Acerca del misterio

Intro

Para mí en verdad es un misterio cómo vine a parar aquí. Quizás valga la pena trazar la genealogía de este encuentro… Laura leyó el texto de una conferencia que, con variantes, había comenzado en Porto Alegre y terminado en Nueva Delhi y le pareció apropiada para lo que estaban organizando desde el Cedilij. Me dijo entonces, cuando me invitó, que estaban buscando miradas extranjeras al campo de la literatura. Y la verdad es que me pareció bien.

En primer lugar, esas conferencias, la de Porto Alegre y ni hablar la de Nueva Delhi, las había pronunciado desde el lugar de extranjero.

En segundo lugar, ese lugar del extranjero ocupo hoy ante ustedes, me parece una parte nuclear del lugar del psicoanalista.

En tercer lugar, para explorar ese lugar de extranjería, me he servido a menudo de la literatura -esa gran extranjera, decía Foucault- así que es justo que pague mi deuda estando aquí.

Vantablack

El misterio es un asunto central en psicoanálisis, aunque es preciso correrse del presupuesto que identifica misterioso con “profundo”. Concebirlo en esos términos, creo, alinea al misterio con lo esotérico e inmediatamente, como suele suceder, eso termina alimentando las prerrogativas de la casta sacerdotal habilitada para sacar esos misterios a la luz.

Podríamos asignarle un color al misterio, como en un muestrario de pinturas. Así como el blue podría ser el color de la tristeza, el verde el de una lucha esperanzada, el amarillo el de una novedosa irritación…  A mi criterio, el misterio, si tuviera un código de pintura, correspondería al Vantablack.

A principios de año tuve el privilegio de conversar con Anish Kapoor, un artista británico de origen indio que ha sabido conjugar bien el misterio -tan próximo en la experiencia india- con el contexto occidental en que se mueve como un pez. El Vantablack es el misterio hecho color, un negro sintético, producido por un laboratorio inglés inicialmente con fines bélicos, y capaz de absorber el 99,96% de la luz. Lo más parecido en la tierra a un agujero negro.

Kapoor se ha hecho el dueño del misterio, y ha sido muy criticado por eso, quizás con razón. La lógica capitalista infiltra hasta el libre uso de los colores. Pero si uno ve algunas de sus esculturas, se figura bien el modo en que concibo esa cualidad misteriosa que entreveo en el Vantablack: imaginen un piso, un círculo negro en el que no se entrevé siquiera el fondo, quienes caminan lo ven circunspectos, no hay barandas, nadie osa siquiera asomarse demasiado temiendo caer vaya a saber dónde… Ese círculo negro en el piso de mármol, sin embargo, no tiene profundidad, no es un foso sino un plano. El efecto sin embargo es el vértigo de un precipicio, pero el negro es solo superficie pintada. Así aparece el misterio, como el inconciente, en la superficie de las cosas. A veces en sus pliegues, es verdad, pero no es una verdad recóndita que hay que ir a extraer como oro en vetas al fondo de una mina. El yacimiento del misterio anida en la cotianeidad más rampante, solo hay que saber verlo.

Como el Vantablack, el misterio existe solo en proporciones minúsculas. Uno podría pensar que el misterio se encuentra en la naturaleza de las cosas, pero creo más bien que el misterio, como el Vantablack, se inventa, se produce sintéticamente como si se tratara de un nuevo elemento a agregar en la tabla periódica. Solo que la factoría aquí, el laboratorio donde se sintetiza misterio es el de la mirada que cree descubrirlo. Como los colores, el misterio es un asunto que radica, más que en las cosas, en la percepción. Hay culturas mucho más proclives que la nuestra al misterio, y quien nace en Oriente goza de una ventaja más esquiva para nosotros, alumbrados como estamos por el Iluminismo europeo. Lo que no implica que no podamos trabajar para fabricar misterio como quien destila gotas de aguardiente en la clandestinidad.

De hecho, buena parte de mi trabajo consiste en eso, en tornar misterioso algo que en principio es banal. A veces toma bastante tiempo, a veces nunca sucede. Pero lo que trato de hacer en mi rutina cotidiana es favorecer en quienes hablan tomándome por testigo una escucha distinta, una escucha que comience a advertir anomalías, pequeñas discrepancias, insistencias o lagunas. Con mi escucha entreno la propia escucha de mis analizantes para convertir su vida -por más pedestre que pueda parecer- en un misterio a descifrar. Al cabo de un tiempo, si las cosas van bien, ni siquiera me precisan a mí para esa tarea, ya se han contagiado. Al final del recorrido, me dejarán caer como quien abandona a un guía que ya no es necesario.

Quizás sea importante distinguir, en el contexto en el que hablo, la intriga del misterio. La intriga, esquemáticamente, es una maniobra torpe y voluntaria -muchas veces asociada a la histeria- tramposa de algún modo, que promete respuestas a un misterio artificioso, que obliga a caminar tras un señuelo que por lo general no conduce a nada (y aquí cabe diferenciar otro camino posible, que conduce a nada, de otro modo). El misterio en cambio, a diferencia de la intriga, está en la naturaleza de las cosas y por lo general no esconde utilidad alguna su persecución. Es anticapitalista, digamos, mal que le pese al feliz propietario del Vantablack. Si la intriga está ligada a la prosa, podemos asociar el misterio a la poesía. Misterio e intriga  se diferencian, tal como lo hacen silencio y mutismo.

Una pequeña anécdota

Quiero contarles una pequeña anécdota que me llevó a pensar en el misterio. Se trata de una consulta que podríamos llamar, digamos, postmoderna. Quien consultaba era un amigo mío, arquitecto inteligente y culto.

Había vuelto a divorciarse y su vida afectiva solo sumaba problemas, con las mujeres y con los hijos de sus dos matrimonios. Se dedicaba a una rama muy precisa y competitiva de la arquitectura, y pese a haber hecho obras importantes estaba casi sin trabajo. Su vida era un verdadero desastre cuando decide consultar.

Yo estaba intrigado y, luego de la consulta, le pedí detalles. Entonces me la describió: dice que la mujer que lo recibió casi no tenía turnos pues viajaba permanentemente. Cuando logró que lo recibiera, lo hizo en un departamento muy ornamentado, casi oriental, pintado de color obispo, con cortinados pesados y muchos cuadros y objetos en los que predominaban los colores violeta y dorado. Algunos sahumerios desprendían fuertes aromas que invadían el ambiente. Mi amigo me dijo que cuando vio a la mujer, ésta irradiaba un extraño magnetismo, dueña de una belleza exótica, sus ojos eran claros y penetrantes, y estaban resaltados con un delineado generoso, como si tuviera un antifaz pintado. Vestía una bata de seda y mi amigo, al verla, tuvo frío del miedo.

Como intuirán, mi amigo no había ido a ver a una psicoanalista sino a una bruja, a pesar de ser un hombre híper racionalista y no pertenecer a un medio donde consultar a brujos fuera habitual. La bruja en cuestión era célebre. Llegó incluso a ser tapa del New York Times, que le dedicó una nota llamándola “la bruja de Menem”. Haber sido la bruja de un presidente argentino la hizo célebre, pero no era el único de los políticos que la consultaban (ella decía que todos lo hacían). Entonces, a ella fue mi amigo, a quien hacía algunos años que nada le salía bien.

Lo hizo sentar frente a una mesa donde le tiró las cartas y le hizo escribir de puño y letra sus datos, desde una extraña mezcla de distancia y cercanía -“charlaba como si fuera tu mamá”, me decía mi amigo- pero era como la pitonisa de Matrix. Le dio unos consejos y a partir de ahí le propuso iniciar un “trabajo” de brujería, para el que lo citó dos o tres “sesiones” más.

A la hora de preguntarle por los honorarios, la bruja le dijo que debía volcar el bienestar que adquiera en ayuda para la gente; …y le pidió además $10.000 de ese entonces, una pequeña fortuna que mi amigo no estaba en condiciones de pagar. La bruja le dijo a mi amigo: “me pagás como y cuando quieras, no te voy a perseguir…” Obviamente, jamás se le hubiera pasado por la cabeza a mi amigo no pagarle, del miedo que le daba, pensaba -me contó- que podía llegar a caerle un rayo encima si no lo hacía…

Desde la consulta, el ánimo de mi amigo cambió: no paró de trabajar, ganó concursos de arquitectura, encontró una nueva pareja y reconstruyó la relación con sus hijos. La pequeña fortuna que pagó por su consulta resultó insignificante en relación a su ganancia.

¿Por qué les cuento esta historia? No está en mi deseo -al menos por ahora- cambiar de oficio y convertirme en un chamán o parapsicólogo. Solo me interesa llamar la atención de algo que creo que tiende a perderse en psicoanálisis y que es el resorte de su eficacia, algo que Azucena Agüero Blanch -ésa es el nombre de la bruja de Menem- maneja muy bien y que no creo que haya que descartar reduciéndolo solamente al viejo mecanismo de la sugestión, que por supuesto operaba en el caso de mi amigo.

De algún modo les propongo, al contarles esta pequeña anécdota reflexionar acerca del psicoanálisis y su misterio.

En torno al misterio

Consultar hoy a un psicoanalista, en Occidente, se ha convertido en un asunto banal, apenas más misterioso que acudir a un odontólogo.

La globalización del psicoanalista como profesional, su presencia cotidiana en las ciudades, entre muchos otros factores, conspiran contra un elemento de misterio inherente a la función analítica.

No me refiero aquí al misterio como insumo esotérico, ni como impostura aprovechable por líderes políticos o religiosos o terapeutas inescrupulosos. Me refiero a cierta opacidad, a la extrañeza inherente al psicoanalista que lo ubica en un lugar transferencial adecuado para generar efectos terapéuticos.

Sin misterio, probablemente los psicoanalistas seamos menos eficaces.

Si el análisis ha perdido algo de su misterio original, quizás haya sido -entre otras cosas- por la fascinación que despierta la ciencia. Ustedes saben que psicoanálisis y ciencia tienen una relación, cuanto menos, problemática.

¿Qué hace la Ciencia frente al misterio? Frente al misterio de la procreación, esclarece el modo en que los gametos se congenian para hacer que la especie se reproduzca. Frente a misteriosos hallazgos de flora y fauna similares a ambos lados del océano, el científico postula una teoría donde ambos continentes estuvieron alguna vez unidos. Frente al misterio de una corona dorada cuyo propietario no sabía si estaba hecha realmente de oro, Arquímedes postula su famoso principio con un grito de guerra: ¡Eureka! que significa “lo he descubierto”. Ese grito que pronuncia Arquímedes antes de salir desnudo a la calle es el momento en que un misterio deja de ser tal, y se asemeja bastante a una epifanía en literatura, o al llamado satori, la iluminación en el budismo zen, también a la exaltación de un insight en el análisis.

La ciencia se complace en disolver misterios, se define por iluminar lo oscuro y su prestigio se mide por la intensidad de la luz que arroja. Por eso es siempre mayor en la ciencias duras que en la ciencias humanas, es mayor el prestigio de Newton, Darwin o Arquímedes que el de Freud, Bourdieu o Foucault pues sus descubrimientos son reproducibles y verificables, son más contundentes y tienen consecuencias prácticas, en la manipulación técnica de lo real, asombrosas.

Las ciencias humanas no se llevan bien con la experimentación, refractaria al campo de lo subjetivo. Les cabe mejor la noción de experiencia que la de experimento. La ley científica se detiene ante cada sujeto, que los psicoanalistas escuchamos en lo que tiene de excepcional. Pensar al psicoanálisis como experiencia implica restituirle cierto misterio, mientras que pensarlo como experimento implica, más que su elucidación, su dilución.

Tanto la ciencia como el psicoanálisis precisan de preguntas, pero ahí donde la ciencia requiere respuestas, aún tentativas y provisorias en forma de  hipótesis a contrastar, el psicoanálisis elige hacer nacer preguntas de las preguntas. Y para ello es imprescindible el misterio, encarnación de todas las preguntas.

Al final de un análisis, un analista pasará de ser el misterioso destinatario de todas las preguntas a ser menos que nada, apenas un resto excretado de la experiencia. Como en los mejores thrillers, nunca la resolución del misterio está a la altura del misterio mismo. Siempre al final nos encontramos con una desilusión.

Pero lo que al final debe caer, al principio debe existir, y no hay psicoanálisis posible si no se instaura y protege un misterio inicial. Todo conspira para que el analista continúe revestido de ese aura de saber sibilino, de ese aire oracular, de su ajenidad a las veleidades y motivaciones mundanas, rasgos que lo ubican en un lugar entre monje, adivino y sabio frente al cual pueden decirse sin riesgo las cosas más absurdas o peligrosas. Si bien es difícil hablar de lo íntimo con un extraño, hay cosas que solo pueden decirse ante un extraño. Nada como un extranjero para figurar esa extrañeza en estado puro.

Veamos qué hace la Literatura con el misterio.

Freud, que postuló una “novela familiar del neurótico”, pensaba -con razón- que sus historiales se leían como novelas. Aunque sea el ensayo el género que mejor se presta para pensar el psicoanálisis, el que mejor lo metaforiza es la novela. Hasta en sus imposibilidades: en épocas de 140 caracteres, parece difícil hoy disponer del tiempo necesario para leer una novela; en tiempos de Netflix, pocos desean dedicarle tiempo a La Guerra y la Paz. Pero quizás haya que pensar cómo surgió La Guerra y la Paz para entender mejor esta novela de una vida que se construye en un análisis. Esa novela monumental fue, en un principio, un folletín.

Manuel Puig, el escritor argentino, decía que el inconciente tiene la estructura del folletín. El análisis se parece bastante a una novela romántica, con sus amores contrariados y ese amor imposible, jamás realizado salvo de modo platónico, hacia ese opaco sujeto que escucha. A veces, en algunos casos, un análisis puede ser también una novela de terror. Por momentos novela histórica, precisa sin embargo, siempre, un gancho que traccione, un suspense, una intriga que capture la atención de quien lee la novela de su vida sin saber que en ese momento la reescribe. Todo análisis es en ese sentido una novela de misterio. Javier Cercas describe a la novela como “un género que busca proteger las preguntas de las respuestas”. Cuesta pensar en mejor definición para un análisis.

La misma estructura del folletín, novelas por entregas que aparecían desde el siglo XIX en Europa y escenificaban conflictos universales propiciando la identificación del lector, es la del psicoanálisis. Entonces los episodios semanales que Dumas o Tolstoi o Salgari publicaban y que luego se convertirían en Los tres mosqueteros, o en La guerra y la paz o en Sandokán podrían compararse a sesiones de un análisis. Sin un plan estricto, los escritores escribían capítulos y perfeccionaban las tramas mientras aparecían en los periódicos, como sucede con las telenovelas modernas, capaces de capturar y encender las pasiones de los televidentes.

Entonces corrijo a Puig: no es que el inconciente tenga la estructura del folletín, sino que el folletín tiene la estructura del inconciente, por eso captura la atención del lector. El mismo mecanismo funciona en el modo de ver series. Las series de hoy son los folletines de ayer. Y el psicoanálisis no difiere demasiado, en su estructura, de una serie en la que un protagonista va develando sesión a sesión su dramática, dejando siempre un resto de misterio que garantiza que el televidente vuelva a sentarse frente a la pantalla, el mismo resto que garantiza que el analizante vuelva a tenderse en el diván la sesión siguiente. En esa serie de encuentros que es un análisis, un sujeto normal, neurótico, banal incluso, se convierte en héroe trágico. Así explicaba Ricardo Piglia la atracción ejercida por el psicoanálisis: “En medio de la crisis generalizada de la experiencia, el psicoanálisis trae una épica de la subjetividad”, convocándonos a todos como sujetos trágicos, extraordinarios, habitados por deseos y pasiones portentosas, inmersos en historias de seducción y secreto, crímenes y pecados.

Piglia decía también que los escritores sentían que los analistas hablaban sobre algo que ellos ya conocían, pero sobre lo cual era mejor mantenerse callados. Hay allí -continuaba- una relación ambigua, pues el psicoanálisis, mientras avanza por esa zona oscura que el artista preserva y desea olvidar, hace lo mismo que el arte: construye un relato secreto, una trama hermética, hecha de pasiones y creencias, que modela la experiencia.

¿Y el Arte, cómo opera frente al misterio? ¿Qué otra cosa es una obra de arte sino un objeto que vale en tanto misterioso? El misterio de la mirada de la Gioconda da que hablar desde hace centurias, pero hasta el advenimiento del arte contemporáneo, la pericia técnica del artista y su búsqueda de la belleza velaban el misterio que toda obra de arte verdadera encierra.

El arte contemporáneo lleva las cosas al extremo, todo es hoy más claro. Porque, ¿qué motivo puede llevar a alguien a reverenciar un urinario o pagar millones de dólares por un tiburón en formol? No se trata de Duchamp o Damien Hirst y su maestría técnica, sino en tanto artífices de objetos portadores de un misterio, y en tanto tales capaces de suscitar lecturas múltiples a lo largo de las épocas, objetos opacos que hacen hablar, que nos interpretan mientras los interpretamos. Una obra de arte es un aparato condensador de misterio, por eso recorremos distancias inverosímiles para contemplarlas y construimos gigantescos estuches -los museos- para alojarlas.

La Religión también tiene -desde los cultos mistéricos griegos y romanos, provenientes en realidad de Asia- un lazo de origen con el misterio.

Misterio proviene del vocablo latino, mysterium, que a su vez proviene del griego mysterión , derivación de myo, que significa cerrar los ojos y, más antiguamente, cerrar los labios. Hay allí una conexión con la raíz indoeuropea mu, el sonido que puede hacerse con los labios cerrados. Al tratarse de un saber esotérico, solo podía transmitirse a los iniciados y no podía siquiera hablarse de ellos fuera de ese círculo.

Si aprovechamos la sabiduría de la lengua, aparecen dos rasgos asimilables a la posición del analista, pues son los que permiten el surgimiento de la escucha: cerrar los ojos, cerrar los labios. Una renuncia a la mirada, de algún modo, permitió el surgimiento del psicoanálisis, una práctica en la que, pese a que el analista de cuando en cuando interprete, por lo general calla -cierra los labios- mientras escucha.

Esa raíz mu, es homofónica y remite a un ideograma que se pronuncia Mu y que, en japonés, señala lo que quizás esté detrás de todo misterio.

Foucault ubicaba al psicoanálisis como el heredero de las prácticas de cuidado de sí, propias de algunas escuelas filosóficas griegas. En ambos lugares se trata de las relaciones del sujeto con la verdad, la transformación del sujeto al acceder a su verdad. Y la verdad, en psicoanálisis al menos, está emparentada a lo sexual, algo que los misterios dionisíacos ponían en primer plano. El plural latino Misteria, casi homofónico con Hysteria, nos pone tras una pista: la histérica es quien se encarga, desde el origen del psicoanálisis, sea de modo paródico, sea con sutileza y gracia, a través de sus intrigas y pausas, sus semblantes seductores o engañosos, de hacer del misterio un motor del trabajo analítico. Cuando decimos que un sujeto tiene que histerizarse para que un análisis tenga lugar, se trata de convertir ese misterio en algo operativo.

Sócrates, más que Arquímedes

Y fueron las histéricas quienes inventaron el psicoanálisis. La transferencia no fue calculada a priori; sorprendió a Freud, quien logró sostenerse allí donde su amigo Breuer saliera corriendo ante el enamoramiento imprevisto de su célebre paciente: Anna O. No deja de ser un misterio  el surgimiento del amor allí donde cabría suponer que con el respeto alcanzaba.

El misterio es el centro gravitatorio en torno al cual orbita la vida de un sujeto, y no hay manera de develarlo sino cuando ese centro se desplaza, en una ficción fenomenal, en ese desconocido que advendrá al lugar más importante, más íntimo y a la vez más exterior, el analista.

Analizarse implica seguir el hilo de ese misterio encarnado, el de las determinaciones históricas que nos signan como sujetos, en ese otro que es el analista. Ese locatario transitorio de la opacidad transferencial es quien encarna una pregunta, y esa pregunta encarnada es lo que hará trabajar arduamente a quien se analiza. Derrida decía: es el extranjero quien porta las preguntas. Un análisis es la historia -siempre retroactiva- del despliegue de esas preguntas.

Cuando uno recibe un regalo en Japón, aún minúsculo, se encuentra con un paquete que envuelve otro paquete que a su vez envuelve a otro. La ansiedad occidental por llegar al fondo de las cosas -por descubrir el regalo que el packaging ocultaría- impide ver que el verdadero regalo es el envoltorio mismo, y lo que envuelve es un misterio. La envoltura vale por lo que esconde, protege y designa.

Una envoltura también puede tener la forma de sileno, una suerte de sátiro cuya figura podía funcionar entre los griegos como alhajero. Lacan utilizaba esa figura para describir a Sócrates, viejo y poco agraciado, capaz sin embargo de despertar el deseo del joven y hermoso Alcibíades. Si Sócrates tenía tal poder de captura del deseo era porque envolvía algo tremendamente valioso, una joya. A esa joya Lacan la llamó -siguiendo a Platón- ágalma, uno de los nombres del objeto que causa el deseo, una de las claves para entender el misterio que encarna el analista, una de las cifras para aprehender algo de ese otro misterio que es el amor, y su forma más misteriosa, el amor de transferencia.

El psicoanálisis precisa del misterio, requiere una atmósfera neblinosa donde su práctica no esté del todo clara.

Por un lado, tanto el modo de construir teoría como el modo de interpretar es alusivo, al sesgo. Guarda más afinidad con la poesía que con la prosa, se potencia en los claroscuros, en los matices, en el arte de las veladuras. El analista promete sin decirlo las claves de lectura de un misterio, pero a la vez las escamotea.

Si hiciera crítica de cine, ubicaría aquí una frase: “Alerta spoiler” para que quien no quiera escuchar se tape los oídos, para que quien no desee saber cómo termina la película del análisis mantenga la ilusión. Porque, por otro lado, el misterio vela el vacío central, esa nada que nos constituye y cuya visión se asemeja a la de la Gorgona, horror insoportable que petrifica a quien la mira desprevenido. El secreto que develo es que no hay nada atrás. Al fin del misterio hay nada. Borges lo escribió mejor: solo se pierde lo que nunca se ha tenido.

De nuevo la brujería

Las llamadas artes liberales, como el derecho o la medicina o el psicoanálisis, por definición, dejan el misterio de lado. Se afanan en trabajar no con lo que no se sabe sino con el saber adquirido. Y si utilizan el misterio, es al modo de la impostura -como la bruja a la que consultó mi amigo- en tanto carnada, asumiendo ese lugar de sujeto supuesto saber que pone en marcha un proceso analítico pero también una asesoramiento jurídico o un tratamiento médico. Al profesionalizarse, algo de la extranjería radical del analista se pierde. Algo del riesgo necesario para una disciplina como la nuestra se diluye. Se invierte el camino de los pioneros quienes, con Freud a la cabeza, se dejaron interpelar por lo desconocido, pusieron lo poco o mucho que tenía, su prestigio, su vida incluso en riesgo, para avanzar en un terreno incierto. Sucede como lo que Roberto Bolaño decía que había sucedido en la literatura: en una época, los analistas, al igual que los escritores, provenían de cierta aristocracia económica, médica o intelectual, que arriesgaban todo lo que tenían –prestigio, dinero, reconocimiento- para abrazar una disciplina peligrosa. Luego, algo se invirtió y el análisis –la literatura para Bolaño- se convirtió en una práctica que prometía algún lustre o bienestar económico a jóvenes de clase media con aspiraciones de ascenso social. En el medio, algo del espíritu de aventura, de la avidez por el descubrimiento y la disposición a correr riesgos se perdió. El misterio asociado al descubrimiento quedó reducido a un truco de salón.

Y quizás ahí nos sirva reparar, por ejemplo, en el modo de trabajar de la bruja a la que fue mi amigo. Pues creo francamente que el psicoanalista ubicado como un profesional burgués pierde algo de su eficacia. Por un lado, porque siempre es una profesión menos burguesa que las otras, más marginal. Por otro lado, porque su práctica, administrada como si fuera una especialidad médica más, se aplana.

La bruja a la que fue mi amigo era ajena por completo al sistema de salud, ningún seguro de salud le cubría a mi amigo la consulta, ni le reintegraba nada. El monto exorbitante de su consulta acabó resultándole irrisorio a mi amigo, dados los efectos conseguidos, pero no parece ajeno a esos mismos efectos. Si bien en Latinoamérica en particular, territorio de una crisis eterna, los honorarios se ajustan a la realidad, hay algo que se pierde cuando el analista se aburguesa, y más aún -quizás- cuando se proletariza.

Esa atmósfera sugestiva que la bruja construye con cuidado -de los aromas a los cortinados, los colores de su consultorio o su atuendo, su tono de voz, los objetos que adornan su despacho- revelan la sala de consulta como un lugar extraterritorial, sujeto a códigos diversos de los cotidianos en una ciudad. Un consultorio ubicado en un centro médico e iluminado con tubos fluorescentes no parece ayudar demasiado. Tampoco funcionaría igual la bruja si enviara a sus hijos a la misma escuela a la que van los hijos de quienes la consultan. Más bien ocupa un lugar fuera del intercambio social habitual, singular. El psicoanálisis pareciera requerir también algo así. Por otra parte, la bruja está absolutamente convencida de su poder de influir en la vida de quienes la consultan. Un psicoanalista que no confíe lo suficiente en el inconciente o en el método no logrará los efectos que podría esperar.

Así, la escena de la consulta a la bruja figura bien dos de los tres polos que Lévi-Strauss estudió como requisitos de la eficacia simbólica de la magia: la creencia del hechicero en su poder y la creencia del hechizado en el poder del hechicero.

La tapa del New York Times -que está expuesta enmarcada en su consultorio- pone el foco en otro elemento que hace al misterio: el aval social a la práctica que realizan el hechicero y su hechizado. Cuando el psicoanálisis se devalúa, cuando no preservan bien el fuego de los orígenes, el trípode de creencias flaquea y una consulta se desvitaliza.

Modos de oír

A fines del siglo XIX el género detectivesco era inventado por Edgar Alan Poe bajo el paradigma del enigma. El detective de Poe, Arsène Dupin, como el de A. Conan Doyle, Sherlock Holmes, o posteriormente el de Agatha Christie, Hércules Poirot, eran personalidades analíticas que se valían del método deductivo para deshacer enigmas. El héroe resolvía el enigma -un asesinato en un cuarto cerrado o dentro del Orient Express- decodificando indicios en una tarea intelectual y aséptica, sin siquiera mancharse.

Paralelamente, cuando Freud resolvía sus casos de parálisis, anestesias o afasias histéricas leyendo el sentido cifrado en los síntomas, se ubicaba en el mismo paradigma indiciario. Ahí Freud -como luego haría Lacan en la época en que confiaba en la primacía de lo simbólico y la capacidad del analista de descifrar síntomas solucionando acertijos lenguajeros- ejercía una tarea detectivesca y a la vez arqueológica, identificándose con Morelli o Schliemann.

Escuchar implica también un modo de leer: bastaba inteligir, leyéndolo, el código encriptado en los síntomas para que éstos desaparezcan. El enigma era un acertijo que -como el de la Esfinge de Sófocles y Freud- invitaba a su resolución prometiendo un reino a quien lo lograra.

Solo que luego, lamentablemente, todo resultó ser más complejo. En la década del ´20 Freud se enfrenta con una clínica de la repetición que no le permitía seguir siendo optimista, y que desemboca en un viraje teórico y su postulación de la pulsión de muerte. Al mismo tiempo, en la otra orilla del mundo, surgía una nueva variante del género policial, de la mano de escritores como Raymond Chandler y Dashiel Hammett, creadores de detectives legendarios como Philip Marlowe y Sam Spade. Seguramente los conocerán a través de novelas o películas: se trata de figuras prototípicas completamente distinta a sus antecesoras. Aquí el detective es un desclasado que trabaja en un pantano donde la ley se distingue mal del mundo del hampa, y su lugar es el de verdaderos marginales que, por su misma ubicación social logran ver lo que otros no.

Quizás el género negro haya surgido como una respuesta ante los mismos fenómenos  que la renovación teórica freudiana o su contraparte lacaniana, que luego de haber sido hechizada por lo simbólico en los años ´50, privilegió el peso de lo real, la viscosidad del goce que empantanaba la clínica. Estamos lejos aquí del detective impoluto que se ejercitaba en una destreza intelectual, y cerca de un marginal que, pese a su ética implacable, descreía de toda institución. Si la imagen anterior era la de un arqueólogo que desenterraba ruinas de ciudades o descifraba, como Champollion, códigos de piedra, la metáfora de ahora es la de un antropólogo forense que trabaja luego de una masacre cuando ésta aún no ha cesado, rescatando restos nec nomine, adivinando piezas faltantes, restituyendo con invenciones una memoria perdida.

Si el primer modelo de detective pone lo enigmático en escena y el análisis como desciframiento, el segundo modelo realza el misterio (incluso el misterio de lo sexual), el ritmo trepidante del thriller y el vérselas con los pantanos de una zona resbaladiza a donde no llega ni la ley ni el orden. Dos clínicas son tributarias de estas imágenes: la del descifrador de los acertijos encriptados en sueños, síntomas y fallidos; la del luchador de catch con las formas de goce reacias a la interpretación, la clínica de los bordes. Si bien ambos modelos se suceden, también coexisten.

Quizás haya una tercera figura del analista como detective, más indefinida, a construir. No busco sus rastros en los autores de policiales sino en los poetas. Roberto Bolaño publicó una novela contemporánea que trata “de la aventura, que siempre es inesperada”. Protagonizada por dos poetas marginales en una búsqueda destinada al fracaso, “Los detectives salvajes” -así se llama la novela- nos muestra quizás un tercer modo, detectivesco al fin, de imaginarnos en nuestra función: el analista como detective salvaje, casi un performer activamente comprometido en su clínica.

El analista es como esos escribientes que aun pueden verse en algunos países centroamericanos o en México, esos que antes del email escribían cartas en la calle a pedido de transeúntes analfabetos, o más aún, como esos presos que escriben cartas de amor en nombre de otros a sus amadas de extramuros.

El que escribe tiene su estilo, claro, y algunos brillan más que otros, pero el quid de la cuestión, lo que hace que el análisis tenga que ver con la poesía pero no sea poesía, es que el estilo del que se trata es el de quien pide ser escrito, no el del que lo escribe. Si en una ciudad brilla el poeta que mejor dice las cosas, el analista que destaca -no por su brillo sino por su sombra- es el que desaparece tras el poema/relato que ayuda a quien lo consulta a trazar.

Recibimos pacientes que no pueden contarse, cuyo relato se detuvo en un punto traumático, que no tienen palabras para decirse o las que tienen son de otro. No le preguntamos solo el nombre del destinatario de la carta que quieren que les escribamos, les enseñamos a hablar con el idioma rudimentario de su deseo. El análisis es un espacio poético donde, cada vez, el mundo, cada mundo, es dicho de nuevo.

El analista es entonces un detective que desaparece al final, dejando a su cliente con la idea de que él mismo ha descubierto las claves del misterio. Incluso habiendo olvidado, como en un sueño que apenas deja restos, sensaciones de haberlo vivido, la ardua tarea en la que se embarcó por años con ese personaje que lo escuchaba a sus espaldas. Ese personaje que, cuando lo recuerde tiempo después, habrá perdido toda la encarnadura pasional con la que fue investido para devenir apenas un personaje ficcional del que cabe dudarse si existió en realidad.

Hablé del analista como detective, pero hay allí una trampa: como en un buen thriller, todo es de un modo y al mismo tiempo, puede ser de otro. Pues si bien el analista es quien lee, quien resuelve enigmas como en un relato de Conan Doyle o de Agatha Christie; o quien se arremanga los pantalones para investigar en el barro oscuro, en los arrabales de una sociedad como los personajes de Chandler o Hammett; o quien encarna, o sueña encarnar, la libertad de pensamiento y el coraje nómada de los héroes de Bolaño, el lugar del analista no es solo el de detective. También es el de la misma presa.

El analista funciona como una carnada. Y aquí revelo uno de los secretos de mi oficio. Cuando quien habla tendido en un diván, creyendo ofrecerse como un texto para que el analista-detective lea las razones de su sufrimiento, va a encontrarse también con otra cosa. Pues en ese analista-carnada, como tras cada carnada, hay disimulado un anzuelo. Y ese anzuelo es lo que muerde cada analizante, ese misterio lo atrapa.

El analista entonces, encarna un misterio. No un misterio general o ajeno, tan banal como el del sexo de los ángeles o la fórmula de la felicidad. Lo que encarna es un misterio único para cada quien. Parte del saber hacer del analista es lograr encarnar ese objeto misterioso siempre distinto para cada sujeto.

Quien nos consulta cree que paga para develar un misterio pero, en verdad paga para que ese misterio exista.