¿Cómo volver al psicoanálisis contemporáneo?

¿Cómo volver al psicoanálisis contemporáneo? (¿Como tornar a Psicanálise Contemporânea?)

Intro
El título que elegí para esta conferencia es tramposo, juega con un equívoco en torno al verbo “tornar”, volver. Puede leerse la pregunta del título al menos de dos modos:
1) Cómo convertir al psicoanálisis en una práctica contemporánea (lo que presupone que no lo es, que precisa algún aggiornamiento para sobrevivir, adaptarse al Zeitgeist contemporáneo, que evidentemente no es el mismo de la Viena de comienzos del siglo XX).
2) Por otra parte, la misma pregunta puede leerse así: ¿cómo retornar al psicoanálisis contemporáneo? Allí -si dejamos de lado el juego que trastoca una temporalidad lineal, pues a lo contemporáneo no podría volverse si lo pensamos como lo actual- se parte de la premisa que hubo un psicoanálisis contemporáneo, que se perdió, y que hay que volver a él.
La primera lectura seguramente es compartida, pues a todos nos preocupa la contemporaneidad del psicoanálisis, siempre puesta en jaque por sus detractores que prefieren pensarlo como una antigualla, un resabio del iluminismo perdido y de tiempos en los que no gozábamos aún de la bendita existencia de las neurociencias.
La segunda lectura complejiza la cuestión pues, por su particular construcción, el sintagma plantea que a la contemporaneidad del psicoanálisis no hay que buscarla en el futuro -como es de suponer por muchos- sino en el pasado.
Cuando muchos colegas se plantean cómo ser contemporáneos, por lo general miran hacia el terreno de la Ciencia y se desviven por alinearse con sus presupuestos, por ratificar nuestros descubrimientos con imágenes cerebrales por ejemplo. Entiendo que es una ingenuidad: los supuestos descubrimientos de las neurociencias, al menos hasta el momento, nos suelen decir con un lenguaje científico lo que los psicoanalistas ya habían descripto desde el fondo de los tiempos. Entonces, para que haya un futuro, quizás convenga mirar hacia el pasado. Pues en el pasado, en sus tiempos fundacionales, el psicoanálisis sí que era contemporáneo. Y no porque estuviera atento al presente sino porque supo capturar el futuro.
Creo que eso es algo que no estamos pudiendo hacer del todo hoy en día, y las vías que se eligen para actualizar al psicoanálisis corren el riesgo de agravar el problema, incluso de terminar llegando, de tanto progresar -en otra dislocación temporal que implica también un oxímoron- a un psicoanálisis prefreudiano.

Quizás recuerden un libro de Ítalo Calvino: Seis propuestas para el próximo milenio. Las escribió cuando estaba por terminar el milenio pasado, para leer en Harvard. Se trataba de seis valores que la literatura podría aportar al milenio que se avecinaba, el nuestro. Así, Calvino hablaba de la Levedad, la Rapidez, la Exactitud, la Visibilidad y la Multiplicidad. En esa línea, quiero proponerles, con alguna impertinencia, mis propuestas también, lo que el psicoanálisis puede aportarle a nuestra época. Y de ese modo, volverse contemporáneo.
No serán seis, aunque tampoco las de Calvino lo fueron.


1 Anacronismo/ Nachträglichkeit
Volvamos sobre el particular modo de construir la temporalidad del título: “volver al psicoanálisis contemporáneo”.
Contra toda idea de progreso (Benjamin), el psicoanálisis plantea a la contemporaneidad una apuesta anacrónica: un modo de escucha, apenas una habitación vacía con pocos muebles, una invitación a hablar.
Pese a los avances en la discusión doctrinaria y en la puesta a punto de algunas técnicas; pese a los nuevos modos de comunicación, en lo esencial nuestro dispositivo ha cambiado poco y resulta un resabio moderno en la posmodernidad, un reducto anacrónico.
Esa anacronía, al pasar el tiempo, no hace sino acentuarse: quizás algunas de nuestras teorías envejezcan o incluso caduquen, pero nuestro dispositivo de escucha no. Se destaca cada vez más de un conjunto de prácticas psicoterapéuticas normalizadoras o mistificantes, del adoctrinamiento o de la farmacologización de las conductas. Como las buenas añadas de algunos vinos, con el correr de los años se jerarquiza justamente por no estar a tono con las modas, por desmarcarse de las corrientes de pensamiento que viajan con la corriente.
Justamente para estar a tono con los tiempos, el psicoanálisis precisa sostener su anacronía.
Citas de Agamben: Pertenece realmente a su tiempo, es verdaderamente contemporáneo, aquel que no coincide perfectamente con éste ni se adecua a sus pretensiones y es por ende, en ese sentido, inactual; pero, justamente por eso, a partir de ese alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aprehender su tiempo.
La contemporaneidad es, pues, una relación singular con el propio tiempo, que adhiere a éste y, a la vez, toma su distancia; más exactamente, es “esa relación con el tiempo que adhiere a éste a través de un desfase y un anacronismo”. Los que coinciden de una manera excesivamente absoluta con la época, que concuerdan perfectamente con ella, no son contemporáneos porque, justamente por esa razón, no consiguen verla, no pueden mantener su mirada fija en ella.
Una segunda definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir no sus luces, sino sus sombras.


2 Extraterritorialidad/ Frontera
El psicoanálisis se despliega en una zona de frontera, extraterritorial en relación a todo otro saber: ciencia, arte, religión.
A la vez, la relativa rigidez de su método contrasta con la proliferación de teorías que dan cuenta de lo que sucede bajo ese cielo protector del encuadre, y también con la permeabilidad de nuestro discurso a tantos otros: el de la ciencia, el del arte, el de la filosofía, el de la cultura popular. Pareciera que podemos extraer incentivos para pensar al psicoanálisis prácticamente de cualquier lado. Como si fuera una indemnización: se nos compensa la relativa debilidad científica de nuestra disciplina con una apertura fértil a otros territorios, se nos condena a ser una disciplina pequeña, con poca tradición autóctona, pero con muchas fronteras. No parece poco.
El surgimiento del psicoanálisis se da en una de esas raras épocas de la humanidad donde los saberes de frontera se confunden y fecundan recíprocamente: la Viena de principios de siglo XX. Esa época, como el Renacimiento en Florencia o en las postrimerías del medioevo en la Córdoba andaluza, fueron tiempos fértiles para un pensamiento mestizo, ése de donde puede surgir lo nuevo. Los tiempos de excesiva especialización, del confort endogámico intradisciplinario permiten sólo avances unidireccionales, exploraciones en direcciones ya conocidas.
Freud era un hombre de frontera que vivia un mundo en trance de desaparecer, efecto de la creativa tensión entre la cultura alemana y la tradición judía, deudo del saber de los griegos y de lo que arribaba a la capital desde los arrabales cosmopolitas del imperio. Un hombre de frontera que anhelaba enlistarse con la ciencia pero a la vez se dejaba hablar por las consecuencias de su descubrimiento, que lo apartaban de esa cálida promesa. Más humanista que positivista, cultivó el rigor de la ciencia dejándose sin embargo mostrar el camino por los poetas. Si Freud hubiera sido otro, sería hoy el explorador del sexo de las anguilas en la historia de la fisiología, el pionero de la cocaína entre anestesistas y odontólogos o un capítulo más en la historia del mesmerismo, y no un pensador que permitió ver tras bambalinas –explorando el sexo de los ángeles, el misterio de la sexualidad- aquello de lo que los humanos estábamos hechos.

3 Singularidad
Es difícil explicar el psicoanálisis, tanto como puede serlo explicar el arte contemporáneo. Leonardo o Van Gogh se entienden mejor que teñir un río de verde u organizar comidas colectivas como performance. Explicar cómo actúa un antidepresivo es más sencillo que hacer entender cómo funciona un análisis.
Un rasgo central del psicoanálisis –por evidente quizás subestimado- es que consiste en un dispositivo para producir subjetividad.
Probablemente no exista ninguna otra disciplina donde la universalidad de la ciencia se articule con la singularidad del caso de modo tan complejo y paradojal. En Ciencia, leyes de validez general se aplican a situaciones particulares a las que rigen; si no funciona, se revisa la estructura de la ley científica en cuestión. Por lo general, al menos durante un buen tiempo, los casos particulares funcionan según la legalidad científica de un paradigma. A través de esa lógica de paradigmas kuhnianos, avanza la ciencia normal y, cada tanto, se producen revolucionarios relevos de paradigmas.
En Arte, no hay ley sino singularidad absoluta y la obra de cada artista no reconoce otra soberanía que la del estilo de su artífice. Aún cuando ésta pueda encuadrarse en escuelas, corrientes o manifiestos ocasionales, es la singularidad absoluta lo que manda y nadie pide otra cosa.
En psicoanálisis nos encontramos, por un lado, con un corpus de postulados, de disímil valor epistemológico que pretenden asir regularidades comprobadas por los analistas en una centuria de experiencias y evidencias clínicas. Pero el valor de esa ley universal se detiene ante cada caso, siendo ése además uno de los postulados universales de su técnica: cada caso es nuevo, cada sesión de cada caso es nueva, y así, la experiencia clínica no puede ser el lugar en el que se aplican y validan las leyes teóricas sino, en todo caso, donde se las redescubre. Cada caso, en esta ciencia de lo singular que es la nuestra, está destinado, más que a confirmar, a desmentir la teoría. Cada caso nos interesa por el detalle en que no se ajusta a la teoría.
Quizás por eso interese poco en psicoanálisis la acusación neopositivista de la no falsabilidad popperiana de sus postulados: la falsabilidad que nos interesa es con una teoría que ha de detenerse en cada caso, que fracasa en cada caso, y deja así un resto que propulsa un trabajo nuevo de invención.
Uno de los efectos de la experiencia analítica debería ser el desasimiento de las alienaciones e ilusiones del Ideal, la producción de un librepensador, un sujeto que –advertido de los significantes que han marcado y condicionado su existencia, de su particular modo de gozar y libre en la medida de lo posible de sus síntomas y del fondo de repetición que en ellos resuena- es capaz de pensar por sí mismo: el selbstdenken de Hanna Arendt, no otro ideal, sino el saldo ineludible de un análisis.
Esa posición, tanto intelectual como ética, que propiciamos en nuestros pacientes y nos recomendamos en tanto analistas, proponemos al Otro de la cultura y de las ciudades en que somos acogidos: pensar en nombre propio, minar cualquier asomo de discurso único, abandonar el terreno de las conveniencias y connivencias, convertirnos –o en todo caso corregir el rumbo si nos desviamos- en insurgentes del pensamiento frente a tanta inclinación al confort y a la placidez de una época donde parecieran haber terminado no sólo los grandes relatos que servían de amparo a la intemperie humana, sino también ese sujeto crítico, y también neurótico que el psicoanálisis interpela.
El psicoanálisis es refractario al pensamiento único y si somos fundamentalistas, lo somos del inconciente. Con todo lo que hay de oxímoron allí, pues no nos une la identificación a un rasgo que nos da consistencia, sino uno que nos arroja a la incompletud, a la inconsistencia y fugacidad que el inconciente freudiano implica.
El precipidado de un análisis didáctico no es un producto en serie, sino un analista singular, con un estilo único. Ésa es la única garantía que cada analizante de cada analista lo sea; un análisis, quizás, no sea otra cosa que un viaje que se emprende para encontrar el propio estilo. Lejos de la tentación de Procusto, su meta se ajusta mejor a lo que Píndaro -también dislocando el tiempo- decía: llegar a ser lo que uno es.


4 Marginalidad.
Mal que nos pese, nuestra disciplina pertenece a los márgenes. Fue así desde su surgimiento, ignorado por la Academia y el mundo científico. Ha habido momentos en los que el psicoanálisis ha fulgurado como moda. (No me refiero a la inclusión de sus descubrimientos en el saber humano, batalla ya ganada – nunca por completo- en sus primeros cien años). Pero estar de moda no es, por definición, una situación sostenible. Quizás hoy, cuando las transferencias al psicoanálisis no están dadas de antemano sino que hay que generarlas, ponerlas a punto con esfuerzo, estemos en una situación más lógica para la práctica que se encargó de echar luz y de mantener la apertura del diafragma sobre ese esquivo objeto, el inconciente.
El psicoanálisis y sus cultores –pese a los honores que hayan podido conquistar, por estructura y en tanto se ocupan de los restos- se encuentran en un lugar marginal en las sociedades urbanas donde han crecido. Por incómoda que pueda ser esta situación, es a la vez resorte de su eficacia. Hay perspectivas que sólo pueden tenerse desde los márgenes.
Su marginalidad se debe a -si se permite un neologismo- su Residualidad.
El psicoanálisis sería así una forma de heterología, que era –según Bataille- la ciencia de lo irrecuperable, los desechos o los restos, la “parte maldita”.
Por múltiples motivos, hemos estado acostumbrados a que el saber irradie de las metrópolis. La diáspora de analistas centroeuropeos que permitieron que hoy exista el psicoanálisis en el mundo encontró en estas ciudades centrales espacios de acogida donde cultivar las esporas de la “peste”, que a partir de ahí se diseminaron fronteras afuera.
Un siglo después, quizás haya que invertir ese flujo y llevar la marginalidad de nuestra disciplina también a su esfera geográfica: ver así cómo los márgenes interpelan al centro, cómo el psicoanálisis practicado en Beijing, en Tehran, Rio de Janeiro o Goa toca los enclaves donde las teorías fueron acuñadas. Cabe esperar que la geografía incida en los conceptos y que en las metrópolis de los antiguos imperios no solamente se disfruten de especies exóticas o públicos dispuestos, de discípulos entusiastas o delicias gastronómicas de ultramar sino que se dejen tocar por lo que viene de la periferia, de los márgenes. Las preguntas, las batallas o los entusiasmos de las antiguas colonias son las más propicias para que el psicoanálisis encuentre un lugar acorde a las demandas de nuestro tiempo.
Entonces: marginal también como Excéntrico, como aquello que está descentrado o tiene un centro diferente. La órbita del psicoanálisis no gira en torno al centro de la ciencia ni del capitalismo ni del sentido común sino más bien los subvierten.
Y Excéntrico, también, como raro. Según cuenta Milan Kundera, su padre fue reduciendo su vocabulario con el paso del tiempo. Al final de su vida, éste se había reducido a solo dos palabras: “es raro, es raro”. Tenía otras palabras, claro, pero estas dos resumían su experiencia. Más allá de que para nosotros –habituados como estamos a ganarnos la vida con el psicoanálisis- éste es algo habitual, no es extraño que el psicoanálisis sea visto como algo “raro”, incluso por los pacientes primerizos al encontrarse con nuestro particular dispositivo. Esta extrañeza es algo a preservar, pues tiene que ver con ese misterio tan necesario para el desarrollo de la transferencia…


5 Fracaso.
Los artistas también saben del fracaso, más aun que los psicoanalistas. Y no porque no haya artistas supuestamente exitosos. El artista italiano Mauricio Cattelan, bendecido como pocos por el mercado y la crítica, no vacila en definirse como un fracasado: cierta vez incluso quiso poner en marcha una universidad del fracaso, un método para enseñar a fracasar. Como una manera de inocularle cierta sensación de debilidad a un sistema obsesionado por el éxito. Como era de esperar, su proyecto fracasó por completo…
Ciertas profesiones permiten ver cosas que otras no, al igual que ciertas latitudes geográficas o ciertas lenguas. La idea del fracaso, por ejemplo, es algo con lo que el arte, la literatura o el psicoanálisis se enfrentan a diario. Si Hollywood es un territorio en el que puede saberse algo de lo que es el éxito, la patria de los psicoanalistas, entre otras, permite ver el fracaso de cerca. Si vivir en Estados Unidos permite una aproximación al éxito a través de sus variados mitos, del self made man a la conquista del Oeste, vivir en el sur siempre en vías de desarrollo permite una lectura más cercana del fracaso. Si el inglés es la lengua del éxito, como pudieron haber sido antes otras linguas francas como el latín o el griego, otros idiomas como el yiddish, por ejemplo, o las lenguas aborígenes, son lenguas del fracaso, de la derrota.
Si un terapeuta neoconductivista o un psicofarmacólogo se enfrenta a menudo con el éxito -pues lo que no es tal sencillamente no se registra- la práctica de un psicoanalista se topa a diario con el fracaso. Y no se trata aquí de un goce derrotista, de una autoconmiseración algo obscena o de la ineficacia de una práctica. Es al revés, es porque nuestra práctica es eficaz que encuentra esa claraboya privilegiada, lúcida y directa hacia el fracaso. Si el éxito es apenas un fuego de artificio imaginario, el fracaso es la verdad de la especie y de la experiencia humana a partir de que la muerte pone en perspectiva retroactiva la vida misma. Si el psicoanálisis es una práctica anclada a la vida, lo es a sabiendas del fondo de muerte a partir del que se recorta el deseo.
Pues si hay algo refractario a la idea de “éxito” es el psicoanálisis. No porque no haya logros ni conquistas, solo que la idea misma de éxito se torna ridícula a la luz de la experiencia de un análisis.
El psicoanálisis también es una disciplina para enfrentar con elegancia el fracaso, para darle pelea, para salir airoso y vivir una vida acorde al propio estilo y no guionada de principio al fin por el Otro.
La clínica del psicoanálisis es también un asunto de fracasados. Vivimos una época en la cual el culto al éxito ha desplazado a cualquier otra religión. Y como cualquier otro culto, cuenta con sus variantes moderadas o fundamentalistas. Esta nueva cosmovisión religiosa se aplica a todo y a todos y es verdaderamente difícil sustraerse al soberbio e irritante rasero del éxito. Se pretende medir al psicoanálisis también desde ahí: ¿cuál es su eficacia? ¿cuál su eficiencia? De la misma manera los sujetos que nos consultan, medidos con igual vara, padecen de esta carrera contra reloj en pos de un éxito escurridizo que siempre se revela más precario de lo que se suponía. El padecimiento puede acompañar por igual tanto a los que lo han alcanzado como a quienes se agitan afanosa y fallidamente en torno a él. Trabajamos con eso. Y desde nuestro lugar privilegiado para descubrir ciertas dinámicas sociales –un consultorio analítico también es eso- advertimos que rara vez, si un psicoanálisis es verdadero, sus protagonistas lo miden en términos de éxito.
Ni siquiera una cura exitosa se define así por sus partenaires. Quien se analiza sabe que un síntoma invalidante puede resolverse, lo que no significa que otras situaciones no puedan volverse sintomáticas, o también un cambio en la posición subjetiva pueda ser bienvenida, más allá incluso de la subsistencia de algún síntoma. El éxito como criterio de evaluación presupone la extirpación del conflicto de la vida anímica, justamente el conflicto que el psicoanálisis reintroduce rescatándolo de su destierro en la patología. Un analizante advertido descubre que detrás de cada éxito aparente, yoico o superyoico, subyace un fracaso posible. Aún al final de una cura lograda, el ánimo que embarga a los sujetos no es de algarabía. Bajo diferentes modos de teorización se advierte en los finales de análisis un dejo de tristeza, de encuentro con lo fallido, con lo incompleto, con lo caído. Por eso la palabra éxito no suele usarse para describir procesos que sin embargo consideramos logrados. Frente a eso quizás nos genere alguna envidia la estridente satisfacción de sí mismos con la que suelen terminar los protagonistas de algunas curas no analíticas… El psicoanálisis es una práctica refractaria al éxito, y le es más afín la noción de fracaso. Nada hay más ridículo que un análisis que las vaya de exitoso y no hay más que pensar en la apuesta de Freud –transformar miserias neuróticas en infortunios corrientes- para ver qué tan hondo cala en el psicoanálisis cierta ética del fracaso.
Las curas de las que Freud extrajo más enseñanzas fueron por lo general curas malogradas. Los análisis de los pioneros fueron de algún modo análisis fracasados: el de Freud con Fliess, el de Anna Freud o el de Ferenczi con Freud, el de Melitta Schmideberg con su madre Melanie Klein, el de Lacan con Löewenstein… Análisis defectuosos, incompletos, que sin embargo, como se ha dicho, dejaban un resto que propulsaba los desarrollos, las investigaciones, la aventura intelectual de aquéllos que emergían como podían de los divanes que habían frecuentado. Octave Mannoni decía –cualquier analista lo sabe- que los fracasos nos enseñan más que los éxitos, siempre y cuando los reconozcamos como tales. Cabría invertir el texto de Freud y hablar de los que triunfan al fracasar. No aludimos aquí a un secreto goce del fracaso –nada raro de observar, por otra parte- sino del balance en el que el encuentro con el fracaso muchas veces significa también el reconocimiento de un deseo, la caída de identificaciones alienantes, los garabatos que anteceden a un proyecto propio.


6 Narratividad / Lenguajero
Teorías son ficciones, nuestros casos clínicos se leen como ficciones. Las historias que se cuentan en un análisis se escriben y reescriben como ficciones.
La clínica del psicoanálisis es lenguajera. Hay en Freud muchas lecturas posibles, pero a mi criterio la manera que más se ajusta a las encrucijadas que plantea la clínica es la lectura lenguajera de Freud. Somos sujetos de lenguaje, habitamos y somos habitados por él y Lacan ha señalado -a esta altura no se trata de ninguna novedad- que el inconciente se encuentra estructurado como un lenguaje y si algo puede entenderse de lo que escribiera Freud es a partir de ahí. Operamos con (y sobre) el lenguaje, ése es nuestro bisturí y la carne que cortamos. Hay otros instrumentos también, pero el lenguaje los atraviesa a todos. ¿Significa esto que los afectos no estén presentes en la práctica lenguajera del psicoanálisis? No debería ser así. Por lo pronto, es impensable el psicoanálisis si no se la concibe como una experiencia amorosa, un amor que no se prodiga demasiado, es cierto, pero amor al fin. También nos extraviaríamos si la concibiéramos sólamente como una experiencia amorosa. Es impensable también que el análisis no bordee o atraviese todo el tiempo la experiencia de la angustia, que si hubiera un Olimpo de los afectos, estaría seguramente en el lugar de Zeus. Ahora bien, si no se considera al psicoanálisis como una disciplina esotérica, indecible además de indecidible, es porque el lenguaje criba los afectos, y en la misma medida que les aplica su sello los pervierte, los descompleta haciéndolos a la vez posibles. El territorio del psicoanálisis es lenguajero hasta en el punto en que el lenguaje se revela impotente, hasta bordear ese más allá, ese agujero de real que, si existe, también es gracias a él.
El fuego y el relato: Agamben.


7 Más allá del bien y del mal
La clínica psicoanalítica está fuera del campo de la buena voluntad, es malhechora. A esta altura es conocido el consejo que da Freud a Oskar Pfister, el pastor protestante, un buen hombre (“Se necesita volverse un mal sujeto, transformarse, renunciar…Sin un poco de esa calidad de malhechor-decía- no se obtiene un resultado correcto”). Sólo así, renunciando a cualquier “Banalidad del Bien” –podríamos decir parafraseando a Hanna Arendt-, desde una ética particular, asocial, se obtiene según Freud un resultado.
Entonces, en una sólo aparente paradoja, mientras más desalmado se muestre el analista, mientras menos se ocupe del “Bien” de su analizante, mientras menos caritativo y bondadoso sea con su paciente, más bien le hará.
Lejos de cualquier caricatura de impasibilidad y mutismo, pero con la necesaria parquedad y abstinencia, el psicoanálisis es una praxis en la que el analista participa activamente del trabajo que realiza el analizante. ¿Cómo? A mí me gusta pensar su participación con una metáfora que utilizara Lacan y Melman. Siendo imposible que el analista se ubique como un observador científico, aséptico y externo a lo que sucede en el analizante, su lugr es el del flogisto. El flogisto, ustedes saben, que proviene de la palabra griega que designa lo inflamable, era un principio imaginario, alquímico, un ingrediente esencial para que algo arda. El analista, dice Melman, es el flogisto, él arde con su analizante.
Arde con su analizante, el psicoanalista en el mismo caldo que su analizante, metido hasta las rodillas en él, involucrado tanto con las reglas de su trabajo como con el destino de su paciente. Pero, al mismo tiempo, mientras enciende con su fuego el fuego del analizante –el deseo del analista en el origen de todo- desaparece en el mismo acto. El destino del flogisto es desaparecer, es la sustancia que se consume en la combustión. Lo que quede de ese acto será un sujeto, con sus tribulaciones, con su deseo, diferente a él, que pueda pensarse un día, más o menos próximo, sin él.


8 Profana
A mi manera de ver, el psicoanálisis es una práctica profana. En varios sentidos: por un lado como opuesto a religioso aunque haya algo en los modos de agrupamiento de analistas que pareciera derivar siempre hacia formas de re-ligarse más propias de una iglesia. Por otra parte como opuesto a docto. Sabemos que no hay peor obstáculo para escuchar a alguien que instalar un artefacto doctrinario entre nuestras orejas y sus labios. Es imprescindible efectuar un arduo trabajo doctrinario, teórico pero sólo para poder “olvidarlo” en el momento oportuno. Contra toda necesidad y conveniencia Freud quebró lanzas públicamente para defender a Theodor Reik en el juicio que se le inició por ejercicio ilegal de la medicina. Pensaba que defender el análisis profano era defender el análisis.
Se extraña de veras en nuestras instituciones –hoy, cuando somos casi todos médicos o psicólogos- esa comunidad inconfesable de humanistas, espíritus inquietos, filósofos, sociólogos o religiosos incluso que está en el origen del territorio específicamente psicoanalítico.
La práctica inventada por Freud, a quien le gustaba definirse como un “villano herético” o como un “hereje impertinente”, es intrínsecamente y profana en tanto se trataba también de un acto de profanación: desenterrar historias, cuestionar certezas, agujerear ideales, violentar mandatos generacionales. Una praxis así, heterodoxa y cuestionadora tanto por la vía de una trabajosa ingenuidad en la escucha, como por la de una práctica de la sospecha, sólo podría estar en manos de analistas laicos, profanos.
Si cabe una ortodoxia en psicoanálisis es la de la herejía y allí donde el psicoanálisis se instituye demasiado, se detiene en su progreso. Ejs.: cambios en Meltzer, huida de Bion, excomunión de Lacan, proscripción de Pichon-Rivière, la escasa recepción de Freud en la academia de su tiempo, las secesiones incesantes en el movimiento psicoanalítico.


9 Incompletud. Fragmentariedad
Calvino habló de seis propuestas y sólo escribió cinco conferencias. En realidad no llegó a pronunciar ninguna pues murió poco antes de viajar a Boston. No pudo escribir entonces la última de sus ideas, que –irónicamente- versaría sobre la Consistencia. Su muerte repentina ocupó el lugar de esa conferencia faltante, un modo de decir todo lo que se puede decir acerca de la Consistencia: que no la hay. Ése es el lugar vacante que aloja lo no sabido abierto al porvenir, el que guarda la marca que el psicoanálisis enseña a la especie humana, reverso de cualquier consistencia, esa ética del límite –uno de cuyos nombres es la Castración.
Fragmento en Barthes. Contra todo sistema, contra toda Weltanschauüng…


10 Extranjería.
Muchas de estas ideas (anacronismo, extraterritorialidad, singularidad, marginalidad, narratividad, fracaso, fragmentariedad, carácter malhechor y profano) por momentos se solapan. Sólo las disecciono para mostrar facetas distintas de lo mismo. A la vez, se encuentran magníficamente en otra, central, la de Extranjería. Yo mismo aquí lo soy.
A veces olvidamos que el psicoanálisis surgió como una disciplina extranjera y en ese lugar es donde encuentra tanto su legitimidad como su mayor eficacia. El analista ocupa el lugar del Extranjero, quien –recuerda Derrida- es quien trae las preguntas. Un analista, aquí también, funciona en el lugar de un artista más que el de un científico. Como dicen Gilbert & George, una pareja de artistas contemporáneos: lo que hacemos es aportar incomodidad y extrañeza al tejido normal del mundo.
Gershom Scholem recordaba que Freud, junto a Kafka y Benjamin, jamás acabaron de identificarse con la lengua alemana a través de la cual sin embargo pensaban y forjaban sus obras, eran concientes de cierta distancia. Y si no se identificaban con su ser alemán, no era para identificarse con su ser judío. Encarnaban –sin dejar de ser judíos o hablar alemán- la extrañeza frente a cualquier pertenencia. “Venían de lugares extranjeros, -recuerda Scholem-, y lo sabían”.
Freud era un extranjero en el corazón del antiguo imperio austro-húngaro. Y fue así, desde la “splendid isolation” a la que lo había condenado la ciencia de su tiempo, que produjo su formidable invento. La distancia que le procuraba ser un extranjero en su propio país no fue un ingrediente menor en la fórmula de su descubrimiento
Como un eco que tenga quizás cierto carácter estructural, buena parte de los grandes pensadores en psicoanálisis han sido emigrados, extranjeros: Melanie Klein, Anna Freud en Inglaterra, Hartmann, Kris y Löewenstein, los fundadores de la Psicología del Yo en Estados Unidos, también en Estados Unidos Heinz Kohut u Otto Kernberg, nacido en Viena y formado en Chile, en Argentina Marie Langer, Ángel Garma, Pichon-Rivière mismo, que aún habiendo nacido aquí adquirió, según cuenta, esa cualidad de extranjería criándose entre el guaraní y el francés de sus padres. Cuando esa extranjería no se produce digamos naturalmente, se la procura: podría pensarse así la huida de Bion, agobiado por el peso de las medallas, hacia Los Ángeles. Quizás no debería ser imprescindible escapar de la guerra o del genocidio o la gloria para poder producir conocimiento analítico, pero pareciera ser necesario procurarse algún grado de extrañamiento. En ese sentido, un analista habría de repetir en el proceso de su formación, fundamentalmente en su análisis, ese extrañamiento que permitió a Freud escuchar otra cosa en lo mismo que escuchaban todos en su época.
Lacan, “excepción francesa” mediante, no emigró a ningún lado. No obstante, no parece haberle sido ajena la percepción de que algo decisivo se jugaba por el lado de la extranjería. Hay una anécdota al respecto: al parecer, la comunidad judía de Estrasburgo pide a Lacan que les envíe un analista. Éste toma nota del pedido y los remite a uno. Cierta lógica que parece imperar en psicoanálisis, aunque no sólo allí, podría hacer pensar que Lacan habría de recomendarles un analista judío, o al menos de apellido judío, o al menos vinculado de algún modo con los judíos, que pueda entenderlos… Nada de eso. Los remite a un psicoanalista, de su confianza, claro, pero… árabe: Moustaphá Safouan. Más allá de las intenciones de Lacan, que permanecen fuera de nuestro alcance, vuelve a advertirse allí un punto interesante, el que sitúa al analista en un lugar radicalmente extranjero frente al analizante.
Como afirman Deleuze y Guattari hablando de Kafka, se trata de “estar en la propia lengua como un extranjero”. Tratándose de una práctica lenguajera como la nuestra, es inevitable conocer el idioma en el que habla el paciente. Esto es de Perogrullo. Pero tan inevitable como eso, y aquí abandonamos el terreno de las obviedades, es que tratamos al castellano del paciente –aún siendo el nuestro- como un idioma extranjero. Muchas veces nos esforzamos sin saber para lograr esa distancia, la única que permite salir de las falsas complacencias, de los entendimientos fallidos, hacer lugar al radical malentendido inherente a cualquier lengua, y buscar esa interpretación, o mejor dicho encontrarla, que permita al paciente escucharse de manera distinta.
Quizás se trate tan sólo de ofrecer cierta resistencia a la tentación de comprender con inmediatez (contra la cual Lacan, pero también Bion, nos alertaran) y una pregunta de profunda actualidad política en estos tiempos de terror: ¿cómo convertir en próximo/prójimo al más extraño o diferente? deba mutar en psicoanálisis a su contrapartida: ¿Cómo convertir en extraño lo más próximo?
Desde el punto de vista por el que abogamos, el lugar del analista tiene más afinidad con el del apátrida que con el de un técnico especialista en el inconciente tanto como otros lo pueden ser en el aparato digestivo. Sólo que es difícil renunciar a las virtudes pacificadoras de la imagen, del reconocimiento mutuo -uno de los escasos derechos que la legislación internacional garantiza a cada sujeto, por el solo hecho de habitar en este mundo es el de tener una nacionalidad- para convertirnos en extraños, en extranjeros tanto frente a nuestros analizantes como frente a nosotros mismos. Pues eso hace el inconciente, nos convierte en extranjeros aún en la propia casa (Kristeva).
En nuestro oficio se trata de una apatridia buscada, del lugar del apátrida, inconfortable, incómodo e incomodante. La posición –es una posición más que una investidura- del extranjero que no acaba de entender la lengua en la que se le habla aún siendo la suya propia. No podría ser de otra manera, si coincidimos en que el territorio del psicoanálisis es de frontera y en disputa, que sus ciudadanos sean apátridas, extranjeros dondequiera que vayan.
Quizás recuerden un película que fue estrenada hace varios años ya, con el título de Un diván en Nueva York. En tono de comedia, narraba un intercambio de casas entre un analista ortodoxo neoyorkino, protagonizado por William Hurt y una bohemia joven parisina, personaje que encarnaba Juliette Binoche. Se trata de una comedia romántica en la que la directora ha logrado capturar algo de la especificidad del psicoanálisis difícil de cernir en términos conceptuales. Lo interesante es que quien enseña algo acerca de ese lugar problemático y frágil, el de analista, no es el personaje que encarna al eminente psicoanalista neoyorquino, pulcro y respetuoso de las reglas del oficio que practicamos sino el otro, el de la ignorante intrusa francesa. ¿Qué sucede? Pues que el personaje de Juliette Binoche, ya instalada en la casa-consultorio de Manhattan, se ve puesta por un paciente precipitado, que seguramente ignoraba que su analista se había tomado vacaciones, en el lugar de analista ella misma. Con honestidad, la joven intenta decirle al paciente, que ya se ha tendido en un diván y comenzado a hablar, que ella no es analista, y que la persona a quien busca el sufriente neurótico está en París…, lo cual no impide que el paciente comience a desplegar sus tortuosos fantasmas ante Binoche, que se sienta en el sillón tras el diván. Luego de ese paciente, llega otro, y otro y otro. Incluso pacientes nuevos que no están dispuestos a esperar el regreso del renombrado analista que en ese momento, ignorante de todo, sigue en París. La analista profana, pues eso es a esta altura, ha sabido entretanto dejarse llevar por los pacientes a un lugar de escucha particular, donde no aconseja ni habla de ella misma. Tal como le sucedió a Freud con sus primeras histéricas, se deja arrastrar, permite que los pacientes le enseñen, se deja conducir al lugar que conviene a un analista y, ayudada por el discreto silencio en el que se enfrasca y por su apenas rudimentario manejo del inglés, se sorprende ejerciendo efectos terapéuticos. Sus –a esta altura- analizantes mejoran, se sacuden cierta modorra, se entusiasman sin extrañar, al parecer, al pulcro analista desaparecido. Ajena a cualquier canon de comportamiento analítico y a cualquier tipo de formación, sólo con su escucha extranjera, en cuanto a la nacionalidad y el idioma por supuesto, pero también en lo relativo a una modalidad activa, ingenua y a la vez diferente de escucha, el personaje de Binoche logra la instalación de una transferencia intensa y efectos terapéuticos sorprendentes. La película es una fábula, pero en tanto tal enseña algo que hace a la eficacia de la posición del analista que no pasa ni por las investiduras profesionales, ni por la ardua formación, ni por sus conocimientos técnicos, sino, tiendo a pensar, por cierta cualidad de extranjería que lleva a reinventar el psicoanálisis en cada ocasión.
Si el lugar a ocupar por el analista es un lugar extranjero, extraño (lo cual, si nos dejamos guiar por la lógica del dispositivo analítico, es más una descripción que una prescripción), es también porque el psicoanálisis como disciplina es un saber extranjero.


Final
Como habrán podido percibir, las características que, según he propuesto, son centrales para que el psicoanálisis siga siendo contemporáneo, estaban vigentes al momento de su surgimiento. Podríamos agitar nuevamente la consigna de “volver a Freud” entonces, pero no tanto a la letra de Freud, a sus textos que no hay que repetir sino hacer jugar, nutrir, revisar, releer, recontextualizar, contrastar con una clínica intensa que nos interpela, sino a su espíritu. Al espíritu de nuestros pioneros…
Pocas disciplinas hoy en día comparten estos rasgos:
anacronismo/extraterritorialidad/marginalidad/singularidad/incompletud/ fracaso/malhechora/narratividad/profana/extranjería/
Extrañamente, o no, estas características emparentan al psicoanálisis más con el arte que con la ciencia. El arte es opera a menudo de manera anacrónica, como lo ha estudiado G. Didi-Huberman. Es extraterritorial y también marginal como disciplina, y ni que hablar los artistas mismos, marginales por definición. Hace de la singularidad su emblema, y si algo define a un artista es su estilo, siempre singular y no trabaja con totalidades, con sistemas, como la filosofía, sino con fragmentos y narrativas. Aún cuando copia el mundo, como pretende por ejemplo Bispo do Rosário, lo hace con hilachas, de a pedazos, así construye su propia versión del mundo del que ha sido expulsado por la locura. Y nada acompaña más a su expriencia que el fracaso, al punto que los artistas supuestamente exitosos, si son tales, están cerca de Cattelan a riesgo de convertirse en miembros del jet set y dejar de producir arte verdadero. El arte profana toda jurisdicción, incluso la de la ciencia, y allí el saber docto no tiene el menor lugar. Y por supuesto, hace del eterno extranjero que habla un lenguaje extraño -miren el arte contemporáneo si no- al punto que a menudo no se entiende sin alguna traducción. A pesar de que existen artistas profesionales, no se llevan nada bien con ese rasgo burgués, y lo cuestionan permanentemente.
Quizás alguna intuición de eso haya en los organizadores, los amigos de la Sociedad Psicoanalítica de Pelotas que a pesar incluso de que quizás esta actividad se encuadre dentro de su secretaría “científica”, la han organizado aquí, un espacio de arte.
Solo a partir de un psa que recree de modo singular, siempre anclado al estilo de cada uno, esas marcas de origen, su supervivencia será posible. De lo contrario, su destino será el de los artilleros de a bordo, el de los sastres o los relojeros, faroleros o deshollinadores…
Aún así, aunque haya pocos, algo de ese fuego que está tras el relato analítico permanecerá encendido, se transmitirá como un testigo entre los corredores de una carrera de postas, o como la antorcha que enciende la llama olímpica, o como el texto de los libros que repiten los hombres libros de Bradbury.
Quizás nosotros mismos aquí, sin estar advertidos del todo, participamos de esa suerte de ceremonia secreta.