué no podría dudarse de la consistencia del tiempo…
San Agustín, en una conocida reflexión, decía que si le preguntaban lo que era el tiempo, no lo sabía. Pero que si no se lo preguntaban, sí lo sabía. Aunque sea refractaria a definiciones, tenemos una experiencia del tiempo.
Es sabido que tanto el tiempo como el espacio no son coordenadas tan absolutas como podría pensarse a simple vista. En circunstancias extremas, exploradas por la física y la ciencia ficción, el espacio se curva y el tiempo se funde, juntándose el futuro con el pasado, como pudo verse por ejemplo en la película Interestelar.
Pero no hace falta teletransportarse a una realidad imaginada para encontrarnos, en un plano más íntimo que planetario, con la variabilidad subjetiva de las coordenadas que ordenan nuestra existencia.
El tiempo se convierte en espacio cuando dividimos la tierra en husos horarios o medimos la distancia a las estrellas en años luz. Y el espacio se hace tiempo en el velocímetro de nuestros automóviles. Ambas coordenadas estructuran nuestra captación del mundo.
Tanto como existe una experiencia subjetiva del espacio, y lo largo y lo corto, o lo grande o pequeño varían en su percepción en función de nuestro cansancio o expectativas, también existe una experiencia subjetiva del tiempo. El tiempo que demora alguien de quien nos hemos enamorado en respondernos un mensaje puede convertir un par de horas en una eternidad, mientras los años de infancia de nuestros hijos avanzan con una velocidad inaudita y, cuando nos acordamos, ya son cosa del pasado. El tiempo que un niño desea acelerar mientras se imagina mayor es el mismo -y a la vez no- que el que un viejo seductor intenta amortiguar con microtrasplantes capilares.
Hay un tiempo circular, el del ciclo orientado por la rotación de nuestro planeta o la traslación en torno al sol, un tiempo que ordena pero que también remite a la repetición en la que nos hemos visto sumidos más de una vez este año, como si de pronto viviéramos dentro de los fotogramas de El día de la marmota. También hay un tiempo lineal, donde la flecha del tiempo se orienta en dirección al futuro, aunque ese futuro sea más tributario del pasado de lo que solemos pensar.
Existe entonces el tiempo cronológico, el de la sucesión que los humanos hemos aprendido a trocear en unidades discretas para ajustar nuestras actividades a una grilla de segundos, minutos y horas en vez de permanecer esclavos solo del día y la noche como ordenadores binarios de nuestra existencia. Pero también nos habita una cronología biológica, un reloj encriptado en nuestro cuerpo que pauta nuestras conductas más de acuerdo a sus necesidades que nuestras ambiciones. Y existe también un tiempo escurridizo y caprichoso, no tanto el de cronos, ese dios mítico que devoraba a sus hijos, sino lo que los griegos llamaban kairos, el tiempo de la ocasión, de la oportunidad en que algo puede ser capturado fugazmente.
Existe una cronología pero también una lógica del tiempo: hay instantes que nos permiten percatarnos, como en una iluminación, de ciertos asuntos, mientras que procesar otros puede llevar una vida para que, finalmente, las conclusiones necesarias decanten rápidamente. Tanto como existe un ordenamiento simbólico del tiempo, hay percepciones imaginarias del tiempo que no resisten una confrontación con los hechos: como cuando los primogénitos son aspirados por los adultos hasta sentirse mayores a lo que son, o cuando los adultos nos percibimos menores que la imagen que nos devuelve el espejo. En cierto modo, todos morimos sintiéndonos relativamente jóvenes.
Podemos aceptar al tiempo y las huellas de su paso, o recusarlo y reprimirlo, como si el atravesar calendarios fuera materia optativa. Pero la muerte recuerda que existe una dimensión inapelable, real, del tiempo.
El coronavirus, con su particular capacidad de trastocar nuestras referencias habituales como pocos eventos lo han hecho en el último siglo, no solo afecta a los sentidos del gusto y del olfato, sino también trastoca al del tiempo. Se trate del tiempo de la sobremesa familiar recobrada, o del tiempo extensible de la cuarentena, o del tiempo del abrazo postergado con nuestros afectos o del que tomará volver a viajar, hay un antes y después del coronavirus. Podríamos así inventar un nuevo modo de leer las siglas A.C. y D.C., que ordenan el tiempo de nuestra especie en eras.
Mientras algunos computan la duración de nuestro encierro preventivo y lo comparan en una suerte de campeonato mundial de cuarentenas, otros calibran la caída de la economía en este año, el año de la peste. Un año en que la misma experiencia del tiempo ha mutado cuando -con buena parte de la población a medias acuartelada- la división entre jornadas laborables o feriados se diluye mientras los días discurren de modo extraño.
Durante estos meses nos hemos acostumbrado a que el tiempo se mida en fracciones de catorce días o una semana o veinticuatro horas, el tiempo para asegurar que un viajero o contacto cercano de un infectado no lo está a su vez, o el tiempo de aparición de síntomas desde un presunto contagio, o el parte diario de muertos e infectados. Y donde, al aproximarnos a ritmo más o menos vertiginoso -según quién lo experimente- al fin de año, comenzamos a impacentarnos por la ansiada vacuna.
Y es interesante lo que sucede en relación a los múltiples intentos por arribar a ella, a la prisa que existe en contar con una inmunidad que nos permita seguir con nuestras vidas como sabíamos hacerlo. Por estos días nos acostumbramos a oír hablar de fases, como si se tratara de una conversación sobre el torneo de fútbol de la temporada: la fase uno en que se testea la seguridad de una vacuna, la fase dos en la que se pone a prueba la respuesta inmunitaria. Allí nuestra especie ha dado signos de buenos reflejos, acelerando investigaciones, reasignando recursos, evitando trabas burocráticas y arribando así a resultados más que prometedores. Y aparece entonces un escollo a sortear, llamado -como si se tratara del nombre de otra película de ciencia ficción- Fase Tres.
Y es en esta fase tresdonde, pese a nuestra impaciencia, pese a la necesidad de movernos o de que cesen de morir los más frágiles entre nosotros, el tiempo no puede modificarse y aparece en una inapelable dimensión real. Ese costado real del tiempo implica la espera necesaria para advertir posibles consecuencias indeseables de la aplicación masiva de una nueva vacuna. Y no hay manera de advertir ciertos efectos en el tiempo sin que el tiempo pase. Las suspicacias que despiertan algunas vacunas impetuosas tienen relación con cierta desmentida del factor tiempo. Desmentimos algo cuando reconocemos su realidad mientras la ignoramos, cuando pretendemos esculpir el tiempo olvidando la resistencia que el devenir nos impone. Y con la que, más tarde o más temprano, nos encontramos.
Nos sorprendemos de estar ya en setiembre mientras pareciera que nuestros idus de marzo-cuando nuestras rutinas cambiaron drásticamente- hubieran sucedido ayer. Y son aquellas rutinas, las que nos daban una vivencia de continuidad y anclaje identitario, las que más extrañamos. Las que, una vez perdidas, revelan un valor en el que no siempre reparábamos.