El último psicoanalista
Ninguno de nosotros sabe con certeza si no será el último psicoanalista.
El psicoanálisis es un conjunto de teorías que subvierte el modo tradicional de concebir la especie humana, además de un método de investigación microcapilar de sus avatares. Estas facetas, más los efectos clínicos transformadores que derivan de tal investigación, son claramente más importantes que su costado de profesión liberal. Pero la figura del psicoanalista abriendo su consultorio particular para ganarse la vida en una ciudad, lejos de todo confort institucional, ha sido central desde su origen. Hoy somos muchos y nos movemos en manada, pero la “splendid isolation” freudiana encuentra su lugar en la vida de cada analista.
En tanto profesión, no hay garantías de supervivencia[1]. Hay notables diferencias entre países[2] pero lo cierto es que, en una perspectiva temporal y geográfica amplia, nuestro futuro no está garantizado.
Hay profesiones que han desaparecido de la faz de la tierra: un sastre o un relojero hoy son personajes anacrónicos, tanto como lo fue un artillero de los viejos bombarderos B-52 cuando pasó a ser el mismo piloto quien disparaba las bombas. Y ahora quizás el mismo piloto esté en tren de desaparecer cuando son los drones no tripulados quienes disparan. No es inverosímil imaginar un futuro sin psicoanalistas.
El inconciente freudiano podría ser un concepto que desaparezca también, como desaparecieron –en tanto claves explicativas- el flogisto o el éter. El propio movimiento de apertura y cierre que caracteriza a la noción de inconciente, y sus correlatos epocales, avalan esta idea. Hoy se habla más del cerebro o del yo que del inconciente, y asistimos estupefactos al modo en que aparecen en el mercado de las ideas posiciones que, aparentando ser renovadoras, son en verdad prefreudianas.
No pretendo reeditar la polémica apocalípticos/integrados[3] en relación al psicoanálisis y los tiempos que corren, pero es evidente que el sujeto crítico y neurótico[4], causa y a la vez efecto del psicoanálisis, está en crisis.
Pero el psicoanálisis ha estado casi siempre en crisis. Y germina mejor en los márgenes, en la precariedad de una práctica algo anacrónica que no se somete a otros mandatos que a los de su propia ética implacable. Ese carácter -marginal y anacrónico- que alimenta la incertidumbre, es a la vez fuente de su eficacia. Esa provisoriedad obliga de un modo inédito a cada practicante a jugarse el destino entero de su disciplina en cada ocasión.
El sintagma “la primera vez” tiene una indudable resonancia sexual. Basta apenas nombrarlo para que se convoque al primer recuerdo en la persecución del amor o el torpe aprendizaje del sexo. Esa connotación que tiene la primera vez en el lenguaje ordinario se aparea a la primera vez en el análisis, y también en términos sexuales: sólo que en el análisis la primera vez consiste más bien en el encuentro con lo que no funciona de la sexualidad[5], con lo imposible de un acople perfecto sea entre las palabras, sea entre los sexos. Ese desacople estructural y el modo sintomático de resolverlo sin resolverlo es lo que trae a los sujetos a nuestros consultorios.
Cada vez que recibimos una consulta sólo somos analistas en potencia. Nos convertimos efectivamente en analistas cuando el dispositivo se instala. Y sólo para ese paciente. Esta dinámica ha de repetirse en cada cura, es una apuesta a sostener en cada caso y no hay garantías acumulativas que valgan.
Podemos diseccionar algunos elementos necesarios para que una experiencia analítica logre ponerse en marcha, ligados sobre todo a la instauración de una transferencia fértil. Pero ante cada sujeto que nos llama, ha de reescribirse la historia entera del psicoanálisis en apenas unos pocos encuentros para que algo se ponga en movimiento.
Pertenecemos a una genealogía que se remonta al primer analista, Freud, con quien necesariamente en algún momento nos identificamos. O. Mannoni[6] ha subrayado bien cómo cada uno debe repetir aquel “análisis original”, el que hizo como pudo Freud con Fliess. No hay tradición que evite que ese camino tenga que rehacerse, a título personal, una y otra vez en un análisis que habrá sido didáctico si permitió el surgimiento de un psicoanalista. De lo contrario habrá sido un ejercicio psicoterapéutico más, independientemente de la investidura de quien lo haya conducido y la legitimación institucional que aguarde a quien lo concluya.
Más allá del viejo consejo acerca de que el principal objetivo de la primera entrevista con el analista es que haya una segunda, fue Maud Mannoni quien puso de manifiesto lo esencial en juego en el primer encuentro: “Si algo se pierde en la confrontación con el analista, es una cierta mentira; a través de este abandono, el sujeto recibe en cambio y como verdadero don, el acceso a su verdad[7]”.
Efectuamos esa tarea de desenmascaramiento a través de un instrumento anclado, más que a un hacer positivo, a cierta negatividad. Operamos a través de la escucha, y esa escucha que aloja el malestar del otro, que habilita el despliegue sintomático y fantasmático ofreciéndonos en tanto objeto, es nuestra principal carta. No hacemos indicaciones, no recomendamos fármacos ni caminos a seguir, no nos brindamos en efusiones afectivas a quienes nos consultan: tan sólo ofrecemos un vacío que aloja. Las eventuales frases que pronunciamos surgen de ahí. A veces contamos con sólo un único encuentro para mostrar el modo inédito en que podemos escuchar.
Eso implica también una tensión que puede derivar en fracasos. Un acople prematuro de transferencia hostil puede arruinar la posibilidad de un análisis, pero también la ansiedad del analista puede hacer lo suyo. El primer encuentro exige del analista más que ningún otro: se le pide de algún modo que redacte y proclame un manifiesto de su práctica y la singularidad de su escucha, ajustado al decir de ese caso, al que apenas conoce, y además sin poder enunciarlo explícitamente. Cada vez que recibimos a un nuevo paciente los analistas pronunciamos nuestro manifiesto sin palabras. En silencio, es más bien lo que mostramos lo que importa: una escucha atenta y a la vez desasida de cualquier interés espúreo. Si logramos que se perciba eso que intentamos sugerir, habrá otro encuentro, y quizás otro.
Y si no lo hay, no cabe más que arreglárnoslas con nuestro fracaso para que la próxima vez, como decía Beckett, fracasemos mejor[8].
El psicoanálisis es algo que se juega cada vez, más en términos de apuesta que de aplicación técnica. Aún sabiendo que hay una técnica, por las prescripciones de esa misma técnica, debemos olvidarnos de la técnica. Prescindir de coordenadas y de artefactos defensivos, quemar el recetario y archivar las baterías de tests, olvidarnos de las indicaciones del derivador y del saber común del ciudadano. Escuchar en el vacío, sostenido apenas en el frágil hilo del deseo del analista.
Encuentro, más que entrevista, es una buena forma de nombrar ese espacio inicial[9]. Alude por un lado al encuentro con un analista que acoge una demanda de curación o alivio. Por otro lado, encuentro con sí mismo pues quien consulta va a buscar en el otro, sin saberlo, aquello más íntimo, aquello que lo ha determinado en tanto sujeto. Frente al encuentro posible, se juegan por igual destino (hay encuentros destinados al fracaso) y azar. Intentamos desmontar lo que el destino tiene de neurótico, la incoercible repetición del desencuentro. A la vez, frente al azar de ese encuentro posible tratamos–como quería Kieslowski- de merecérnoslo mediante un trabajo duro[10].
Antes de una consulta analítica, anida un sufrimiento o malestar. No es un interés intelectual lo que está en juego, aunque luego pueda y quizás deba aparecer. Pero el dolor ha de convertirse en pregunta para que podamos hacer algo con él, y a menudo eso no está dado de antemano. Trabajamos para convertir el dolor en pregunta. Esa pregunta debe además dirigirse a otro, en primer lugar al psicoanálisis como cuerpo de saber acerca del propio malestar, y luego a un psicoanalista singular, en quien el psicoanálisis como teoría tome encarnadura transferencial. A ese analista se le supondrá un saber acerca de lo propio, donde quien consulta irá a buscar aquello que él mismo ha colocado en términos de agalma, esa joya que patentiza el objeto de su deseo.
El psicoanalista es huésped en el doble y contradictorio sentido de la palabra: aloja y se aloja. Alberga la transferencia en sus caras real, imaginaria y simbólica. Y al mismo tiempo se hospeda en el lugar indicado por el fantasma de quien se analiza, tan sólo para restaurar desde allí una asimetría siempre en riesgo de perderse.
Son dos escenas entonces las que están presentes cuando un analista recibe una nueva consulta. Por un lado la del análisis original, recapitulado en el proceso de formación de cada analista. Esa escena que pone en juego al analista como viejo analizante, quien una vez supo tenderse en un diván a partir de su padecimiento y sus preguntas neuróticas más que por afán alguno de especialización. Eso marca nuestra práctica: todos los analistas somos ex-pacientes, y si aceptamos conducir a quienes quieran a través de un viaje incierto y quizás peligroso es porque hemos hecho antes ese camino. No muchas profesiones pueden ofrecer semejante garantía.
La otra escena es la del final pues el último encuentro está ya presente desde el primero. La concepción del final de análisis que tenga un analista –y sobre todo el modo en que haya terminado el suyo- opera desde el inicio y marca la modalidad de su escucha. No por lo que el analista pueda explicar acerca de su modo de trabajo, sino por la forma en que su propia experiencia analítica ha decantado en él.
Somos más duchos en iniciar las partidas que en terminarlas; nuestra experiencia decrece al aproximarse a los finales. Justo donde estallan las controversias teóricas: se escucha distinto cuando se supone que el analista ocupará el lugar de resto, de objeto que caerá al final del recorrido, que cuando se lo imagina como el lugar de un reducto ideal al que el paciente, poco a poco, se aproximará hasta identificarse plenamente; cuando se piensa la cura en términos de simetrías o de asimetrías; cuando se aventura un análisis sin fin o estamos advertidos que nunca sabemos cuándo un encuentro es el último encuentro.
Algo de la pérdida se juega cuando alguien pide que lo escuchemos. Quizás el analizante lo ignore pero el psicoanalista lo debe saber. Esa concepción en la que quien escucha no hará de quien lo consulta un objeto que le tapone ninguna falta, y que al cabo de un camino sabrá ayudarlo a desprenderse de él[11], se transmite.
Ese primer encuentro está bajo la tutela, si se quiere, de la diosa Ocasión[12]. Esa deidad a medias calva, que pasaba rauda y dejaba apenas instantes para apresarla porque si nos demorábamos en tomarla del cabello, no habría ya cabello al cual asirse. Es una oportunidad que no está asegurada de antemano, ni podrá estarlo nunca. Allí se juega la posibilidad de que haya otras veces, otros encuentros que marquen retroactivamente a éste como el primero. Si no los hay, tampoco el que fue habrá sido el primero, sino el número huérfano de una serie perdida. La serie a través de la cual un encuentro se sigue de otro y otro hasta llegar quizás a la conciencia del radical desencuentro que nos conforma, frente al cual aún el éxito terapéutico más resonante encubre apenas su faceta de fracaso.
Cada uno de nosotros, cada vez, es responsable de que esa serie sea posible. Que cada sesión –más allá de todo contrato- genere otra sesión[13] tanto como cada analista genera viralmente otro analista.
Desde hace un siglo cada analista puede ser el último analista. El que arriesga y apuesta todo de nuevo cada vez para que esa vez no sea la última. El que redescubre el inconciente y reinventa un dispositivo tan extraño como efectivo. El que encuentra que cada vez –como en la sexualidad- es de algún modo una primera vez.
[1] Hablar del problema del “envejecimiento” de los analistas –una preocupación en términos de política institucional- es en todo caso un eufemismo para nombrar la amenaza de desaparición.
[2] No es igual practicar psicoanálisis en algunos países del Este donde, al levantarse la proscripción de décadas aparece una avidez comparable a la que supimos ver en Occidente cincuenta años atrás; tampoco lo es en países donde hay instituciones fuertes y relaciones fluidas con el ámbito de la cultura. No es igual la práctica psicoanalítica donde la IPA goza de cierto monopolio prestigioso a donde no lo tiene, y sus miembros han de “competir” con otros colegas –psicoanalistas o no- con concepciones y estándares diferentes.
[3] Trayendo a nuestro campo el par teórico introducido por Umberto Eco cincuenta años atrás, podríamos dividirnos entre aquellos que piensan que el psicoanálisis no resistirá al cambio epocal –con sus efectos de pérdida de intimidad y conciencia crítica, vaciamiento del conflicto, temporalidad vertiginosa, etc.- y aquellos que afirman que hay una integración, y eventual enriquecimiento, posibles al ser interpelados por una nueva época, con nuevas tecnologías, problemáticas y desafíos.
[4] Dufour, Dany-Robert, El arte de reducir cabezas. Sobre la servidumbre del hombre liberado en la era del capitalismo total, Paidós, Bs. As., 2007.
[5] No sólo en el análisis: los tropiezos de la primera vez en el sexo, una vez destiladas eventuales idealizaciones o mistificaciones retroactivas, también muestran claramente ese desacople estructural.
[6] Mannoni, Octave, Un comienzo que no termina; transferencia, interpretación, teoría, Paidós, Bs. As., 1982.
[7] Mannoni, Maud, La primer entrevista con el psicoanalista, Gedisa, Bs. As., 1981.
[8] “… No matter. Try Again. Fail again. Fail better”, en Beckett, S., Worstward Ho, John Calder, London, 1983.
[9] Una entrevista sucede siempre, un encuentro puede suceder o no. Y no podemos pronosticarlo.
[10] Entrevista del cineasta Krzysztof Kieslowski con Serafino Murri, en 1998.
[11] Que el analista, a veces quizás a la inversa de los padres, sabrá perderlo.
[12] La diosa greco-romana, también llamada Oportunidad, se representa como una mujer hermosa de larga cabellera por delante que le cubre el rostro y calva por detrás, sosteniendo un cuchillo con su mano derecha encima de una rueda siempre en movimiento, a menudo con alas en los talones o en la espalda. Esta diosa representaba las buenas ocasiones perdidas ya que, si pasaba, lo haría rápidamente y no se la podría asir siquiera por los cabellos, ausentes en la nuca.
[13] Podríamos pensar que la sugerencia freudiana de olvidar la experiencia previa y enfrentar cada sesión como la primera, responde a esta misma encrucijada.