Adrián Villar Rojas

Elegante gesto hacia la desaparición

Quizás sea bueno localizar tus respuestas: no es igual pensar desde un desierto sin entender la lengua del lugar, o en una isla frente al mar, o en una megalópolis… ¿Qué lugar ocupa el viajar en tu trabajo? Más allá de la evidente necesidad de trasladarte con tu equipo para cada exposición, hay cierta idea de troupe circense que se desplaza, de caravana que deja -y a la vez recibe- marcas en cada lugar…

En este momento estoy entre Grecia y Turquía. 

Creo que mi movimiento ha sido desde una zona de relativamente baja densidad histórica (Argentina, un país de doscientos años) a otras zonas de altísima densidad y yuxtaposición histórica, como Europa (más congelada y estabilizada) y otras zonas más vibrantes del planeta (mundo árabe, sudeste asiático). Todo este gran arco espacial, temporal y humano ha transformado definitivamente mi percepción del mundo, mi forma de estar en él, de ser yo mismo, de pensar al otro y de pensarme. Uno va desnaturalizando y deconstruyendo la propia imagen inicial del ser humano, ésa que formamos en las primeras, a lo sumo, dos décadas de la vida. Hasta mis veinticinco años las diferencias étnicas o raciales entre los seres humanos eran más abstractas o conceptuales que reales. El eurocentrismo de las élites locales de fines del siglo XIX nos inculcó que éramos todos –diferencias más, diferencias menos– blancos europeos, aunque muchos tenemos sangre nativa, árabe o incluso africana. Esto es shockeante al salir de Argentina: uno empieza a entender mejor quién es y de dónde viene. Y fundamentalmente te das cuenta de que Argentina es un experimento biopolítico de construcción de una identidad europea blanca sobre la base de la negación o supresión o edición de las partes no deseadas o incómodas de nuestra “sangre” (todo lo no blanco europeo). 

Si alguien me preguntara dónde vivo y trabajo actualmente, diría que soy nómade. A este punto es central el viaje en mi vida/práctica.

¿Cómo viaja un artista? Es un mapa que emerge del juego de la oferta y la demanda institucional. Hace poco articulé varias invitaciones para diseñar un gran mapa de viaje que abarcó Europa, África, Medio Oriente y Oceanía. Viaje, trabajo y vida se unifican para potenciar al ser humano llamado artista. 

No se trata del consumo de experiencias de aventura, que es un dato muy actual del capitalismo. Yo invierto mucho tiempo y recursos, cada estadía es prolongada y por lo general es seguida de una estadía aun mayor a la hora de realizar el proyecto. Intento ser muy respetuoso de las singularidades de cada lugar que visito. Lo humano empieza por el compromiso total con las personas que viven, trabajan, piensan y sienten desde ese lugar al que mi errancia me lleva, y que es absolutamente todo, o casi todo, para quienes lo llenan de su existencia cotidiana. Esto es central: compromiso con el territorio, con todo lo que hay ahí. La errancia no es un pasar turístico sino un sumergirse en las complejidades del mundo. Y cuando vuelvo a Argentina, vuelvo sobre todo a la casa de mis padres.

Me interesa esta economía de la hiperproductividad, un viaje que es estudio, taller, reuniones de trabajo, aventura, visitas a amigos y a amigos de amigos, todo sucediendo al mismo tiempo. Es fundamental la no división de ámbitos, la fluidez. Ésta es una época en la que, si no aprendemos a relacionarnos con la fluidez de estados, nos desintegramos como un pequeño meteoro contra la atmósfera. Vivimos en una era donde un chico pasa a ser chica y viceversa en cuestión de días, donde un robot pinta Rembrandts originales o un dron bombardea ciudades con la misma facilidad con la que otro reparte libros o pizzas. 

Estoy entrando en una nueva fase de esta condición nómade. El viaje es ahora este nuevo estado en el que yo mismo soy el actor de una película. Durante años trabajé con la metáfora de ser el director de una compañía itinerante de actores cuya actividad se documentaba en forma de “subproductos escultóricos”. Pero, más allá de estos subproductos resultantes del trabajo de improvisación coral, el interés verdadero de esta etapa atravesada por la metáfora de la troupe errante fue el diseño de una comunidad. En este sentido, la arcilla fue el lenguaje en el que se genetizó conocimiento, se lo volvió información transferible de una generación a otra, siempre bajo la excusa de estar haciendo instalaciones, esculturas, ambientes. Como dice Roberto Bolaño, el escritor es un lector que escribe cada tanto para poder seguir leyendo. Las “exhibiciones” eran esos momentos en que la comunidad necesitaba mostrar sus huellas –fragmentos documentados en arcilla de sus irrecuperables procesos de ensayo– para seguir autoproduciéndose y creando su lenguaje. Como cualquier grupo humano en desarrollo, intercambio y lucha, esta comunidad colapsó en 2015. 

Ahora el viaje va de la mano de un pasaporte social, además del legal: ser “artista”. Se trata de un contrato ficcional que me permite atravesar fronteras y acceder a múltiples dimensiones de la realidad: el campus de Facebook en San Francisco, el desierto de Alice Springs en Australia, la zona desmilitarizada (DMZ) entre las dos Coreas. En cierto sentido, hice “esculturas” para viajar más en profundidad. La fantasía, el deseo íntimo es ser un reportero de guerra. Ahora bien, estos mismos viajes muy extensos y el colapso autoinflingido en 2015 me dejaron solo, me transformaron en un director sin actores. Así fui mutando desde la figura interna del director a percibirme como el actor de una película. De pronto me encontré impulsando ficciones con mi presencia, como una noche en Seúl cuando sentí en un bar que había potencial narrativo y que yo podía activarlo: vi a unos clientes cantando, a un mozo que era monje budista, a la cocinera que parecía un personaje de El Señor de los Anillos. Me propuse trabajar narrativamente este material humano, y a medida que lo hacía brotaba lo ficcional. Entonces volvía a impulsarlo adicionando nuevos elementos. Le dije a un amigo argentino que estaba conmigo esa noche que tocara unos tangos. Yo toqué la guitarra. Y la ficción seguía explotando: apareció un señor que parecía un Elvis coreano y que según todos los que estaban ahí había sido una estrella popular en los ochenta, el cantante más famoso de Corea del Sur. Lo invitamos a que tocara con nosotros. Se puso sus lentes oscuros, agarró la guitarra e hizo decenas de temas que los clientes del bar cantaron y corearon y aplaudieron. Por esa noche fue Elvis otra vez. Nosotros le cantamos para honrarlo. Uno desarrolla ese olfato para las historias. Uno se abre. Te metés en un templo budista y el monje te invita a rezar. Y terminás rezando por primera vez en tu vida en un pueblito perdido de Corea del Sur llamado Anyang. Veremos a dónde me lleva este nuevo estado nómade.

Sería interesante saber más acerca del dispositivo de producción con que te has manejado. Has asimilado tu grupo a un equipo de filmación en el que tienes el lugar de quien dirige y cataliza el trabajo de muchos. ¿Cómo estaba conformado ese grupo trashumante? ¿Técnicos, artesanos, artistas? ¿Cómo logras sincronizar la multiplicidad de miradas con la marca de estilo que implica que seas vos quien genere, coordine y “firme” ese esfuerzo colectivo?

Cuando tenía dos años mi mamá me sentaba a dibujar a su lado mientras estudiaba medicina. ¿Qué es eso, ese vínculo madre-bebé, sino una práctica vital de colaboración, algo en el centro de eso que soy y que hago y que estará conmigo hasta la muerte? La raíz de mi práctica es mi madre, mis padres, el modo colaborativo en que construyeron un amor y una familia. 

A partir de 2004 todo eso que se fue sedimentando desde 1980 (año de mi nacimiento) alcanzó un estadio de madurez suficiente como para intervenir en un campo. Creo que en Incendio, mi primera exposición individual “profesional”, ya estaban delineados los problemas centrales de una práctica: temas, tácticas, estrategias, políticas, lo que seguiría desarrollando con los años y los proyectos: la idea de colaboración, el problema de la representación de la vida antes y después del ser humano, la radicalización del tiempo (pasado remoto y fin del mundo), la adición de capas de representación sobre las representaciones ya existentes en la cultura humana, el metalenguaje, el problema de las disciplinas y del trabajo artesanal/manual, mi propio rol como director, editor o montajista. 

En 2007, la operación de reproducción por encargo del cuadro de Charles R. Knight literalmente estalló en Pedazos de las personas que amamos. Fue el intento de un ficcional adolescente –en la realidad, una docena de amigos colaborando conmigo día y noche en un trabajo agotador de dos meses en los que prácticamente ocupé la casa de mis padres, transformándola en un taller y forzando a sus habitantes a vivir en los rincones– por narrar con elementos caseros todas las relaciones de causa/efecto que tuvieron que darse desde el inicio del universo para que dos jóvenes amantes desengañados se suicidaran, no en este presente, sino en un posible futuro. A todos los problemas ontológicos ya implícitos en 2004 se sumaba uno que sería central de allí en más: la materialidad suicida. No solo se usó arcilla cruda, sino tierra, telgopor, vidrio, un pececito en una pecera y hasta una torta de bizcochuelo; materialidad de fragilidad infinita. Y, por supuesto, no sobrevivió. Después de esta operación híper colaborativa, me replegué nuevamente en la soledad.

La etapa dominada totalmente por la arcilla cruda se inicia en 2008, al año siguiente de aquella experiencia y a partir de una operación de “elipsis”: tomé unos figurines de arcilla que estaban dispersos entre decenas de otras piezas y empecé a expandirlo hiperbólicamente, como una especie de comentario a pie de página que aumenta hasta devorarse la centralidad del texto. Desde lo humano, fue un gesto de duelo que se inició con cinco kilos de arcilla cruda y terminó con cientos de “esculturas” desbordando mi casa/taller y configurando una radiografía de mi mente. Desde lo “artístico”, lo que en un inicio fue espontáneo (modelar “cosas” con arcilla) se fue transformando en un gesto político, una especie de protesta suicida equivalente a quemarse a lo bonzo. Decidí hacer todo aquello que estaba prohibido en la escena artística argentina por considerarse vulgar, viejo, anacrónico, irrecuperable: figuración, artesanía, narración, barroquismo, monodisciplina, y ciñéndome para ello a un único material también prohibido, la arcilla. Así nació Lo que el fuego me trajo. A partir de 2009, la arcilla se iría transformando en el sustrato material para la construcción de un lenguaje al interior de una comunidad de colaboradores, su “dialecto”. 

Luego de esta hibernación de seis años, se retomaron otros dialectos ya sugeridos, pero con un nivel de autoconsciencia superior. De esta forma, el paso siguiente dado en 2013 con Today We Reboot the Planet y Brick farm fue explorar los procesos de descomposición y generación de vida no programada en el interior de los objetos. El resultado fue la emergencia de la noción de objetos diacrónicos, desarrollados a partir del uso de material orgánico e inorgánico en los proyectos (comida, basura, plantas, semillas, productos industrializados). Estos entes continuaban auto-modelándose con el paso del tiempo por efecto de la descomposición y el crecimiento, disolviendo la idea de una “forma final” e inscribiéndose en una temporalidad ampliada

Hemos repetido los aciertos y errores de toda comunidad. Crecimos como crece el universo: para morir. Pero antes fuimos desde un prelenguaje de códigos muy básicos a la formación de un lenguaje basado en la arcilla, a la complejización de todas nuestras lógicas de construcción pero sobre todo de nuestra organización como grupo humano. Puedo establecer una comparación con el paso de los griegos arcaicos a la Grecia Clásica, luego al período helenístico y de ahí a los romanos. Realmente es posible pensar el devenir de esta comunidad en un trazado histórico: hacia adentro atravesamos todas las etapas de la evolución de cualquier sociedad. Y ahora estamos en un nuevo período de hibernación o suspenso que fue (casi) programado. O, como mínimo, esperable por nuestra condición humana. 

Hay una marca generacional en tu trabajo. Has tenido un reconocimiento temprano y has sabido aprovechar la multiplicidad de oportunidades, estando además a la altura de compromisos cada vez más exigentes… Por otra parte, tu trabajo tiene una afinidad notable con las ruinas y la memoria, y a la vez interactúa con referencias –comic, música, etc.– absolutamente contemporáneas… ¿Hay cosas que solo un joven puede ver y decir? ¿Cómo te ubicás en tanto artista de una generación joven?

Diseñé la metáfora de un alienígena para hacer el duelo del arte desde el final del arte. Partí de una pregunta: Después de Duchamp, ontológicamente, ¿ Qué? ¿Cómo ir más allá del hombre que, con la operación readymade, había sentado las bases de la apertura del juego a todos los juegos, y del lenguaje a todos los lenguajes? ¿Se podía ir más lejos que Duchamp o ahora solo quedaba la tediosa tarea de completar su obra, por lo demás infinita? ¿Qué quedaba por hacer que no fuera expandirlo, confirmarlo, rechazarlo, contradecirlo? Si su genialidad, de alguna forma, había puesto fin al arte al llevarlo hasta el último límite, ¿qué quedaba por hacer? Y me respondí: el duelo. El duelo del arte, de la humanidad y de la cultura humana desde el post-final. Pero en ausencia de humanos, ¿quién lo haría? Un alienígena solitario e ignorante de las jerarquías humanas, de los signos humanos, del dolor humano, pero no del mío. Un alienígena con mi dolor adentro pero sin un solo indicio de quiénes o qué éramos o por qué desaparecimos. Un alienígena con todas nuestras cosas a su disposición, usándonos para hacer este duelo como si fuéramos argamasa sin significado, sin la violencia del sentido que nosotros mismos nos hemos dado. Y él, el alienígena, como una tabula rasa, sin la cruz del latín, sin Jesús o Buda o el Siglo de las Luces en su conciencia, limpio de prejuicios y jerarquías humanas, confundiendo un dios con un fósforo, un animal con un I-Pad, listo para meterse en un gran basural de formas (acaso el universo entero) y jugar despreocupadamente a empezar de nuevo, a hacer un gran refresh universal. 

Este monstruo naif recreando el mundo sin noticias de él pero con todas sus formas a disposición fue el personaje que, de algún modo, encarnó colectivamente la comunidad. Y fue la comunidad la que, como entidad colectiva, jugó desde el post-final, primero con arcilla cruda y cemento, y luego con papas, porotos, basura, sus propios detritos, con jugo de sandía o zapatillas robadas de abajo de las camas, con tierra, agua, semen, con polvo de humanidad, con polvo de lenguaje, con polvo de estrellas, de animales, de plantas, ¿Y a qué jugó? A dar su propia versión del mundo, de los seres y las cosas que lo poblaron. Todo –tarde o temprano– fue a parar a este adobe universal, a esta versión deforme, inocente, juguetona, rabiosa -terrorífica y tierna- del mundo. 

El alien, esta imagen hipotético ficcional con la que revestí mi práctica y disfracé a la comunidad, fue en verdad una reelaboración muy profunda de la postura “alienada” del adolescente, una relectura del grunge kurt cobainesco, del adolescente encerrado en su cuarto, resentido con el mundo que lo rodea, llevado a extremos metafísico-intelectuales. “¿Después de Duchamp qué? ¿Después de Duchamp qué? ¿Después de Duchamp qué?”, fue el estribillo gritado de mi propio Nevermind, el mantra naif al que me até como Ulises al mástil de su nave. 

Desde un lugar de cierta inocencia -ese lugar tan deseado como temido por la misma razón: su romanticismo- pienso que cada generación tiene misiones que cumplir, o al menos cierto grado de responsabilidad con la época que le toca. Yo me alimento del hastío de vivir a cien años del primer readymade. Personalmente siento responsabilidad con esas coordenadas, de la misma forma que siento en la misma línea de pensamiento que el hoy es una trampa. El current time es sumamente tramposo. Si realmente creemos que vivimos en tiempos post-Einstein, post-física cuántica, ¿cuánto podemos confiar en el hoy? ¿Y cómo hacemos para escapar de esta supuesta urgencia del hoy? Para mí la respuesta fue el tiempo post y pre humano. Radicalizar el tiempo ha sido una forma de rechazar la urgencia de ser un comentarista del hoy. Siempre me dio miedo lo rápido que envejecen las posturas. Vas al museo y ves el arte fluxus de los setenta y ya resulta extremadamente inocente. El hoy es un terreno demasiado frágil para construir un proyecto, incluso demasiado superficial: la novedad es, hasta cierto punto, falta de perspectiva. Por eso siempre vuelvo a la hipótesis del alien. La mejor respuesta para mí es el alien multiplicando, estirando, radicalizando el espacio-tiempo. Cuando Borges decidió volverse un clásico, operó sustrayéndose de su tiempo, renunciando a todo alineamiento con las vanguardias, pero también a su siglo: se fue al siglo XIX argentino, a la fundación mítica de la Patria, con sus gauchos y sus compadritos. Y no se quedó ahí: viajó en el espacio-tiempo, recorrió la especie humana en varios de sus pasajes épicos, fueran míticos o históricos. Pocas veces visitó su presente, acaso para situar al narrador cuya memoria nos llevaría a otro tiempo. Borges se burlaba del adjetivo “contemporáneo”, decía que no hay nadie vivo que no lo sea. 

Luego de este detour me doy cuenta de que el sistema que se construyó ha sido bastante eficiente. De hecho, encuentro un plan muy claro en esta comunidad ganando autonomía y genetizando información en relación con el tema del tiempo. Pensando mi práctica como “caca de artista” que esta comunidad -generación tras generación- fabricará por los próximos cuatrocientos años, me doy cuenta de que ya estoy elaborando este problema del hoy desde el lugar de no ser el artista de hoy, sino el de ayer, el de hoy, el de mañana, y el de nunca. 

No todos los artistas pueden expresar lo que vinieron al mundo a decir con palabras, además de hacerlo con su obra. Tu nivel de reflexión es llamativo… ¿qué autores, teorías o discursos influyen más en tu trabajo y en tu modo de mirar?

Las entrevistas que hago son parte fundamental de mi trabajo, son una extensión de mi trabajo. Y como todo en él, intento ser un fluido, un conductor que organiza y direcciona esfuerzos. En este sentido, las entrevistas se elaboran con la colaboración de mi hermano, son una suerte de diálogo interno y discusión de mis ideas que vamos amasando juntos hasta darles la consistencia justa. Las versiones se suceden, los envíos y devoluciones, la mutua deconstrucción. Se trata de un proceso muy complejo de teorización a través del diálogo, la escritura y la edición: un verdadero proceso de montaje de pensamientos, cuya forma final son estas entrevistas/ensayos. Esta ardua tarea de bajar mi práctica a conceptos, a escritura, la hago exclusivamente con mi hermano. Él es de alguna manera mi realidad paralela, y yo la de él. Genéticamente hablando, somos el otro ordenado con una combinación diferente. 

Hemos tenido este diálogo desde muy pequeños, a los cinco o seis años mi hermano guionaba y actuaba los dibujos que yo iba haciendo. O utilizábamos plastilina para transformar nuestros muñequitos de Playmobil en sofisticados guerreros con armaduras tecnológicas. No nos alcanzaban los diseños standard que nos ofrecía la fábrica, no nos conformábamos con lo que se conseguía, queríamos más y recurríamos a un elemento plástico para expandir el campo de posibilidades, el campo de batalla mental. Este exceso, esta necesidad de ir más allá de lo “permitido” o “existente”, siempre ha estado en nosotros y nos causa muchos dolores de cabeza, pero creo que es el motor de nuestras prácticas. El desborde es la pasión que la búsqueda genera. Hay un trabajo constante con el límite, con intentar llegar a esa zona fronteriza, desafiarla, jugar con ella. Rompamos la cuarta pared. Me gustaría escuchar a mi hermano. 

(Interviene Sebastián Villar Rojas) El tiempo es el tema más complejo que genera la distancia. A veces Adrián está a cinco horas de mí, a veces a siete, a doce, a dieciséis. Entonces encontrarnos en el espacio-tiempo fue un problema que resolvimos con tecnología: volcamos todo en WhatsApp. Adrián va respondiendo y sienta las bases de las respuestas. Tiene una forma particular de hablar, un vocabulario personal para narrar su práctica, para conceptualizar, para atrapar ideas que están atravesadas por un cambio permanente de contexto (el nomadismo es crítico). Deseo llegar a un procedimiento con el que pueda rescatar toda esa singularidad de su escritura, que es, en definitiva, el modo en que su mente piensa. Me gusta que haya cosas que el misterio devele en su claroscuro. Si pido explicaciones, tecnifico y, por tanto, destruyo. El ocultar es una forma lenta del develar, mucho más seductora que la explicitación. Por eso me gustan estas zonas claroscuras del diálogo. Esta necesidad de interpretación y traducción a la que me empuja su vocabulario “erróneo”. Luego yo devuelvo sus ideas en un texto organizado y ampliado. Él se/me edita. Y es ahí donde empieza este tercer escritor, que ya no es ni él ni yo, sino una especie de editor que va podando, refinando, ampliando, aceptando o rechazando, preguntando, rehaciendo u obligando a rehacer. Ahí empieza la ampliación del campo de batalla, en la tensión que mi sobreescritura genera. Esta entrevista, por ejemplo, iba a ser un poema. Y el editor dijo no, esta vez no, vamos con respuestas más clásicas, en prosa. Tuve que aceptar, hacer el duelo, y volver a empezar. El desborde es una posibilidad que amenaza constantemente, porque, en definitiva, ¿dónde está la frontera? Somos dos y uno, pero el dos a veces conspira contra el uno, disputa porcentajes, reniega, se rebela, quiere imponer una forma o una idea. Por otro lado, yo he utilizado este intercambio como fuente inagotable de pensamiento alternativo, ­lateral, deconstructivo. Adrián obliga a lateralizar las lógicas, ontologiza toda práctica “artística” y fuerza a entrecomillar ese adjetivo. Abole fronteras y de repente uno ya no entiende por qué lo que está haciendo se llama “teatro” o “literatura” o “cine” o “poesía” o “entrevistas”. Es un artista ontológico, porque tiende naturalmente a deconstruir los supuestos constitutivos de los campos que atraviesa, y cada obra que hace es un paso adelante en esa destrucción. Adrián podría tener una empresa de demoliciones. Es un demoledor, no de sus “cosas” ontológicas -que ónticamente desaparecen solas, como todo – sino con sus “cosas” ontológicas, que son una excusa (para viajar a fondo, para diseñar una comunidad, para sumergirse en el mundo) no menos que una paradoja, porque, por un lado, son demostraciones materiales de ideas que destruyen la misma materialidad de la que se sirven para explicarse, y, por el otro, son un documento -fragilísimo y condenado a desaparecer- de todo lo perdido, de todo lo que realmente le interesa, que es lo que no está, lo que no se ve, lo que no se puede atrapar en imágenes o materia (las huellas de una comunidad desaparecida, las huellas de él mismo pensándose como ya desaparecido). Adrián demuele con paradojas. Y a la vez tiene algo suave, flexible y plástico como la plastilina que usábamos para jugar en profundidad, para ir más al meollo de nuestro juego. Sí, el exceso es el gran problema de nuestras vidas. Mi mamá no terminó su carrera de medicina porque no sabía parar de preguntase “por qué”, cada frase del libro de fisiología amenazaba con volvérsele un laberinto infinito de “porqués” (como un niño, ¿no?). Así nos criamos, viéndola amenazada por el infinito. Creo que mamé esa ansiedad, y mi hermano también. Adrián amplía y demuele, y yo intento narrar esa ampliación y demolición, ese polvo infinito que lo amenaza. Tiene una fuerza intelectual subversiva, un vocabulario muy personal, poco arruinado por la cultura libresca, que sabe dosificarse con el ingenio de quien no le teme al vacío. Mi trabajo es tratar de recuperar ese vocabulario, dañarlo lo menos posible, dejar en estos testimonios una huella de esa forma de nombrar.

El psicoanálisis como discurso no te es ajeno… ¿qué influencia reconocés, o qué aspectos del psicoanálisis inervan tu modo de pensar o trabajar?

Mis padres tuvieron mucho contacto con el psicoanálisis. Mi padre, peruano, emigró a Argentina en 1975 para estudiar psicología. Mi mamá estudió medicina, pero desde muy pequeña se sintió llamada por el psicoanálisis. A los trece años le pidió a mi abuelo que la llevara a terapia, y a esa edad formó con amigos del colegio un grupo de estudio sobre este tema. Ya en la adultez, se volcó hacia la escuela inglesa. La Argentina de los sesenta y setenta e incluso la de los ochenta era profundamente psicoanalítica. Melanie Klein ha tenido por lo menos desde mediados de los noventa una influencia muy fuerte en la vida de mi familia, ha sido una referencia intelectual muy importante en mi casa. Creo que, en definitiva, mi familia y el psicoanálisis y Melanie Klein están tan imbricados en mi mente que a veces son la misma nebulosa afectiva. En este sentido, mis grandes brazos teóricos han sido mi mamá, mi papá, luego mi hermano biológico y mi hermana de la vida, Mariana Telleria. Ellos son mis lecturas fundamentales, mi más grande inspiración. En la casa de mis padres, en la que aún vivo cuando vuelvo a Argentina, se pensó y se desarrolló todo lo que hago actualmente.

Por otro lado, del psicoanálisis kleiniano he tomado una idea central para mi práctica: la transferencia negativa. La comunidad de colaboradores de la que hablo no mantiene conmigo una relación “ingenua”, “neutral” o “diplomática” durante el ­desarrollo de los proyectos: por el contrario, casi desde el comienzo -y sobre todo en el clímax de su madurez como organismo complejo- ha sido una relación de conflicto profundo porque la materia con la que trabajo es esencialmente humana. Nuevamente, la arcilla como excusa para modelar humanos. En definitiva, como en el teatro o el psicoanálisis, yo elaboro el instinto de muerte, ayudo a procesarlo para transformar las ansiedades en fuerzas creativas, la frustración en entusiasmo. Pero esto no es un jardín de rosas, y no siempre se logra, y mucho menos sin daños colaterales. Lo tanático que se proyecta permanentemente sobre mí en esa “transferencia negativa” puede hundir el barco mejor diseñado. El peligro de jugar con estas mareas y de ir por las profundidades donde habitan los monstruos más feroces deja heridas, a veces mortales. Hay que saber entrar para salir, y saber salir para volver a entrar. 

¿Qué referencias literarias, musicales, cinematográficas… alimentan tu trabajo? ¿Te identificás en algún punto con artistas de otras disciplinas?

Para mí las lecturas, las películas, las obras de teatro, son lugares donde acampo un rato para poder pensar. No tengo una compulsión por consumir “cultura”. Esta forma bulímica es dolorosa, frustrante, bastante superyoica y en el fondo pareciera estar impulsada, más que por el deseo o el disfrute, por inseguridades o temores. Seguramente también habrá pasión. El gusto por la expectación o por la participación desde el lugar del lector bien puede ser un estado autónomo de la subjetividad, una forma emancipada de estar en el mundo. No es la mía. Ir al teatro o leer o mirar una película o una vasija griega arcaica del 700 a. C. en un museo de arqueología son para mí zonas de acampe. Tampoco importa seguir una trama, leer uno o cinco libros a la vez y jamás terminarlos. Estas actividades son mis lugares de reflexión y alimentación. Voy allí literalmente a comer, a dormir, a pensar, a escribir. Me como un sándwich, escucho música y miro fotos en mi teléfono mientras veo una obra de teatro. Miro una película como si mirara por la ventana o como quien, mientras lee, escucha la lluvia golpear contra el techo. Intento darme una forma no superyoica de jugar con la cultura humana, pero también con todo lo que esté al alcance de la intelección y la sensibilidad. Porque, en el fondo, ¿qué diferencia hay entre mirar el río en un bote solitario, perdido entre los meandros del Paraná, y caminar por los corredores del Louvre mirando pintura holandesa del siglo XVI? Hemos parcelado demasiado la conciencia, nos hemos fragmentado demasiado y me parece importante reconstruir un poco esa unidad. 

¿En qué proyectos trabajas actualmente? ¿Podés vislumbrar alguna dirección hacia la que deriva o progresa tu trabajo?

Hacia la desaparición, siempre.

Mi práctica es esencialmente suicida, trabajo desde la inmaterialidad en la trinchera de una paradoja: estar supuestamente produciendo “esculturas”. Así escribo, pienso y operacionalizo la palabra “escultura”, entrecomillada, en estado de suspenso, porque en verdad nada me importa menos que la escultura. 

El carácter híper entrópico de mi práctica, tanto por la materialidad como por los contextos de producción, me obliga desde hace años a generar proyectos a una velocidad y en una cantidad hipertrofiadas. No hay forma de repetir lo que hago, el noventa por ciento es irrecuperable. No hay retrospectiva posible, y esto no es casualidad sino consecuencia de las políticas que he diseñado para mi práctica: limitar al máximo el transporte, la transabilidad, la reproductibilidad, la posibilidad de su conservación. Todos los ítems críticos de una intervención “eficiente” en el campo han sido minados. 

Por supuesto, uno quiere que sobreviva una idea, pero las ideas se sostienen con materia. Lo suicida también reside en que si no dejo rastros contundentes de mi práctica estoy anulando caminos para que me piensen y me trabajen a futuro. Mi figura ya está en crisis desde el comienzo. Me estoy exponiendo a la extinción, a una desaparición “programada”. Si a esto le sumamos el hecho de que soy un agente proveniente de los márgenes del planeta y que, por ende, no habrá una política cultural pública en mi país que me preserve, me atrevo a decir que ya tengo “los días contados”. Al desarmar los proyectos claves de la “obra”, no hay forma de reconstruir ese todo. Yo mismo desactivé esa posibilidad. 

Desde mi primer año en la Facultad tuve la fantasía-intuición de que eso que me enseñaban a producir, el llamado “arte contemporáneo”, no debía durar para siempre. Ésta fue una inquietud muy temprana e intuitiva, carecía de herramientas conceptuales para defender ese pensamiento. Con el tiempo me fui dando cuenta de que la única escultura que me interesaba era el ser humano, que ciertamente es entrópica y degradable. La desaparición del producto “escultórico” hace evidente la interfase: lo que está detrás es la mano humana, la acción del ser humano sobre la Tierra, de la misma forma que la ecuación arcilla más cemento enuncia antes del ser humano, ­después del ser humano. Esto es fundacional en mi práctica: la arcilla es toda la vida antes del humano y el cemento la etapa del humano accionando sobre el planeta, dejando esa huella. En este mapa más amplio, “lo artístico” ocurre por error.

¿Qué pasaría si dejamos de pensar esto que hacemos como “arte”? Hasta cierto punto esta etiqueta -muy práctica, como toda etiqueta- está generando vicios extremadamente constrictivos. Por ejemplo, tenemos esta idea de preservación, de congelar algo e impedirle su dinámica “vida”, de prohibirle su relación con el medio ambiente. ¿Por qué? El propio Partenón fue alguna vez una iglesia romana y también un gran depósito de explosivos, así como muchas otras edificaciones griegas y romanas fueron “recicladas” por los cristianos, luego por los musulmanes y nuevamente por los cristianos. Durante los procesos de Reforma y Contrarreforma, ¿cuántas iglesias fueron saqueadas o limpiadas de figuras y frescos? La reforma luterana y calvinista, ¿cuánto arte destruyó? Toda la escultura renacentista se construyó sobre la idea de que la escultura clásica era puro mármol blanco cuando en verdad estaba íntegramente pintada, con sus ojos, su color piel, sus cabellos, sus vestimentas. Toda Grecia antigua era un abanico de colores chillones, intensos, repletos de vida y hasta de una alegría carnavalesca, pero obviamente se fue despintando y hoy asumimos que siempre fue blanca. No hay forma de que nuestra presencia como agentes culturales resista mucho más de cien años. 

El Panteón ya está diseñado. Un ser humano que nació en 2000 no tiene la menor idea de quién fue Kurt Cobain. No estoy hablando de un escritor sueco del siglo XVII, sino de un mega ícono del rock de finales del siglo XX. Si el propio Cobain no resiste el embate de Justin Bieber y Spotify, de la misma forma que éstos tampoco resistirán el siguiente embate, no entiendo por qué yo –o cualquier otro artista– debería estar preocupado por dejar un rasguño en la línea histórica del arte. Somos formas ya degradadas de la cultura. Y si estamos en el post-final, yo ya me estoy trabajando como olvidado.

Ahora bien, la arcilla fue un momento de hibernación que permitió el desarrollo de una comunidad, pero esta idea de comunidad se apoya a su vez en otra idea subyacente: la de crear un organismo que pudiera trabajar sin mí, no por una mera ausencia “profesional” sino ante la posibilidad de mi desaparición física. ¿Qué pasaría si este cerebro colectivo pudiera seguir operando con los hijos de los hijos del “grupo original”? ¿Qué pasaría si pudiéramos constituir una entidad artística que no muriese nunca? ¿No es ésta la función misma de la comunidad, la genetización de un legado, la transformación de ese legado en estructuras de comunicación, pensamiento y acción? ¿No es éste el modo en que la humanidad preserva su herencia, no solo almacenando información sino ante todo utilizando esa información para diseñar humanos? ¿Qué tal si la lógica del movimiento (la dimensión “proyecto”, lo incompleto, el “haciendo”) y no la de la quietud (la dimensión “obra”, lo completo, lo “hecho”) fuera eso a preservar? 

Algo de esto empezó a insinuarse en el proyecto para el museo Guggenheim de Nueva York: un mínimo sustrato material es la base de un guión que la institución se ha comprometido a continuar haciendo para siempre. Este guión es un conjunto de acciones mínimas que se concentran en un solo día del año, en la terraza del edificio –un lugar prohibido al acceso del público–, y casi no serán vistas ni percibidas por nadie. Lo central es que este conjunto de gestos se harán todos los años, el mismo día, a la misma hora, de la misma forma, hasta que el museo deje de existir. No lo imagino desapareciendo mucho antes que la humanidad tal cual la conocemos ahora.

¿No es entonces Motherland un proyecto casi literal sobre el fin del mundo?, ¿sobre la idea de inmortalidad como proyecto inconcluso, como proyecto “haciéndose” indefinidamente? Quizás el camino a la inmortalidad sea matar al ego antes de su muerte definitiva, una desaparición programada que deje varios de estos guiones alrededor del planeta: proyectos virtualmente sin final ejecutándose a lo largo de cientos de años y decenas de generaciones. ¿Qué vivirá más? ¿La incompletud duchampiana o la completud picassiana? ¿La muerte relativa del ajedrez que abre la obra hacia la dimensión proyecto (el “haciendo”, el presente continuo) o la muerte absoluta del ego virtuoso que cierra el proyecto sobre la dimensión obra (lo “hecho”, el participio pasado)? ¿Obra cerrada o proyecto abierto? ¿Ser o no ser? ¿Ser-y-no-ser? Ésa es la cuestión. Y la dimensión tiempo, el problema central que esa pregunta desencadena.

Uno no puede dejar de sentir hastío al pensar en mil años más de arte. Hemos llegado a la mecánica perfecta, hemos hecho todo y seguramente seguiremos haciéndolo cada vez mejor, detalle tras detalle. El procedimiento siempre es el mismo: una institución o galería invita a un artista a realizar un proyecto que finalmente culmina en una exhibición. Todo tiene fechas agendadas, todo puede mensurarse, medirse, chequearse, controlarse. Todo produce un resultado, el resultado un informe, y el informe, recursos, públicos y privados, para empezar la rueda otra vez, y otra, y otra. Esto se repetirá al infinito, sin interrupciones, hasta el fin de la humanidad. ¿Se puede romper de alguna forma esta dinámica? Una variable central a hostigar es el tiempo. ¿Qué tal si lo radicalizamos ya no metafórica sino literalmente? ¿Qué tal si continuamos el camino abierto con el proyecto del museo Guggenheim de Nueva York? Allí, pretendo un gesto mínimo con máximos efectos: la eternidad. 

¿Qué tal si ahora intento lo opuesto: un gesto máximo con mínimos efectos? Hace unos meses adquirí mi primera y única y quizás última propiedad: un cenote en la península de Yucatán, México. Cuarenta y cinco hectáreas de nada, de lentitud y agua pura –el oro del futuro– ya pareciera ser algo en sí mismo. Agua purificada naturalmente que viene del océano y que es el resultado de la caída del meteorito que habilitó nuestra existencia, ése que exterminó a los dinosaurios y dio paso al desarrollo de los mamíferos. El cenote que adquirí es parte de ese meteorito caído en Yucatán, y podría ser ahora el sustrato máximo para el mínimo efecto: la lentitud. Luego del último gran bombardeo de residuos interplanetarios que terminó de formar la Tierra, la “sopa primordial” demoró trescientos millones de años en cultivar el primer procariota anaeróbico, la primera bacteria, la primera forma de vida sobre la Tierra. Trescientos millones de años de calma y agua caliente. Un proyecto cuyos efectos solo se verán a lo largo de dos mil años y que ningún espectador o curador podrá chequear, controlar, informar, un proyecto que trabaje con la misma lentitud que esa sopa inconmensurable que dio origen a las primeras formas de vida, ¿no sería un último gesto elegante antes de desaparecer? 

Quizás acá esté la llave: gestos que se repitan más allá de nuestro tiempo. Por ejemplo, un tatuaje heredado de madre a hijo, generando una mancha de nacimiento ficcionada y diseñada. O dejar cosas olvidadas en los museos, todos los años o cada cierta cantidad de años. Otro ejemplo tomado del Antropoceno: cada cinco años las pistas de los aeropuertos deben ser repintadas treinta centímetros hacia la derecha o hacia la izquierda, dependiendo del hemisferio, ya que el centro del campo electromagnético de la Tierra –fundamental para las brújulas de los aviones– se desplaza esa misma cantidad de centímetros en igual período de tiempo. Pienso en las pistas de los aeropuertos alrededor del planeta como pinturas infinitas, retocadas cada cinco años, hasta el fin.

Hay que empezar a trabajar otro proceso de remoción, que –creo– se ejemplifica bien en Two Suns: la aparición del David de Miguel Ángel como el lugar del arte en la muestra, como eso que se autoafirma como tal, que grita “yo soy arte” o “yo soy el David” en relación con todo lo que lo rodea, que no dice “arte” de esa misma forma, que en verdad ni siquiera lo dice, que solo genera una suerte de contexto para enfrentarse con eso que está plantado como arte en su absoluta artificialidad. Rafael Iglesia, un arquitecto argentino, habla del intento de remover “la arquitectura” de la arquitectura, la dimensión “proyecto” de los proyectos, la autoafirmación de la acción humana como tal, para pasar a hacer “cosas” que no digan “soy arquitectura”, “soy proyecto”, “soy algo humano”. Cita el ejemplo de una piedra en relación con una silla: una silla carga con toda la dimensión “proyecto” a cuestas, en cambio la piedra, ocasionalmente, puede servir para que alguien se siente. No está hecha para ser silla, para cargar con un “proyecto”, pero puede desempeñar esa función. Así, dice, le gustaría que fuera el futuro de la arquitectura. 

Uno podría pensar tu trabajo como si construyeras ruinas, construís ruinas contemporáneas… Hay una evidente verdad ahí y has dado quizás con un material, un lenguaje y un modo de decir que está a tono con la contemporaneidad –a pesar, o quizás gracias a, el anacronismo de las ruinas. ¿Por qué pensás que tu trabajo tiene la acogida y el impacto que tiene? ¿Qué cuerdas creés que tocás en los otros, en esta época?

No pienso en el presente, ni en el espectador ni el curador ni en el diario de hoy. Esto no me hace inmune a las noticias ni a tratar de entender el mundo como cualquier otro. Mi nomadismo me empuja irreversiblemente a la realidad global. Estoy abierto y arrojado. Pero de ninguna manera he pensado en por qué o cómo alguien se interesa por lo que hago. Eso es un proceso que está completamente por fuera de mí. 

¿Cuál es la función del arte contemporáneo (en caso de tener una)? ¿Qué lugar está reservado al artista en cada sociedad?

Salvar a la humanidad.