Córdoba, docta y profana

A mediados de los años `50 se había construido en Córdoba un nuevo puente sobre el río Suquía, llamado Antártida Argentina. Los políticos se preparaban para inaugurarlo mientras una misteriosa caja de madera, que contenía una extraña criatura, era depositada en las cercanías.
Se trataba de un oso polar esculpido en piedra blanca, encargo que debía ocupar una de las cabeceras del puente. Hasta que alguien advirtió que, al menos hasta el momento, no existían osos polares en la Antártida, ni en la parte reivindicada por la Argentina ni en ninguna otra.
Entonces el oso polar antártico fue retirado con prisa de su emplazamiento y comenzó a vagar por la ciudad convirtiéndose en una escultura errante en distintas plazas y paseos, un personaje extraño y entrañable, siempre algo incómodo en esta ciudad sin mar.
Porque si la Antártida no tiene osos polares, Córdoba, aun cuando le agrade pensarse como una isla, no tiene mar. Uno de sus alias incluso es la ciudad mediterránea. En esta ciudad sin puerto y por eso con menos peso demográfico de extranjeros que en otras ciudades, verdaderos portales de ingreso de inmigrantes, marineros y maleantes de toda laya, el oso polar antártico encarna bastante bien la figura de un extranjero. Y quizás por eso sirva también para figurar la imagen de un psicoanalista en esta ciudad.

Córdoba era para Sarmiento un “claustro encerrado entre barrancas” y por ende condenado a una mirada acotada si se la comparaba con la apertura bulliciosa del puerto. Esa Córdoba colonial y medieval, la de la tradición jesuita que atraviesa aún hoy a toda la provincia en sus sitios históricos que son patrimonio de la humanidad, sin duda existe. Es la Córdoba clerical, conservadora y en ese sentido refractaria al psicoanálisis.
Al mismo tiempo, en su universidad de más de cuatro siglos, laica luego de haber sido jesuita, se gestó hace casi cien años una Reforma Universitaria cuyo grito libertario de sutil poesía se hizo oír en toda Latinoamérica: “Hombres de una República libre, acabamos de romper la última cadena que, en pleno siglo XX, nos ataba a la antigua dominación monárquica y monástica. Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que tienen. Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores que quedan son las libertades que faltan.”.
En Córdoba pululan iglesias, y no sería raro que aún circule aquí aquel Dictionaire de théologie catholique que, en la entrada correspondiente a “Psicoanálisis”, asentaba la doctrina de la Iglesia Católica frente a nuestra disciplina resumiendo una advertencia oficial del Santo Oficio de 1961. Dirigida a obispos, censores eclesiásticos, sacerdotes y religiosos “de ambos sexos”, alertaban y los ponían en guardia para que jamás recurrieran al psicoanális. Pero a la vez, en un delicioso reverso, en Córdoba hay monjas que se psicoanalizan y hasta entre los precursores de una práctica analítica en la ciudad puede encontrarse a un cura y una monja.
La misma aristocracia de provincia, de misa diaria y provincianismo recalcitrante, tenía a uno de sus varones nacidos y criados escribiendo una forma de poesía satírica, los ovillejos, en donde desnudaba de modo procaz y con humor sutil, con nombre y apellido, la vida secreta de las familias de abolengo. Esta misma sociedad albergó también a Juan Filloy, un juez que en el sur de la provincia fue un escritor tan oculto como de culto, brillante artífice de palíndromos, hombre que vivió tres siglos y se carteó con el mismísimo Freud.
Hay una Córdoba identificada con el saber (otro de sus nombres es la Docta) pero aquí se cultiva el humor que horada todo saber y buena parte de los mejores humoristas del país son cordobeses. Más allá de la nota de color, esto revela una ciudad que intenta pero no logra, por fortuna, dejar afuera al inconciente.
Quizás sea porque los futuros doctores, de estudiantes, solían vivir en el legendario barrio de Clínicas, vecinos de prostitutas y poetas callejeros, donde la sexualidad agujereaba los dogmas que se enseñaban y ensañaban con esta ciudad ilustrada. Precisamente fue el cierre del internado del Hospital de Clínicas la chispa que detonó la Reforma Universitaria de 1918, reforma que, hay que decirlo, fue en buena medida freudiana de la mano de, entre otros, Deodoro Roca, quien redactara su manifiesto liminar. Roca, “el argentino más eminente que conocí”, según dijo Ortega y Gasset al viajar a la Argentina, pertenecía al mismo linaje aristocrático que la Reforma cuestionaba, incluso en términos familiares: casado con la hija mayor del rector que la Reforma despidió, se sentaba al lado de su suegra quien, previsiblemente ofendida, solo le ofrecía comida a través de interpósitas personas.
La misma Córdoba reaccionaria de la dictadura más feroz, la del genocida Menéndez paseándose impunemente por su barrio, es la de los antropólogos forenses que aún rastrean cuerpos ocultos en La Perla o el Campo de la Ribera; o la que diera lugar al Cordobazo, sublevación legendaria de 1969 contra la dictadura de Onganía.
Puede rastrearse a esa Córdoba desobediente, la reformista e insurrecta, desde su origen mismo. Pues a Jerónimo Luis de Cabrera, en 1573 el virrey le había ordenado fundar una ciudad mucho más al norte, en el valle de Salta. Pero desobedeció y decidió erigirla a orillas del río Suquía (el mismo del puente Antártida Argentina y su oso polar). El fundador pagó con su vida su transgresión, pero Córdoba sigue allí, imposible de mudar.

En Córdoba coexisten entonces la religiosidad y la iconoclastia, las reverencias -al Norte (de ahí quizás el fallido de ubicar en el sur antártico una especie del otro polo), a la madre patria o a las iglesias de cualquier tipo- y la impertinencia juvenil y descarada, la que hace trizas las imágenes consagradas para crear instalaciones o collages que nos hablen del futuro más que del pasado. Si una de las posiciones mira a la inmigración del puerto con desprecio, se solaza en tradiciones venidas del Alto Perú y en abolengos de salón, la otra se saltea al puerto si es necesario, leyendo irreverente al mundo entero y hablándole con acento cordobés.
Sabemos que la represión siempre tiene como contracara el retorno de lo reprimido y lo repudiado reaparece en lo real. Quizás por eso lo que fue el sueño de nobleza de esta ciudad -aquellos inmigrantes de linaje español que provenían del Alto Perú- por oposición a la turba que provenía de barcos hablando un cocoliche infernal de lenguas, se convierte en una postal irónica cotidiana. Pues la inmigración altoperuana ha ido conquistando espacios en la ciudad, los del antiguo barrio de Clínicas incluso, colonizado con sus mercados y comedores por la comunidad peruana, tanto como la boliviana ha conquistado la periferia con un espíritu de trabajo colectivo admirable en el cultivo de hortalizas y la construcción.
Pues Córdoba, como muchas otras ciudades argentinas, ha ido latinoamericanizándose. Centro de un país que se sintió por décadas diferente al resto de la fratria, acelerados cambios urbanos le cambian el perfil a la ciudad: aparecen barrios cerrados por doquier, la gente que puede hacerlo traslada sus viviendas a los suburbios, se crean centros comerciales e hipermercados periféricos y el centro histórico de la ciudad, otrora lugar de encuentro privilegiado, va degradándose poco a poco.
Córdoba, como muchas ciudades latinoamericanas, es un lugar de contrastes y contradicciones. Mientras algunas zonas se afean otras rejuvenecen y se hermosean; puede convivir una red de museos de arquitectura exquisita con niveles de pobreza alarmantes; un hospital público en ruinas puede a la vez albergar un servicio de medicina del viajero que aconseja a turistas sobre las enfermedades a prevenir en el sudeste asiático.
Córdoba está rodeada de sierras maravillosas tan al alcance de la mano que algunos pueden vivir allí mientras trabajan en la ciudad. Esas mismas sierras, lugar de peregrinación para los tuberculosos y asmáticos que, como quien luego sería el Che Guevara, venían a curarse con el aire montañés, sirven de refugio hoy en día a artistas célebres o secretos cuyo trabajo excede largamente los límites de un país. En ese sentido, Córdoba no tiene puerto pero sí un aeropuerto a mano que hace de cualquier lugar, aún el más mediterráneo de todos, un lugar del mundo.

La Córdoba bifronte ha recibido al psicoanálisis desde hace mucho tiempo, como una presencia incómoda, alojándolo y alejándolo a la vez, como hace la ciudad con su oso de piedra blanca. En verdad, esto no habla mal ni de la ciudad ni del psicoanálisis pues éste jamás debería ser una disciplina cómoda, nunca la del psicoanalista debiera ser una especie adaptada del todo.
El psicoanálisis está presente en la segunda ciudad argentina, en sus hospitales y sus universidades, en la enseñanza secundaria y en la jerga de las clases ilustradas. En esta ciudad donde junto a las librerías de cadena resiste uno de los últimos libreros de viejo cuño, el último sábado de cada año se repite un ritual. En la librería, ubicada en el centro de la ciudad, buena parte de la inteligentsia local -escritores y políticos, artistas y periodistas- se dan cita para brindar. No faltan allí psicoanalistas, como tampoco han faltado psicoanalistas en los máximos cargos de gestión de la salud pública, en jefaturas de servicios hospitalarios o titularidades de cátedras universitarias.
El barrio de Nueva Córdoba quizás sea el que concentra el mayor número de consultorios analíticos, aunque éstos estén desperdigados por toda la ciudad. Sin ir más lejos, el mío queda en la zona norte y tiene un gran ventanal a través del cual puede verse el cambio de las estaciones a través de los colores mutantes de los árboles. Tras los árboles, alcanza a dibujarse en la manzana de enfrente un pequeño castillo, donde supo existir una clínica psiquiátrica, el mítico sanatorio fundado por un psiquiatra reformista y ambivalente con el psicoanálisis, Gregorio Bermann.
Allí, en la misma ciudad donde también vivió su conde de Lautrèamont, se alojaba cada tanto Enrique Pichón-Rivière, quien venía de Buenos Aires a curarse de su alcoholismo. En su exilio y como una deliciosa imagen que revela dónde reside el verdadero saber, impartía improvisadas clases a los psiquiatras que lo atendían.

La práctica del psicoanálisis en esta ciudad recrea los avatares de nuestra profesión en cualquier otra. A salvo quizás de las distancias asiáticas que deben recorrer los pacientes en megalópolis como San Pablo o Ciudad de México, la ciudad tiene una envergadura suficiente como para que el psicoanálisis, una práctica fundamentalmente urbana, se asiente. Los consultorios se alimentan de estudiantes, docentes o egresados de su casi decena de universidades, de empresarios y profesionales, comerciantes, artistas e incluso políticos o religiosos. Del otro lado del mostrador, un ingente número de psicoanalistas ofrece una escucha analítica a quien la sepa apreciar. Los hay de distintas escuelas teóricas y filiaciones institucionales; así como hay freudianos, kleinianos y lacanianos, también hay algunos más cerca de la Córdoba conservadora y otros más identificados con la Córdoba impertinente; los hay cordobeses de pura cepa y otros eternos extranjeros atraídos por la universidad y después asentados aquí.
Pese a no ser una ciudad capital, el movimiento psicoanalítico que se agita aquí es lo suficientemente atractivo para que muchas figuras relevantes del psicoanálisis pasen por esta tierra a dejar su enseñanza y recolectar transferencias. Así como en una época Marie Langer, David Liberman, Jorge Mom o Benito López venían a dar sus clases en la recién abierta Escuela de Psicología, hoy en día es moneda corriente contar con la presencia de Jean Allouch o Colette Soler, de Françoise Davoine o Marcelo Viñar. Incluso fue aquí el primer encuentro, olvidado quizás, entre Jacques-Alain Miller y la IPA, previo a la entrevista conjunta que mantuviera con Horacio Etchegoyen.
En esta ciudad universitaria, letrada, no es raro que las publicaciones tengan un lugar. Aquí se publicó por ejemplo, en los años ´60, Pasado y presente, revista mítica de la intelectualidad marxista. O Psicoterapia, dirigida por Gregorio Bermann en los años ´60 y pionera en referencias psicoanalíticas. Aquí nació también la revista Littoral, dedicada al psicoanálisis lacaniano. Y también en Córdoba nació y se edita aún una revista que es ineludible antecedente de Calibán, y que se llama, como la ciudad, Docta.

Escribo sobre Córdoba y pienso que quizás me invente una Córdoba que no existe, una Córdoba imaginaria, pues la ciudad -como todo- es lo que uno vive y ve. Hay una Córdoba imaginaria, tanto como hay una Córdoba cargada de símbolos -Córdoba la casquivana, Córdoba la bizantina, una iglesia en cada cuadra, una puta en cada esquina, repiten unos versos- réplica nominal de la Córdoba andaluza y que guarda recuerdos, como aquélla de un Iluminismo temprano.
¿Qué es lo real en Córdoba? Quizás ese hueco que solo puede bordearse con palabras, bordarse con palabras, encarnado en un tajo que atraviesa la ciudad dividiéndola entre norte y sur, la Cañada poblada de seres mitológicos. Ese mismo río que tajea la ciudad en dos y sobre uno de cuyos puentes apareció un día -como hizo su aparición un siglo atrás ese extraño oficio llamado psicoanálisis- una especie nueva, el oso polar antártico.

Quizás Córdoba sea apenas eso, una ciudad conflictiva en la que alternan el puritanismo más rampante con la iconoclastia más decidida. Al psicoanálisis le sienta mejor la tradición impertinente, por supuesto, la de la Reforma, la del Cordobazo, la de la Ilustración irreverente, la poesía erótica de los ovillejos o los juegos verbales de Filloy.
La Córdoba que más me interesa en tanto psicoanalista es la Córdoba laica e irreverente, la que profana jurisdicciones y se identifica con ese “hereje impenitente”, como le gustaba llamarse a Freud. Esa Córdoba al estilo Bartleby, la que aprovecha las ventajas del “pensar contra” para producir algo a favor; esa Córdoba que aloja a los extranjeros que vienen a estudiar aquí más que la que se regodea en una genealogía aristocrática, que siempre se remonta no mucho más lejos que los exiliados peninsulares que acompañaron al fundador en su desobediencia.
Me agrada más la Córdoba profana que la docta, la laica que la religiosa, la extranjera más que la autóctona, la de espíritu librepensador más que la de pensamiento adocenado, la que elige el riesgo de pensar por cuenta propia más que alinearse con las señales que se emiten desde la metrópoli. Sin embargo, debo reconocer que quizás haga falta una tensión con la otra Córdoba, la que me gusta menos pero existe más. Quizás haga falta la repetición para que aparezca la creatividad, la represión para que aflore el pensamiento, el conservadurismo para que aparezca la reforma.
Esa permanente contradicción, presente también en la mente de quienes viven en esta ciudad, esa duda entre la osadía y la comodidad, entre la miel de la obediencia y la cuerda floja de la insumisión, quizás sea lo que justifique que, aquí también, haya psicoanalistas.

Referencias:
Mónica Ambort, Juan Filloy. El Escritor escondido, Aguilar, Buenos Aires, 2002.
Argañaraz, Juan, El freudismo reformista. Deodoro Roca: Freud en la interrogación de la ética, Docta, Asociación Psicoanalítica de Córdoba, año 3, n. 3, 2005.
Lavezzo, Federico, El oso antártico, Cartografías, Córdoba, 2013.
Reforma Universitaria de 1918, Manifiesto liminar, extraído de https://www.unc.edu.ar/sobre-la-unc/manifiesto-liminar el 9 de julio de 2017.
Sarmiento, Domingo Faustino, Facundo, EUDEBA, Bs As, 2011.
Torres, Enrique, Psicoanálisis de provincia, Docta, Asociación Psicoanalítica de Córdoba, año 1 n 0, 2003.
Giard, Luce, Un camino sin trazar, P. XXI, en De Certeau, Michel, Historia y Psicoanálisis, Universidad Iberoamericana, México, 2007.