Tiempos interesantes, a pesar de todo
Cualquier viajero que haya estado en Japón habrá notado una costumbre que hoy, en tiempos de pandemia, pareciera haberse generalizado: el uso de barbijo en las calles, en los trenes, en el trabajo. Oriente no suele ser presa fácil de interpretaciones apresuradas y lo más obvio no resulta siempre lo más acertado. Para una mirada occidental, centrada en el individuo, el barbijo está destinado a protegerse de alergenos, de virus o incluso de la polución. Nada de eso sucede en Japón, donde quien sale a la calle con barbijo no es para protegerse sino para proteger a otros de un eventual contagio. Y eso desde hace décadas, cuando el coronavirus no había dado aun su salto olímpico de la vida de los murciélagos a la de los humanos.
En Japón, la individualidad tan valorada en Occidente no está bien vista. Lo que prima es lo colectivo y ninguno de los rasgos habituales entre los occidentales, del hedonismo al pensamiento crítico, de la originalidad al narcisismo de las pequeñas diferencias, encuentran suelo fértil allí. La primacía es del conjunto por sobre el sujeto y el lugar que en Occidente ocupan la angustia y la culpa -afectos íntimos por definición- en Japón lo ocupa la vergüenza, afecto eminentemente social.
La maldición china bajo cuya sombra nos encontramos hoy trae también esa marca: nos ha obligado a pensarnos en tanto sujetos sociales. En una cultura nacional como la nuestra, que no solo es individualista sino que también se jacta de su irreverencia ante las normas, aparecen aquí y allá efectos de una creciente censura social. Personajes públicos hasta hace poco festejados en sus excentricidades aparecen cuestionados por actuar desde su comodidad, jóvenes arrogantes a quienes se miraba con fascinación de pronto son llamados al orden, nadie parece escapar a la mirada escrutadora de los vecinos, menos interesados en el chisme que en hacer cumplir las pautas de la cuarentena.
El lazo social se modula, se torsiona, muta. Vivimos un tiempo de confusión porque toda mutación implica que los viejos modos ya no sirven y los nuevos no han sido paridos aún. Obligados a mirar más allá de nuestro narcisismo, a analizar obsesivamente qué hacen los otros frente a los males que nos aquejan, qué funciona o qué no, nos descentramos. El planeta deja de girar en torno de nuestras pequeñas historias y de pronto se hace visible algo que solo tiempos catastróficos para la humanidad como genocidios, guerras o hambrunas han permitido ver: los excesos de los que somos capaces como especie y la fragilidad que nos constituye.
Está por verse que el virus del momento haya nacido efectivamente en China, pero lo cierto es que ha replicado el viaje de regreso de Marco Polo desde la antigua Catay hasta su patria veneciana, convirtiéndola en territorio de pesadilla. La crisis sanitaria que atraviesa Italia donde los anuncios fúnebres en los periódicos se multiplican y los ataúdes se amontonan pues no hay ya lugar en los cementerios, se convierte en un anuncio que da pavor pensar.
A la vez, al borde del precipicio, se abre una posibilidad fértil e imprescindible para el pensamiento. Quizás la maldición que se ha cernido sobre nosotros no sea la encriptada en el virus que nos tiene a mal traer. El virus, más tarde o más temprano, una vez que vacunas y anticuerpos estén en forma, será como tantos otros parte de nuestro ecosistema. Puede imaginarse el momento en que hayamos desarrollado ya alguna inmunidad. Pero incluso en ese tiempo, cuando la pandemia sea apenas un mal recuerdo, resonará el anuncio de la maldición china -convertida, casi anticipatoriamente, en lema de la última Bienal de Venecia- que con ironía apenas velada nos deseaba: ojalá te toquen tiempos interesantes.
La carga viral que soportamos hoy también es la que convierte a una época sin épica -al menos en este costado del mundo sin revoluciones ni guerras, sin estadistas ni héroes- en un tiempo que merezca la pena ser pensado. Sin duda estos son tiempos interesantes. También porque nos interesan, en el sentido de que nos tocan en el cuerpo, marcándonos, hiriéndonos. Pocas veces hemos estado tan conectados como especie, pocas veces hemos sido tan contemporáneos como en estos días.