Historias contadas, historias construidas

Publicado en la Revista de la Sociedad Psicoanalítica de Porto Alegre, Brasil[1].

I)

La imagen con que han promocionado este encuentro es evocadora. Está tomada de un cuadro de Albert Anker, llamado “el pintor de los niños”. A mí me recuerda, ese anciano rodeado de niños escuchándolo desgranar sus historias, sedimento de su sabiduría, la figura acuñada por Walter Benjamin, la del Narrador[2].

La del narrador es una figura de la nostalgia pues se la evoca en tanto desaparecida –al menos Benjamin lo hacía así y creo que no sin razón. Representaba una época donde la sabiduría se transmitía por vía oral. Una época donde no había desaparecido aún, decía Benjamin y entre nosotros Marcelo Viñar[3], la comunidad de oyentes. El narrador testimoniaba acerca de una época donde la experiencia tenía un lugar. Nosotros, en tanto psicoanalistas, somos herederos de esa tradición perdida, una tradición que quizás encuentre en nuestros consultorios uno de los últimos baluartes de resistencia.

La imagen también me evocaba un recuerdo personal –siempre los recuerdos son personales y de algún modo uno está implicado en cada cosa que dice- y es la de mí mismo sentado en la falda de mi abuelo materno, a su vez sentado en un viejo bergère, escuchando sus historias, historias de la guerra y del hambre, de cierto heroísmo y aventura de alguien que, apenas un jovenzuelo, se había venido solo desde la Rusia donde los bolcheviques recién se hacían con el poder, hasta la Argentina. Se había venido e instalado en la ciudad de Paraná, no muy lejos de aquí, sin entender nada del idioma español, un completo extranjero, como yo aquí hoy.

No recuerdo cosa más fascinante de mi niñez que estar sentado allí escuchando sus historias, que a pedido mío me repetía una y otra vez.

II)

El título del Symposium separa apenas con una coma las dos frases del sintagma, creo que con acierto: no es contadas o construidas, ni siquiera contadas y construidas: en tanto contadas, son construidas. La coma marca cierta superposición: contadas, es decir, construidas. No hay relato subjetivo que no pase a través del tamiz del lenguaje, que no se estructure según sus reglas y, en tanto verdad del sujeto, que no lo haga a la manera de la ficción.

La verdad tiene estructura de ficción: desde ahí, el contar, la historia contada/construida, puede trabajarse. El psicoanálisis se basa en que ha de hacerse un rodeo por la ficción para alcanzar la verdad, que se muestra refractaria a otros modos de aprehensión.

La historia de cada uno se construye como se construye un caso analítico, se edita. No hay entonces una historia contada que no sea construida.

Y no hay tampoco construcción que no provenga de una historia contada… ¿por quién?Por el Otro.

Con suerte, en una experiencia analítica esa historia podrá deconstruirse para reconstruirse, el analizante se hará portavoz de la historia que encarna, portavoz de las voces que lo han contado para así, escuchándose contarse, pueda desmarcarse de ese relato para contar, él, uno menos alienado. Es en la medida que se desgranan esos significantes que han marcado al sujeto y en donde se ha cifrado su goce, en la medida en que se devela quién es el autor de ese guión y cuál la satisfacción que encuentra el personaje en la puesta en escena del mismo, que un joven podrá desalienarse, desidentificarse.

Toda historia es una historia contada, toda historia es una historia construida. El tema de la jornada alude en realidad la manera en que el sujeto, en tanto tal, surge como personaje del Otro, construido por el Otro a partir de lo que éste cuenta de él. Y deberá separarse de esa alienación en la medida que, contándose, pueda construirse desmarcándose del Otro.

En primer lugar, el cuento del Otro, es el Otro quien me cuenta -en el doble sentido, de numerar, de contarme en la genealogía, y el de inscribirme en su relato- luego es uno quien construye una lectura de ese cuento, organiza su vida a partir de ese relato inicial, leyéndolo de manera por lo general inconciente. Al igual que Alonso Quijano, en la segunda parte del Quijote[4], aparece como un personaje que ha leído la primera parte, cada sujeto es de algún modo, durante un tiempo, un personaje del Otro en busca de una autonomía con respecto a su autor.

Cuando los jóvenes acuden a la consulta, tiendo a suponer que algo de ese proceso se encuentra obstaculizado, que hay alguien que no consigue zafarse del lugar de personaje que su autor le ha asignado.

Marcelo Viñar encuentra en su clínica, y hago mías sus palabras, la presencia de sujetos jóvenes en esta época, incapaces de hacer un relato de sí mismos, de construirse una historia[5]. Entonces, un objetivo central del análisis es justamente que el sujeto pueda contarse. Trabajamos para eso.

En general encuentro más inspiración para pensar los adolescentes en la Literatura que en la psicología evolutiva, quizás sea porque es la Literatura el campo más vinculado, junto a la Historia quizás, al arte de contar historias, arte con el que me gusta pensar que el Psicoanálisis está emparentado.

Con una salvedad: el analista ayuda al sujeto, en las antípodas de Pigmalión, a contarse. Es ese pequeño sufijo, el “se” lo que nos diferencia del Otro a través del cual la historia del sujeto ha sido contada.

Es sólo ese “se” lo que habilitará una caída de la transferencia, donde se reeditará la historia contada, y se ubicará al analista en el lugar del proto-autor. Si el analista no tiene claro eso, se convertirá en uno de esos malos autores, incapaces de dar lugar a vidas diferentes entre sí, y diferentes de la suya –como Camacho, el personaje de aquella novela de Vargas Llosa[6] o como aquellos médicos especialistas en fertilidad que aparecen cada tanto en los policiales, que no pudieron resistir la tentación de poner sus propios espermatozoides en cientos de óvulos que les fueron confiados.

Contar-se a través de ese Otro que encarna el analista, eso caracteriza en buena medida a la experiencia de un análisis.

No se trata sólo del Otro que, contando al joven, lo ha hecho protagonista, portavoz de una historia que nos cuenta, sino también de que, al contárnosla a nosotros, transferencia mediante, la adaptará a lo que intuye como nuestro deseo, seguramente calcado en su expectativa del Otro primordial. Aquí el deseo del analista es central para no alienar al joven en una nueva historia a pedido del Otro.

Esta marca del deseo del Otro en la historia de cada uno, de cada joven en particular, se muestra bien en la manera que tenía Lacan de escribirla: Hystoria, la historia marcada por el deseo del Otro.

El neologismo sirve para mostrar no sólo

a) cómo la historia de un adolescente está ordenada por el deseo del Otro (patente en la histeria) /

b) sino cómo se despliega en el espacio analítico de ese modo, transferencia (histerización mediante) /

c) y también cómo la Historia misma está animada por el deseo del Otro, el Otro vencedor por ejemplo, que es quien escribe la Historia. Sabemos que hay una historia de los vencidos que queda oculta, a veces es ésa la que reescribimos con cada paciente en un análisis.

Un adolescente construye su historia al igual que otro analizante, pero más, pues se encuentra en una búsqueda desesperada de sentido, y el sentido se talla en una historia. Todo sujeto, al igual que todo país, se construye una historia mítica que da sentido retroactivo a su proyecto. Todo analizante construye una historia de sí en el análisis, pero en el adolescente, un contador de historias en potencia que intenta averiguar cuál de los relatos posibles le cuadra más, se solapa y potencia esta dimensión inherente a todo análisis.

Ahora bien,  no hay nada inocuo en el deseo del Otro. Incluso puede haber algo letal ahí porque el lugar que el autor del relato, el Otro, le asigna a un sujeto, ese lugar que lo espera aún antes de nacer, que se cifra por ejemplo en el nombre que lo aguarda, no es un lugar inocente. Cada relato, cada historia que construye el Otro y que alojará al sujeto por venir tiene la finalidad de obturar la propia falta del Otro, lo que Freud dijera de algún modo con his majesty the baby.

El sujeto, que se constituye primero alienándose y luego separándose de la determinacción de ese Otro que guarda al principio soberanos derechos de autoría sobre él mismo, deberá separarse, dejar al Otro que se las arregle con su propia falta. Y ello aparece en el revival que es la adolescencia a través de su palabra preferida, el No. Los adolescentes son como Bartleby[7], o no son adolescentes, sino cuasiadultos, niños sobreadaptados.

A menudo los adolescentes son personajes que, para asegurar su supervivencia, buscan contestar a cualquier precio a su autor. Hay algunas maneras también letales de decir No, en la manera de poner su cuerpo y su subjetividad allí, en que a los jóvenes se les va la vida. Escuchándolos, escuchando lo que de llamado al Otro hay allí, quizás pueda deshacerse su letalidad.

III)

Siempre mejor introducir un caso: será apenas una viñeta. Tiene relación con el tema de la historia contada, la manera en que un sujetoes contado de un modo letal. Hay una relación de exclusión entre historia y letalidad: allí donde no hay historia aparece el acto, allí donde se termina o no se encuentra la posibilidad de poner en palabras aparece el gesto, incluso el gesto suicida[8].

Se trata de Joaquín, un paciente adolescente que me consulta por unas vagas “dificultades vocacionales” –así me fue derivado- al no poder acabar su secundaria. La entrevista con la madre presentó a un muchacho que vivía en un filo permanente: adicciones varias, conductas delictivas, una errancia permanente. Pero fue una frase lo que me impactó: Joaquín, me cuenta la madre, se suicidó a los 11 años. Iba a entrevistar entonces a un paciente que, si hemos de creerle a la madre, no estaba vivo, se había suicidado a los 11 años.

Una frase, más aún cuando es pronunciada por esa encarnadura privilegiada del Otro que es la madre, se convierte fácilmente en la cifra de un destino. Cuando veo a Joaquín, días después, se presenta del mismo modo: me suicidé a los 11 años, dice.

Destaco el orden en que escuché ese sintagma pues seguramente fue el orden de generación del mismo: siempre primero el Otro. Ignoro cómo suena en portugués pero imagino que igual de claro que en castellano  y la diferencia entre suicidarse e intentar suicidarse no es menor. Joaquín intentó suicidarse tomando psicofármacos del botiquín de su madre cuando tenía 11 años.

No es difícil advertir cierto acento filicida –no fue en absoluto un lapsus, o en todo caso era uno cristalizado ya- y la madre, mujer instruida y culta, lo dijo sin ese rubor, ese trastabillarse que evidencia un lapsus perturbador- en la manera en que la madre describió lo sucedido, lo que pudo comprobarse luego. Lo que me impresionó sin embargo fue la manera en que Joaquín era hablado por ella y ese deseo, al nombrarse del mismo modo.

Un par de años después, Joaquín, extrañado –aunque no tanto- de la lengua de su madre, contento con el proyecto profesional que empezaba a construir, exclamaba fuera del consultorio “I´m a designer!”. Me parece que allí hablaba él, cambio de idioma mediante, como alguien que podía empezar a escribir, a diseñar su historia, a contársela y a contármela, de otro modo.

De una frase a otra puede reconstruirse ese camino cuentero, lenguajero que es un análisis. Del “me suicidé a los 11 años” al “I´m a designer” se juega esa artesanía donde ha de separarse el sujeto de una historia donde es contado, para pasar a contarse de otro modo. Eso sucede sólo si cuenta de un modo particular para el analista. Trataré de explorar lo que sucede en el intervalo durante el taller de mañana.

IV)

Si hay historias contadas es porque hay historias escuchadas. Esa fórmula también podría haber formado parte del título: historias contadas, construidas, escuchadas… de hecho lo forma a través del cuadro de Anker. Y el nachträglichkeit (a posteriori) puede aplicarse bien aquí: no es que haya alguien que escucha porque hay alguien que cuenta, hay alguien que cuenta porque hay alguien que escucha. Y así se estructura el dispositivo analítico también: es porque ofrecemos una escucha que aparece una demanda, que alguien habla y despliega sus historias, con la oferta, como lo ha dicho Lacan, creamos demanda. Por eso es tan importante la disponibilidad del analista para escuchar al paciente, a veces la única con que el paciente cuenta.

Cuéntame tu vida: de ese modo, como el título de la película de Hitchcock, se inicia un análisis, también el de un adolescente. ¿Qué esperamos que alguien, puesto en esa situación, cuente? ¿Un relato ficcional, una autoficción? Una ficción hecha con retazos de la ficción del Otro, de sus agujeros, como si un sujeto encontrara el espacio para forjarse su historia en los huecos de la historia del Otro, en los hilos desatendidos de la historia del Otro.

A veces hay que trabajar mucho tiempo hasta que ese espacio inaugural, el del “Cuéntame tu vida”, se instale. Con muchos pacientes hay que ser muy ingenioso, apelar a maniobras muy diversas para que ingresen al dispositivo analítico, para convertir la transferencia salvaje en transferencia analítica. Lacan se pregunta sobre ello, sobre cómo hacer entrar al elefante salvaje en el cercado, cómo poner al caballo a dar vueltas en el picadero[9].

Las historias clínicas son, antes que nada, historias. Javier Cercas, el escritor español, ha dicho que la novela es un género que persigue proteger las preguntas de las respuestas. El análisis es una maquinaria que hace aparecer preguntas, convierte automáticamente cada respuesta (que el hablante tiende a producir automáticamente, dado que el síntoma es una animal, Lacan dixit, ávido de sentido) en nueva pregunta, que disecciona el blablabla para encontrar el nervio de pregunta que lo anima.

Las preguntas pueden tomar distinta forma: ¿quién soy? La pregunta típica de la neurosis que, ella misma, está estructurada como una pregunta. Esa pregunta puede tomar la vertiente del deseo femenino o de la paternidad, maneras típicas en que aparece en la histeria o en la obsesión.

¿Soy? La pregunta de la psicosis es más radical. En general en la psicosis, a tono con esta pregunta previa a cualquier pregunta por la identidad -la pregunta por la existencia- es difícil encontrar una historia. En la psicosis no hay historia y quizás sea una finalidad del análisis construirla de manera protésica.

De la perversión hay poca experiencia, pero da la impresión que, exista o no, la historia no importa demasiado. Las preguntas allí están coaguladas, hay un no querer saber en juego.

Sabemos que hay además toda una zona de borde, de bordes de la neurosis prefiero pensar, donde la construcción de una historia parece posible. Donde es necesario trabajar para hacer surgir una pregunta, posibilidad que aparece como estructuralmente posible.

La existencia de una historia supone que la pregunta fundamental existe y se halla allí encriptada, subtendida en las propias al relato: ¿Quién es el autor? La pregunta por el origen, por los padres, por la genealogía… ¿Quién es el protagonista? La pregunta por la identidad, crucial a desplegar en la adolescencia… ¿Qué sucederá? La pregunta por el deseo.

Al Psicoanálisis, sus críticos le reprochan ocuparse demasiado del pasado, es decir de la historia. No se dan cuenta de que el pasado en Psicoanálisis, la historia, es un efecto nachträglich (a posteriori) del futuro. Contamos la historia desde el futuro, no hay historia a develar en un análisis, ella se (re) escribe y, en tanto tal, se funda.

IV)

Marcelo es un paciente a quien veo desde muy joven. Su vida de niño y adolescente estuvo marcada (en todo sentido) por los caballos. Hace unas semanas estaba por recibirse de médico, bastante tiempo después de haber abandonado las tareas del campo, para las cuales era muy talentoso. Su ánimo, días antes de recibirse, era más bien melancólico: se recibía de un modo inmejorable, luego de haber cursado parte de la carrera en otro país, con gran expectativa en su universidad, con un trabajo esperándolo… Aparece en esa sesión el significante “vago”, que le impedía apropiarse y disfrutar del momento. Según decía, le había tomado muchos años recibirse (lo cual no era así), como tenía cierta facilidad no se exigía demasiado… Vago para el padre, quien se lo vivía diciendo, reprochándole. Vago para la madre en otro sentido: pensándolo muy talentoso. De indudable talento, se encuentra sin embargo anclado a ese nombre: “vago”.

Pero en esa sesión, días antes de recibirse, se despeja que en verdad el vago es su padre – quien no pudo recibirse, llegando a rendir más de diez veces la misma materia…- y no él. Se le aparece la marca con que su padre, en el campo que regenteaba, marcaba a sus caballos (no es menor que esa marca, invertida, se convierta en la inicial de su nombre…). Se siente marcado por él como uno de sus caballos. Sabemos del lugar de la marca en el cuerpo, la marca ritual, el tatuaje incluso en el mundo adolescente. Sabemos también que cuando no hay un padre que marque lo suficiente, el joven debe inventárselo.

En el momento en que pasará a su padre, al recibirse, aparece una vacilación melancólica, donde quizás se juega un punto de despegue de los significantes, de las historias, que lo han marcado.

Pero a la vez, tiempo atrás, había sucedió otra cosa, que encuentro maravillosa. No sé si han visto la película “El gran pez”, de Tim Burton. Esa película, junto con la Carta al padre de Kafka[10], decantaron en el análisis de Marcelo su relación con el padre. En la película se juega maravillosamente el tema de este Symposium, el de las historias contadas, construidas. En la película, si recuerdan, el padre del narrador ha construido una épica con su propia historia, que ha marcado de forma insoportable al hijo, que debió tomar distancia de él. Regresa a encontrarse con su padre moribundo y recuerda sus historias fabulosas donde siempre ocupaba el lugar de héroe.

El protagonista, que a su vez está por ser padre por primera vez, se encuentra con las historias contadas de su padre, historias en el sentido de fabulaciones, mentiras. Pero, como decíamos, “la verdad tiene estructura de ficción”, y eso se devela en la escena del velorio, al final en una escena que a Marcelo, mientras miraba la película, lo hiciera llorar copiosamente, identificado con esa ambivalencia brutal del narrador hacia su padre.

La función del padre es central en la vida de cualquier sujeto, en la adolescencia más aún. Marcelo se las arregla como puede con su padre, despegándose de su historia para escribir otra, aquí nomás. Esta escena que relata describe bien su situación subjetiva:

“…ver bajar de un auto a un señor enorme, personajes de un circo… acostar a mi padre en el agua, dejarlo hundirse en sus historias, en sus impertinencias,  … y comenzar a repetirlas”.

No se trata aquí de la repetición freudiana, como se esclarece cuando pasa a contar, en relación a una anécdota chistosa que repetía a menudo su propio padre:“Ahora he empezado a contar yo la anécdota como él…”. Aparece Marcelo aquí apropiándose del padre como un invento en el que sus fabulaciones –con todo su valor de verdad- aparecen como un anclaje subjetivo.

V)

Sebald, el genial escritor alemán, decía que un autor debe mostrarse. Un analista quizás también tenga que mostrarse cuando habla de sus casos, de su clínica, de hecho siempre se muestra, pero hablo de mostrarse en su falla, en la castración que lo atraviesa y que, deseo del analista mediante, motoriza los análisis que conduce. Más allá de esa imagen no fallada que pueda aparecer ante el analizante en la transferencia, quizás espacios como éstos sirvan como una suerte de antídoto, para no instalarnos en una atmósfera cerrada e idealizada.

No soy muy amante de un uso extremo de la contratransferencia, en general –no siempre- desconfío de esa especie de traducción intuitiva y apresurada como instrumento de lectura que borra la extranjería radical del otro, esa diferencia que pone un punto de interrogación, que nos asegura que nunca entendemos del todo, y a la vez garantiza ese margen no saturado donde algo nuevo –nuevo para ambos, analista y paciente- puede surgir. Pero aún así, en la estela de Sebald, y aprovechándome de cierta distancia con el lugar donde ejerzo mi oficio, quiero contarles. Sepan disculpar si introduzco cierto tono confesional, pero me parece que uno siempre está implicado en lo que dice, mejor explicitarlo entonces. Tiene que ver con mi propia adolescencia.

Es a fines de la adolescencia, como saben, donde se define una elección vocacional, siendo éste uno de los puntos cruciales del  abandono de la infancia, del pasaje a la adultez. Como decía un maestro mío, quizás sea un momento, una edad, donde nadie está suficientemente preparado para tomar decisiones que tendrán una incidencia capital en el resto de su vida, pero es así. A mí me costó mucho tomar esa decisión y pasé por distintos momentos, a cual más sintomático. Estaba tan perdido que entre las opciones figuraban desde la Agronomía hasta la Educación Física, desde la Economía hasta la Abogacía. No estaba muy lejos en verdad de aquello que había escrito en un cuaderno, al comienzo de mi adolescencia, cuando me interrogaron al entrar al colegio sobre qué quería ser cuando creciera y contesté: motociclista de la policía y paracaidista.

Al terminar la secundaria, sin embargo, debía elegir y dos oficios comenzaron a dibujarse con más nitidez: el de psicoanalista y el de escritor. Si bien tenía los libros de Freud en casa –que curioseaba con avidez infantil, como una especie de enciclopedia pornográfica- orienté mi elección a una carrera que me permitiría luego, imaginaba, contar historias.

Algo de ese deseo “mío” tenía su anclaje en una frase, escuchada de boca de mi madre, su deseo de que hubiera alguien que escribiera la historia de la familia. Durante muchos años pensé -mi deseo apresado a ese deseo que yo vislumbraba insatisfecho en mi madre- que era yo quien debía hacerlo. Y eso me ponía en una posición sintomática: por un lado devoraba historias, era un lector que ansiaba convertirse en escritor, por otro era incapaz de escribir historias completas. Una inhibición me frenaba allí donde podía convertirme, imaginariamente, en aquello que mi madre deseaba.

En el transcurso de mis análisis, uno largo y didáctico, un reanálisis posterior, algo de esa historia construida por el Otro, escuchada por mí a partir de retazos oídos con la secreta intención de convertirme en aquello que mi madre deseaba, tomó otro camino, del cual también hay marcas infantiles, pero que subvertía cierta significación coagulada en esa frase materna que se había convertido en un emblema para mí. Pues, casi sin proponérmelo, me convertí en alguien que oía historias más que contarlas. Eso es un analista, ¿no creen?, un oídor de historias.

Y abandonada la pretensión de contarlas –en el sentido de ser el escriba de la historia familiar, contar la historia de la familia para mi madre, con la carga incestuosa que eso conllevaba- se me habilitó la posibilidad de escribir mi propia historia en tanto psicoanalista, alguien que escucha las historias de familia de otros.

Y lo hago hace muchos años, sentado en el mismo viejo bergère –un trozo de mi pasado, del momento germinal de mi deseo en tanto analista, en medio de un consultorio con equipamiento contemporáneo- en el que mi abuelo se sentaba a contarme las suyas. Y contándoles esto caigo en la cuenta  que –en tanto deseo infantil indestructible- de esta forma también realizo ese deseo de mi madre, reconstruido digamos, reescrito, el de alguien que cuenta la historia de la familia, en suma la suya propia.


Nota: El presente texto corresponde a la conferencia que el autor, invitado al Symposium de Niños y Adolescentes de la SPPA, dictara en mayo de 2012. Tanto el estilo como la forma del mismo dan cuenta de la oralidad de la presentación original.

[2] Benjamin, Walter, El narrador, Metales Pesados, Sgo. de Chile, 2008.

[3] Viñar, Marcelo, Inquietudes en la clínica psicoanalítica actual, Brasil, 2006.

[4] Cervantes, Miguel, Don Quijote de la Mancha, Planeta, Barcelona, 2004.

[5] Viñar, Marcelo, Tradición/Invención, en Calibán-Revista Latinoamericana de Psicoanálisis, Vol. 10, n. 1, 2012, Fepal, Montevideo.

[6] Vargas Llosa, Mario, La tía Julia y el escribidor, Alfaguara, Bs. As., 1977.

[7] Melville, Herman, Bartleby, el escribiente, Gárgola, Bs. As., 2004.

[8] No palabras. Un gesto. No escribiré más. Así escribe en su diario, antes de suicidarse, Cesare Pavese (El oficio de vivir, Seix Barral, Barcelona, 2003, p. 403).

[9] Lacan, J., El Seminario 10 – La Angustia, Paidós, Bs. As., 2006, clase del 23 de enero de 1963, p. 139.

[10] Kafka, Franz, Carta al padre, en Padres e hijos, Anagrama, Barcelona, 1999.