Mario Bellatin
Deshacer hechizos con hechizos
Cuando se conversa con Mario Bellatin, no se sabe si se lo hace con uno de los autores más originales de nuestro continente –apareado con frecuencia a Aira o Bolaño- o con uno de sus personajes. De todos modos no es relevante, pues Bellatin se encarga sistemáticamente de contrariar cualquier límite claro entre realidad y ficción. Nacido y educado en Perú, luego de una estancia cubana reside actualmente en México. Desinteresado de cualquier marca latinoamericana de origen, advierte sin embargo “una pobreza aterradora de pensamiento propio” en la región, mientras alerta contra la entronización de pensadores de moda como si fueran seres elegidos.
Tratándose de un escritor, quizás haya un encanto particular en sustraer los efectos de la voz y de la mirada –en México se ve, en Argentina se escucha, nos dirá- para privilegiar lo que puede ser leído porque ha sido escrito. En su caso, escrito en la superficie táctil de un Iphone y con su única mano.
¿Hay algo del habla que se pierde en la escritura, o al revés, hay algo que sólo puede aparecer en la escritura?
En ambas se gana y se pierde. Decidí ser escritor, precisamente para hallar en mis textos asuntos de los que no tenía la menor idea de su existencia, y que jamás iban a aparecer en el lenguaje hablado. De alguna manera siento que el habla tiene algo de justificante y la escritura de pozo sin fondo. La gente habla, llora, ríe igual. Hay quienes escriben diferente. Iguales sólo a sí mismos.
El rumbo del silencio
En una película que protagonizaste, dices algo que suena muy interesante a oídos de un psicoanalista: “nadie escucha a nadie”.
No guardo la menor huella de lo dicho en la película, así como tampoco de la mayoría de mis textos… en esos momentos lo único importante es el fluir de un sistema de emergencia que, de alguna manera, cree una estructura de verosimilitud necesaria para sostener ese tiempo… único… cambiante.. que en el caso de una película se trata de un tiempo muerto…
¿Quién habla en esa película? Me pregunto. Lo que se ve en la pantalla está muerto, es una representación. No creo tener autoridad ni injerencia sobre esas palabras dichas, ignoro incluso por quién. Es más, tú lo dices y yo debo creerlo porque no tengo registrado haber dicho algo así. Pero si me preguntas ahora, a la persona que supongo soy yo ahora, te digo que efectivamente nadie oye a nadie. Como nadie lee a nadie. Como ni siquiera el propio autor puede leer su obra. O, como es el caso del principio del psicoanálisis me parece, uno es demasiado torpe para oírse a sí mismo. Es por eso que necesita la presencia de un testigo, de un diván , de un tiempo determinado. Colocados allí con la esperanza remota de que el analizado pueda oír realmente siquiera una proporción de su discurso. Por eso se entrena el oído del analista. Para oír lo que nadie oye. Para puntuar como una clave existencial lo que para quien la emite puede tratarse de una forma graciosa, divertida, superficial, de nombrar algunas de las cosas del mundo que lo rodea. Lo que habría que preguntarse entonces puede ser ¿para qué está entrenado el oído del que supuestamente sí sabe oír? Vuelvo entonces a una sospecha: la percepción de que se busca el documento, el caso, la huella. El fenómeno caracterizado por bastarse muchas veces a sí mismo. Sin tomar en cuenta, la mayoría de las veces, el ser que lo está emitiendo. En ese aspecto la escucha me parece que se asemeja a la tarea de ciertos oncólogos. Aquellos científicos que aplican sus fórmulas contra el cáncer más allá de la vida o del bienestar del paciente. ¿Qué fin tiene la no escucha, el oído sesgado, el entendimiento que espera lo que ya sabe va a llegar?
¿Podrías extenderte sobre eso? ¿No podría ser el espacio del psicoanálisis uno de los últimos reductos donde alguien escucha a alguien?
En el confesionario católico es obvio que se escucha al por mayor, y el oído está entrenado para captar el pecado y, muchas veces, regodearse en su repetición inducida. Recuerdo que la primera vez que pasé por una escucha dirigida, cerca de los siete u ocho años, entendí lo tendencioso del que va a oír sólo lo que quiere escuchar. Obvio, de aquello me di cuenta años después. La anécdota fue que, sin querer, logré saciar la esperada respuesta cuando el sacerdote me preguntó si había jugado con mi cuerpo -tiempo después entendí que se refería a la masturbación- y como yo en ese entonces no tenía idea de semejante práctica tomé el cuestionamiento de manera literal y contesté que por supuesto, pensando en ese momento en lo extraño del razonamiento de aquel inquisidor, casi surreal, que podía haber pensado que yo era capaz de jugar -futbol, damas chinas, a las escondidas- de manera metafísica. Tan obvio que no tuve alternativa que asentir, cosa que pareció satisfacer las expectativas de la escucha. Eso me preocupa del psicoanálisis. Que el entrenamiento presuponga una manera determinada de oír. Tan enmarcada en su propia lógica que termina siendo sorda al verdadero reclamo o, más bien, a un posible otro reclamo.
Te escuché decir, también en la película, en un jugoso diálogo con Margo Glantz, que tú eras un “escritor de lo no dicho”… ¿Qué lugar tiene lo no dicho en el discurso corriente, en la literatura, en el psicoanálisis?
Debería, me parece, ser parte fundamental. Precisamente en lo no dicho se encuentra lo inesperado. Nadie puede conocer el rumbo del silencio. El misterio insondable del autista. Recuerdo sesiones enteras. Cuarenta y cinco minutos del más absoluto silencio. ¿Qué habrá ocurrido durante ese trance? Todos lo ignoramos. Y gracias a esa ignorancia contamos precisamente con un espacio que podemos llenar, recordar su contenido, de acuerdo a nuestras necesidades de ese momento. También he dicho que me considero un desescritor. En el momento de la desescritura es cuando aparecen los verdaderos problemas. Incluso de percepción espacio-temporal. ¿En qué momento hallé tiempo y espacio para construir un texto que lleve tanto trabajo en ser anulado? En este preciso momento, en el próximo libro a publicarse, estoy en este proceso. De quitar y quitar. Tanto que a ratos me da miedo de quedarme con una suerte de novela-haiku. Lo más importante, obvio, está en lo no dicho, arte en que son unos expertos los japoneses. O quizá no. Ese arte se puede crear quizá en el traslado de un hexagrama a una lengua occidental. En las sesiones psicoanalíticas hay demasiado ruido en la cabeza de los participantes. Quizá por eso sienta que el sujeto, el hombre vivo que desea algo para esa misma tarde, un resultado concreto el día siguiente, pase a segundo lugar para dar paso a la majestad del discurso.
Cuando uno te escucha o te lee, es claro cómo relatas diferentes versiones de ti mismo, cómo aparece siempre como algo nuevo lo antes relatado, cómo deshaces ese delicado límite entre realidad y ficción… En psicoanálisis tenemos un problema que intentamos resolver todo el tiempo: cómo contar como nuevo algo ya desgastado, cómo lograr que algo del habla tenga efectos novedosos, que escape a la repetición. Tú pareces haber encontrado un modo inteligente de situarte en este punto, incluso frente a tu propia obra… ¿Lo percibes de ese modo también o no?
Es solamente un acto de sinceridad extremo. No siento ser el mismo ayer que hoy. Precisamente me refería a lo desgastado de los discursos. Asunto con el que tengo que enfrentarme a diario en la escritura. Lo nuevo debe estar, como de alguna manera traté de expresar, en los no discursos. Estas mismas preguntas las siento, de alguna forma, contaminadas por el discurso. De manera soslayada son cuestionamientos que traen ocultos, algunas veces de manera más profunda que otros, las respuestas.
¿Cómo es eso que el discurso contamina todo? ¿Hay posibilidad de salirse del discurso? ¿Una que no implique la locura? ¿O piensas más bien en el sinsentido -muy presente en tu trabajo- como un modo de huir de los sentidos fosilizados…?
No entiendo por qué la huida de los discursos tradicionales parezcan remitir a la locura. Mencioné el silencio como un modo de escape. Pero no necesariamente un silencio inocente. Uno asentado en el vacío, sino un silencio con huella. Lo callado que queda luego de una limpieza, de una erradicación del discurso. Algo similar a la diferencia existente entre un espacio vacío donde nunca existió nada, y un espacio vacío nacido de la desaparición del elemento que lo ocupaba. El sinsentido es más absurdo aún. Su misma denominación lo presupone. Y cuando se habla de locura se está hablando de manera obvia de discurso. Muchas personas lloran igual, también los locos cuentan con formas predeterminadas de estar locos. Muchas veces no existe nada más formal y predecible que un demente. Se sabe loco y debe cumplir con su categoría. Y el sinsentido es una suerte de hobby que se practicó mucho en las vanguardias del siglo XX, no hay cabida, creo, para lo que no narra pero, al mismo tiempo, no hay espacio tampoco para lo que hace un ruido fuerte y familiar.
¿Es el olvido o la memoria la condición para crear algo nuevo?
El olvido, fundamentalmente. Incluso se puede crear algo llevando a la práctica el ejercicio del olvido. El recuerdo siempre en presente, sólido, se acerca muy peligrosamente a la idea. Y una escritura o una terapia basada en las ideas trae consigo su fracaso más absoluto.
Un terco enamorado del análisis
Es conocida la anécdota donde pagabas tus sesiones no con dinero sino con textos. En una de tus novelas dices incluso que entregabas textos en fragmentos para estirar el tiempo de análisis lo más posible… Pagabas tus palabras -dichas, o por decir- con tus palabras escritas. Sabrás que el tema del pago, del dinero, no es un tema menor en psicoanálisis… ¿Podrías contarnos más acerca de lo que sucedió allí?
Esa anécdota, aparte de haber sido escrita, ha aparecido en dos películas. Alguien que se presenta a terapia colocando por delante la idea de la total falta de dinero. Una ausencia -además- pasada, presente y futura. Un analizado terco, quien regresa al día siguiente a pesar de que no lleva el dinero requerido. Que es amonestado pero atendido. Una y otra vez. Hasta el infinito. Buscando, quizá, que se logre un quiebre necesario, que evite la repetición de ser amonestado. Se pone allí en evidencia que, muchas veces, la forma lacaniana -las manías, preceptos, verdades contundentes- puede dejar de tener sentido. Que muchos de los postulados pueden devenir vacíos frente a determinadas circunstancias. Surge entonces, de parte del terapeuta, la idea de contemplar la opción de llevar textos escritos. Me parece que estos escritos, al principio, son disimulados con la invectiva de que describan sueños. Es sutil el paso a textos escritos sin alguna razón concreta. A escritos libres. Yo estaba enamorado del análisis. A pesar de que en esa época si apenas pronunciaba palabra durante las sesiones. Muchas fueron absolutamente mudas. De principio a fin. Pero mi intención de tener la mayor cantidad posible de sesiones me llevó a advertir que el texto -así como el dinero- a partir de su carácter subjetivo, emblemático, es capaz de manipularse casi hasta el infinito. Y eso fue lo que hice, tanto en aquellos textos como, me parece, en mi escritura actual. Estirarla y desestirarla en un juego sin fin. Un juego de características similares, absurdo e infinito, al que poseen la mayoría de nuestras conductas.
Es interesante lo que dices, al mostrar a ese sujeto que va sin dinero, pero con su falta a cielo abierto, y por ende con su deseo, a analizarse. También el modo en que “la forma lacaniana”, como cualquier ortodoxia, puede revelarse sin sentido… ¿Funcionó ese análisis?
Quién soy yo para saberlo. De lo único que puedo dar fe es que acudí a una serie de sesiones por un tiempo determinado. Alrededor de tres años. Acabé abandonando para siempre la ciudad donde vivía entonces. ¿Será eso una cura? Poco antes de partir supe que uno de los planes de la analista era publicar un libro donde dejaba demostrado que a pesar de Lacan podía hacerse Lacan. Recuerdo que el libro -lo leí muy por encima- se dividía en una serie de casos donde la terapeuta había roto preceptos básicos como haber tenido sexo con el analizado, trabajado con pacientes a quien unía lazos previos, el tema del dinero -era mi caso-. Recuerdo que al enterarme le solicité que pusiera pistas falsas a mi caso -para no ser reconocible de manera directa- pero recibí como respuesta que como el pago había sido con la palabra, el terapeuta podía hacer lo que quisiera con esa palabra. De alguna manera eso descolocó la idea de qué significaba realmente pagar con textos. Por lo visto el pago estaba aumentado también por la palabra vertida. Y por lo tanto, arrasaba también el secreto profesional. “No pagaste con dinero, perdiste todos los derechos”. Felizmente que por la naturaleza de mi trabajo, o por mi manera de colocarme dentro de lo social aquello que -pienso, pudiera haber sido sumamente perjudicial, incluso insoportable- yo lo tomé con una sonrisa irónica en los labios. Quizá fue una de las primeras reafirmaciones de que el otro me tiene sin cuidado.
En psicoanálisis -más allá de diferencias de estilo, de escuelas, de teorías, más allá incluso de cierta libertad en el modo de intervenir- solemos pensar que hay reglas fuera de toda duda. No son demasiadas, pero son cruciales, y una de ellas es la de la llamada abstinencia. En ese sentido, desatender el secreto profesional o tener sexo con los pacientes rompe un pacto del que el analista debiera hacerse responsable. De todos modos, las palabras -escritas- con las que pagaste tuvieron un valor creciente, al incrementarse tu notoriedad. Llegaron a valer -en tanto manuscritos y en términos de “mercado”- seguramente mucho más que lo que valían cuando pagaste con esos textos… ¿Es cierto que tu ex- analista finalmente los donó a un archivo público que se ocupaba de tu obra?
Es cierto. Buscó todos los textos que poseía y los donó a cierta curadora -experta en archivos- a la Universidad de La Plata, dijo que para cerrar su propio proceso. Yo ignoraba hasta ese momento que los analistas debían terminar sus consultas. Imagino que existen esas famosas reglas -fuera de toda duda- y eso obvio también lo sabía la analista, por eso su interés de hacer un libro semejante, donde deseaba demostrar que a pesar de quebrar cualquier regla seguía produciéndose análisis. Es curioso entonces comprobar que alguien que deseaba poner en jaque los preceptos imprescindibles, finalmente estuviese tan preocupada de cerrar su análisis, que me imagino es otra de las reglas necesarias. En efecto, deseaba deshacerse de algo que contaba con una suerte de plusvalía inadecuada para continuar con su ejercicio profesional.
Es extraño pues en psicoanálisis, a diferencia de otras prácticas, hay una ganancia del proceso que es capitalizable sólo por quien se analiza. Si el analista logra alguna notoriedad, no es por atender pacientes “famosos” -algo que por lo general queda en la intimidad de los consultorios- sino por construirse un nombre a través de su propia escritura, teorización o enseñanza. En tu caso, pareciera incluso que a partir de tu vertiginoso crecimiento literario, y del curioso pacto de intercambiar textos por sesiones, quien te analizó se hizo notoria… ¿Cómo lo piensas?
Es un problema complicado, que no sólo se hace evidente en las prácticas analíticas sino en otras esferas sociales. Tengo muchos ejemplos, pero un caso sintomático es el de cierto analista de prestigio, a quien acudí con el fin de que me oriente en un problema de depresión, y decidió, otra vez, romper con todas las reglas y casi obligarme a atenderme -a pesar de que antes se había declarado fan de mi escritura-, y me colocó en el diván en medio de una gran crisis de mi parte. Fue un tratamiento donde sentí que el analista estaba tratando a toda costa de descubrir dónde radica la tenue sombra que separa a los locos de los artistas. Fueron semanas de gran sufrimiento -donde el analista me pedía cosas inusitadas como asistir tres o cuatro veces al día a consulta- que terminaron con un ataque de convulsiones, que me quitó al instante la depresión que sufría entonces. Recuerdo que estaba tan mal que no tuve la fuerza suficiente para decirle tú no me atiendas cuando entré a su gabinete pensando que me iba a derivar a alguien de su confianza. Durante ese proceso lo único que era capaz de calmarme fue la escritura de un libro donde aparece la sombra de semejante proceso. Creo que se dio una suerte de inversión de la realidad. Las fantasías eran lo real y viceversa. De esa época recuerdo también que luego de las convulsiones permanecí internado en un hospital y el analista me llamaba para que abandonara el recinto -cosa que cualquiera sabe es imposible- para que fuera a las terapias y luego regresara a mi cama clínica. Ignoro quién busca hacerse notorio a expensas de qué. Y es algo que no tiene para mí ninguna importancia. El notorio siempre voy a ser yo. ¿Para qué puede servirme semejante notoriedad? Es un misterio que todavía no he logrado resolver.
¿Te han quedado ganas de reincidir?
¿De volver a una terapia? Pero por supuesto. Es el único modo que creo ofrece el pensamiento contemporáneo para deshacer hechizos con hechizos, sin caer, por supuesto, en el espíritu de un pensamiento mágico religioso. Tengo un fantasma conmigo que me sigue, que me hace totalmente infeliz, que impide que pueda apreciar lo bueno que tengo alrededor. Una cosa, una sombra, que me sigue desde siempre. Como una roca inamovible. Exacta a sí misma. Haciendo cada vez más escandalosa su presencia, precisamente porque es inmenso el contraste que establece con lo volátil, sorpresivo, cambiante y dadivoso como suelen presentarse los demás aspectos de mi vida. No veo dónde más podría recurrir para entender la permanencia de aquello que se me aparece como un misterio sobrenatural. Estoy acostumbrado a deconstruir los sucesos a mi alrededor, pero este espacio se niega a revelar su propio misterio. Hondo. Profundo. Tan idéntico a sí mismo y tan previsible que incluso puedo llegar a profetizar sobre su presencia.
¿Cuáles son, en caso de haberlos, en caso de poder contarlos, los efectos del análisis en tu trabajo?
Yo acudí a la terapia por curiosidad intelectual o de vida. Como me suelo someter a una serie de prácticas y experiencias por el simple hecho de experimentarlas. Algunas de estas incursiones no causan mella, pero otras sí. En el caso de la terapia me pareció lo suficientemente interesante como para acudir pese a los impedimentos. Imagino que luego de la terapia pude sostener sin demasiadas penurias algo tan fuera de orden como la escritura de tiempo completo.
Hay una inevitable comparación de tu trabajo de escritura, o el modo en que lo piensas, con la tarea que realiza alguien que se analiza. Has hecho por ejemplo autobiografías distintas del mismo sujeto, algo que sonaría extraño para cualquiera pero no para un psicoanalista que escuche los distintos modos en que cada quien, a lo largo de los años, va contándose en un diván… Has hablado también de ese estado sublime al que por momentos arribas, que es el de leer tus propios textos como si fueran ajenos… otro núcleo duro -sino uno permuta “leer” por “escuchar”- de lo que sucede en un análisis verdadero.
Esas acciones las he realizado desde siempre. Recuerda que yo no he dejado de escribir, en épocas de manera compulsiva, desde los diez años. Y desde ese momento ya estaban cimentadas todas las bases con las que cuenta mi escritura hoy. Y sí, puede haber un espacio paralelo de coincidencia, puntos que se unen entre enfrentarse a un vacío que se llena de texto y la construcción de imaginarios en las consultas. Quizá haya sido un encuentro de similares lo que motivó la empatía. No creo, al menos en mi caso, en una relación causa- efecto. Quizá una suerte de reconocimiento de técnicas similares. Es que la ficción es limitada. Eso lo sabe cualquiera que la practica. Y si no lo es, o intenta agrandarla hacia un supuesto infinito creativo -que curiosamente se cree es una meta a lograr- se está produciendo precisamente lo contrario: una mala ficción. Una suerte de aflicción. Y para no cambiar de tema, la pregunta curiosamente se dirige a la escritura y no a la persona que la produce. ¿Cómo vas de escritura? Excelente, gracias… ¿Cómo vas de vida? Un horror, gracias…
Borges pensaba en el psicoanálisis como una rama de la literatura fantástica… ¿Tú cómo lo piensas?
Borges era un retórico que buscaba la medalla del salón. Yo no lo pienso. Lo vivo y hasta ahora no ha dado en la clave. Lo siento como un juego de tiro al blanco donde los dardos bordean por milímetros el centro sin acertar nunca en el objetivo.
El hombre de un brazo
¿Cómo piensas al cuerpo? ¿somos un cuerpo, tenemos un cuerpo? Cuál es la experiencia del cuerpo, en tu perspectiva, de alguien tendido en un diván mientras habla, o la de alguien que tipea en un teléfono móvil, con la mano izquierda, sus últimas novelas.
Por supuesto que tenemos un cuerpo. Quiero creer, además, que nos debe importar sólo eso. ¿Quién lo dice? Alguien que puede estar en el diván al mismo tiempo que tipea estas respuestas al mismo tiempo que conduce un auto al mismo tiempo que oye música al mismo tiempo que está atento a una conversación. Y todas esas acciones pueden perfectamente no dejar huella. Quizá puedan producir un accidente de tránsito o dar lugar a un malentendido, pero es probable -y eso es lo que no parecemos dispuestos a aceptar- que no deje un registro capaz de ser tomado como documento por otro. ¿Y el sujeto? ¿Y el cuerpo? ¿Y el goce instantáneo y sin explicación? En otras palabras ¿Dónde colocamos al cuerpo? Más de una vez he tenido la fantasía de alguien acostado en un diván con, aparte del típico analista escondido de su vista, todo un arsenal médico tomando la presión, el azúcar, las palpitaciones del corazón, con electrodos en el cerebro para ir analizando los cambios eléctricos que pueden producirse durante la sesión. Me parece que ya estamos cansados de Madames Curies acostadas en divanes, exponiendo su cuerpo a las radiaciones en aras de una supuesta felicidad asegurada para las generaciones futuras.
Me resulta interesante para pensar la relación que entablas con tu propio cuerpo… lejos del disimulo o de elegir una prótesis que sea un símil perfecto del antebrazo humano, te alejas de ese ideal -al que muchos, incluso la tecnología aspira- y la conviertes en un objeto llamativo y múltiple. Y entiendo que luego descartas, ni siquiera la usas, o no todo el tiempo, ¿es así?
He contado en otras ocasiones el despojo dramático de la última prótesis. La mioeléctrica. Fue en el Ganges, en Benarés, una madrugada en que navegaba en una barca rodeado de cadáveres que flotaban a mi alrededor. En ese momento, en un impulso, me despojé del antebrazo falso y lo arrojé a las aguas del río para que continuara con el camino que seguían los muertos que no tenían derecho a ser incinerados. Pero al regreso de India advertí algo terrible. Que si bien la prótesis me había impedido llevar a cabo una serie de acciones físicas su ausencia me impedía realizar ciertos actos de orden psicológico. Sería entrar en demasiados detalles, pero advertí que sin prótesis no me atrevía a hacer ciertas cosas. Y su ausencia remarcaba la ausencia. Una ausencia por lo demás falsa. Y al ser de ese modo -no entendida, por llamarlo de cierta manera- se creó un vacío que no era tal, al que había, además, que restituir con un aparato que lo suplantara. Cuando tomé conciencia del su peso emocional, tuve que volver a colocar las cosas en su orden original. Al ser una persona de un solo brazo no había nada que restituir. No bastó con deshacerme del brazo, sino que debía hacer algo con aquellas cosas subjetivas que advertí no podía realizar con la soltura de antes.
Decías antes que tomaste lo perjudicial o insoportable con una sonrisa, despreocupado por el otro… Algo de eso pareciera rondar también tu modo de hacer con tu antebrazo faltante. Cuando en otro podría haber sido un factor inhibitorio, tú lo muestras con soltura. Cuando otro podría anhelar una prótesis idéntica al original perdido, tú cambias de prótesis, encargas a artistas que te diseñen nuevas…
En un primer momento pensé que podía ser perjudicial. Pero rápidamente entendí que según los otros podía ser algo malo. Pero yo no lo consideré así. Con relación a mi cuerpo lo que he estado haciendo durante los últimos años es corregir un error. Una falla que incluso viene en la pregunta que me acabas de formular. A mí no me falta ninguna parte del cuerpo. Yo soy así. Soy una persona de un brazo. Podría decir -y quizá demostrar- que a muchos otros les sobra una extremidad. Y soy de esa manera porque así nací. Y lo que he tratado de corregir durante muchos años es que fui tratado desde niño -por los médicos y mis padres- como si me faltara algo. Entiendo que hay personas a las que sí les falta una extremidad cuando las pierden. Y para ese tipo de accidentados están diseñadas las prótesis. Desde niño fui obligado a usarlas -sabiendo desde siempre que soy capaz de manejarme mejor sin prótesis que con ella- con el resultado de generar una terrible dependencia emocional, que fue de la que traté de huir -de la dependencia emocional a las prótesis- utilizando el arte como medio de transición. Me sirvió encontrar una serie de similitudes entre el mundo del arte y la ortopedia. Entre otros, el de la importancia del modelo único para cada cliente y la plusvalía sin medida que comparten estas dos instancias. Fue una suerte de cura por arte.
Ahora he vuelto a una suerte de origen -el hombre de un brazo que así es y está diseñado para desempeñarse de esa manera- que me hace sentirme de alguna manera reconciliado. Tanto anímica como económicamente, pues el camino de lo ortopédico me obligaba a gastar ingentes e incesantes sumas de dinero que yo no deseaba invertir en semejantes objetos.
¿Cómo es eso del “arte como medio de transición” y de las similitudes entre el mundo del arte y la ortopedia…?
No tengo ninguna idea al respecto. Cuento con una experiencia concreta. De manera equivocada fui sometido desde muy niño al régimen de la prótesis. Pero llegó el momento -muy tarde, cómo habría sido de fuerte la sumisión- que hubo la liberación. Aparece entonces esa historia de Benarés y el Ganges, pero cuando termina mi peregrinar por la India y anexos, me hallo presente -en mi casa, en mi sociedad habitual- con un elemento de menos: con el vacío dejado por la prótesis. El mismo vacío que había logrado olvidar en un lugar de costumbres ajenas, pero en mi cotidiano me daba la impresión de reclamar a gritos su presencia de vacío, una presencia que ponía en su lugar al vacío, más bien. Y no era una construcción imaginaria. Era cierto: me faltaba un brazo. ¿Dónde podría haberlo dejado? Y, curiosamente, como soy capaz de hacer casi todo con el brazo que tengo advertí entonces que para lo que me hacía falta el brazo falso era para llevar a cabo conductas de orden simbólico que estaba incapacitado de realizar. Noté cierto cambio en mis formas de ejercer autoridad, de acercarme a ciertas personas, de hacer ciertos pedidos sutiles y de exigir determinadas conductas, frente a las cuales nunca había existido ninguna traba mientras contaba con un brazo comprado. Y, lo vuelvo a decir, no era sólo idea mía, era cierto -lo notaba a partir de las nuevas imposibilidades que experimentaba- que la ausencia se hacía presente de manera radical. Fue entonces cuando descubrí una instancia mediadora entre la no adaptación a mi estado original -ser alguien de una mano- y el uso -ya era imposible volver- a lo ortopédico. Hallé entonces los vasos comunicantes que podía establecer la ortopedia frente a otras disciplinas. La más evidente tenía que ver con el arte. Son tantas las similitudes que me dejaron sorprendido. Las dos principales es que generalmente lo realizado en serie es expulsado de las galerías -de allí las parodias de Warhol-, y la plusvalía inherente a ambas actividades, precisamente porque suelen ofrecerse piezas fuera del ámbito industrial. En el caso de la ortopedia nace de la idea de que los perfectos son todos iguales. Lo podemos comprobar ingresando a cualquier atelier de diseñador de alta costura, donde todo le queda bien a todo el mundo perfecto. Frente a la comprobación de que cada deforme cuenta con su deformación particular. Entonces, comprobé que lo exquisito, lo caro, lo particular, no estaba en lo perfecto, en lo simétrico, sino en su contrario. Y estas características de necesidad de objeto único hace que posible la existencia de una plusvalía dentro del Mercado que envuelve ambas actividades. El mismo tornillo comprado en una ferretería adquiere cien veces su valor si es adquirido en una tienda de ortopedia. Me parece inútil hacer una comparación entre el valor de los insumos y el costo de una obra de arte. Y fue entonces que tomé el arte para lograr la transición que me hacía falta. Un grupo de artistas fabricó una serie de objetos que llenarían el vacío dejado por la prótesis arrojada al río. Las utilicé -cambiándolas según la ocasión- cerca de un año. Fue curioso cómo al dar el salto de una disciplina a otra, el cuerpo se fue haciendo más consciente de lo artificial que se le adosaba. Esta vez, el aullido de ausencia fue reemplazado por la certeza de una incomodidad. Por la evidencia de un excedente colocado de manera artificial a un cuerpo. Fui rechazando cada vez más los adminículos, mientras las consecuencias de la ausencia disminuían, hasta que llegó el momento en que el propio organismo rechazó por completo su uso. Recuerdo que la última vez que utilicé uno de esos objetos fue con un fin determinado: asustar a Marilyn Manson, con quien iba a coincidir en una fiesta, llevando -recuerdo que ya la prótesis me molestaba bastante- una en forma de dildo[4]. Queda la imagen, que yo pedí que alguien tomara, del miedo de Manson cuando a manera de saludo lo coloqué en medio de su cara.
Tus referencias, incluso los títulos de algunos de tus libros, remiten al arte contemporáneo; participaste de la Documenta de Kassel, tu literatura muta a menudo en performances… ¿Qué nos permite saber de lo contemporáneo el arte contemporáneo?
Me parece, antes que nada, imposible hablar de ese tipo de arte porque cambia antes de que sepamos de qué se trata. Si utilizo esos nombres en algunos de mis libros, me parece que es una manera contemporánea de darle nombre a la nada, al vacío. Es una vergüenza que el referente contemporáneo, Duchamp, sea una persona que nació en una sociedad donde no se había inventado el automóvil y recién se hacían los primeros ensayos con la electricidad. Si hablamos ahora, debemos partir de otras normas….
¿Cómo ves en tu perspectiva esta suerte de “cuerpo a la carta” que hoy la ciencia se empeña a proveer a quien desee, con las cirugías estéticas, las operaciones para cambiar de sexo, las tecnologías de fertilidad asistida, etc.?
En mi caso se trató de una equivocación. Por esa razón utilicé en alguno de mis libros los paradigmas de Kuhn. Un libro hasta cierto punto optimista donde relata cómo la ciencia se pone de acuerdo con los adelantos que ocurren en distintas regiones, sin embargo en todo el libro no se habla de lo que ocurre en caso de alguna equivocación. Yo no debí haber usado una prótesis, porque no soy un accidentado sino una persona de una sola mano. Yo soy así, la prótesis que comencé a utilizar fue impuesta porque en los años ´60 todavía estaba en auge la ortopedia proveniente de la posguerra. De niño lo importante era llevar la prótesis, sin importar muchas veces sus condiciones. Desarrollé por eso una fuerte dependencia psicológica y sólo me la quitaba para dormir cuando estaba solo. Hasta en el sexo debía estar presente. Este hecho lo remarco porque comprendo que era aún peor de lo que puede significar para cualquiera el reto de salir desnudo a la calle. Yo, por razones de mi biografía, estoy en contra de toda esa asistencia científica en las personas. Quizá por eso estoy muy atento a los amigos que han muerto a consecuencia de una liposucción, que han tenido trillizos o niños con problemas de distinta índole luego de que sus padres se sometieron a regímenes de ayuda para lograr el embarazo, la polémica actual de la relación entre las vacunas y el autismo.
¿Cómo llevas el paso del tiempo, la decadencia de los cuerpos, la muerte avistada?
La llevo sin pensar en ella. Acordándome cada vez que un dolor me toma, creando lo que he bautizado como un estado gel de la existencia, donde una de las mejores cosas que me puedan pasar es dormir una noche plácida y no volver a despertar.