Una cuestión de extranjería

Publicado en Revista Controversias. El contenido de este texto forma parte del libro Psicoanálisis en lengua menor, Viento de Fondo, Córdoba, 2016.

Los psicoanalistas sabemos bien que nuestra disciplina no es ni filosofía ni literatura. Aunque tanto Freud como Winnicott o Lacan, entre otros, reconocieron que el poeta se adelanta siempre al psicoanalista en el descubrimiento de nuestra materia. Aunque el único premio recibido en vida por Freud haya sido uno literario, no uno científico. Aunque frente a la proliferación de fórmulas vacías y repetidas con que nos encontramos en buena parte de la bibliografía analítica, leer literatura pueda ser una práctica fecunda para desarrollar la agudeza en la percepción, la atención a los matices, la penetración en los arcanos del espíritu humano lejos de los corsés teóricos en los que muchas veces se pierde el acto de descubrir o de inventar en la rutina del aplicar. La literatura no es un adorno más o menos prescindible para que un analista se precie de culto sino una de las disciplinas claves de su preparación, una de las piedras más rigurosas en las que afilar su instrumento, un territorio en el que abrevar para nuevos descubrimientos. No en vano Freud consideraba que los estudios literarios debían tener un lugar privilegiado en la formación del psicoanalista.

El psicoanálisis no es literatura, aunque cada paciente no haga quizás, desplegando su novela familiar, sino construir junto a nosotros una ficción, auxiliado por otro inmenso aparato ficcional, el psicoanálisis mismo, que haga su vida más vivible.

El psicoanálisis no es tampoco una filosofía. Entre otras cosas nos diferencia la apertura del objetivo, casi cerrado en nuestra incumbencia. Pero es difícil pensar a Freud sin Schopenhauer o a Bion sin Kant o a Lacan sin Hegel o sin Platón o sin Wittgenstein. Aunque cada analizante tendido en un diván no haga sino plantearse las mismas preguntas, aunque encarnadas en una formulación particular, que han intentado responderse los filósofos desde hace veintiséis siglos. Como si pudiera imaginarse el psicoanálisis como una microfilosofía, o como si la filosofía misma fuera una disciplina construida alrededor de las preguntas del neurótico, no tan distintas quizás de las preguntas existenciales…

Ambas disciplinas, filosofía y literatura, aventajan al psicoanálisis aunque más no sea porque, frente a nuestro módico siglo de existencia, ellas están allí desde hace milenios.

Es impensable el analista sin el filósofo o el escritor. Ambos lo preceden lógica y cronológicamente. Ambos pueden prescindir del psicoanálisis –no sin pérdida, diríamos nosotros–, continuar sus peripecias sin él. Si aun así no lo han hecho[i], sólo en términos de miopía o arrogancia podríamos dejar de lado el inabarcable mapa de la filosofía y la literatura. El punto es cómo beber en esas aguas sin mimetizarse diluyendo la especificidad de nuestra lectura. Pues ¿quién podría asegurar –imaginemos por un momento a un arqueólogo de las ciencias que en el futuro intentara rastrear algunas prácticas ya desaparecidas– que el psicoanálisis no será confundido con alguna extraña escuela filosófica, más o menos mistérica? O que el psicoanálisis no terminará siendo asimilado, como decía con ironía Borges, a una rama de la literatura fantástica…

El psicoanálisis ha fundado, con su método, un territorio que le es propio. Un territorio en litigio si se quiere, una zona de frontera difícil de definir y reclamada por varias disciplinas soberanas (Piglia lo recordaba: la relación entre psicoanálisis y literatura es tensa pues los escritores siempre han sentido que el psicoanálisis hablaba de algo que ellos ya conocían, pero sobre lo cual era mejor quedarse callados). Encontrarnos aquí también implica una apuesta a que el psicoanálisis no termine siendo, en la hipotética investigación de nuestro arqueólogo del futuro, una curiosidad occidental, un ritual practicado por habitantes de las grandes ciudades que gustaban de concurrir al psicoanalista como otros lo hacían con chamanes o brujos, como en la antigüedad se dirigían hacia los maestros filosóficos o los oráculos, para saber de su futuro por el rodeo de su historia. Soñamos para nuestra disciplina un futuro distinto al de la alquimia o la astrología que, recordémoslo, gozaron en su tiempo de tanto o más prestigio –con el sueño de inmortalidad que eso suele acarrear– que el psicoanálisis.

¿Cuál es ese territorio del psicoanálisis al que aludíamos? El lugar que le cabe, valga la paradoja, es extraterritorial. Frente a la ciencia, pese a nuestros afanes, y frente a la religión, tanto como frente a la filosofía y a la literatura. Que su estatuto científico sea como mínimo problemático no lo convierte en superchería; que su transmisión sea de algún modo iniciática, de diván en diván, no la torna, al menos no debería, en una práctica esotérica ni religiosa. Al renunciar a cualquier Weltanschauung, como quería Freud, se deslinda de la filosofía, y el hecho de que los historiales psicoanalíticos se lean como novelas no los convierte en novelas. Que estemos permanentemente definiendo y precisando y preguntándonos acerca de las dimensiones del psicoanálisis no hace más que confirmar que ese territorio en el que habita está en litigio y no está deslindado con claridad.

Entonces, si el psicoanálisis fuera una práctica mestiza, y en tanto tal no pudiera renunciar a su deuda, a su alimento, al aguijón estimulante de disciplinas como la literatura y la filosofía sin ser ni literatura ni filosofía, ¿qué lo haría diferente, cuál sería, en caso de haberla, su especificidad?[ii]

La dimensión clínica del psicoanálisis

Aunque el psicoanálisis sea una disciplina perteneciente al área de la cultura, al más humano de los territorios humanos, y como tal sobrepase el estrecho espacio de un consultorio, la dimensión más psicoanalítica del psicoanálisis, valga la tautología, es la clínica.

No porque sea imprescindible la práctica clínica para hablar de psicoanálisis, sino porque cualquier elucubración que apele al aparato conceptual psicoanalítico ha abrevado, en sus orígenes y a cada momento, en ese territorio imposible, siempre en riesgo, de resistencia, de subversión, de preciosa particularidad que es el espacio de un sujeto tendido en un lecho hablando de su padecer, ante una escucha que intenta renunciar a sus presupuestos, a sus prejuicios, a sus ansias de dominación, para hacer lugar a las preguntas que no tienen lugar en ningún otro lugar (y así, en este ejercicio, como quien no quiere la cosa, quizás algún sufrimiento se mitigue, algo nuevo pueda desplegarse). Que conozcamos de sobra este dispositivo, por pasarnos buena parte de nuestra vida inmersos en él, sobre o tras un diván, no debe hacernos perder de vista su radical extrañeza, extrañeza que en algunos momentos privilegiados los analizantes mismos también suelen advertir.

Pero volvamos: ¿qué clínica? Como no podría ser de otro modo, se trata de una clínica del caso a caso, tan alejada como pueda tanto de los apremios de la evaluación o del mercado como de la tentación de convertir nuestros divanes en lechos de Procusto normalizadores. No se trata tampoco de una disciplina especulativa, sino tan adecuada (o inadecuada en verdad) como pueda estarlo al padecimiento humano. Al sufrimiento humano, al pagar de más. Que incluye por supuesto la comodidad en ese padecer, el goce complaciente apenas disimulable en la mueca dolorida de quien se queja y que no por ello, no por gozar en el mismo lugar en el que sufre, tiñe ese padecer de los vicios de la infatuación o de la mentira. No por remitir a un goce secreto el dolor es menos verdadero. Pero esta anfibología del síntoma permite apreciar la dificultad de su abordaje: no hay espacio allí para las buenas intenciones, ni para la caridad, ni para la ingenuidad, ni mucho menos para el furor curandi. Se trata de otra cosa.

¿Cómo puede alguien, relativamente común, a menudo más neurótico –al menos en el punto de partida– que la media poblacional, por el solo hecho de su formación, advenir al punto de operador eficaz de esa materia tan inflamable como evanescente que es el inconciente? Sólo porque alguien así –un analista– ha desarrollado una destreza de escucha que sorprende a quienes se entregan a ella, una escucha que renuncia a la memoria tanto como a la ambición, una escucha que abandona tanto el prejuicio como la experiencia, una escucha singular, a medida del dispositivo inventado por Freud y por otra parte, absolutamente inútil, invalidante incluso, fuera de sus coordenadas específicas.

Si pensamos en que es una cercanía a la clínica lo que definiría el psicoanálisis, podemos intentar cernir con mayor precisión el tipo de clínica del cual se trata. ¿Cuáles serían entonces los rasgos, si no suficientes al menos necesarios, inherentes a la dimensión estrictamente psicoanalítica del psicoanálisis, es decir aquéllos que hacen al psicoanálisis único, diferente de cualquier forma de psicoterapia? Podríamos intentar enumerar algunos.

La clínica del psicoanálisis es lenguajera. Ha sido señalado que hay en Freud muchas lecturas posibles[iii], pero quizás la manera que más se ajuste a las encrucijadas que plantea la clínica sea la lectura lenguajera de Freud. Somos sujetos de lenguaje, habitamos en y somos habitados por él, y Lacan ha señalado –a esta altura no se trata de ninguna novedad– que el inconciente se encuentra estructurado como un lenguaje y si algo puede entenderse de lo que escribiera Freud es a partir de ahí. Operamos con (y sobre) el lenguaje, ése es nuestro bisturí y la carne que cortamos. Hay otros instrumentos también, pero el lenguaje los atraviesa a todos. ¿Significa esto que los afectos no estén presentes en la práctica lenguajera del psicoanálisis? No debería ser así. Por lo pronto, es impensable el psicoanálisis si no se lo concibe como una experiencia amorosa, un amor que no se prodiga demasiado, es cierto, pero amor al fin. También nos extraviaríamos si lo concibiéramos solamente como una experiencia amorosa. Es impensable también que el análisis no bordee o atraviese todo el tiempo la experiencia de la angustia, que, si hubiera un Olimpo de los afectos, estaría seguramente en el lugar de Zeus. Ahora bien, si no se considera el psicoanálisis como una disciplina esotérica, indecible además de indecidible, es porque el lenguaje criba los afectos, y en la misma medida en que les aplica su sello los pervierte, los descompleta haciéndolos a la vez posibles. El territorio del psicoanálisis es lenguajero hasta en el punto en que el lenguaje se revela impotente, hasta bordear ese más allá, ese agujero de real que, si existe, también es gracias a él.

La clínica psicoanalítica, fuera del campo de la buena voluntad, es malhechora. A esta altura es conocido el consejo que da Freud a Oskar Pfister, el pastor protestante, un buen hombre: “Sin un poco de esa calidad de malhechor no se obtiene un resultado correcto”[iv]. Sólo así, renunciando a cualquier “Banalidad del Bien”[v] –podríamos decir parafraseando a Hannah Arendt–, desde una ética particular, asocial, se obtiene según Freud un resultado. Entonces, en una paradoja sólo aparente, mientras más desalmado se muestre el analista, mientras menos se ocupe del “Bien” de su analizante, mientras menos caritativo y bondadoso sea con su paciente, más bien le hará.

Lejos de cualquier caricatura de impasibilidad y mutismo, pero con la necesaria parquedad y abstinencia, el psicoanálisis es una praxis en la que el analista participa activamente del trabajo que realiza el analizante. ¿Cómo? Me gusta pensar su participación con una metáfora que utilizara Charles Melman. Éste, afirmando la imposibilidad de que el analista se ubique como un observador científico, aséptico y externo a lo que sucede en el analizante, lo comparaba con el flogisto. El flogisto, que proviene de la palabra griega que designa lo inflamable[vi], era un principio imaginario, alquímico, un ingrediente esencial para que algo arda. El analista, dice Melman, es el flogisto, él arde con su analizante. Arde con su analizante, el psicoanalista en el mismo caldo que su analizante, metido hasta las rodillas en él, involucrado tanto con las reglas de su trabajo como con el destino de su paciente. Pero, al mismo tiempo, mientras enciende con su fuego el fuego del analizante –el deseo del analista en el origen de todo–, desaparece, en el mismo acto. El destino del flogisto es desaparecer, es la sustancia que se consume en la combustión. Lo que quede de ese acto será un sujeto, con sus tribulaciones, con su deseo, diferente a él, que pueda pensarse un día, más o menos próximo, sin él.

El psicoanálisis es una práctica profana. En varios sentidos: por un lado como opuesto a religioso, aunque haya algo en los modos de agrupamiento de analistas que pareciera derivar siempre hacia formas de re-ligarse más propias de una iglesia. Por otra parte como opuesto a docto. Sabemos que no hay peor obstáculo para escuchar a alguien que instalar un artefacto doctrinario entre nuestras orejas y sus labios. Es imprescindible efectuar un arduo trabajo teórico, pero sólo para poder “olvidarlo” en el momento oportuno. Contra toda necesidad y conveniencia Freud quebró lanzas públicamente para defender a Theodor Reik en el juicio que se le inició por ejercicio ilegal de la medicina. Pensaba que defender el análisis profano era defender el análisis.

Se extraña de veras en nuestras instituciones –hoy, cuando somos casi todos médicos o psicólogos– esa comunidad inconfesable de humanistas, espíritus inquietos, filósofos, sociólogos o religiosos incluso que está en el origen del territorio específicamente psicoanalítico. La práctica inventada por Freud, a quien le gustaba definirse como un “villano herético” o como un “hereje impertinente”, es intrínsecamente profana en tanto se trata también de un acto de profanación: desenterrar historias, cuestionar certezas, agujerear ideales, violentar mandatos generacionales. Una praxis así, heterodoxa y cuestionadora, tanto por la vía de una trabajosa ingenuidad en la escucha como por la de una práctica de la sospecha, sólo podría estar en manos de analistas laicos, profanos.

La clínica del psicoanálisis es también un asunto de fracasados. Vivimos una época en la cual el culto al éxito ha desplazado a cualquier otra religión. Y como cualquier otro culto, cuenta con sus variantes moderadas o fundamentalistas. Esta nueva cosmovisión religiosa se aplica a todo y a todos y es verdaderamente difícil sustraerse al soberbio e irritante rasero del éxito. Se pretende medir el psicoanálisis también desde ahí: ¿cuál es su eficacia? ¿Cuál su eficiencia? De la misma manera, los sujetos que nos consultan, medidos con igual vara, padecen de esta carrera contrarreloj en pos de un éxito escurridizo que siempre se revela más precario de lo que se suponía. El padecimiento puede acompañar por igual tanto a los que lo han alcanzado como a quienes se agitan afanosa y fallidamente en torno a él. Trabajamos con eso. Y desde nuestro lugar privilegiado para descubrir ciertas dinámicas sociales –un consultorio analítico también es eso– advertimos que rara vez, si un psicoanálisis es verdadero, sus protagonistas lo miden en términos de éxito. Ni siquiera una cura supuestamente exitosa se define así por sus partenaires. Quien se analiza sabe que un síntoma invalidante puede resolverse, lo que no garantiza que otras situaciones no puedan volverse sintomáticas. También sabe lo crucial que puede ser un cambio en la posición subjetiva, más allá incluso de la subsistencia de algún síntoma. El éxito como criterio de evaluación presupone la extirpación del conflicto de la vida anímica, justamente el conflicto que el psicoanálisis reintroduce rescatándolo de su destierro en la patología. Un analizante advertido descubre que detrás de cada éxito aparente, yoico o superyoico, subyace un fracaso posible, y el título de Freud “Los que fracasan al triunfar”, debiera ir más allá de la casuística de sus ejemplos. Aun al final de una cura lograda, el ánimo que embarga a los sujetos no es de algarabía. Bajo diferentes modos de teorización se advierte en los finales de análisis un dejo de tristeza, de encuentro con lo fallido, con lo incompleto, con lo caído. Por eso la palabra éxito no suele usarse para describir procesos que sin embargo consideramos logrados. Frente a eso quizás nos genere alguna envidia la estridente satisfacción de sí mismos con la que suelen terminar los protagonistas de algunas curas no analíticas… El psicoanálisis es una práctica refractaria al éxito, y le es más afín la noción de fracaso. Nada hay más ridículo que un análisis que las vaya de exitoso, y no hay más que pensar en la apuesta de Freud –transformar miserias neuróticas en infortunios corrientes– para ver qué tan hondo cala en el psicoanálisis cierta ética del fracaso.

Las curas de las que Freud extrajo más enseñanzas fueron por lo general curas malogradas. Los análisis de los pioneros fueron de algún modo análisis fracasados: el de Freud con Fliess, el de Anna Freud o el de Ferenczi con Freud, el de Melitta Schmideberg con su madre Melanie Klein, el de Lacan con Löewenstein… Análisis defectuosos, incompletos, que sin embargo, como se ha dicho[vii], dejaban un resto que propulsaba los desarrollos, las investigaciones, la aventura intelectual de aquéllos que emergían como podían de los divanes que habían frecuentado. Octave Mannoni decía –cualquier analista lo sabe– que los fracasos nos enseñan más que los éxitos, siempre y cuando los reconozcamos como tales. Cabría invertir el texto de Freud y hablar de los que triunfan al fracasar. No aludimos aquí a un secreto goce del fracaso –nada raro de observar, por otra parte– sino al balance en el que el encuentro con el fracaso muchas veces significa también el reconocimiento de un deseo, la caída de identificaciones alienantes, los garabatos que anteceden a un proyecto propio.

Psicoanálisis extranjero

Quizás recuerden una película que fue estrenada hace varios años ya, con el título Un diván en Nueva York. En tono de comedia, narraba un intercambio de casas entre un analista ortodoxo neoyorquino, protagonizado por William Hurt, y una bohemia joven parisina, personaje que encarnaba Juliette Binoche. Se trata de una comedia romántica menor quizás en términos cinematográficos, pero allí la directora ha logrado capturar algo de la especificidad del psicoanálisis difícil de cernir en términos conceptuales. Lo interesante es que quien enseña algo acerca de ese lugar problemático y frágil, el de analista, no es el personaje que encarna al eminente psicoanalista neoyorquino, pulcro y respetuoso de las reglas del oficio que practicamos, sino el otro, el de la ignorante intrusa francesa. ¿Qué sucede? Pues que el personaje de Juliette Binoche, ya instalada en la casa-consultorio de Manhattan, se ve puesta por un paciente precipitado, que seguramente ignoraba que su analista se había tomado vacaciones, en el lugar de analista ella misma. Con honestidad, la joven intenta decirle al paciente, que ya se ha tendido en un diván y ha comenzado a hablar, que ella no es analista, y que la persona a quien busca el sufriente neurótico está en París… lo cual no impide que el paciente comience a desplegar sus tortuosos fantasmas ante Binoche, que se sienta en el sillón tras el diván. Luego de ese paciente, llega otro, y otro y otro. Incluso pacientes nuevos que no están dispuestos a esperar el regreso del renombrado analista que en ese momento, ignorante de todo, sigue en París. La analista profana, pues eso es a esta altura, ha sabido entretanto dejarse llevar por los pacientes a un lugar de escucha particular, donde no aconseja ni habla de ella misma. Tal como le sucedió a Freud con sus primeras histéricas, se deja arrastrar, permite que los pacientes le enseñen, se deja conducir al lugar que conviene a un analista y, ayudada por el discreto silencio en el que se enfrasca y por su apenas rudimentario manejo del inglés, se sorprende ejerciendo efectos terapéuticos. Sus –a esta altura– analizantes mejoran, se sacuden cierta modorra, se entusiasman sin extrañar, al parecer, al prolijo analista desaparecido. Ajena a cualquier canon de comportamiento analítico y a cualquier tipo de formación, sólo con su escucha extranjera, en cuanto a la nacionalidad y el idioma por supuesto, pero también en lo relativo a una modalidad activa, ingenua y a la vez diferente de escucha, el personaje de Binoche logra la instalación de una transferencia intensa y efectos terapéuticos sorprendentes. La película es una fábula, pero en tanto tal enseña algo que hace a la eficacia de la posición del analista, que no pasa ni por las investiduras profesionales, ni por la ardua formación, ni por sus conocimientos técnicos, sino, cabe pensar, por cierta cualidad de extranjería.

Si el lugar a ocupar por el analista es un lugar extranjero, extraño (lo cual, si nos dejamos guiar por la lógica del dispositivo analítico, es más una descripción que una prescripción), es también porque el psicoanálisis como disciplina es un saber extranjero.

Gershom Scholem recordaba[viii] que Freud, Kafka y Benjamin jamás acabaron de identificarse con la lengua alemana a través de la cual sin embargo pensaban y forjaban sus obras, eran concientes de cierta distancia. Y si no se identificaban con su ser alemán, no era para identificarse con su ser judío. Encarnaban –sin dejar de ser judíos o de hablar alemán– la extrañeza frente a cualquier pertenencia. “Venían de lugares extranjeros –recuerda Scholem–, y lo sabían.”

Freud[ix] era un extranjero en el corazón del antiguo imperio austro-húngaro. Y fue así desde la splendid isolation a la que lo había condenado la ciencia de su tiempo por lo que produjo su formidable invento. La distancia que le procuraba ser un extranjero en su propio país no fue un ingrediente menor en la fórmula de su descubrimiento.

Como un eco que tenga quizás cierto carácter estructural, buena parte de los grandes pensadores en psicoanálisis han sido emigrados, extranjeros: Melanie Klein, Anna Freud en Inglaterra, Hartmann, Kris y Löewenstein, los fundadores de la psicología del yo en Estados Unidos, también en Estados Unidos Heinz Kohut y Otto Kernberg, nacido en Viena y formado en Chile, en Argentina Marie Langer, Ángel Garma, Pichon-Rivière mismo, que aun habiendo nacido aquí adquirió, según cuenta, esa cualidad de extranjería criándose entre el guaraní y el francés de sus padres. Cuando esa extranjería no se produce, digamos naturalmente, se la procura: podría pensarse así la huida de Bion, agobiado por el peso de las medallas, hacia Los Ángeles. Quizás no debería ser imprescindible escapar de la guerra o del genocidio o de la gloria para producir conocimiento analítico, pero pareciera ser necesario procurarse algún grado de extrañamiento. En ese sentido, un analista habría de repetir en el proceso de su formación, fundamentalmente en su análisis, ese extrañamiento que permitió a Freud escuchar otra cosa en lo mismo que escuchaban todos en su época[x].

Lacan[xi], “excepción francesa” mediante, no emigró a ningún lado. No obstante, no parece haberle sido ajena la percepción de que algo decisivo se jugaba por el lado de la extranjería. Hay una anécdota al respecto: al parecer, la comunidad judía[xii] de Estrasburgo pide a Lacan que les envíe un analista. Éste toma nota del pedido y los remite a uno. Cierta lógica que parece imperar en psicoanálisis, aunque no sólo allí, podría hacer pensar que Lacan habría de recomendarles un analista judío, o al menos de apellido judío, o al menos vinculado de algún modo con los judíos, que pueda entenderlos… Nada de eso. Los remite a un psicoanalista, de su confianza, claro, pero… árabe: Moustaphá Safouan[xiii]. Más allá de las intenciones de Lacan, que permanecen fuera de nuestro alcance, vuelve a advertirse allí un punto interesante, el que sitúa al analista en un lugar radicalmente extranjero frente al analizante.

Como afirman Deleuze y Guattari hablando de Kafka, se trata de “estar en la propia lengua como un extranjero”[xiv]. Tratándose de una práctica lenguajera como la nuestra, es inevitable conocer el idioma en el que habla el paciente. Esto es de Perogrullo. Pero tan inevitable como eso, y aquí abandonamos el terreno de las obviedades, es que tratamos el castellano del paciente –aun siendo el nuestro– como un idioma extranjero. Muchas veces nos esforzamos sin saber para lograr esa distancia, la única que permite salir de las falsas complacencias, de los entendimientos fallidos, hacer lugar al radical malentendido inherente a cualquier lengua, y buscar esa interpretación, o mejor dicho encontrarla, que permita al paciente escucharse de manera distinta. Quizás se trate tan sólo de ofrecer cierta resistencia a la tentación de comprender con inmediatez (contra la cual Lacan, pero también Bion, nos alertaran), y una pregunta de profunda actualidad política en estos tiempos de terror: ¿cómo convertir en próximo/prójimo al más extraño o diferente?, deba mutar en psicoanálisis a su contrapartida: ¿cómo convertir en extraño lo más próximo?

Desde el punto de vista por el que abogamos, el lugar del analista tiene más afinidad con el del apátrida que con el de un técnico especialista en el inconciente tanto como otros pueden serlo en el aparato digestivo. Sólo que es difícil renunciar a las virtudes pacificadoras de la imagen, del reconocimiento mutuo –uno de los escasos derechos que la legislación internacional garantiza a cada sujeto, por el solo hecho de habitar en este mundo, es el de tener una nacionalidad–, para convertirnos en extraños, en extranjeros tanto frente a nuestros analizantes como frente a nosotros mismos. Pues eso hace el inconciente, nos convierte en extranjeros aun en la propia casa[xv].

En nuestro oficio se trata de una “apatridia” buscada, del lugar del apátrida, inconfortable, incómodo e incomodante. La posición –es una posición[xvi] más que una investidura– del extranjero que no acaba de entender la lengua en la que se le habla aun siendo la suya. No podría ser de otra manera, si coincidimos en que el territorio del psicoanálisis es de frontera y en disputa, que sus ciudadanos sean apátridas, extranjeros dondequiera que vayan.

Pero, ya para concluir, es de su extranjería de donde el psicoanálisis extrae un carácter paradojal que, afectando retroactivamente todos los rasgos que he puntuado, hace a su preciosa originalidad:

– Para curar nos olvidamos de curar, confiando en que la cura sobrevendrá por añadidura.

– Por el “bien” del paciente, nos comportamos a menudo como impiadosos malhechores.

– Atendemos al lenguaje para precisar los afectos y nos involucramos al máximo en las curas sólo para desaparecer al cabo de éstas.

– Ensayamos cruces fértiles con otras disciplinas para encontrar aquello que particulariza al abordaje psicoanalítico y renunciamos a la memoria sólo para procurarnos, vía atención flotante, una memoria elefantiásica digna de la admiración de nuestros pacientes.

– Por medios profanos o heterodoxos (para la ciencia, para la religión) preservamos la dimensión más sagrada de la experiencia del inconciente.

– Y, finalmente, aprendemos en la escuela del fracaso, de la infelicidad en la cultura, el disfrute de las pequeñas y acotadas, más no por ello menos valiosas, victorias que nos aguardan.

                                                                                      Mariano Horenstein

Bibliografía:

Braunstein, N., Freudiano y lacaniano, Manantial, Bs. As., 1994.

Freud, S., ¿Pueden los legos ejercer el análisis? Diálogos con un juez imparcial (1926), OC, AE, T. XX.

Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Kafka. Por una literatura menor, Era, México D.F., 1975.

Freud, S., Pfister, O., Correspondencia 1909-1939, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1966.

Kristeva, J., La revuelta íntima. Literatura y psicoanálisis, Eudeba, Bs. As., 2001.

Mannoni, O., El diván de Procusto, Nueva Visión, Bs. As..

Miller, J.-A., Cartas a la opinión ilustrada, Paidós, Bs. As., 2002.

Weil, A.-D. et al., Quartier Lacan. Testimonios sobre Jacques Lacan, Nueva Visión, Bs. As., 2003.

Wolhfarth, I., Hombres del extranjero. Walter Benjamin y el Parnaso judeoalemán, Taurus, México D.F., 1999.


[*] El contenido de este texto, que formó parte de una presentación en la Asociación Psicoanalítica de Córdoba hace 10 años ya, en 2007, forma parte del libro Psicoanálisis en lengua menor, Viento de Fondo, Córdoba, 2016.


[i] Es posible advertir la marca de las andanzas de Freud en buena parte de la filosofía y la literatura contemporáneas (Althusser, Badiou, Žižek, Derrida, o Sebald, o Kureishi o Hustvedt… por nombrar sólo algunos).

[ii] Lo cual no plantea un tema menor, pues como producto de una conjunción así podrían parirse aberraciones. Baste como ejemplo el de la autoayuda, disciplina bastarda que toma lo peor de cada casa: mala literatura, mala filosofía, psicoanálisis reducido a una psicología…

[iii] Así como puede leérselo en clave biológica o sociológica o incluso psicológica, y toda operación de lectura, si es coherente en sí misma, encuentra su validez en ese caldo de una riqueza heurística inusitada como es el pensamiento de Freud (Braunstein).

[iv] Freud escribe textualmente: “Se necesita volverse un mal sujeto, transformarse, renunciar, comportarse como un artista que compra pinturas con el dinero del gasto de su mujer, o que hace fuego con los muebles para que no sienta frío su modelo. Sin un poco de esa calidad de malhechor no se obtiene un resultado correcto” (Freud, S., Pfister, O., op. cit., p. 36).

[v] Hay que cuidarse en psicoanálisis –también en la vida– de las buenas intenciones, que siempre pugnan por hacerse un lugar, tentación siempre presente en un oficio en el que todo el tiempo nos las vemos con sujetos dolientes, temerosos, divididos…

[vi] El flogisto era concebido como una sustancia incolora, inodora, insípida y desprovista de peso que se liberaba durante la combustión. Tras haber ardido, la sustancia “desflogisticada” adquiriría su forma “verdadera” (s. XVII).

[vii] Braunstein, N., 1994.

[viii] Cit. en Wohlfarth, I., p. 20.

[ix] Freud, el explorador de un continente al que a la par de descubrir debía nombrar y colonizar, vive en cada uno de nosotros y las apelaciones a él como fundador de un campo particular, el del psicoanálisis, lejos de constituir una claudicación o de implicar la ausencia de progresos en el análisis, es de alguna manera inevitable.

[x] Cada analista en los comienzos de su práctica –nos recuerda O. Mannoni– recapitula de alguna manera la historia del psicoanálisis, y ha de saber encontrar dentro de sí esa mirada extrañada.

[xi] En Lacan la extranjería se da en términos institucionales, frente a la IPA, que lo excluye de su función didáctica. Él mismo se identifica con Spinoza luego de la “excomunión” por parte de su comunidad.

[xii] No es por azar que retorna el significante judío, pues quizás –diáspora mediante– encarne como pocos esa extranjería a la que aludimos, y tal vez no sea azaroso pensar que la gran cantidad de judíos que militan en las filas del psicoanálisis, de un lado u otro del diván, tenga algo que ver con eso. En el seno de una ortodoxia, o de una nacionalidad, quizás el judío deja de encarnar lo extranjero…

[xiii] Miller, p. 141.

[xiv] Deleuze, G. y Guattari, F., p. 43.

[xv] Ver, Kristeva J., obras citadas en la Bibliografía.

[xvi] Siempre situacional, en precario equilibrio, no hace a una identidad coagulada, al igual que la definición de “analista”.