Constelaciones del deseo

I El psicoanálisis es de algún modo una operación de lectura y lo que leemos, como quien dice “al pie de la letra”, es el deseo. Me permito aquí un ejercicio de lectura, algo salvaje quizás, acerca del título del panel que en los intercambios previos aparecía bajo el sello del equívoco. Y ustedes saben que se lee mejor el deseo si es desde el tropiezo. El título original del panel (“Por los caminos del deseo”) aparece sustituido por otro en el programa (“La dimensión del deseo”). Ambos son sugerentes para pensar la materia que nos ocupa -si es que podemos pensar en el deseo como una materia- pero de un título a otro se singulariza lo que en principio se pensó como plural: “los caminos” se transformaron en “la dimensión”. Si bien hay una diferencia clave entre deseos y deseo, el deseo del que hablamos aquí es singular en todo sentido, y eso se mantiene en ambas formulaciones. Pero el desplazamiento de los caminos a la dimensión, del singular al plural, reprime quizás el carácter polimorfo, perverso, múltiple, imposible de domesticar del todo que implica pensar al deseo con varios caminos posibles. Como contrapartida, hablar de “dimensión” reintroduce en español el “dime”, que podríamos convenir como la palabra inaugural del psicoanalista, la invitación a hablar que formulamos a quien nos consulta, con el convencimiento que todo aquello de lo que hable tendrá algún valor, y que solo a través de lo que hable sabremos ambos algo acerca de su deseo. En francés, por otra parte, el equívoco fue aprovechado por Lacan cuando hablaba de ditmansion, la casa del dicho, el lenguaje que habitamos en tanto especie hablante.
El doble título, el del programa y el “reprimido”, da cuenta también de la tensión entre lo manifiesto y lo latente, el enunciado y la enunciación, ese espacio en el que desplegamos nuestra escucha. Ese espacio que, si se aplana, hace desaparecer la dimensión deseante de la experiencia humana.
Pero mejor dejo esté método dilettante, de vagabundeo en torno a las palabras -aunque no haya otro método posible para pesquisar al deseo escurridizo- y les digo lo que me propongo: pensar al deseo en términos de constelación, es decir en tanto red de fenómenos/conceptos heterogéneos que guardan sin embargo una relación entre sí. Me interesa puntuar, entre los caminos posibles del deseo, algunas estaciones donde repostar y ponderar el modo en que el deseo interviene en la clínica contemporánea y, más aún, en la polis, ese lugar donde la clínica que practicamos tiene lugar.

Como con muchas nociones en psicoanálisis, la precisión es difícil al hablar del deseo. No es que sea imposible, solo que ensayar definiciones contundentes, al estilo de las de la ciencia, suele servir de poco. Sucede como cuando Einstein le quería expliar la teoría de la relatividad a un neófito: no entiendo, le respondía éste. Entonces Einstein intentaba de nuevo, con palabras más sencillas. No entiendo, volvía a responder. Y Einstein probaba otra vez para encontrar de nuevo un no entiendo como respuesta. Hasta que vuelve a explicarla con palabras aún más claras y sencillas, y su interlocutor le responde con júbilo: ¡ahora sí entiendo! Bueno, replica Einstein, pero ya no es la teoría de la relatividad…
Entonces, mejor definir por alusión, al sesgo. Más aún con el deseo, que es escurridizo por definición, cuando intentamos atraparlo, ya no está allí. Es claro lo que no es: no es la demanda; no es la necesidad; no es el goce. Aunque está en relación con cada una de esas nociones. La necesidad es mítica, más ligada a una naturaleza que entre nosotros siempre es cultural, ajena a la torsión a la que el lenguaje somete a lo humano. La demanda ya es articulada por el significante, acuñada en palabras, y esas palabras dejan siempre un resto imposible de nombrar. En ese resto se recorta el esquivo objeto del deseo, más causa que meta, matriz más que señuelo. Aunque ello no impide que, cual espejismos, busquemos su realización aquí o allí, empecinadamente. Como con los espejismos, basta estirar la mano queriendo apresarlo para advertir que no está allí. Pero entretanto esa ilusión ha hecho que nos movamos. El deseo es movimiento.
Si un analista por lo general no responde a la demanda que un paciente le dirige, no es por sadismo, no es por descortesía. Es porque sabe que ése es el único modo de que aparezca ese deseo voraz, insatisfecho por estructura. Ese deseo que suele ser incómodo, políticamente incorrecto, sexual, homicida, infantil, incestuoso, irrespetuoso. Siempre el deseo desacomoda y tiene algo de tormento . El analista escucha sin responder del todo las demandas que recibe porque busca histerizar a su paciente, hacer que éste distinga y ponga a trabajar su deseo. Todo el mundo piensa que nuestro trabajo es sedentario y estático, pero en verdad se trata de lo contrario: generar movimientos.
El deseo está condenado a su insatisfacción, y en esa condena está su bendición. No solo porque la satisfacción última del deseo acarrearía una suerte de muerte subjetiva -y por eso la histérica se empeña en que la falta, ese reverso y a la vez motor del deseo, no falte- sino porque su satisfacción sería sin duda problemática. Desear es complicado, un tormento decía, por eso se erigen tantas defensas frente al deseo. Fue Santa Teresa de Ávila quien dijo que “se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por aquellas que permanecen desatendidas”; en otros términos lo que George B. Shaw escribió luego: “There are two tragedie in life. One is to lose you heart’s desire. The other is to gain it “

II En su desamparo la especie humana, desde el fondo de los tiempos, ha mirado al cielo. Allí siempre hemos mirado, sea como lugar de residencia de los dioses -panteón olímpico o morada imaginaria del Dios monoteísta- o como encarnación de un orden trascendente, laico y aprehensible por la ciencia.
En ese cielo hemos intentado, lo hacemos aún, encontrar la cifra de nuestro destino. Esa pregunta nunca puede desplegarse en primera persona -¿qué deseo?- sin antes pasar por el Otro que nos ha determinado, ese Otro que anticipó nuestra existencia pues si existimos -en el territorio de la neurosis al menos- es porque hubo un deseo que nos antecedió. Nacemos a ese lugar deseado por nuestros padres y con suerte, con trabajo, logramos escribir un deseo propio, menos alienado en esa confluencia de deseos fundante. No es posible singularizar un deseo sin antes percatarse de la alienación fundamental que lo funda: primero está el Otro.
Miramos al cielo para orientarnos por las estrellas, para saber qué quiere el Otro de nosotros, esa pregunta que Lacan escribió como Che vuoi? (¿cómo me quiere el Otro? ¿Qué quiso el Otro de mí?, ¿qué he de hacer para ser querible por el Otro?), la pregunta central de la especie, la que nos alumbra.
El deseo entonces es deseo del deseo del Otro, al menos de dos maneras: deseamos convertirnos en aquello que el otro desea, por un lado. Por otro lado, deseamos aquello que el Otro desea. La clínica psicoanalítica puede entenderse desde esta frase bifronte, pero también la dinámica de la moda y la publicidad, las campañas políticas, los precios de las obras de arte y los enredos del amor.
Este nacimiento del deseo en el campo del Otro tiene consecuencias…
Por lo pronto, el modo en que se configura cada neurosis se relaciona con esa pregunta -qué me quiere el Otro- que de alguna manera implica la castración de ese Otro. Y cada neurosis tiene su propio modo de tratar el deseo: con prevención en la fobia, procrastrinando y convirtiéndolo en imposible en la obsesión, afirmándolo en su eterna insatisfacción en la neurosis princeps, la histeria.

III Si miramos al cielo para encontrar respuestas a una pregunta, es porque ignoramos tanto qué deseamos como el motor que anima nuestra búsqueda. El objeto de deseo -en singular-, ese oscuro objeto del deseo del que hablaba Buñuel orienta nuestras preguntas, nuestra búsqueda, tanto como nos condena a fracasar una y otra vez en la obtención de alguna respuesta.
Pues el objeto del deseo no es un objeto al que podamos acceder, como no accedemos tampoco a un paraíso perdido desde siempre. El objeto del deseo, al que podemos pensar como ese objeto perdido de la experiencia alucinatoria de deseo de la que Freud hablaba, es mítico. Pretendemos recuperarlo -como si alguna vez lo hubiéramos poseído- en nuestra frenética cacería tras sus semblantes, simulacros, espejismos que aparentan portar algo vinculado a ese objeto irremediablemente perdido. Cuando nos creemos en posición de apresarlos, se alejan; en cuanto los poseemos, advertimos que “no era eso…”. No es el objeto, sino la falta de objeto, lo que motoriza nuestra búsqueda. Una búsqueda donde el último modelo de Iphone, un título prestigioso o una mujer de la que nos enamoramos pueden aparecer ante nuestro imaginario como objetos que prometen velar nuestra falta originaria. Y por qué no el mismo psicoanalista, portador de algo que echará a andar la transferencia.
El analista, ese resto diurno que prestará su cuerpo a la transferencia de deseo, se hará depositario de todas las promesas, se convertirá en una figura agalmática. Bajo ese nombre, tomado de una joya albergada en la figura de un sátiro, un sileno, que hacía de cofre entre los griegos, Lacan nombró ese misterio capaz de lanzar y sostener la transferencia. Transferencia que es en parte una de las formas del amor. Cuando pensamos en por qué amamos a quien amamos, o por qué una persona hasta ayer indiferente -un analista- de pronto concita nuestro interés al punto que muchas veces vivimos cosas tan solo para contárselas, es porque creemos encontrar en ellos ese objeto extraño.
El objeto de deseo, como un aerolito escurridizo, se desplaza velozmente entre las estrellas que nos encandilan, relevándose una y otra vez, capturándonos en el espejismo de que ésta vez sí, es eso lo que queremos. Frente a su movilidad, el fantasma aparece en el mapa del cielo como una formación fija, como Géminis o Sagitario, como un guión que comanda nuestras vidas a partir del modo en que estaba configurado el cielo -el del deseo del Otro, de nuestros padres por lo pronto- al momento de nuestro nacimiento.

IV Si tuviera que elegir un cuerpo celeste para figurar al deseo, podría ser un cometa, brillante, fugitivo, permeable a cambios de órbita constantes, inatrapable. Si quisiéramos apresarlo, como si quisiéramos tomar por los cabellos a la diosa griega Fortuna, nos quedaríamos sin nada en la mano.
Un deseo tiene algo de indestructible, no muere, encuentra resquicios, grietas para infiltrarse. Está articulado, pensaba Lacan, pero no es articulable, no se deja apresar. Un deseo verdadero puja por hacerse reconocer, y rehusarle ese espacio de reconocimiento es fuente de todo tipo de mortificaciones neuróticas. Solo podemos ser culpables de una cosa, decía Lacan, de ceder en relación al deseo. Y no porque exista tal cosa como una satisfacción última, porque hablamos de una satisfacción imposible. Se trata de encontrar -eso intentamos en cada cura que conducimos- un modo de navegación que rescate el deseo inconciente de quien se analiza -en tanto desprendido en la medida de lo posible del deseo del Otro- como instrumento de orientación.

V El mundo que ve nacer al psicoanálisis de alguna manera se modifica gracias a él. Ésa es la naturaleza paradojal de las cosas a la que el psicoanálisis nos acostumbra: al develar el deseo que irriga sueños y síntomas, lapsus y actos fallidos, chistes y transferencias, rescata la dimensión deseante de la especie a la que pertenecemos, tributaria de la ley del deseo. Ahora bien, esa ley que regula la vida anímica y que justifica nuestra existencia como psicoanalistas, en un punto se pone en entredicho. No porque deje de existir, sino porque lo hará en un espacio donde no es la única lógica en juego.
Porque esa ley, que tiene sus propias reglas, su lógica intrínseca y alcanza a explicar muchas cosas del funcionamiento mental, se pone en cuestión al aparecer la idea de un goce que, como un agujero negro, pareciera engullir todo.
Cierto funcionamiento mental, acorde al principio del placer/realidad, orientado por la legalidad del deseo, de pronto se disloca, se relativiza en tanto factor regulador cuando se atraviesa cierto punto, cierto límite. Ese borde, en los agujeros negros -por proseguir con mi metáfora astronómica- se denomina “horizonte de eventos”, la línea a partir del cual nada, ni la materia ni la energía, logra escapar de ese vórtice de densidad absoluta que todo lo absorbe. Ésa es una frontera particular que tiene relevancia clínica. Podemos pensar quizás que el horizonte de eventos subjetivos es el borde a partir del cual todo se convierte en goce, el límite a partir del cual el poder de atracción de la pulsión de muerte acaba con todo.
Siguiendo la metáfora, se trata de que, cuando conducimos una cura, traccionemos con nuestra palabra interpretativa, escuchada desde el amor de transferencia y la suposición de saber que nos sostiene en el dispositivo, para alejar en la medida de lo posible a quien nos habla de ese embudo que pareciera atraer, atrapar la vida entera del sujeto. El análisis es entonces un aparejo que permite mantenerse cerca de ese borde sin caer.
El sostén, ese amarre de seguridad que nos permite acercarnos a esa frontera oscura sin caer, es lo que llamamos “deseo del analista”. No el deseo mío como analista, sino el deseo del analista en tanto función que me habita más allá de mí.

VI En el programa hay una mesa de discusión acerca del “deseo del terapeuta”, en la que ojalá pueda participar. Hay una interesante zona de tensión entre el deseo del terapeuta y el deseo del analista en la conducción de un tratamiento que quizás valga la pena explorar.
Porque si el deseo del terapeuta está animado por las mejores razones, y orientado por los ideales más nobles (el Bien, la Salud, por ejemplo), el deseo del analista es implacable. Una vez, Freud polemizaba con uno de sus discípulos, Oskar Pfister, quien era un pastor protestante que, como muchos religiosos luego, se habían acercado al psicoanálisis. En un precioso intercambio epistolar, Freud le reprocha a Pfister ser buena persona, y por ese motivo, mal analista.
Por supuesto que no está mal ser una persona íntegra para ser analista, pero lo que Freud le señala al buen pastor es que no es en tanto buena persona que logrará efectos analíticos. “Se necesita -dice- volverse un mal sujeto, transformarse, comportarse como un artista que compra pinturas con el dinero del gasto de su mujer, o que hace fuego con los muebles para que no sienta frío su modelo. Sin un poco de esa cualidad de malhechor -agrega- no se obtiene un resultado correcto ”
Esa cualidad de malhechor mentada por Freud, no es sino el hecho de estar atravesado, habitado, incluso poseído, por un deseo más fuerte que cualquier otro, un deseo ajeno a cualquier ideal. Ese deseo me pone a mí, como analista, en un segundo plano, elevándome al lugar de practicante de una operatoria que me excede, y de ese modo me permite trascender mis limitaciones como persona. Es el deseo del analista lo que permite que un análisis avance y no se detenga en logros parciales y en última instancia, por más valorados socialmente que puedan estar, yoicos. Así, casarse o tener hijos, terminar una carrera universitaria o triunfar económicamente, metas quizás anheladas, no necesariamente lo son en un análisis, aunque tampoco sea raro que sucedan. Por contraposición, un sutil cambio en la posición subjetiva, la caída de una identificación alienante, el reconocimiento de un deseo, son refrescantes hallazgos a los que una verdadera escucha analítica hace lugar.
El deseo del analista también es un deseo de deseo, pero no tanto desear en función del Otro sino un deseo de hacer aparecer un deseo en el otro, un deseo de obtener en aquellos que analizamos aquello que los diferencie del resto, una diferencia absoluta, un estilo único.

VII Cuando recibimos un paciente, tenemos que asumir un par de cosas. En primer lugar, que algo se ha roto. Se trate de la aparición de una angustia insoportable, de inhibiciones cada vez más invalidantes o de síntomas cuya satisfacción no alcanza a compensar el sufrimiento que acarrean, o de una vacilación fantasmática que deja al sujeto sin coordenadas, se trata siempre de una fractura. Y una fractura duele.
En segundo lugar, que la consulta sea dirigida hacia una escucha analítica nunca suele ser una primera opción: primero el sujeto intenta repararse con sus propios medios, por lo general sintomáticos también, o acude a su entorno, o a su médico o a su curandera. Nadie va en primera instancia a un lugar donde para curarse del dolor subjetivo va a volver a experimentarlo en la transferencia.
Para el psicoanálisis, el deseo es el reverso de la castración. En ese sentido, el reconocimiento del deseo implica el reconocimiento de la castración, y ese viaje que es una cura psicoanalítica no culmina con una restauración mítica de algo que jamás existió -salvo en la fantasía narcisista, la de no ser afectado por castración alguna- sino con el reconocimiento de un sujeto de deseo a partir de una falta fundante, inevitable. Cuando alguien nos consulta con sus heridas a cielo abierto, más tarde o más temprano advertirá que no sucede como cuando se consulta a un cirujano estético con la demanda de que no queden cicatrices, sino todo lo contrario: es la cicatriz lo que testimonia la herida, y el deseo es de alguna manera una herida fértil que no hay por qué borrar.
En Japón se ha desarrollado hace siglos una artesanía llamada kintsugi, que me gusta pensar en relación a mi trabajo. En Occidente, cuando algo se rompe, soñamos con la restitutio ad integrum, nuestros artesanos se distinguen por reparar algo de modo tal que no se note que hubo rotura alguna. Y a veces quienes nos consultan lo hacen con una demanda similar. El kintsugi, por lo contrario, es una técnica que implica algo diferente: cuando una cerámica valiosísima se ha roto, en vez de soldarse los fragmentos para disimular la línea de fractura, se utiliza una resina con pigmentos de oro, plata o platino que pega lo fracturado resaltando la herida. Un jarrón reparado de ese modo puede incluso ser más valioso que su versión original, indemne. Hay quienes incluso han llegado a romper jarrones tan solo para poder repararlos.
Esa línea de fractura puesta en valor por el trabajo del artesano -un psicoanalista es también un artesano- se relaciona con nuestro tema: la marca dorada que da sentido a esa pieza valiosa que es una vida es el deseo inconciente, tributario de la castración. Nuestra práctica, orientada por lo que nombraba como deseo del psicoanalista, es un modo de restauración que no solo no borra la fractura originaria, sino que propone una identificación del sujeto a su deseo, testimonio de una herida que no hay por qué hacer desaparecer.

VIII Al especular en torno al deseo en torno a esta imagen de constelación, construyo una narrativa teórica que ubica a conceptos de distinto calibre en una red posible. Podríamos pensar que una narrativa así es un aspecto accidental, circunstancial del método expositivo. No lo pienso de ese modo… pienso más bien que el modo en que cada practicante del psicoanálisis construye su propia narrativa, a partir de su análisis personal y de las experiencias que lo han marcado, es fundante. Ahí radica parte de su estilo, ese modo particular de funcionar en una cura y que se replica con cada analizante -pues si rescato el estilo del analista es solo para remarcar que sin eso es imposible que se haga lugar el estilo de cada analizante-que hace que ningún análisis sea igual a otro. Cuando analizamos, no hacemos sino colaborar en una tarea de reescritura, de construcción de una narrativa singular. Un análisis es ese espacio donde tratamos de adivinar esa suerte de carta astral, la constelación de deseos que hizo que quien nos consulta sea quien es. Por otra parte, también es un espacio donde jugamos a reescribir esa misma carta. Como decía el poeta griego Píndaro: llegar a ser quien uno es, desplegar la potencia -Spinoza pensaba al deseo en tanto potencia- implicada en nuestro deseo. De nuevo aquí el Nacträglichkeit, la temporalidad freudiana donde el futuro es capaz de reescribir el pasado, nos habilita a hacer lo que ningún brujo es capaz de hacer.