Entrevista sobre Fronteras-Rio de Janeiro

Publicado en Revista Trieb Fronteiras. Sociedade Brasileira de Psicanálise do Rio de Janeiro. Volumen 18-Números 1 y 2, 2019

Somático-psíquico, interno-externo, sonho-vigília, pulsão-objeto. Desde os seus primórdios a psicanálise lida com áreas fronteiriças dinâmicas. Além dessas, quais outras fronteiras encontramos na psicanálise contemporânea?

Desde los primeros trabajos de Freud y su exploración de las conversiones histéricas, pasando por los desarrollos acerca de los fenómenos psicosomáticos, la hipocondría o, en un plano más general, desde una perspectiva amplia de las dolencias físicas donde el factor psíquico siempre está presente, sea en su génesis, sea en su mantenimiento, cabe dudar de la existencia de una frontera claramente delimitada entre lo somático y lo psíquico. La distinción entre el sueño y la vigilia misma es también relativa: la fantasía diurna lleva la estructura del sueño a la vigilia. La vigilia bien puede ser el territorio donde, lejos de estar despierto, más propicia que “durmamos”, mientras que el sueño a veces se convierte en el lugar del “despertar” de un sujeto. Del mismo modo, la distinción entre lo interno y lo externo, tan apreciada en muchas de nuestras teorías, puede ser cuestionada. El inconciente, a mi modo de ver, aparece en la superficie de los fenómenos, como un accidente casi, sin ser necesariamente su reino el de las profundidades. La figura topológica de la banda de Moebius, rescatada por Lacan, demuestra cómo lo interno pasa a ser externo, lo profundo pasa a ser superficial -y viceversa- sin solución de continuidad. La misma distinción entre pulsión y objeto, siendo el objeto una de los elementos centrales de la pulsión misma, es relativa.

Muchas otras fronteras han sido establecidas desde los comienzos del psicoanálisis: entre instancias psíquicas, entre personas en juego en la relación transferencial/contratransferencial, entre estructuras psicopatológicas, entre teoría y técnica o entre teoría y clínica, etc., pero a poco andar la idea de frontera como límite claro es difícil de sostener en una práctica como la nuestra, que hace hincapié en los matices, en el modo en que una categoría invade a la opuesta, en los detalles, en la minucia artesanal si se quiere más que en claras y prístinas clasificaciones de algún tipo.

Entonces, quizás pueda sostenerse cierta defensa de la imprecisión, contra el binarismo al que nuestro pensamiento suele, en términos estructurales, arrojarnos. La noción de frontera se aparea y diferencia a la vez con la de límite. Si el límite, entre países por ejemplo, es una línea definida, consensuada a lo largo de circunstancias geográficas (cordilleras o mares, divisoria de aguas o accidentes costeros) o históricas más o menos complejas (invasiones, guerras, acuerdos diplomáticos, arbitrajes papales o tratados internacionales), la idea de frontera aparece siempre dotada de una mayor imprecisión.

Si el límite es una línea, la frontera es una zona. El pasaje a la bidimensionalidad implica una complejidad mayor y a la vez su construcción en tanto espacio humano. Pues solo los mapas son uni (como en el caso de los límites) o bidimensionales (como en el caso de las fronteras). Apenas salidos de la superficie cartográfica, nos enfrentamos con espacios tridimensionales que son siempre fronterizos. Solo una frontera puede albergar vida humana, nadie vive en un límite. Entonces, el límite es una entidad eminentemente simbólica, mientras que la frontera es también imaginaria y real.

Esta división entre límite y frontera atraviesa no solo la geografía y cartografía sino también a la ciencia y en mayor medida quizás, al psicoanálisis, al que me gusta definir como un saber de frontera. Si consideramos al psicoanálisis como saber de frontera, estamos condenados a la imprecisión. Solo los límites pueden ser precisos, pues son arbitrarios, consensuales. Claro que pueden impugnarse, disputarse y variar en el tiempo, pero la idea de límite supone y reclama precisión. La de frontera en cambio es imprecisa, ¿quién sabe con certeza dónde empieza y termina una zona de frontera? A menudo teorizamos en psicoanálisis -sea a través de la metapsicología freudiana, del álgebra bioniana, o mediante mathemas lacanianos…- con una precisión luminosa y ordenadora …que se hace trizas a poco andar. El extremo grado de abstracción que una ecuación teórica implica, su precisión, supone al mismo tiempo su inadecuación al momento de contrastarla con la realidad de una práctica.

Lo que sucede en las elucubraciones teóricas se multiplica geométricamente cuando pretendemos hacer taxonomías psicopatológicas, donde todo límite demarcatorio es puesto a prueba y se torna irrisorio, como ilustrara deliciosamente Borges en su enciclopedia china. Los criterios estructurales que dividen la multiforme clínica que abordamos en neurosis, psicosis, perversión, son apenas ordenadores lógicos que calman nuestra angustia y nos permiten navegar con instrumentos tan rudimentarios como imprecisos. Entonces, la misma idea de paciente fronterizo, borderline, se difumina para convertirse en paradigma.

La imprecisión es más verdadera, a la hora de describir la clínica -y abundan en el lenguaje con el que discutimos nuestros casos palabras imprecisas, alusivas, que apelan a recursos de la narración- que la precisión que, como pasa con el acero o el oro, solo existe fundida en aleaciones más o menos bastardas. En ese sentido, en psicoanálisis estamos de algún modo obligados a la poesía.

Por otra parte, en psicoanálisis, al igual que en la ciencia y en el arte, los hallazgos suceden en las fronteras, no en los centros de cada disciplina. Tan necesarios como son los desarrollos epistémicos intradisciplinarios, éstos -por definición- se ocupan de desplegar y conceptualizar lo ya descubierto. Las exploraciones que dan origen a lo nuevo, sin embargo, suceden en las fronteras. El psicoanálisis mismo, en tanto disciplina, surge en las fronteras de la medicina, en ese espacio impreciso en que la ciencia disputa palmo a palmo el terreno con la superchería y la sugestión, en la que Barnard se ve obligado a negociar con Mesmer y donde La Salpetrière aparece en el mismo vecindario que Loudun.

La frontera, por lo general, geopolítica aunque no solamente, adquiere un estatuto particular. Allí no rige del todo ni la ley de un estado ni la de otro: la porosidad y facilidad del tránsito de un lado a otro inhiben el imperio implacable de una u otra ley. Basta caminar unos metros para sustraerse a una soberanía indeseable o incomodante, del mismo modo que los ciudadanos de un país hacen sus compras o cargan combustible en el país vecino en cuanto la relación entre los tipos de cambio se alteran de modo insensato. La frontera es tierra de delincuentes también, pues éstos precisan de esa facilidad para sustraerse a la ley estatal. A la vez, eso no significa que no haya ley allí, y de lo que se trata en todo caso es de reconocer la especificidad de la ley de la frontera.

Pensar al psicoanálisis por entero del lado de la ciencia conduce a la caricatura, a una parodia donde terminamos pareciéndonos más que a la física, a la patafísica. Pensarlo del lado del arte nos entrampa del mismo modo, condenándonos a la intransmisibilidad de una experiencia tan fértil como se ha desmostrado en el último siglo. Incómodo tanto de un lado como del otro, el del psicoanálisis es un territorio único, residual (pues se contenta con lo que otros arrojan fuera de su discurso) y para nada arbitrario. Tanto en lo relativo al modo en que alumbra sus descubrimientos como al de cómo comunica sus resultados o entrena a sus practicantes, el psicoanálisis está sujeto a leyes, a reglas que no son las de ningún otro territorio salvo del suyo propio, leyes de la frontera.

Como en toda frontera, medran los contrabandistas, y el andamiaje conceptual del psicoanálisis tributa a varios amos, como si se tratara de una lengua que a fuerza de ser hablada por una comunidad se hubiera convertido en un medio adecuado -o al menos tan inadecuado como otros- de comunicación y transmisión de una experiencia; pero a la vez estuviera formado -como tantas otras lenguas- por palabras extranjeras, bárbaras. Y, más importante aún, ese espacio fronterizo que es el psicoanálisis está de este modo abierto a palabras por venir, a un tráfico conceptual -un contrabando de ideas- que no solo es legítimo sino necesario para que la entropía no nos devore.

Definir “isto é psicanálise” e “isto não é psicanálise” tem sido motivo de amplas controvérsias geralmente ligadas a mudanças nas fronteiras clássicas da teoria e da técnica. Como você vê essa questão hoje?

Desde mi punto de vista, esta distinción, que intrínsecamente no tiene nada de malo y, de hecho, es lo que hiciera Freud al deslindarse de Jung o Adler, se utiliza con fines discriminatorios. No para discriminar en tanto diferenciar, sino para discriminar en tanto segregar. Esto se redobla cuando, por un lado, la distinción se ampara no en criterios conceptuales sino formales (“es psicoanálisis solo la práctica efectuada en un diván, cuatro veces por semana, etc.”) o de autoridad (“es psicoanálisis solo la práctica llevada a cabo por un psicoanalista autorizado por tal o cual institución”). Si nos corremos de esa discriminación que anatemiza la disidencia y la diferencia, entendemos mejor cómo la contemporaneidad afecta una práctica como la nuestra, cómo el psicoanálisis de niños o adolescentes o psicóticos pueden haberse ganado un lugar en tanto psicoanálisis, por ejemplo, habiendo sido inicialmente “no psicoanálisis”.

Las fronteras son móviles, sometidas a fuerzas en conflicto, y por ende mudan, se reconfiguran constantemente. Pienso que tenderemos cada vez más a definir como psicoanalítico aquello que verdaderamente implique una modificación en la posición subjetiva en tanto efecto de un trabajo con el inconciente, más que cualquier criterio formal. Un analista será quien sea capaz de sostener las transferencias que sobre él se desplieguen y ponerlas a trabajar, en abstinencia, para un trabajo sobre sí donde la sexualidad y la muerte seguirán teniendo un lugar preponderante, más que alguien que trabaje muchas o pocas sesiones por semana, más o menos minutos, con o sin diván.

Situações de conflito político-social com intensa mobilização emocional como a que tivemos no recente período pré-eleições repercutem tanto no analisando quanto no analista.  Diante de realidades externas massivas a escuta analítica poderia sofrer interferências que coloquem em risco as fronteiras interno-externo e analista-analisando?

Una cuestión interesante es cómo pensar una práctica como la nuestra, necesariamente a contramano de otras prácticas sociales, un islote anacrónico y atópico en el que se despliega la vida subjetiva como en ningún otro lado. Esta práctica extraterritorial guarda sin embargo una conexión fluida con lo social. Por un lado, porque nuestros pacientes son también sujetos sociales, y un consultorio analítico -para el analista- es un interesante observatorio, un muestrario como pocos de infinidad de visiones, de profesiones, de posiciones del entramado social. Por otro lado, porque el inconciente mismo muta, cambia y tiene en su estofa la marca de lo contemporáneo. Tan cierto como que un analista debe ubicarse por fuera del terreno de las opiniones y convenciones sociales, más allá de sus propios prejuicios, es que debe estar empapado de la contemporaneidad, abierto a la mutación social, atento al futuro.

Es decir, el lugar del analista es -como el del inconciente- paradojal, oximorónico: el analista en tanto practicante ha de estar atento a los movimientos de lo social, y a la vez ha de procurar ser abstinente en cuanto a los mismos movimientos de lo social, al menos en su posición analítica, independientemente de sus derechos y elecciones como ciudadano.  Creo sin embargo que esto tiene una excepción. Y esa excepción es cuando las condiciones mismas de posibilidad de un análisis, de cualquier análisis, se ponen en riesgo.

El análisis exige ciertas condiciones sociales para existir, y es también tarea de los analistas y sus instituciones alertar cuando esas condiciones mínimas corren el riesgo de perderse. Eso que hacemos a diario en nuestros consultorios -velar para que las reglas del dispositivo analítico y de la ética que lo atraviesa se sostengan- quizás valga la pena hacerlo también extramuros.

Piglia descubrió que parte del éxito del psicoanálisis se debía a la oportunidad que le daba -en tanto dispositivo clínico- a sujetos normales y corrientes vivir como héroes trágicos sus propias, banales, peripecias.

Ahora bien, si existe ese espacio trágico y ficcional, es porque se da en el contexto de una polis. Si existe un lugar reservado al analista en la ciudad, que a mi juicio es el del metoikos -ese extranjero que vive en la ciudad, sin ser ciudadano ni extranjero del todo- es porque existe esa polis. Si esa polis democrática deja de existir, no solo nuestra vida y libertad y la de nuestros pares se ve amenazada: nuestra práctica se convierte automáticamente en inviable o reservada a un lugar de disidencia subterránea.

El psicoanálisis siempre pareciera estar en otra parte. Recuerda Roudinesco que ha sido sindicado como ciencia burguesa por los estalinistas, ciencia judía por los nazis, ciencia satánica por los fundamentalistas religiosos, ciencia degenerada por la derecha e incluso falsa ciencia por los cientificistas… Claramente el psicoanálisis le debe su existencia a la Ilustración y a la democracia, y aunque fuera por eso solo, hay circunstancias en las que no cabe mantenerse callado.
Que nos ocupemos de los restos que el capitalismo secreta -se trate de actos fallidos insignificantes o sueños desatendidos, del amor forcluido o de la subjetividad marginada por la ciencia- no nos libra de prestar atención a las condiciones mínimas de nuestra práctica. Y a defenderlas, en tanto analistas y en tanto ciudadanos.

Cuando triunfan discursos donde no se trata ya de un retorno a Freud sino de un retorno al Medioevo, cuando se deshacen los mínimos lazos que hacen posible una sociedad democrática, cuando las clases medias urbanas -quienes históricamente han nutrido los consultorios analíticos y a las que por lo general pertenecemos los analistas – ven cada vez más reducido su margen de maniobra y sus posibilidades, quizás debemos cuestionar cualquier supuesta neutralidad analítica y hacer oír lo que tenemos por decir.

El psicoanálisis no es otra cosa que una fábrica artesanal de librepensadores. Quien, luego de años de intenso trabajo, se levanta al fin de un diván, lo hace sosteniendo un deseo y un pensamiento menos preocupado por los ideales y las constricciones del entorno. En ese sentido, el territorio del psicoanálisis va a contracorriente de otros espacios sociales, y quizás sea ése su destino y la fuente de su legitimidad. La neutralidad no debería servirnos de coartada para abstenernos de defender esos mismos espacios, cuando una seria amenaza se cierna sobre ellos.

Historicamente, nas instituições psicanalíticas as fronteiras hierárquicas costumavam ser rígidas. Percebe-se mudanças.  Como você vê esse processo?

Generacionalmente, no me ha tocado vivir las épocas en las cuales la rigidez del setting se expandía hasta convertirse casi en una caracteropatía institucional y nuestras sociedades eran férreamente jerárquicas. Afortunadamente me han tocado analistas, supervisores, maestros que se han mostrado hasta cierto punto fallados, habilitándome quizás de ese modo. Pues lo que se juega aquí, de alguna manera, es otra frontera, la generacional. Las jerarquías ordenan y su pérdida -decadencia de la función paterna mediante- provoca cierta zozobra. Una sociedad como la india, donde las castas aún, en plena democracia, ocupan un lugar central, es estable y una de las razones de su estabilidad es que cada quien habita, trabaja y elige pareja en el estrecho margen que su casta le reserva, a la que habrán de pertenecer también los hijos que tenga. En cambio, aquí se trata de una separación móvil, perecedera por estructura, aquella que distingue entre “padres” e “hijos” analíticos. Y a ambos lados de esa frontera se libra una lucha, más sorda o más ruidosa, en la que un analista ha de tomar por asalto y conquistar, en algún momento, si aspira a ser algo más que un clon de su maestro o didacta, el lugar que le antecede genealógicamente.

Siempre me disgustó el modo en que los candidatos que se analizan con un mismo analista hablan de sí como “hermanos” o se refieren a sus “padres” o incluso “abuelos” (el analista del analista) analíticos. Pero allí anida una verdad, el trasfondo edípico que se juega en las instituciones. Con el agregado que, en las nuestras, en nuestro oficio, los analistas ejercen hasta muy entrados en años, a una edad en la que un cirujano o un profesor universitario estarían desde hace un par de décadas jubilados. Creo que hay una frontera que no siempre termina de atravesarse allí, una puja que muchas veces no termina de darse, y que da como resultado una infantilización de las generaciones más (aunque no tan) jóvenes y una entronización de los mayores. Un maestro verdadero, al igual que un analista con cada paciente, ha de propiciar -creo yo- que esa frontera genealógica se traspase efectivamente. Ofrecerse para una disputa que, inevitablemente, más tarde o más temprano perderá.

En esa dirección, por suerte, veo una tendencia creciente en las sociedades analíticas. El recurso a la autoridad cada vez tiene menos peso y prestigio, las voces que se hacen oír cada vez son más numerosas y diversas, se cuestionan cada vez más circunstancias que hemos tomado por naturales siendo históricas, que siendo convenciones o recursos útiles en determinado momento, se han convertido en artículos de fe. Ese movimiento de apertura inevitable, creo, se debe más a los efectos de los movimientos sociales, de la contemporaneidad, del Zeitgeist sobre nuestra disciplina e instituciones -a través de las porosas fronteras de las que hablaba- más que un desarrollo intrínseco del campo institucional psicoanalítico.