Lo que debe llevar el habla sin decirlo. Notas sobre la interpretación después de Auschwitz

Todo eso lo comprendí y, sin embargo, no lo comprendí.
W. G. Sebald

Callémonos al menos por una temporada.
George Steiner

La cesura

Auschwitz marca un punto de quiebre en la civilización occidental, la misma que dio lugar, apenas medio siglo antes y en el mismo territorio, al Psicoanálisis[2]. Aquello a lo que se alude mediante la nomenclatura alemana de la localidad polaca de Oswiecim, Auschwitz, representa una inflexión, una ruina en el corazón de la civilización. No se trata aquí de un “retorno” a la barbarie ni de un traspié ocasional en el domeñamiento al que la civilización confina lo pulsional. Tampoco se trata de competir por un lugar de privilegio en los cómputos de la muerte: ha habido genocidios antes, los ha habido después. Aquello que elegimos nombrar como Auschwitz de manera quizás insuficiente es un unicum considerado por muchos como epítome de cualquier genocidio[3].

Según cuenta Imre Kertész, algún día, no demasiado lejano, se tomará conciencia de que Auschwitz es el acontecimiento traumático de la civilización occidental, el inicio de una nueva era (Kertész, p. 26). Curiosamente o no –coinciden aquí las mentes más lúcidas del lado de las víctimas y las más críticas voces del lado de los victimarios-, Günther Grass llega a la misma conclusión: es un punto de ruptura, y resulta lógico fechar la historia de la humanidad y nuestro concepto de la existencia humana con acontecimientos ocurridos antes y después de Auschwitz (Grass, p.13). Somos homo sapiens post-Auschwitz (Steiner, 2006, p. 182), la especie humana no es la misma luego de lo sucedido allí.

Auschwitz no fue una explosión de masas enardecidas sino una gigantesca operación de destrucción que surgió de una de las naciones más cultas del planeta y en la que se aplicó la tecnología industrial de su tiempo. No fue obra de algunos cuantos psicópatas sino que, por acción u omisión, millones de personas colaboraron para que ello sucediera. Auschwitz fue un producto de la modernidad, no un resabio inquisitorial, y aún cuando su enclave geográfico se hallara en Polonia, fue en ciudades como Berlín, donde se había fundado apenas algunos años antes el primer instituto de Psicoanálisis o Viena, metrópolis por la que el joven Hitler vagabundeaba mientras Freud construía sus teorías, donde se incubó la “Solución Final”. El mismo contexto cultural que vio surgir al Psicoanálisis gestó al nazismo. Pero la empresa de aparear al Psicoanálisis con el topónimo Auschwitz no está sólo justificada por la contemporaneidad de ambos. Se trata de permitir  que la ciencia del sujeto se vea interpelada por aquel lugar donde determinada concepción del sujeto, o al menos de la civilización que lo ha posibilitado, se hace trizas.

En Psicoanálisis la palabra, lo simbólico, goza por lo general, más allá de variantes teóricas nada desdeñables, de cierta virtud pacificadora: desde Anna O. y la brillante manera de definir lo que hacemos como talking cure, los psicoanalistas nos las vemos con palabras, y contamos con palabras –la interpretación- para lo que no está aún o no está ya –o incluso para contornear lo que nunca estará- puesto en palabras. ¿Qué sucede cuando no hay palabras o cuando éstas no dicen ya nada, cuando algo del lenguaje se ha pervertido radicalmente?  Los psicoanalistas, llegados a un punto imposible de obviar en el trabajo clínico y luego de ingentes esfuerzos por trabajar con lo que sí tiene nombre, por descamar capas superpuestas de sentido, nos las vemos indefectiblemente con lo innombrable.

Ahora bien, la vacilación al momento de la nominación pone en evidencia, en su multiplicidad, ese punto de indecibilidad: Shoah[4], “Holocausto”, Auschwitz, Exterminio de los judíos europeos…, son nombres a los que no podía apelarse en el momento del hecho. Sólo un eufemismo: Endlösung (“Solución Final”), suponía las consecuencias que conocemos. Sólo la palabra del verdugo existía para nombrar lo innombrable. Las otras, intentos todos de explicación más o menos fallidos, vinieron después. Al nombrar Auschwitz entonces, “esa cosa indecible que uno duda en llamar por su nombre” (Jankélévitch p. 21), nos referimos a la metonimia de lo indecible, que adquirirá a su vez el triste privilegio de ser la metáfora absoluta del horror.

La interpelación de Auschwitz

Además de intentar dar cuenta de Auschwitz, las disciplinas humanas se han visto sacudidas en sí mismas -aunque más no sea desde sus márgenes- por tal acontecimiento. Muchas se han permitido severos cuestionamientos acerca de la lógica que las constituye, la fortaleza de sus fundamentos y la viabilidad de sus prácticas. Tal ha sido el caso de la filosofía, el derecho, la historia, la pedagogía, la ciencia misma[5]. Repasemos de manera sucinta la forma en que lo han hecho la literatura o el arte:

El libro de Esther Cohen, “Los narradores de Auschwitz”, brinda un panorama general sobre los testimonios en torno a Auschwitz. Aparecen allí precursores[6], alertadores de incendio al decir de Benjamin, como Kafka o Joseph Roth o aquellos que registraron paso a paso la manera en que el nazismo pervirtió el lenguaje, como Victor Klemperer o las víctimas directas que lograron hacer verdadera literatura a partir de sus testimonios incoercibles como Primo Levi o Kertész entre otros. En muchos sobrevivientes se encuentra el sentimiento de un deber animado por la pulsión de contar, de impedir que el sueño nazi de un crimen sin huellas o un acontecimiento sin testigos se cumpla. Desde la obra de un Nobel hasta los manuscritos enterrados por los Sonderkommandos de Auschwitz o los escritos arrojados sobre las paredes del guetto de Varsovia o los poemas descubiertos en el abrigo que amortajaba al cuerpo desenterrado de Miklós Radnóti o la poesía –en la que se le iba la vida- de Paul Celan, introducen en la ingente literatura ficcional sobre la Shoah el aire frío de la verdad en carne propia. Auschwitz lleva a escribir, a intentar entender aquello que se sabe no será entendido, pero aún así… Los sobrevivientes en sus testimonios escritos experimentan al límite -quizás otro tanto suceda con los poetas- la obstinación, condenada a un inevitable fracaso, en querer nombrar lo innombrable (Arzoumanian, p. 13).

La literatura se ha hecho eco, a veces incluso en demasía, de lo sucedido en Auschwitz. Pero a la vez, y más allá de las temáticas que el “Holocausto” le haya acercado, la literatura misma como forma artística se ha visto cuestionada. La conocida sentencia de Adorno -“Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie” (Adorno, cit. en Traverso, p. 133)- interroga el sentido de la literatura toda, del acto mismo de la escritura. Este cuestionamiento radical es necesario aunque quizás valga más como pregunta abierta, como llaga que no debe ser suturada que como proscripción general, y así ha sido entendida por escritores tan disímiles como Günther Grass, quien habla de que el mandamiento de Adorno sólo puede refutarse escribiendo (p. 24), -pero se trata de escribir con la vergüenza como fondo, asumiendo el peso de las palabras dañadas-, o Primo Levi quien cuenta que –y en esto coincidirá Kertész (p.66)-, después de Auschwitz no se puede escribir poesía que no trate de Auschwitz (Mesnard, p. 45). En el mismo sentido el poeta Edmond Jabès conmina: “Después de Auschwitz nosotros debemos escribir poesía… pero con palabras heridas” (Gubar, p. 63). El mismo Adorno se retractó de su anatema al encontrar lo que Celan pudo hacer con la experiencia de Auschwitz antes que lo terminara de devorar el río.

Desde las entrañas mismas de una literatura en carne viva, ésta se deja conmover por la Shoah, admite los cuestionamientos a su valor o existencia encarnados en la evidencia de verdugos “que también escriben poemas” (Celan).

Más allá del territorio de las palabras, el arte también ha acusado recibo: desde los gritos expresionistas de Munch o el destilado progresivo de las imágenes de Rothko hasta la vanguardia más radical como la evidenciada en Schibbolett, “apenas” una grieta convertida por Doris Salcedo en instalación artística en la Tate Modern, o las provocativas muestras organizadas por Nicola Costantino utilizando su propia grasa corporal para confeccionar jabones, o el comic Maus, de Art Spiegelman; del vacío mostrado por Malevitch a las imágenes pergeñadas por Pink Floyd en The Wall; del body art al arte conceptual; de las pinturas de Anselm Kieffer a los monumentos de Jochen Gerz; desde Resnais hasta Spielberg pasando por Lanzmann o Begnini; de Camus a Jonathan Littell, de Celan a Gelman, de Beckett a Perec, de Francis Bacon al Bottero de Abu Ghraib o a las instalaciones de Félix González-Torres, la Shoah ha impregnado como ningún otro acontecimiento al Arte contemporáneo[7]. El psicoanalista Gérard Wajcman, en un lúcido texto, ha afirmado refiriéndose al arte de la segunda mitad del siglo pasado que “…todo cuerpo representado, toda figura, todo rostro, de hecho toda imagen y toda forma estarían atravesados hoy, de una manera o de otra, por los cuerpos liquidados de Auschwitz” (Wajcman, a, p. 186) y, avanzando aún más en esa línea, reserva el nombre de Arte sólo a aquél que toma la Catástrofe como referente último, el que no pasa por alto la cuestión de los campos.

Al arte le es más sencillo cuestionarse. Siempre de vanguardia si atendemos a su capacidad anticipatoria, el arte –en especial lo que los nazis proscribirían aún hoy como Entartete Kunst (Arte Degenerado) ha visto antes (Virilio, p. 52) y a la vez se ha hecho eco de Auschwitz y lo que éste encierra de irrepresentable, de impensable, de inasumible.

Kertész ha dicho que habría que inventar Auschwitz, prepararlo en el lenguaje como acontecimiento fundacional. “Auschwitz –dice- obliga a repensar todo, la antropología, la cultura, la ética, la educación, la religión” (cit. en Mèlich, p. 22). Ni el sujeto de la filosofía o de la ciencia, ni el del derecho o la sociología serán ya los mismos. Auschwitz implica una ruptura con el ideal ético ilustrado y con la concepción del sujeto moderno. “El animal racional, el homo faber, el homo ludens, el animal simbólico… todos mueren en los hornos de Auschwitz” (Mèlich, p. 45-47).

¿Y el sujeto construido trabajosamente por el Psicoanálisis desde hace más de un siglo, podría haber salido indemne? ¿Cómo no va a morir también en Auschwitz el homo analyticus, o al menos resultar tan severamente dañado, que estemos obligados a repensarlo? ¿Obliga Auschwitz a repensar al Psicoanálisis?

Tanto como las humanidades en general, el Psicoanálisis por supuesto se ha visto tocado, y en ese sentido ha aplicado su saber a Auschwitz. La mayoría de los trabajos, de por sí numerosos[8], que desde el Psicoanálisis recogen la experiencia de Auschwitz lo hacen entonces o bien desde la vertiente terapéutica[9] o bien desde la vertiente explicativa.

Desde esta vía de abordaje se apela al aparato teórico psicoanalítico para comprender, para intentar explicar cómo fue posible un hecho como la Shoah. Es tan fértil e intenso el estudio del “Holocausto” por parte de los psicoanalistas que difícilmente hoy en día un texto general sobre la temática pueda soslayar sus aportes[10]. Aunque emerge de los mismos una cierta paradoja: por un lado, suele admitirse la inconmensurabilidad de Auschwitz, su carácter inaprehensible, de unicum, por usar la expresión de Primo Levi, pero por otro, una vez aceptada su radical diferencia con cualquier otro fenómeno, y con excepciones puntuales, se le aplican a su análisis las categorías teóricas psicoanalíticas habituales, como si se tratara de un hecho más.

El saber de las víctimas

Desde los testimonios de los supervivientes, o al menos desde algunos testimonios princeps -los que podrían ser tomados casi como un material clínico de primera mano[11]– suele advertirse, sea con ironía o con irritación, contra la avidez con la que los psicoanalistas nos hemos lanzado a explicar todo lo que pueda ser explicado. En tales testimonios se vislumbra, como fondo de sus lúcidos y dolidos análisis, cierta resistencia a la explicación.

Tomaremos entonces, como punto de partida, algunos fragmentos del testimonio de sobrevivientes no ya para servirnos de éstos para ilustrar o aplicar nuestras teorías sino para dejarnos enseñar. De este modo no nos alejamos un ápice de la tradición freudiana, dejándonos conducir por la palabra de los sujetos sufrientes hacia los meandros de la subjetividad que la Shoah pone de manifiesto.

Si escuchamos entonces a los sobrevivientes nos encontramos perplejos ante una primera evidencia: no parecen tener demasiada consideración por lo que los psicoanalistas tienen para decir sobre la experiencia por la que ellos han transitado[12]. Esto es grave si pensamos que el Psicoanálisis se precia de ser la disciplina que más ha iluminado la subjetividad contemporánea. Tomemos algunas citas de eminentes testigos de la Shoah como ejemplos de ello: luego de habernos alertado contra los “freudismos mezquinos”, Primo Levi (b, p. 23) dice con claridad: “no creo que los psicoanalistas (que se han arrojado con avidez sobre nuestros conflictos) sean capaces de explicar este impulso (de testimoniar). Su saber ha sido elaborado y probado ‘fuera’, en el mundo que para simplificar llamamos ‘civil’: a él pertenece la fenomenología que describe y trata de explicar (…) Sus interpretaciones, aún las de quienes como Bruno Bettelheim han atravesado la prueba del Lager, me parecen imprecisas y simplistas” (negritas mías, íd., p. 73-74). Primo Levi critica la suficiencia de Bettelheim, “esa coraza psicoanalítica que cumple el papel de evangelio que lo aclara todo, sin dejar un lugar para las dudas (…) como si nos mirara de frente y nos dijera:  ahora les voy a explicar todo” (Levi, c, p. 42).

Por su parte, Jean Améry escribe, refiriéndose al hecho de que el pueblo de los poetas y los pensadores se haya convertido en criminal desde 1933 hasta 1945: “hasta hoy me ha parecido oscuro y a pesar de todas las laboriosas investigaciones de tipo histórico, psicológico, sociológico y político ya aparecidas y que todavía aparecerán, imposible en el fondo de aclarar (…) Todas las tentativas de explicación –en su mayoría monocausales- fracasan del modo más irrisorio” (negritas mías, Améry, p. 40). Luego, refiriéndose al sadismo de sus verdugos, dirá que era “distinto del sadismo de los manuales de psicología al uso, distinto también de la interpretación del sadismo ofrecida por el Psicoanálisis de Freud” (íd., p.100). “Yo estaba presente –dice Améry. Ningún joven politólogo (podría haber dicho psicoanalista, podríamos agregar, sin forzar demasiado las cosas…), por ingenioso que sea, puede venir a darme lecciones que resultan sumamente absurdas para cualquier testigo ocular” (íd., p. 41). Jack Fuchs, otro sobreviviente que escribe con cierta frecuencia en la prensa argentina, se excusa diciendo que admira a los psicólogos que tienen respuestas para todo, él no las tiene, en todo caso piensa en el mejor modo de seguir formulando preguntas (Fuchs, p. 145). Imre Kertész, aún siendo capaz de leer agudamente a Freud, descalifica las opiniones freudianas sobre el antisemitismo (Kertész, p.60). Paul Steinberg, algo cansado ya, preguntándose acerca de las razones de su memoria y de sus olvidos, se adelanta a cualquier explicación psicoanalítica remanida con una seca franqueza: “Cada vez salen con la vieja historia: el inconciente…” (Steinberg, p. 125). No hablamos aquí de legos sino de intelectuales sutiles que conocían la obra de Freud y que seguramente se hubieran confortado al encontrar en ella alguna respuesta para ese resto inexplicable que probablemente a tantos de ellos, como a Levi o Améry, les costara la vida[13].

Por otra parte, en el testimonio de los sobrevivientes siempre se arriba, tarde o temprano, a un punto en el que cesa cualquier posibilidad de explicación, en el que cualquier interpretación, aún la más avisada, se revela impotente, quizás imposible. Nosotros como psicoanalistas nos encontramos así con sujetos que no sólo albergan un saber acerca de ellos mismos y de lo que han vivido, como cualquiera de nuestros pacientes, sino que además han atravesado una experiencia que roza lo inimaginable, lo cual carga a sus relatos con el peso de un testimonio único. Se han convertido, muy a su pesar, en exploradores del límite, de los confines de la experiencia humana. Con nuestras categorías teóricas e instrumentos clínicos, estamos en una evidente invalidez: no fueron concebidos para lidiar con eso que Auschwitz develó acerca de la especie humana, como decía Robert Antelme, o más bien de la conditio inhumana a la que se refería Améry (p. 39).

Entonces podríamos invertir la maniobra habitual del Psicoanálisis aplicado –esto es someter fenómenos extra-clínicos a la lente rigurosa de nuestros conceptos- y en vez de ello aplicar los testimonios de la Shoah al Psicoanálisis para intentar cernir si -y si es así cómo- la Shoah impacta como situación de quiebre de la civilización, como cultura y como laboratorio extremo de la subjetividad, en las categorías teóricas que constituyen al Psicoanálisis mismo. Aplicar al Psicoanálisis un aparato conceptual extra-analítico debiera suscitar extrañeza, hacer extraños para nosotros mismos nuestros conceptos habituales y permitirnos por esa vía reinventarlos en cada ocasión.

Se trata, en suma, de rendirnos a las consecuencias de la conocida metáfora de Lyotard sobre Auschwitz como un terremoto que junto a vidas, edificios y objetos, acaba a la vez con los instrumentos de medición del mismo (Friedlander, p. 155). El Psicoanálisis, aparato conceptual que construye, alberga y “mide” (en caso de que tal cosa fuera posible) al sujeto, no resiste la debacle que junto con tal sujeto, arrastra a  las disciplinas que intentan dar cuenta de él.

Interpretar después de Auschwitz

Los psicoanalistas trabajamos con y sobre el lenguaje. Aún cuando pretendemos abordar lo insondable de la angustia o interpretamos el abanico de afectos que se despliega en una cura, lo hacemos a través del lenguaje. Al amor que es efecto de la transferencia lo conocemos a través del lenguaje. Tal como lo postulara Lacan en su lectura de Freud, el inconciente está estructurado como un lenguaje y el instrumental con el que operamos sobre él –la interpretación- es lenguaje, y por esto mismo, por ese isomorfismo, adquiere eficacia clínica. En la historia del Psicoanálisis, sin embargo, maestros de la talla de Freud, Lacan o Bion, luego de una confianza abrumadora en el trabajo significante, terminan por reconocer siempre un punto de tope del lenguaje, un límite más allá del cual sólo puede aventurarse algo que se resiste al lenguaje, y que sin embargo no podemos cernir sin él. Llámese ombligo del sueño, “O”, Real, tarde o temprano un analista se topa en su reflexión teórica o en su cotidianeidad clínica con ese borde. A veces se lo niega, a veces somos pretenciosos e imaginamos a la interpretación como un escalpelo todopoderoso que puede llegar a cualquier lado. A veces abusamos del lenguaje, al pretender nombrar lo que no se puede nombrar. No sería extraño que como fruto de esa utilización excesiva del lenguaje terminemos por anestesiar la palabra y hacer que ésta pierda su eficacia clínica.

Vivimos en una época donde tanto la Narración como el tipo de experiencia de la que da cuenta está en crisis y la comunidad de oyentes, tan cara a Walter Benjamin (2008), en peligro. Y el Psicoanálisis –a fin de cuentas, una de las formas de la Narración- ha de encontrar su legitimidad en medio de esta crisis, como reducto de resistencia (Viñar, 2006).  Entonces es problemático que, siendo como es una experiencia de palabra, éstas pierdan su filo; y las palabras sufren cierto desgaste si se las usa sin el debido cuidado, lo cual puede advertirse tanto en el habla cotidiana como en la jerga y la práctica analíticas. Los pacientes vienen a hablar de su sufrimiento y nosotros nos ofrecemos a escuchar su decir, en el que navegan necesariamente en una verborrea imaginaria, en la inercia de la palabra vacía, hasta poder parir una lengua original, una palabra verdadera que dé cuenta de su subjetividad de manera iluminadora. Siempre se ha sabido de la dimensión catártica del hablar y poder relatar lo traumático, por poner un ejemplo, cuando llega el tiempo de hacerlo, es aceptado comúnmente como una vía que morigerará el dolor, haciendo ingresar una cantidad masiva de estímulos en el diafragma cualitativo de lo pensable. Pero de lo que se trata en cierta clínica y sin duda en el testimonio de los sobrevivientes –cuya estofa, como el decir de nuestros pacientes, también es de lenguaje- es de cierto exceso difícil de aprehender a través del lenguaje, exceso de memoria o de olvido (Viñar, 1993, p. 14) frente al cual no es sencillo situarse.

En la clínica, entonces, nos las vemos con las palabras y con ese punto en que las palabras se acaban, donde por lo general aparece la angustia. La Shoah, como laboratorio perverso acerca de la condición humana, nos puede enseñar algo también aquí. Nada como Auschwitz debería servir para cernir, en primer lugar, ese espacio de horror, de terror sin nombre del que hablaba Bion, y en segundo lugar, para ponderar el lenguaje como herramienta a través de la cual acercarse a ese horror.

Atendamos a la manera en que los sobrevivientes que nos han legado su testimonio relatan su relación con el lenguaje y la angustia: el extrañamiento de la lengua materna que terminó siendo la lengua del verdugo fue una constante para muchos sobrevivientes. Victor Klemperer, filólogo de profesión que pudo salvar su vida pues estaba casado con una alemana no judía y llevó durante todo el régimen un diario en el que anotaba la perversión de la lengua alemana bajo el nazismo[14], bautizó a ese lenguaje, del cual sobrevivieron rastros aún después de muerto Hitler, LTI, Lengua Tertii Imperii. Frente a esa lengua donde no había espacio para subjetividad alguna, Robert Antelme encontró que el francés era un espacio de singularidad durante su cautiverio alemán. El caso de Améry es en ese sentido un síntoma revelador pues, según relata (Améry, p. 113), al comenzar las persecuciones nazis en Austria, decide abandonar el dialecto en el que se crió, pero no puede sino mantener el alemán –no tiene otra lengua- para pensar y para expresarse aún contra la manera en que la nación alemana se lavó de sus culpas. Fuchs dirá que no hay un lenguaje común, ni siquiera entre sobrevivientes, que no hay, a partir de la Shoah, un lenguaje general para hablar del sufrimiento humano (Fuchs, p. 26).

Etty Hillesum, una lúcida joven judía holandesa, no sobrevivió. Antes de morir, sin embargo, se encontró con los límites del lenguaje para expresar el horror concentracionario y escribió, en una fina sintonía con la frase de George Steiner incluida entre los epígrafes, algo que a oídos de un psicoanalista debería sonar como una advertencia: “para encontrar un nuevo lenguaje, apropiado a la nueva forma de ver la vida, hay que callar hasta haberlo encontrado”. Pero, conciente hasta el final de lo que está en juego, sabe que “aún así no es posible callar. Sería también una huida. Hay que intentar encontrar el lenguaje mientras se habla” (Hillesum, p. 137, negritas mías).

Al intentar nominar algo –la experiencia de Auschwitz- que no tenía nombre hasta ese momento, los sobrevivientes relatan siempre, en coincidencia con los teóricos del análisis a los que aludíamos anteriormente, un punto en el que el lenguaje no alcanza. Ese punto de indecibilidad era sin embargo, bajo el nazismo, a un mismo tiempo fabricado e ignorado. Como dice Steiner  “… las palabras fueron forzadas a que dijeran lo que ninguna boca humana habría debido decir nunca.”. “Lo inefable fue hecho palabra una y otra vez durante doce años. Lo impensable fue escrito, clasificado y archivado” (2006, p. 119-20). Frente a este forzamiento de la lengua el trabajo analítico quizás entrañe alguna virtud reparatoria, siempre y cuando nos guardemos los analistas nuestras veleidades omniexplicativas que pretenden que todo puede decirse y comprenderse, sea con la teoría a la que cada uno adhiera, sea con parches que la ocasión nos obligue a imponer para disimular los agujeros de la misma.

Interpelados por el testimonio de los sobrevivientes, algunas preguntas nos acosan: ¿Qué es el lenguaje luego de Auschwitz? ¿Qué es una lengua materna? ¿No parecen demasiado a menudo nuestras disquisiciones psicoanalíticas estar formuladas en un lenguaje ampuloso y hueco como el que describiera Klemperer o cerrado a cualquier apertura al Otro como la lengua schreberiana, más instrumento de repetición que de descubrimiento o invención? ¿Con qué lenguaje teorizar o construir nuestras interpretaciones? Auschwitz es aquí también metáfora de determinada manera de concebir la clínica: cuando pretendemos llegar al corazón de lo que Auschwitz enseña sin advertir ese punto de tope al entendimiento, inundamos de simbólico algo que quizás pertenezca a otro orden.

Si hay un terreno, además del discurso de los pacientes, en el cual los psicoanalistas nos las vemos particularmente confrontados al lenguaje es el de la interpretación. Mucho se ha escrito ya sobre nuestro particular modo de intervención en las curas, pero quizás no sea ocioso repensarlo a la luz de las experiencias del límite. Quizás ver incluso cómo los escritores en general, y en particular los poetas –tan cercanos a contornear la indecibilidad de Auschwitz- se las arreglaron con un lenguaje bastardeado para dar cuenta de la devastación nos ilumine algo en relación al instrumento principal mediante el cual pretendemos incidir en la vida de nuestros pacientes.

Son los poetas quienes se hallan mejor posicionados para devolver al lenguaje su potencia luminosa, para abrazar ese punto de difícil acceso. Más que los narradores, acostumbrados a vehiculizar ideas y tramas a través de una historia contada en palabras, en la poesía hay un efecto de reducción que muchas veces recuerda a una interpretación lograda. No aquella que engorda con saber a un analizante sino la que le permite, a veces en un fogonazo[15], verse de una manera inédita, la que hace aparecer la desnudez de la historia tras el pesado ropaje del presente.

Muchos de los poetas de Auschwitz, no sin costo, desistieron, como Améry, de abandonar su lengua materna, el yiddish para muchas de las comunidades del Este de Europa, el alemán para la burguesía asimilada de Europa Central. Pero el lenguaje no permaneció incólume en Auschwitz, debió rescatarse de su bastardeo en la LTI, sufrió torsiones y debió someterse a una alquimia, seguramente personal en cada poeta, para que pudiera dar cuenta de aquello que se resistía a ser puesto en palabras.

El Psicoanálisis no es poesía, pero al aunar en su praxis el lenguaje como instrumento y materia viva de su operación y la ética de la memoria que lo justifica en sus indagaciones insolentes sobre el pasado perdido debiera quizás, tanto como mantener afilado el filo de las palabras y el poder incandescente de los conceptos que utiliza, guardar una ética implacable frente al mal uso del lenguaje, al menos en cuanto nos toque en nuestra práctica. Sin ser filología, no puede permanecer impávido frente al lenguaje del que testimonia Klemperer con su LTI, ni frente al pequeño léxico del alemán nazi aparecido en 1957 (Klemperer, p. 116) Pero tampoco frente a los intentos de borronear el pasado liquidando la memoria que yace en los intersticios de las palabras, como se desprende del “Diccionario para la superación del pasado (Vergangenheitsbewältigung)” que acaba de editarse en Alemania.[16]

Probablemente la distinción entre poesía y narrativa en literatura pueda aplicarse también al cine de algún modo. Si fuera así, atendiendo a nuestro tema, directores como Steven Spielberg o Roberto Begnini, uno más en tono de drama épico (La lista de Schindler), el otro más en tono de tragicomedia (La vida es bella), ejemplifican un abordaje narrativo que pretendería ficcionalizar la Shoah. Hay todo un modelo interpretativo, creo –y mucho más allá de Auschwitz- que toma este sesgo. En el otro extremo, hay otra manera de hacer cine, probablemente menos grata, más insoportable, más poética, esto es, más cercana a lo indecible. El filme de Claude Lanzmann, Shoah, es uno de los raros ejemplos de esta modalidad y quizás debamos aprender de él, de su manera de preguntar, de mostrar el vacío, cómo construir interpretaciones verdaderas acerca de lo imposible de cernir en palabras. Sabiendo que una buena interpretación debería saber detenerse frente al abismo[17]. Respetar ese punto de indecibilidad, lo que pone de manifiesto la película de Lanzmann, posibilitaría tal vez que el recuerdo, avizorado en ese instante de peligro, sin sueño reparatorio alguno, pueda si no impedir, al menos acotar el demonio de la repetición.

Como precisaremos luego, hay un lugar, el del silencio, que parece necesario preservar. Así como el memento es un mandato clave en la oración por los muertos y el ¡Zajor! (¡Recuerda!) llevado a la dignidad bíblica muestra el valor de la memoria del trauma en la existencia de los supervivientes, también el silencio ocupa un lugar central allí. No es casual que el silencio, unos fragmentos de silencio, sea el vehículo elegido para homenajear a los muertos. Cuando las palabras se han prestado al abuso, la tarea que les es encomendada la asume ahora, por vía negativa, el silencio[18]. Ese silencio del que nos hablaba Etty Hillesum en los diarios de su cautiverio, silencio debido y a la vez imposible, obligación de callar y a la vez imposibilidad de callar mientras se avanza en la búsqueda de un lenguaje nuevo para dar cuenta de lo indecible pareciera ser un programa de trabajo encomendado también a nosotros, los psicoanalistas.

Pero se trata de un silencio especial, no es el silencio cómplice ni el silencio inarticulado ni el silencio de la conveniencia sino un silencio activo, militante, el silencio que hace cobrar relieve a cada letra que lo rasga. Se trata de hacer silencio, acentuando el acto que implica la producción del mismo, distinto al mero callarse o no hablar, un hacer silencio que conduzca quizás al analista en la senda de la deriva beckettiana, hacia un acto sin palabras, apenas estando allí[19]. Sea con su silencio o con su palabra, el analista debe poder dar lugar a ese vacío que el silencio representa como ninguna otra cosa. Ese silencio que los poetas saben poner de relieve mejor que nadie, es el que a veces se profana por una determinada manera de interpretar en Psicoanálisis.

El escándalo de la comprensión

En su portentoso trabajo de investigación sobre el exterminio, Raoul Hilberg se enfrentó con el problema de tener que reconstruir un proceso que estaba destinado a no ser sabido -recordemos las palabras de Himmler a las SS en Posen: escribían una página gloriosa de nuestra historia que jamás fue escrita y que nunca lo será, (La Capra, p. 194 n.). El historiador del “Holocausto” se enfrenta entonces con que las fuentes alemanas revelaban la complejidad burocrática del proceso de exterminio, pero sólo hablaban de personas en los apéndices. En las fuentes judías, en cambio, no se capta el proceso más amplio del que eran víctimas, aunque sí se revelan experiencias particulares (Haidu, p. 419). En su afinidad con el testimonio más que con el sistema, el Psicoanálisis se aleja de las grandes clasificaciones psiquiátricas[20] para encontrarse más a gusto en las descripciones fragmentarias y marcadas por la pérdida, en los relatos subjetivos, parciales, dolidos de quienes han hecho la experiencia del horror en carne propia.

Así como los nombres en Auschwitz se convierten en números, y los cuerpos en una masa informe, mortero de huesos y grasa quemada, cada historia se diluye en una ominosa generalidad. Ahí es donde aparece el testimonio, y el testimonio de una ausencia, como el que brindan los sobrevivientes en sus relatos -sean éstos novelados, poéticos, ensayísticos, orales- restituyéndoles a los ausentes, a algunos de ellos al menos, su individualidad perdida. Este lugar de testigo[21] es equivalente en términos estructurales al del analista frente a cada caso que escucha. Más allá de la investidura y la función terapéutica del analista frente a la devastación subjetiva de algún analizante, el analista, como Levi, como Wiesel, como Kertész, como tantos otros, es también un testigo que aloja una ausencia. Esa ausencia no se advierte sino en los agujeros de un relato particular. Allí el Psicoanálisis, como baluarte último de cierta narrativa oral, recupera o preserva algo de una Experiencia que parece condenada a la extinción (Benjamin, 2008).

Así como los testimonios de los sobrevivientes de la Shoah son fundamentalmente el registro de una ausencia, y la escucha de esos testimonios nos confronta a quienes no estuvimos allí con esa pérdida, el Psicoanálisis ha aportado quizás un dispositivo, una maquinaria apta como pocas para poner de manifiesto ese vacío que tiende siempre a escabullirse, a cegarse, a llenarse. Nos referimos al dispositivo más que a las teorías psicoanalíticas, pues muchas de ellas, pese a hablar claramente de la ausencia –ausencia que, al menos en algún aspecto, se articula indudablemente con la castración- al ser instrumentadas quedan convertidas en vehículos de la operación contraria, de cegado o desconocimiento de esa ausencia insoportable. Ese artificio que consiste en unos pocos elementos de radical simpleza: un lugar para que un sujeto se tienda, una escucha atenta y desprejuiciada, deseosa de alojar algo que habrá de producirse allí, la proscripción o al menos el olvido de todo interés, de todo saber previo para que un sujeto sufriente pueda producir, vía asociación libre, un testimonio, no tanto de lo que sabe o de lo que ha vivido –a fin de cuentas, la confesión fue inventada antes que el análisis- sino de la ausencia a la que aludíamos. Es a través de este sencillo dispositivo, más o menos común a todas las teorizaciones, que el Psicoanálisis cura revelando a cada analizante portador de una falta, testigo de una ausencia, de un vacío, de un silencio último. Y es este dispositivo, del cual no deberíamos nunca perder de vista su radical extrañeza, lo que quizás devenga ese ritual al que aludía Yerushalmi, esa manera de preservar la memoria de una manera infinitamente más eficaz que la de la crónica.

Esta hendidura cavada en el torrente de sentidos que profiere un sujeto en análisis es liberadora, más aún que cualquier saber, pero es también angustiante, sobrecogedora y convoca, así como el sentido llama a la interpretación, a su clausura. Aquí cobra más relieve que nunca la advertencia proferida por Lacan (¡No comprendan!) o por Bion (quien plantea que el analista debe situarse “sin memoria y sin deseo”, pero tambien “sin comprensión”) contra el llenado de ese silencio con palabras que pueden quizás, aún persiguiendo una verdad particular, inundar ese hueco cavado en lo que habla el sujeto en el diván, violar ese silencio aparecido gracias al dispositivo con interpretaciones que restituyan una consistencia que, más allá de los esperables efectos ansiolíticos, resultará a la postre iatrogénica. A la luz de las tristes “enseñanzas” de la Shoah, el dispositivo, esa máquina para hacer presente la ausencia, pone entonces también a todo sujeto que se recueste en un diván en un lugar isomórfico al de testigo, del superviviente que testifica acerca de esa ausencia. Y nos ubica a cada uno de nosotros, en tanto analistas, en el lugar de “testigo del testigo” (Ritvo, p. 126), indicándonos así ciertas coordenadas esenciales para definir el lugar del analista que no deberían carecer de consecuencias en nuestra práctica. Y resistirse a comprender allí equivale en un punto a resistirse a comprender aquello que la Shoah muestra acerca de víctimas y victimarios, de la civilización alemana, de la cultura occidental. No se trata tan sólo de la imposibilidad de comprender, de la roca con que lo simbólico se topa ineludiblemente, sino de la negativa a comprender, no se trata aquí tanto de un límite como de un acto: no hay que comprender, y ello en las distintas posibilidades que brinda el multívoco término: ni dar sentido ni pacificar de ninguna manera[22]. Tampoco se trata, en un tercer sentido, de cercar, de considerar la Shoah como un episodio limitado de la Historia sino como una virtualidad inherente a la especie humana more Auschwitz demonstrata.

La comprensión apura un duelo imposible. Efectuar ese duelo equivaldría a silenciar las voces de los vencidos de la historia. Sólo un duelo inacabado por inacabable, tan lejos de la melancolía como de la liquidación del pasado, quizás, inmunice contra el demonio de la repetición.

Así como es difícil encontrar en los sobrevivientes referencias al Psicoanálisis como un corpus que haya podido dar cuenta de aquello por lo que pasaron, nos asombramos al detenernos, en la ingente bibliografía sobre la Shoah, con alguien que desea comprender, y apela entonces a Freud, al perpetuo combate que describe entre pulsiones de vida y de muerte para explicar la psicología de Hitler. Algo no está bien si es el nazi Albert Speer, íntimo amigo, arquitecto y posterior ministro de armamento de Hitler quien puede recurrir a Freud alegremente[23]. Aún cuando Speer haya sido uno de los pocos jerarcas nazis en asumir al menos parte de la culpabilidad que le cabe, hay en él un ansia escalofriante de comprensión, de ser comprendido, de comprender; y entonces apela al aparato freudiano. Resuenan aquí las palabras anticipadas, Celan espantado al escribir a Nelly Sachs: “Sabe, algunos de ellos escriben poemas. Esos hombres ¡escriben poemas!” (Celan, p. 26). Parafraseándolo, bien podríamos decir: “Sabe, algunos de ellos formulan interpretaciones. Esos hombres ¡hacen interpretaciones!”.

Entonces hay que resistirse a comprender, quizás en un sentido aún más radical que al que aluden Lacan o Bion cuando proponen al analista sustraerse de la tentación de comprender demasiado pronto. Se trata de sostener quizás un punto de perplejidad metodológica, de mantener intacta tanto la capacidad de asombro como de indignación ante aquel vacío a menudo horroroso que cuestiona con su instante de silencio kilómetros de parrafadas estériles.

And the rest is silence…

Aquello a que la Shoah nos confronta no se discierne con facilidad y lejos está de estas líneas pretender agotarlo. Transitamos un terreno en el que se impone una ética del silencio(Fonteneau), de poner más que nunca en barbecho nuestras explicaciones tranquilizadoras (frente a nuestra angustia y la de los otros), de aceptar encontrarnos en el corazón de algo que aún no sabemos ni podemos ni queremos encerrar en nuestros dogmas, al menos hasta tanto no hayamos sido suficientemente interpelados. No nos apartamos del terreno de la teoría psicoanalítica, si ponemos a un lado los intentos explicativos para entrecomillarlos, situándonos en la misma situación de incertidumbre con que nos ubicamos frente al discurso de un analizante. Disponemos, claro, de algunos instrumentos de navegación para orientarnos en un mar en el que de otro modo nos hundiríamos (entre los cuales la atención flotante no es el de menor importancia) pero quizás se trate de dejarnos llevar por cierta corriente subterránea que ha emergido, dejar de pretender el manejo del timón para ver hacia dónde nos lleva, para poner a prueba incluso las nociones elementales del arte de la navegación. Mientras, el silencio[24].

Y si debiéramos emerger de él, como sucede a menudo, entonces sería preciso una palabra afín al silencio, una palabra más tributaria de la poesía que de la prosa. La interpretación entonces debería hurgar en busca de sus materiales y sus formas en la poesía. Pero, con el acento que le dan los poetas “holocaustos” (Gubar) a la poesía, deberíamos poder interpretar con el lenguaje herido, dislocado, que pueda transmitir en su enunciación, más allá de los enunciados eventuales, esa falta radical, esa ausencia que la presencia imaginaria de los cuerpos, de los rostros, tiende a velar. Fue la poesía el modo más acabado de abordar Auschwitz y su ininteligibilidad por parte de las víctimas (Sneh et al.). Sólo con poesía tributaria de Auschwitz[25] puede abordarse la imposibilidad de poesía luego de Auschwitz y cabría imaginar que, si alguien hubiera formulado el anatema de Adorno en relación a nuestro oficio: “Ningún Psicoanálisis luego de Auschwitz”, cabría responderle que sólo podría remontarse el camino con un Psicoanálisis que tenga a Auschwitz en su reverso.

No se trata de apelar a ningún misticismo, sino de rastrear y capturar ese habla que guarda más afinidad con el silencio que con la multiplicación de palabras. Maurice Blanchot lo puntúa cuando escribe a partir del sobreviviente Antelme algo que quizás resulte imprescindible a la hora de pensar en la experiencia analítica post-Auschwitz. Comentando acerca de la imposibilidad de comprender perfectamente Auschwitz, Blanchot dice lo siguiente: “Por lo tanto, imposible olvidarlo, imposible recordarlo. Asimismo, cuando se habla de él, imposible hablar de él. Y finalmente, como no hay más nada que decir sobre este acontecimiento incomprensible, el habla sola debe llevarlo sin decirlo” (Blanchot, p. 231, negritas mías). Precisamente de eso, de lo que el habla sola debe llevar sin decirlo, es de lo que debería tratarse en el análisis, tanto en el plano de la teoría como en el momento en que ésta se encarna en cada interpretación.

Psicoanalizar después de Auschwitz implica entonces, debe implicar, respeto por lo irrepresentable, por lo que no se puede decir. Ese exceso, incomprensible e inimaginable que encarna la Shoah nos impone en cierto punto el deber del silencio, aunque resulte en apariencia paradójico pues el mandato del Psicoanálisis, si hubiera alguno, es hablar. Conquistar territorios del ello con el yo, del inconciente con el preconciente, exprimir lo simbólico hasta su infranqueable tope con lo real o como quiera llamarse, nos lleva siempre a decir, a interpretar, a hacer hablar confiando en que hablar libera, alivia, que quitar la mordaza deshace los síntomas que padece/goza el sujeto. Pero en un punto no es así. Y no se trata sólamente de la defensa del silencio versus el furor interpretandi contra el cual Freud nos alertara tempranamente. Hay un punto en el que es preciso callar, en relación a la Shoah y, extendiendo este acontecimiento -en tanto la encarnación de lo irrepresentable- a la clínica psicoanalítica, también en relación a la práctica cotidiana con nuestros pacientes, sean o no supervivientes de la Shoah o sus descendientes más o menos traumatizados[26]. Como decía Wittgenstein, aquel viejo compañero de escuela de Hitler, en su Tractatus, de aquello que no se puede hablar, mejor callar, o mostrar(cit. en Wajcman, b, p. 27; negritas mías), lo que abre quizás posibilidades inéditas a la intervención analítica, que probablemente encuentre en las maneras que ha inventado el arte para representar Auschwitz pese a todo una cantera de donde extraer formas que puedan aludir sin desnaturalizar a aquello que sin cesar se escabulle del terreno de la representación.

Otra paradoja sólo aparente es aquélla a la que alude Perec cuando, también refiriéndose a Robert Antelme, dice que no es cierto que se pueda callar y olvidar, sino que primero hay que recordar. Antelme debe, continúa, explicar, contar, dominar ese mundo del que fue víctima (Mesnard, p. 19). En ese sentido, la negativa a comprender por la que abogamos ha de tener como antecedente la incoercible necesidad de comprender, de comprender todo lo comprensible sabiendo que arribaremos tarde o temprano a un lugar en que cualquier intento en ese sentido se revelará impotente.

El silencio con que el analista acoge a su paciente –un silencio, digámoslo, particular, un silencio que más allá de la paradoja puede convivir con palabras pues se trata de palabras que no ignoran el lugar estructural del silencio- ese silencio analítico, decíamos, no tendría tan sólo la función de posibilitar la palabra no dicha de quien nos consulta sino también de mostrar en acto la imposibilidad de una palabra última. Lejos de inhibir la palabra, este silencio la propicia, de la misma manera que la “prohibición” de escribir poesía después de Auschwitz ha generado quizás tanta o más poesía que ningún otro acontecimiento histórico. Sólo que es una poesía particular, una poesía que no desconoce Auschwitz, de la misma manera que no debería desconocerlo cualquier interpretación psicoanalítica. Después de la Shoah quizás habría que leer, escribir y practicar el Psicoanálisis como se lee y se escribe poesía, respetando los espacios en blanco, descontando que no todo es significable, habilitando el lugar de lo perdido en lo presente.

En cierto modo, volviendo a la dificultad inicial de nombrar aquello que sucedió, los nombres disponibles bien podrían funcionar, en su opacidad, en lo que sugieren sin definir, en su capacidad alusiva, como una interpretación, pero hacia el Psicoanálisis mismo, como una interpretación que más que importar  por el contenido de lo que dice, vale por lo que hace decir. Dejarnos interpelar por Auschwitz equivale a asumir que aquello (o mejor dicho eso, pues está menos lejano de lo esperable) nos cuestiona, que no es un objeto interpretable más, que no nos habilita, con su catálogo de monstruosidades, para esgrimir nuestras destrezas omniexplicativas ni en el terreno de la psicopatología, ni en el de la psicología de las masas ni en el de la condición humana. Ni en ningún otro.

Luego de Auschwitz, habría que psicoanalizar con la pérdida en mente, siempre presente como tiene el deudo en la tradición judaica una prenda rota para demostrar que hay algo roto dentro suyo. Analizar con el lenguaje desgarrado como escribe Celan, como escribía George Perec, huérfano de la Shoah también, que compuso en francés una novela donde aparecen todas las vocales menos una, la E[27], la más común en el idioma, en lo que tras la apariencia de una frivolidad más o menos ingeniosa, ponía en juego una escritura en torno a la pérdida. Una literatura donde la ausencia es tan patente, como la tributaria de la Shoah, conduce a pensar un Psicoanálisis que se permita hacer presente la ausencia sin rellenarla de sentidos tan pacificadores como invalidantes. En el que podamos construir interpretaciones aceradas, carentes tanto de vanidad como de moralina, lejos de cualquier pretensión de saber absoluto, aspirando a que cada palabra que pronunciemos lleve en su reverso esa pérdida, ese vacío que Auschwitz hace evidente de una manera ineludible.

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[1] El presente es un extracto, a los fines de esta publicación, de “Psicoanalizar después de Auschwitz”, trabajo ganador del Elise Hayman Award en 2011.

[2] Enzo Traverso, en un lúcido trabajo que da cuenta del estado de la reflexión intelectual acerca de Auschwiz lo califica como “una ruptura de la humanidad y un desgarro de la historia” (Traverso, p. 11).

[3] Entre quienes se cuentan Primo Levi, Hanna Arendt, Elie Wiesel, Claude Lanzmann y un largo etcétera. También el filósofo Reyes Mate, quien diferencia con claridad tres planos de singularidad: moral, histórico y epistémico. Desde el primero de ellos, el moral, aún habiéndose expresado en Auschwitz el mal a una escala inimaginable, no hay graduación del sufrimiento de las víctimas y por ende las de la Shoah no “gozan” de mayor jerarquía; toda víctima –más allá del genocidio que se trate- pide justicia. Hay consenso en cuanto a la singularidad histórica de Auschwitz pues se trata allí de una matanza que no es medio de alguna razón política o económica, sino fin en sí misma; además de ser la primera vez que un Estado decide eliminar a la totalidad de un grupo humano con todo medio técnico disponible, todo un pueblo detrás, una técnica acorde y una filosofía que lo justificaba; alcanza además una desmesura no igualable históricamente, y además  se acompaña de la pretensión, señalada por Vidal-Naquet, de negar el crimen en el seno del crimen mismo. Desde el punto de vista epistémico, se trata con respecto a Auschwitz de un acontecimiento del que conocemos casi todo, y sin embargo no podemos comprender, es el acontecimiento impensado que da que pensar (Mate, p. 61 y ss).

[4] La manera más extendida de nombrar el genocidio con la palabra “Holocausto” ha sido cuestionada con razón por Giorgio Agamben e incluso por quien la introdujera, Elie Wiesel. Su significado religioso de “sacrificio” exculpa de algún modo a los victimarios y carga lo sucedido de un sentido tal que nos resulta, pese a su popularidad, difícil de utilizar, y por eso cuando lo hacemos es entre comillas. Shoah, palabra hebrea que significa catástrofe, tempestad, y difundida mayormente a partir de la película homónima de Claude Lanzmann, encierra alguna opacidad mayor, lo que consideramos una ventaja, pero queda también presa del circuito religioso (en la Biblia implica a menudo un castigo divino) y judío (si bien los judíos fueron las víctimas por definición, no fueron las únicas). Otro tanto sucedería con Khurbn, el equivalente en yiddish de Shoah. En contrapartida, de utilizar el eufemismo “Endlösung” estaríamos asumiendo la lengua del verdugo, y por ende su ideología y su manera de “ordenar” la realidad. “Destrucción de los judíos europeos”, título del libro capital de Hilberg, es además de extenso y descriptivo, limitativo. Haidu ha propuesto hablar de “Suceso”, a secas y con mayúsculas. Aquí preferiremos, aún permitiéndonos acudir a los otros términos, el más acotado, reconocible y a la vez enigmático “Auschwitz”.

[5] Para el desarrollo de esta cuestión en tales disciplinas, remitimos al lector al trabajo del cual el presente es un extracto.

[6] En el sentido borgeano de “Kafka y sus precursores”, o en el muy freudiano nachträglich, es decir cuando lo posterior funda o resignifica lo ya acaecido.

[7] Aún retroactivamente, pues obras como las de Munch o Malevitch, en las que se advierten las huellas del horror, no habían sido creadas aún…

[8] Entre los que baste citar, a modo de ejemplos tan sólo, los de Bettelheim, los de Ilany Kogan y Yolanda Gampel, los de Milmaniene, Gerson, Jukovy, Altounian, Kestenberg, Bergmann, Langer, Kijak, Laub, D. y Auerhahn, N. , Grubrich-Simitis, Benslama y Hounkpatin, M. Granek, Rachel Rosenblum…. Es evidente que el tema es sensible en el mundo del Psicoanálisis y hacer una revisión bibliográfica exhaustiva se torna por momentos una tarea imposible y nos amenaza con diluir en un mar de citas nuestra propia enunciación.

[9] En el trabajo clínico con los sobrevivientes de la Shoah y sus descendientes de primera, segunda o tercera generación o con víctimas de otros genocidios.

[10] Sobre la psicología del verdugo y la de la víctima, los procesos identificatorios, los fenómenos de masas y de sometimiento a un líder y un extenso etcétera.

[11] En ese sentido, Primo Levi decía que el acto de escribir equivalía para él a recostarse en el diván de Freud (Traverso, p. 184 y p. 202).

[12] Seguramente habrá otras opiniones -de hecho, Hilberg estima en 18.000 los testimonios de sobrevivientes, en un recuento realizado a fines de los años ´50 (Haidu, p. 419)-, pero recortamos aquí aquéllas correspondientes a algunos testigos que se han ocupado de hacer pública su experiencia y sus reflexiones acerca de la misma.

[13] Primo Levi, el optimista, se suicidó en 1987. Jean Améry, el escéptico, lo había hecho antes, en 1978. Entre ellos, son muchos quienes redoblaron la verdad de sus testimonios sufrientes acabando con sus vidas: Paul Celan, Tadeusz Borowski, Sarah Kofman, Bruno Bettelheim, Stefan Zweig, el mismo Walter Benjamin…

[14] En un interesante trabajo, Sneh y Cosaka hablan de un pasaje del “discurso del exterminio” al “exterminio del discurso”.

[15] Recordemos con Benjamin: apropiarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro.

[16] Según consta en un cable de noticias de la agencia EFE del 19/12/07. Tal diccionario, obra de Georg Stötzel y Thorsten Eritz, agrupa más de mil palabras que, asociadas con el nazismo, no deberían utilizarse más en el idioma alemán. Entre ellas, pueden contarse por ejemplo la palabra Entartet (degenerado) que los nazis aplicaban al arte moderno para proscribirlo,o Auslese (selección), instancia de separación de las víctimas, unas irían al Lager, otras directamente a las cámaras de gas. Para ser coherentes, en esa línea, deberían también expurgarse del alemán palabras como humo, cenizas, gas, hornos, tren, humanidad, civilización… Más valdría mantener el alemán así como está, herido, lastimado. El lenguaje humano está lastimado después de Auschwitz y deberíamos preguntarnos cómo interpretar con esas palabras lastimadas.

[17] El espectador queda atrapado en las películas de Begnini y Spielberg como ante cualquier buen filme que sabe captar la atención, dosificar la intriga, posibilitar ciertas identificaciones. En cambio, ver Shoah es una tarea difícil, más allá incluso de su duración (9 hs. 10’): si estuviera a nuestro alcance la dosificaríamos, nos levantaríamos a cada momento para luego volver, no hay nada que entretenga allí. Estamos ante la diferencia, quizás, entre el encontrarnos ante un tejido simbólico e imaginario que hace soportable un real angustiante, disimulándolo, y la mostración descarnada de éste último.

[18] Ritvo señala el precario equilibrio que existe en el análisis entre las palabras que no se pronuncian, y designan entonces un espanto inextinguible (como en el caso de los desaparecidos) y el silencio debido y necesario, siempre en riesgo de ser anegado con palabras (p. 129).

[19] Apelando a la voz de un personaje de Beckett, Samuel Gerson (2007) recuerda al analista algo que parecen decir muchos pacientes lastimados por una experiencia como la de Auschwitz : “Don’t touch me! Don’t question me! Don’t speak to me! Stay with me.” Y allí, si el analista sabe escuchar y ubicarse adecuadamente, se abre una posibilidad enteramente nueva para quienes nos confían su desesperación.

[20] Quizás no sea casual que muchas de éstas encuentren su origen y acmé en la Psiquiatría alemana…

[21] Agamben (p. 15) se encarga de desbrozar las dos maneras que tiene el latín de decir testigo. Una es testis, aquel que ocupa el lugar tercero en un litigio entre dos. La otra es superstes, quien ha vivido una determinada experiencia y testimonia acerca de ella, y deslinda a partir de ahí el aspecto de imposibilidad presente en cada testimonio. En la tensión de estos sentidos contrapuestos se dibuja el lugar del analista: testigo en tanto testis, escucha que implica cierta pacificación que el lugar tercero brinda frente a la experiencia del horror, y por otro lado, superstes, escucha condenada a cierto margen de imposibilidad, de un testimonio que se topa, antes o después, con una ausencia irreductible.

[22] Dice Primo Levi que no se puede, o no se debe comprender, porque hacerlo es casi justificar; comprender es contener, identificarse con ese comportamiento o con su autor (Levi, a, p. 208).

[23] Lo hace en una entrevista concedida a Eric Norden, publicada en la revista Playboy en junio de 1971 (Sneh et al., p. 44). El personaje de Speer se presta bien para pensar los distintos niveles de la responsabilidad, desde el momento que, aún habiendo asumido parte de su culpa y purgado prisión por ella, “podía acusarse de crímenes espantosos en el mismo tono que utilizaba para ofrecer un trozo de Apfel Torte” (íd.). Aquí el aporte del Psicoanálisis, con su atención al detalle, al tono de la enunciación más que a lo manifiesto del enunciado, desnuda como ninguna otra disciplina una verdad subjetiva disimulada.

[24] Un silencio que si bien implica cierto fracaso del lenguaje, es también una forma intensa de expresión de la palabra (Mèlich, p. 21-2, 30).

[25] Susan Gubar ha investigado en detalle las maniobras -de la omisión a la prosopopeya, de la ruptura sintáctica a la cruza idiomática, de la fragmentación y la elipsis al desborde verborrágico- a que han sometido al lenguaje los poetas/sobrevivientes para poder testimoniar acerca de Auschwitz.

[26] En un punto, en Occidente, como se ha dicho y sin pretender homologar nuestro intento de reflexión con el sufrimiento padecido por las víctimas, todos somos descendientes de la Shoah.

[27] la A en la traducción española.