El analista como detective salvaje

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I Un extraño en el banquete

Considero un honor estar aquí, en esta mesa inaugural del primer symposium de una sociedad que tiene una tradición suficiente como para preguntarse por qué comenzar ahora… Y me permito preguntarlo porque ése es mi lugar aquí, el del extranjero. Y el extranjero, supone Derrida, es quien porta las preguntas. Derrida también escribió acerca de la hospitalidad hacia el Otro, el extranjero, hospitalidad de la que me beneficio hoy y agradezco con el corazón.

Un symposium, un banquete donde seguramente no faltará el vino, era el lugar en el que los griegos se juntaban a hablar. El Banquetede Platón es el relato de una reunión así. solo que no había lugar para los extranjeros allí: quienes participaban eran ciudadanos. Pero hoy inician ustedes una seguramente larga cadena de simposios con esta marca que celebro, la de lo ajeno, el xenos. El pedido por parte de los organizadores de que hable en mi lengua -comprensible quizás, pero a la vez ajena- en vez de que lea en portugués, no hace sino ratificar lo que intuyo y celebro.

Aunque en realidad no sea el xenos, para ser precisos, el lugar del analista. Tiempo atrás compartí un espacio escrito con Márcio donde él hablaba justamente de ese lugar imposible, topos outopos, la tercera margen del río según Drummond, que es el lugar del analista. Por mi parte, acordaba y proponía -a partir de sus reflexiones acerca del oikos, lo doméstico- para pensar el lugar del analista en la ciudad la figura del metoikos

El meteco era en la polis griega un extranjero asilado en la ciudad, ajeno al concierto de los ciudadanos, aunque no tanto como para no poder escucharlos. Yo no escucho a los habitantes de esta ciudad, como ustedes. Solo hablo aquí como el extranjero que goza de una acogida hospitalaria.

Este banquete paulista comienza entonces dándole la palabra a un extraño, y pienso aprovecharlo. Si el tema de aquel symposiónmítico era el amor, el de éste es el desconcierto.

Nadie es inmune al desconcierto, pero ¿qué diferencia a un analista desconcertado de un médico, un ingeniero, un abogado desconcertados? Esquemáticamente, una sola cosa: para cualquiera de esas profesiones, el desconcierto es un estado por lo general transitorio, que impide o condiciona su práctica y frente al que el profesional actuará prontamente para resolverlo. Para el analista, en cambio, el desconcierto es un estado necesario que, lejos de imposibilitar, quizás habiliteel ejercicio de su función. No se trata de un estado a evitar sino una posición a lograr y quizás, a mayor desconcierto, mayor sea la amplitud de su escucha y la potencia de su intervención.

II Modos de oír

Como un modo de sortear el obstáculo de una discusión a la que llegamos desde distintos paradigmas teóricos, quiero valerme, para desplegar -y quizás, con suerte, despejar esa diferencia- de un discurso ajeno y a la vez íntimamente ligado al nuestro, el de la literatura, “la gran extranjera”, como la llamaba Foucault. Y pensar desde ahí al análisis como pesquisa, al analista como detective. Y ubicar al desconcierto en una tríada, en relación al enigma y al misterio.

El analista ha sido comparado con un detective de la mente. No es una mala comparación, siempre y cuando se diferencien modalidades que pueden de algún modo aparearse con la evolución de ese género literario, el detectivesco. 

A fines del siglo XIX el género era inventado por Edgar Alan Poe bajo el paradigma del enigma. El detective de Poe, Arsène Dupin, como el de A. Conan Doyle, Sherlock Holmes, o posteriormente el de Agatha Christie, Hércules Poirot, eran personalidades analíticas que se valían del método deductivo para deshacer enigmas. El héroe resolvía el enigma -un asesinato en un cuarto cerrado o dentro del Orient Express- decodificando indicios en una tarea intelectual y aséptica, sin siquiera mancharse. 

Paralelamente, cuando Freud resolvía sus casos de parálisis, anestesias o afasias histéricas leyendo el sentido cifrado en los síntomas, se ubicaba en el mismo paradigma indiciario. Ahí Freud -como luego haría Lacan en la época en que confiaba en la primacía de lo simbólico y la capacidad del analista de descifrar síntomas solucionando acertijos lenguajeros- ejercía una tarea detectivesca y a la vez arqueológica, identificándose con Morelli o Schliemann.

Escuchar implica también un modo de leer: bastaba inteligir, leyéndolo, el código encriptado en los síntomas para que éstos desaparezcan. El enigma era un acertijo que -como el de la Esfinge de Sófocles y Freud- invitaba a su resolución prometiendo un reino a quien lo lograra.

Solo que luego, lamentablemente, todo resultó ser más complejo. En la década del ´20 Freud se enfrenta con una clínica de la repetición que no le permitía seguir siendo optimista, y que desemboca en un viraje teórico y su postulación de la pulsión de muerte. Al mismo tiempo, en la otra orilla del mundo, surgía una nueva variante del género policial, de la mano de escritores como Raymond Chandler y Dashiel Hammett, creadores de detectives legendarios como Philip Marlowe y Sam Spade. Seguramente los conocerán a través de novelas o películas: se trata de figuras prototípicas completamente distinta a sus antecesoras. Aquí el detective es un desclasado que trabaja en un pantano donde la ley se distingue mal del mundo del hampa, y su lugar es el de verdaderos marginales que, por su misma ubicación social -una suerte de metecos también- logran ver lo que otros no.

Quizás el género negro haya surgido como una respuesta ante los mismos fenómenos  que la renovación teórica freudiana o su contraparte lacaniana, que luego de haber sido hechizada por lo simbólico en los años ´50, privilegió el peso de lo real, la viscosidad del goce que empantanaba la clínica. Estamos lejos aquí del detective impoluto que se ejercitaba en una destreza intelectual, y cerca de un marginal que, pese a su ética implacable, descreía de toda institución. Si la imagen anterior era la de un arqueólogo que desenterraba ruinas de ciudades o descifraba, como Champollion, códigos de piedra, la metáfora de ahora es la de un antropólogo forense que trabaja luego de una masacre cuando ésta aún no ha cesado, rescatando restos nec nomine, adivinando piezas faltantes, restituyendo con invenciones una memoria perdida. 

Si el primer modelo de detective pone lo enigmático en escena y el análisis como desciframiento, el segundo modelo realza el misterio (incluso el misterio de lo sexual), el ritmo trepidante del thrillery el vérselas con los pantanos de una zona resbaladiza a donde no llega ni la ley ni el orden. Dos clínicas son tributarias de estas imágenes: la del descifrador de los acertijos encriptados en sueños, síntomas y fallidos; la del luchador de catchcon las formas de goce reacias a la interpretación, la clínica de los bordes. Si bien ambos modelos se suceden, también coexisten.

Si del primer modelo surge la asociación libre como método donde se privilegia el detalle nimio, la disciplina de la pregunta y la interpretación develadora, del segundo surge la lucha encarnizada contra el goce, la inercia de la pulsión. A través de ambas influencias, el enigma -como forma interpretativa tan afín al oráculo- y el misterio -ese gancho que atrapa a un analizante, llevándolo a volver una y otra vez- se ganan un lugar en nuestra práctica. 

Si el enigma y el misterio tienen un lugar en el análisis y determinan la forma particular de nuestra escucha, no lo hay en cambio para el secreto. El secreto es lo que se oculta a sabiendas, lo sustraído al análisis en tanto violación deliberada de la regla fundamental. Si antes nos enfrentábamos a modos de oír ligados a lo detectivesco, con el secreto estamos más cerca del espionaje. El enigma y el misterio guarda afinidad con la neurosis, en tanto en el secreto nos encontramos con su reverso perverso. La escucha del espía, a diferencia de las otras, es furtiva e invasora, una intromisión violenta de la que solo cabe esperar lo peor. Esta escucha violenta su propia forma convirtiéndose en voyeurista, chusma, perversamente interesada en auscultar la vida de los otros, reediciones de una escena primaria[1].

Ante un espía lo que se habla convoca la escucha; en cambio, en clave detectivesca es la escucha la que produce lo hablado. No se trata de oír porque alguien habla de algún modo incriminatorio sino a la inversa, como en el análisis, de montar un dispositivo de escucha que, en su hospitalidad, propicia el decir.

Ahora bien, si enigma y misterio, síntoma cifrado y goce encarnan dos figuras del analista detective, quizás haya una tercera, más indefinida, a construir, orientada hacia el futuro. No hay que buscar sus rastros en los autores de policiales sino en los poetas. Roberto Bolaño publicó una novela contemporánea que trata “de la aventura, que siempre es inesperada”. Protagonizada por dos poetas marginales en una búsqueda destinada al fracaso, “Los detectives salvajes” -así se llama la novela- nos muestra quizás un tercer modo, detectivesco al fin, de imaginarnos en nuestra función: el analista como detective salvaje, casi un performeractivamente comprometido en su clínica. Aquí sí el desconcierto encuentra su lugar, pues el analista convierte su propio desconcierto en ejercicio desconcertante, mientras se ofrece como refugio y espacio de construcción de respuestas provisorias, mutantes, frente al mismo. Este tercer modelo, más que de la neutralidad analítica, es tributario de la función deseo del analista, aislada por Lacan y de inusitado valor en una clínica como la de nuestros días.

Detective salvaje aquí no equivale a analista salvaje. La cualidad de “salvaje” me sirve para pensar en un analista orientado hacia un futuro donde ya no hay certezas, donde los grandes relatos que cohesionaban el imaginario social han caído, donde la figura del padre, para bien o para mal, se ha devaluado inevitablemente, donde la liquidez ha reemplazado a la solidez. Es decir, esa figura me sirve para pensar al analista en un contexto epocal radicalmente distinto al que lo vio nacer, para proyectarlo y tornarlo viable.

Esa figura del analista como detective salvaje no habita ya la escena del crimen impoluta que los personajes de Poe o Agatha Christie exploraban con una mente que funcionaba como un escalpelo. Tampoco es el “private eye”, el investigador difícil de diferenciar de los maleantes con quienes se involucra, que Marlowe o Chandler inventaron. Si el primer modelo se refiere a un encuadre analítico aséptico y ajeno a toda contaminación de lo social, un laboratorio abstinente donde aislar los avatares transferenciales; el segundo modelo remite más al cercado con cintas amarillas con que los investigadores forenses delimitan una escena del crimen en la que quien investiga es siempre sospechoso y se confunde con el investigado, donde las transferencias son siempre recíprocas. Ambos modos corresponden a formas distintas -aislables en su diacronía, presentes en su sincronía- de pensar el dispositivo analítico. La tercer modalidad, en cambio, anhela inventar coordenadas analíticas allí donde no las hay; su escucha en tiempos inciertos busca hacer nacer un espacio de análisis allí donde la época no lo garantiza ni favorece.

III Variantes del desconcierto

Si pensamos en la tríada freudiana de inhibición, síntoma y angustia, los dos primeros modos de escucha que rescato corresponden al vértice del síntoma. Un analista que funciona como un detective, en cualquiera de las dos vertientes que puntúo, digamos a lo Sherlock Holmes o a lo Philip Marlowe, no hace sino desplegar, con variantes, una lectura sintomática de la realidad y el paradigma en juego es indiciario y de profundidad, a tono con el Zeitgeisten que el psicoanálisis vio la luz.

En cambio, el tercer modo de escucha, el del analista como detective salvaje, sin renunciar a leer síntomas, va más allá, buscando su lugar en una época que privilegia más el viaje vertiginoso por las superficies que la exploración de las profundidades. Ya que hablamos de un análisis en movimiento, se trata aquí de un corrimiento progresivo que parte en un extremo de la inhibición para recalar bordeando, en el otro extremo, a la angustia. En un pequeño cuadro inventado por Lacan[2], al comenzar el movimiento -y se trata de que en tanto analistas nos movamos- aparece la turbación, es decir, el desconcierto. 

No hay posibilidad hoy en día -si es que deseamos que el psicoanálisis siga siendo contemporáneo- que pensarlo en el polo opuesto de la inhibición, es decir en movimiento. Solo en apariencia el análisis es una práctica sedentaria: analizarse es emprender un viaje y un diván bien puede –debe– convertirse en alfombra voladora. Es importante saber en qué medida el desconcierto del analista lo ayudará o no a dirigir la cura, a desempeñarse como guía comprometido en esa exploración. 

Enigma, misterio y desconcierto pivotean en torno a un afecto fundamental, el de la angustia, norte magnético en la orientación de nuestra práctica. Cuando las respuestas fantasmáticas de nuestros pacientes tambalean, aparece la angustia que posibilita un análisis. Los analistas no estamos exentos de padecer nosotros mismos angustia, y quizás por momentos no esté mal que así sea. Pues la angustia lisa y llana no es otra cosa que la constatación de que el analista es, lo sepa o no, un funámbulo (Lacan) que trabaja sin red. La angustia es esa conciencia transitoria que, en caso de instalarse, puede impedir nuestra posibilidad de escucha. Lo mismo ocurre con su sucedáneo: la confusión, respuesta del analista al momento en que trastabillan sus certidumbres.

Casi imperceptiblemente, hemos pasado a considerar el afecto del desconcierto no del lado del analizante sino del lado del analista. Y allí cabe situarlo en esta otra tríada, diferenciando al desconcierto(turbación[3]) de otros estados afectivos colindantes, como la sorpresa (asombro), y la desorientación (confusión). 

El movimiento puede desconcertar pero también desorientar al analista, generar confusión. Confusión y análisis forman un par antitético y un analista se rescata cuando logra deslindar -analizar- lo que lo confunde. Y en ese autorrescate de su función analítica rescata a su analizante como tal. Todo lo que conspira contra el análisis, sea en tanto modalidades psicopatológicas de la época o en cuanto vaivenes de lo social, induce confusión esterilizante y analizar consiste en esa alquimia secreta que transmuta confusión en desconcierto.

Por lo contrario, la sorpresa tiene un efecto iluminador. Frente a la tendencia/tentación entrópica y adormecedora, frente a una disciplina que tiende a olvidar la invención tras la aplicación de un saber, frente a la domesticación de lo inesperado que toda práctica profesional propicia, la sorpresa refresca. Se trate de la aparición de un recuerdo inesperado o un insight  que inagure una nueva posición para el analizante, o del hallazgo de nuevos hechos clínicos, del redescubrimiento singular de un viejo concepto teórico o del surgimiento de una interpretación no calculada para el analista, la sorpresa es fértil para el análisis. Fue desde la sorpresa que Freud se tropezó tanto con la sexualidad como con las supuestas fabulación de sus histéricas, fue desde la sorpresa que la transferencia sorprendió a Breuer. Ese asombro originario, destinado a degradarse y desaparecer, es algo a rescatar a diario (aunque solo suceda en contadas oportunidades). Si el análisis convierte confusión en desconcierto, quizás la sorpresa sea su consecuencia puntual, tan fértil como inesperada, que nos lleva siempre algo más lejos. En ese camino, una tensión invalidante se convierte en fecundo malestar, incluso en esos momentos de felicidad que justifican al analista en su oficio.

Recuperar el desconcierto implica rescatarnos como analistas. Pues desconcertar también es descomponer en partes[4], es decir desmontar, es decir analizar. En ese sentido, analizar es desconcertar.

Si concertar implica producir un acuerdo, desconcertar implica hacerlo estallar. Un análisis avanza así, a través de inversiones dialécticas (Lacan) en las que quien se analiza es desconcertado e implicado por la intervención de su analista para luego, momentos después, construir un consenso tranquilizador. En ese momento es cuando una nueva intervención ha de rescatarse de la mortífera y complaciente pax analyticapara lanzar las asociaciones del paciente hacia otro lugar, desconcertándolo. En un proceso que se repetirá una y otra vez, hasta que quede poco por decir.

Así el desconcierto del analista, operacionalizado en la dirección de la cura, impide todo concierto coagulado, acople imaginariamente perfecto entre ambos miembros de la llamada pareja analítica, que de pareja tiene poco. 

Ahora bien, ¿realmente está en nuestras manos producir voluntariamente desconcierto? Pareciera que tan poco como producir malentendidos o producir angustia. Lo que el analista logra las más de las veces, con suerte, es hacerle lugar al desconcierto que forma parte de la estructura de la situación analítica, y que el diálogo cotidiano y los supuestos acuerdos y convenciones de la vida social disimulan.

IV) El psicoanálisis como guía de perplejos

Recapitulando y parafraseando a John Berger y sus “modos de ver”, podríamos pensar entonces en distintos modos de oír:

Al modo de quien desentraña enigmas a través de herramientas analíticas, como e neutral Sherlock Holmes.

O al modo de quien combate mientras escucha desde el mismo lodo donde suceden las cosas, como los detectives de las novelas de misterio, de la serie negra, entrampados en una vorágine de transferencias recíprocas.

O al modo de una escucha espía, intrigante, que reduce la ética del análisis a una caricatura funesta.

O en un modo, en buena medida a construir, que rescate lo mejor de la tradición, lo que distingue a la escucha inédita del analista y a la vez la proyecta, no sin cierto anacronismo ni cierta dosis de coraje e intuición, a lo porvenir, haciendo de los analistas verdaderos detectives salvajes.

Aun distinguiéndolos, también el enigma y el misterio son formas del desconcierto. La figura del analista detective a lo Sherlock Holmes procura liquidarlo, mientras que la figura del analista tributaria de Philip Marlowe convive con él. La figura de analista como detective salvaje se propone en cambio propiciarlo.

¿De qué manera? Fundamentalmente dos: por un lado, a través de la interpretación, medida más por sus efectos que por sus intenciones; concebida menos por su contenido que por su capacidad de producir olas (Lacan). Un momento fecundo del análisis es cuando el analista logra convertir su propio desconcierto, en una intervención, en una maniobra desconcertante, algo que ocurre en raras y por eso preciosas ocasiones. Ése es el punto preciso en que se gesta una interpretación analítica desde el suelo fértil de una escucha desconcertada. 

Por otro lado, a través de un montante de silencio oportuno. John Cage ha explorado bien el modo en que el silencio es capaz de producir desconcierto. Con sus palabras y sus silencios, sobre el fondo abstinente a que su ética lo obliga, el analista compone su música, ese modo de escucha inédito inventado por Freud, que -a mi juicio- vale más que cualquiera de las teorías que a partir de ahí hayan podido construirse.

Ahora bien, también es cierto que el análisis como disciplina del desconcierto tiene sentido y efectividad en un panorama donde cierta tranquilidad -cierto concierto- tiene lugar. En estos tiempos convulsionados, en nuestros inciertos y vapuleados países periféricos en los que el desconcierto pareciera ser norma, la potencia desconcertante de la escucha analítica se diluye y la demanda se invierte: en épocas de convulsión, la operatoria analítica quizás debiera ser más que nunca pacificante, asegurar coordenadas más que cuestionarlas, sostener una ficción de continuidad y acuerdo que mitigue la angustia insoportable que sobreviene cuando tambalea toda referencia.

 Si pensamos en la función del padre, en su declamada decadencia (función que no se confunde con las arrogantes prerrogativas patriarcales justamente cuestionadas), cómo no pensar en su contraparte social, la anomia que pareciera imperar en nuestros países y sus efectos subjetivos, o más bien diluyentes de toda subjetividad. En este punto quizás tengamos que invertir aquello que caracteriza a un espacio analítico -el ejercicio del desconcierto- y convertirlo en refugio, en espacio familiar, donde cabe poner en suspenso las preguntas y contentarse con respuestas que calmen, aún sabiéndolas provisionales.

En ese sentido, el análisis puede dejar de lado en ciertos momentos -de una cura, de un país- su afán desconcertante, y convertirse en guía de perplejos. Saben que ése era el nombre de la principal obra del sabio Maimónides, un meteco judío en la corte árabe de Saladino. En ese punto el análisis, a sabiendas, se convierte en un dispositivo que guía y apacigua, que permite orientarse en la oscuridad y aún así avanzar, que promete referencias allí donde toda referencia pareciera haberse perdido.

                                                                              Mariano Horenstein


[1]Claro que este modo de oír, como todos, puede transformarse -cambio en la posición subjetiva mediante- como le sucede al personaje encarnado por el espía en La vida de los otros

[2]Allí dispone escalonadamente los tres términos heteróclitos de inhibición, síntoma y angustia. (El Seminario  de Jacques Lacan, libro 10, La Angustia, clase del 14 de noviembre de 1962, Paidós, Bs As, 2006, p. 22).

[3]“la turbación es el trastorno…, el trastornarse más profundo en la dimensión del movimiento” Lacan, íd., p. 21-22

[4]Descomposición de las partes de un cuerpo o de una máquina (Diccionario de la RAE).