El malestar, hoy
Cuando termine, éste no habrá sido solo el año de la peste, sino también aquel en el que el mítico texto freudiano El malestar en la culturahabrá cumplido noventa años desde su publicación. Texto que lleva la marca del estilo tardío del maestro vienés, extraño best sellerde su tiempo, relegado por buena parte de los psicoanalistas que lo condenaban al ámbito sociológico quitándole su dignidad clínica, sin dudas se ha convertido en un clásico.
Como todo clásico, quien se acerque a él hoy ha de luchar contra la pereza y saber despojarlo de ciertos anacronismos para leerlo situado en su tiempo, que no es el nuestro. ¿O sí?
Pues si bien es claro que el andamiaje conceptual del psicoanálisis se ha complejizado en casi un siglo, en buena medida gracias a la inclusión de una noción que Lacan extraerá de la cantera freudiana de ese tiempo -la de goce, esa particular afición humana a encontrar satisfacción en lo mortífero- algunas notas que marcaron la aparición de El malestar…retornan de modo ominoso en nuestra contemporaneidad.
Por lo pronto, la presencia de la peste. Si ésta es la época del coronavirus, cien años atrás fue la de la llamada gripe española, que entre varios millones de víctimas se cobró la vida de la amada hija de Freud, Sophie.
Aunque las contradicciones del capitalismo global hagan difícil distinguir épocas en función de crisis, pues éstas parecen parte sustancial del funcionamiento del sistema, el texto freudiano fue publicado en medio de la mayor crisis de Occidente. Al menos hasta la actual, de proporciones aun difíciles de ponderar.
La época que alumbró el texto freudiano era de desintegración, como la nuestra, y el huevo de la serpiente ya se había resquebrajado para dar origen a liderazgos mesiánicos que llevarían a Europa a un nuevo colapso, inimaginable salvo para algunos que -como Kafka – entrevieron el incendio por venir. Y avisaron.
Aprendimos con Freud a aparear malestar con cultura, tanto como con Benjamin nos acostumbramos a conjugar cultura con barbarie. No habrá documento de cultura que no sea a la vez testimonio de barbarie.
Estos apareamientos, hoy habituales, no lo eran hasta sus teorizaciones. El prestigio de la cultura no parecía por qué tener que declinarse junto a la barbarie hasta que el sonido de Wagner en los campos de exterminio hiciera trizas esa ilusión. Tampoco se consideraba al malestar como inherente a la naturaleza cultural de nuestra especie.
La fe de Freud en su invención se veía matizada por la magnitud de los obstáculos a enfrentar, mientras su confianza en la especie humana se hacía trizas. Freud veía desvanecerse el mundo en el que había creído -el viejo mundo de las monarquías europeas cosmopolitas que había dado origen a brillantes creaciones culturales- y solo veía un desierto a su alrededor, y a los bárbaros al acecho. Al otro lado del océano, Estados Unidos -la tierra de los dollar barbarians, según Freud- no le ofrecía una perspectiva mejor.
A partir de Freud, aceptamos la infelicidad -el nombre que imaginó primero para su texto- como consecuencia necesaria de ser una especie hablante, y por ende sujetos de cultura.
Los lugares de donde brota esa infelicidad, desbrozados en el icónico texto, no han cambiado demasiado. Aun siguen siendo los otros -que en tiempo de pandemia cobran relieve tanto como peligro o salvación- la fuente de la que deriva nuestro mayor malestar. Y la naturaleza y sus espasmos, al revelarse autónoma allí donde nos pretendemos sus amos. O el cuerpo y sus límites.
La pandemia que condiciona la efeméride del texto freudiano, ilumina bajo otra luz los lugares de donde brota nuestro malestar cotidano, que se declinan como uno solo. Pues si algo ha logrado el nuevo virus es devolvernos a nuestra fragilidad a través de la acción concertada de la naturaleza animal de donde surgió, de los otros a través de los que se propaga, y de la finitud antes de hora que esas extrañas siglas -COVID 19- encierran como un presagio funesto.
Rescatar un texto de noventa años para convertirlo en grilla para leer nuestra contemporaneidad va a contramano del desprecio científico por los orígenes y la fascinación que despierta el progreso. Pero justamente gracias a su estatuto de clásico puede leerse a contrapelo de las modas, y por eso mismo ser -como sugería Agamben- profundamente contemporáneo. En la mejor tradición de los libros que trascienden una época, no es un manual de autoayuda, no da respuestas. Pertenece a esa saga de obras que nos hablan aun hoy, cuando se cuestionan aquellas actividades -amar y trabajar- en las que Freud, con sencillez sorprendente, concentrara las claves de cierta salud del alma.
Pues trabajar puede convertirse también -como Byung-Chul Han ha ensayado- en autoexplotación militante; o se discute una renta ciudadana, independiente de todo trabajo… Mientras tanto, el amor se ve constreñido a repensarse. Para algunos una cursilería retrógrada, más de un horror se ha consumado en su nombre y sus derivados piadosos. Pero al mismo tiempo, amar puede ser revolucionario. En una época donde las bases de la sexualidad freudiana se ponen en entredicho, estamos obligados a repensar las figuras del amor. Asumiendo que no hay posibilidad del mismo sin malestar, que la sexualidad humana está atravesada por una fractura estructural y el acople perfecto es mera ilusión.
Con los elementos que aporta El Malestar…-tanto como con la crítica que hizo Benjamin del llamado “progreso”- pueden medirse mejor lo que se nos ofrece como avances. Freud pensaba que nuestra especie precisaba de quitapenas, calmantes para la desolación y la intemperie inherentes a lo humano. Que estos quitapenas sean hoy más sofisticados, que las drogas sintéticas haya reemplazado al hashish, que la absenta haya perdido terreno frente al ácido o la cocaína con la que Freud experimentó antes que nadie, o que el opio de los pueblos se transmita hoy a medianoche por los canales de cable no cambia un ápice de su señalamiento. Ése que nos revela como una especie frágil y conflictuada, y por eso mismo habitada por riesgos y posibilidades.
La misma duplicidad por la que Freud podía ser un osado investigador de la mente, mientras era un conservador burgués en sus percepciones políticas, es la inherente a la médula de lo humano: cultura y barbarie, cultura y malestar. El psicoanálisis desbarató el principio de no contradicción y el conflicto deja de ser un escollo a evitar o subsanar sino una potencia a descubrir y aprovechar.
Lo que se juega para nuestra especie, en cada tiempo de modo novedoso y a la vez plagado de reminiscencias del pasado, es el nuevo modo que nos procuramos – en solitario o en sociedad- para convertir ese malestar en fuerza motriz y tensión creativa. Para canalizar lo que nos mortifica y montar una usina donde podría haber habido una inundación.
La herencia de Freud no consiste solo en textos luminosos o en un sobrio dispositivo laico de reflexión y alivio que pese a su evidente anacronismo se sostiene contra viento y marea. Más allá de su legitimidad clínica, pueden rastrearse sus efectos tanto en el arte y la literatura, como en la filosofía o en la publicidad. El texto lanza también una bengala hacia el corazón del establishmentpsicoanalítico: el psicoanálisis no habrá de concebirse apenas como especialidad, con sus oficiantes, sus ritos de pasaje, su argot y sus contraseñas. El precio que paga el psicoanálisis al serle esquivo el prestigio de la ciencia, lo recupera sabiéndose parte de la cultura contemporánea.