Acerca del misterio


Hoy soy doblemente extranjero aquí en Delhi. Extranjero como todos los invitados, pero doblemente extranjero porque en un encuentro Indo-Italiano, no soy ni hindú ni italiano. Esta extranjería elevada al cuadrado me sirve para situar la razón por la que estoy aquí, por la que acepté encantado la invitación de Sudhir. Pero antes quizás deba corregir lo que acabo de decir.
Porque no es cierto que no sea italiano: tengo dos pasaportes, uno argentino y otro italiano. A éste lo tengo -no teniendo más lazos con la cultura italiana que la que puede tener cualquiera en un Occidente formateado a partir del Imperio Romano- por haberme casado con una italiana, que tampoco nació en Italia.
Tampoco es cierto que sea el único extranjero, pues es claro que todos los somos. No solo porque el inconciente nos hace a todos extranjeros en nuestra propia casa (Kristeva), sino porque el ius solii es una ficción, no existen los locales. Hasta una cultura milenariamente asentada en este suelo como la hindú proviene de otro lado, todos provenimos del Otro. Por un lado por las migraciones, por el peregrinaje fundacional -en este caso de los indoarios, en otro caso podría ser por el abandono de Abraham de su tierra para asentarse en otra, hoy por los aluviones de refugiados que buscan algún lugar- pero no solo por eso. También el Otro se hace presente en la tierra de uno: por aquí han estado los persas, los árabes, los mongoles, los ingleses… No hay entonces autoctonía posible, y no está mal que así sea. Sobre todo tratándose de psicoanálisis, un arte de extranjería.
Esta extranjería al cuadrado me permite contarles la razón de que haya emprendido un largo viaje para estar aquí. Por un lado, porque el viaje en sí mismo me parece una buena metáfora para describir un análisis, que es un viaje hacia otra parte, la más íntima e inexplorada. Un viaje que se emprende sin saber a dónde va a llegarse y así, como decía Goethe, permite llegar más lejos aún. Un viaje que es de algún modo una transformación espiritual (Allouch). Un viaje al corazón de lo espiritual, para pensar quizás el modo en que lo espiritual puede anudarse al psicoanálisis.
Un viaje en donde he venido para aprender. Y ahí se cruzan las dimensiones clínica y política del psicoanálisis. El dispositivo psicoanalítico, en términos clínicos, precisa que el analista se ubique en un lugar marginal, fuera del campo visual de quien se analiza, casi como un resto, un objeto que preserva el lugar protagónico, el de sujeto para el paciente. Un analista con demasiado afán protagónico haría mejor en dedicarse al teatro o buscar un lugar en Hollywood pues entorpecería irremediablemente las curas que conduce. Lo mismo sucede en términos político-institucionales e incluso epistémicos: aproximarse a los bordes del mundo psicoanalítico -India sin duda lo es- para venir a traer congelado un saber constituido en Occidente es, además de una impertinencia, un sinsentido. En psicoanálisis el saber verdadero, el saber textual y no el referencial (Lacan), está en el Otro. Y vengo aquí a escucharlo, aunque ahora me toque hablar.
Nuestros grandes maestros sabían que fuera de Occidente había algo que aprender. No solo por una cuestión de nacimiento -y sabemos que fue aquí donde Bion nació- sino por una cuestión de estructura: los tapices persas que cubrían el diván de Freud o su colección de antigüedades orientales, o la fascinación de Lacan con Japón no hacen más que dirigir nuestra mirada hacia el lugar donde el sol sale antes que en nuestras tierras. Acuñado en el borde de Europa, el psicoanálisis no hubiera existido sin el aporte aluvional de Asia a través de la marea de lenguas y culturas que conformaban el Imperio Austro-Húngaro.
Vengo porque creo que el psicoanálisis está en problemas en Occidente pues ha perdido parte de su misterio. Intuyo que aquí hay una cantera para investigar sobre cómo recuperarlo.
Aquí vengo a recuperar algo del misterio perdido del psicoanálisis. No creo que haya que acercarse a los márgenes del mundo occidental como misioneros que llevan la buena nueva a la que los primitivos deben adaptarse sino abiertos a la contaminación fecunda de la que ha hablado Lorena Preta. Quizás sea más fácil para mí, que aunque tenga pasaporte italiano vivo en un país marginal… hasta cierto punto. Pues Argentina es un país extraño donde el psicoanálisis es popular. Al punto de que hasta el Papa Francisco reconoce haberse analizado, fructíferamente. Allí -según Elisabeth Roudinesco, ver entrevista- se inventó el hábito de analizarse más allá de alguna psicopatología particular; allí el psicoanálisis es parte de la cultura; allí es donde la gran historiadora del psicoanálisis recomienda -a los psicoanalistas del mundo- hacer al menos una temporada de análisis… En ese extraño lugar -el centro del margen, si se me permite nombrarlo así- el psicoanálisis ha alcanzado un grado de madurez donde puede aprehenderse lo que pierde al llegar a ese punto: el misterio originario. Entonces, aquí estoy, para contarles mi experiencia pero sobre todo para reencontrarlo.

Psicoanálisis bárbaro
Como Michaux, soy un bárbaro en Asia. Y es bueno poder situar no solo para quién uno habla, sino también desde dónde uno habla. Mi lugar es el del bárbaro, porque ése es el lugar que corresponde a un psicoanalista, esté donde esté. Solo que hay lugares más propicios para aislar esa especificidad. La sutileza de Michaux está en invertir los roles y ubicarse él mismo, en su visita a Asia, como extranjero. Él es entonces el que no sabe la lengua del otro, el que no habla griego (de ahí, como recuerdan, proviene el vocablo bárbaro, del bar bar, onomatopeya con la que a los oídos griegos, sonaban las lenguas del Otro).
Un italiano, presidente de IPA, decía que ésta tenía una lengua oficial, y era el bad English. Me encantó su definición, no solo porque el mío -como podrán apreciar-es un bad English. No sólo porque he escrito ya sobre los beneficios del leer mal (ampliar, malas lecturas creadoras, Harold Bloom) a los que quizás haya que agregar los beneficios del escuchar mal, cuando la escucha oblicua, al sesgo, extraña y extrañante es la que permite escuchar lo que nadie escucha, lo Otro en lo mismo. El adjetivo bad, que degrada al sustantivo English como lingua franca, la potencia cuando uno le agrega a la lengua -como Bolognini- otro calificativo, el de oficial.
Pues si el bad English es la lengua oficial de la principal institución psicoanalítica del mundo, quizás quienes hablan un inglés perfecto no sean quienes están en mejores condiciones para tomar la palabra. Quizás aquí el ideal de pureza -de la lengua pero no solamente- quede agujereado (aunque sé que aquí es importante, también lo peor de la historia de la humanidad ha venido asociado a la idea de pureza) y entonces podamos hablar -y por lo tanto pensar- en términos impuros, mestizos, contaminados por lo Otro. Como esas lenguas que registran en capas sedimentarias los cruces con el Otro en su historia, las exploraciones y descubrimientos de nuevos mundos, el trajinar de las caravanas de mercaderes, los migrantes y refugiados que asilaron la tierra de origen y los invasores que la asolaron, las bibliotecas que se importaron, los intercambios fértiles que dejaron su huella en la lengua que hablamos. Esa lengua no puede ser sino bad. Quizás el inglés de la India, con su entonación particular, resabio colonial y a la vez lengua oficial, sea también un bad English, es decir, un inglés impuro. Quizás debiera convertir mi propia lengua, el español, en bad Spanish.
En el seno de cada sociedad la idea de pureza funciona como línea de referencia y división (Kakar). Pero puede ser también una maldición. Quizás el modo más extremo y letal de esa idea lo escenifique el nazismo, pero pueden evocarse otros genocidios, nuevas versiones del eufemismo “limpieza étnica”, sea en Rwanda o en el Imperio Otomano, en los territorios disputados de la antigua Palestina o en la vieja Yugoslavia estallada, o aquí cerca, la tragedia de los rohingyas huyendo de la masacre en Myanmar.
Pese a que el psicoanálisis es sin duda una práctica occidental y se practique entre la minúscula porción de privilegiados de esta tierra, clases medias urbanas, quizás encuentre sus fundamentos mirando a Oriente, al menos al Oriente que infiltró a Europa cuando los antiguos imperios se derrumbaban. Pese a que el psicoanálisis alardea de su pureza, su legitimidad se encuentre en lo impuro y las formaciones mestizas en las que el inconciente se muestra y demuestra.
Colón navegó hacia Occidente para encontrar el Oriente, las añoradas Indias y sus especias; yo siento más bien estar haciendo un recorrido inverso: navego hacia Oriente para encontrar la razón de Occidente. Al menos en cuanto al psicoanálisis se refiere.

En torno al misterio
Consultar hoy a un psicoanalista, en Occidente, se ha convertido en un asunto banal, apenas más misterioso que acudir a un odontólogo.
La globalización del psicoanalista como profesional, su presencia cotidiana en las ciudades, la creciente presión legal que obliga a consentimientos informados y adecuación a estándares de seguros de salud, entre muchos otros factores, conspiran contra un elemento de misterio inherente a la función analítica.
No me refiero aquí al misterio como insumo esotérico, ni como vil impostura aprovechable por líderes políticos o religiosos o terapeutas inescrupulosos. Me refiero a cierta opacidad, a la extrañeza inherente al psicoanalista que lo ubica en un lugar transferencial adecuado para generar efectos terapéuticos.
La pérdida progresiva del misterio quizás sea responsable, en alguna medida, del declive de las transferencias hacia el psicoanálisis en muchas sociedades.

Si el análisis ha perdido algo de su misterio original, quizás haya sido -entre otras cosas- por la fascinación que despierta entre nosotros la ciencia.
¿Qué hace ésta frente al misterio? Frente al misterio de la procreación, esclarece el modo en que los gametos se congenian para hacer que la especie se reproduzca. Frente a misteriosos hallazgos de flora y fauna similares a ambos lados del océano, el científico postula una teoría donde ambos continentes estuvieron alguna vez unidos. Frente al misterio de una corona dorada cuyo propietario no sabía si estaba hecha o no solo de oro, Arquímedes postula su famoso principio con un grito de guerra: ¡Eureka! que significa “lo he descubierto”. Ese grito que pronuncia Arquímedes antes de salir desnudo a la calle es el momento en que un misterio deja de ser tal, y se asemeja bastante a un momento de epifanía en la literatura, o al llamado satori, la iluminación en el budismo zen, también a la exaltación de un insight en el análisis.
La ciencia se complace en disolver misterios, se define por iluminar lo oscuro y su prestigio se mide por la intensidad de la luz que arroja. Por eso es siempre mayor en la ciencias duras que en la ciencias humanas, es mayor el prestigio de Newton, Darwin o Arquímedes que el de Freud, Bourdieu o Foucault pues sus descubrimientos son reproducibles y verificables, son más contundentes y tienen consecuencias prácticas, en la manipulación técnica de lo real, asombrosas.
Las ciencias humanas no se llevan bien con la experimentación, refractaria al campo de lo subjetivo. Les cabe mejor la noción de experiencia que la de experimento. La ley científica se detiene ante cada sujeto, que estudiamos en lo que tiene de excepcional. Pensar al psicoanálisis como experiencia implica restituirle cierto misterio, mientras que pensarlo psicoanálisis como experimento -en una mímesis con otras disciplinas- implica, más que su elucidación, su dilución.
Tanto la ciencia como el psicoanálisis precisan de preguntas, pero ahí donde la ciencia requiere respuestas, aún tentativas y provisorias en forma de hipótesis a contrastar, el psicoanálisis elige hacer nacer preguntas de las preguntas. Y para ello es imprescindible el misterio, encarnación de todas las preguntas.
Al final de un análisis, habrá de disolverse la ligadura transferencial y el analista pasará de ser el misterioso destinatario de todas las preguntas a ser menos que nada, apenas un resto excretado de la experiencia. Como en los mejores thrillers, nunca la resolución del misterio está a la altura del misterio mismo. Siempre al final nos encontramos con una desilusión.
Pero lo que al final debe caer, al principio debe existir, y no hay psicoanálisis posible si no se instaura y protege un misterio inicial. Todo conspira para que el analista continúe revestido de ese aura de saber sibilino, de ese aire oracular, de su ajenidad a las veleidades y motivaciones mundanas, rasgos que lo ubican en un lugar entre monje, adivino y sabio frente al cual pueden decirse sin riesgo las cosas más absurdas o peligrosas. Si bien es difícil hablar de lo íntimo con un extraño, hay cosas que solo pueden decirse ante un extraño. Nada como un extranjero para figurar esa extrañeza en estado puro.
Cuando el psicoanálisis se alinea en exceso con la ciencia, pierde parte de su poder. Por un lado, pierde el misterio; por otra parte, por más que la práctica se protocolice, por más que se pretenda investigar basados en evidencias, por más investigaciones empíricas que se lleven a cabo, nunca el psicoanálisis recibe el prestigio que goza la ciencia. Para desmarcarse del lugar de herederos de magos, brujos y chamanes, de ese linaje de la “curación por el espíritu”, bendición o maldición que cae sobre el analista, muchos reniegan de su tradición para identificarse con la figura de un científico, y pierden más de lo que ganan.
Veamos qué hace la literatura con el misterio.
Freud, que postuló una “novela familiar del neurótico”, pensaba -con razón- que sus historiales se leían como novelas. Aunque sea el ensayo el género que mejor se presta para pensar el psicoanálisis, el que mejor lo metaforiza es la novela. Hasta en sus imposibilidades: en épocas de 140 caracteres, parece difícil hoy disponer del tiempo necesario para leer una novela; en tiempos de Netflix, pocos desean dedicarle tiempo a La Guerra y la Paz. Pero quizás haya que pensar cómo surgió La Guerra y la Paz para entender mejor esta novela de una vida que se construye en un análisis. Esa novela monumental fue, en un principio, un folletín.
Manuel Puig, un escritor argentino, decía que el inconciente tiene la estructura del folletín. El análisis se parece bastante a una novela de amor, con sus amores contrariados y ese amor imposible, jamás realizado salvo de modo platónico, hacia ese opaco sujeto que escucha. A veces, en algunos casos, un análisis puede ser también una novela de terror. Por momentos novela histórica, precisa sin embargo, siempre, un gancho que traccione, un suspense, una intriga que capture la atención de quien lee la novela de su vida sin saber que en ese momento la reescribe. En ese sentido, todo análisis es de algún modo una novela de misterio. Como describe Javier Cercas la novela: “un género que busca proteger las preguntas de las respuestas”. Cuesta pensar en mejor definición para un análisis.
La misma estructura del folletín, novelas por entregas que aparecían desde el siglo XIX en Europa y escenificaban conflictos universales propiciando la identificación del lector, es la del psicoanálisis. Entonces los episodios semanales que Dumas o Tolstoi o Salgari publicaban y que luego se convirtieron en Los tres mosqueteros, o en La guerra y la paz o en Sandokán podrían compararse a sesiones de un análisis. Sin un plan estricto, los escritores escribían capítulos y perfeccionaban las tramas mientras aparecían en los periódicos, como sucede con las telenovelas latinoamericanas modernas, capaces de capturar y encender las pasiones de los televidentes.
Entonces cabe corregir a Puig: no es que el inconciente tenga la estructura del folletín, sino que el folletín tiene la estructura del inconciente, por eso captura la atención del lector. El mismo mecanismo funciona en el modo de ver series. Las series de hoy son los folletines de ayer. Y el psicoanálisis no difiere demasiado, en su estructura, de una serie en la que un protagonista va develando sesión a sesión su dramática, dejando siempre un resto de misterio que garantiza que el televidente vuelva a sentarse frente a la pantalla, el mismo resto que garantiza que el analizante vuelva a tenderse en el diván la sesión siguiente. En esa serie de encuentros que es un análisis, un sujeto normal, neurótico, banal incluso, se convierte en héroe trágico. Así explica Ricardo Piglia la atracción que ejercía el psicoanálisis: “En medio de la crisis generalizada de la experiencia, el psicoanálisis trae una épica de la subjetividad”, convocándonos a todos como sujetos trágicos, extraordinarios, habitados por deseos y pasiones portentosas, inmersos en historias de seducción y secreto, crímenes y pecados.
Piglia va más allá aún, e identifica al psicoanalista con un detective.
El psicoanálisis se vincula con las dos vertientes de ese género inventado por Poe en el siglo de los folletines. Por un lado, el policial clásico, inglés, de resolución de enigmas por parte de un detective de intelecto sutil como el Auguste Dupin de Poe, o el Hércules Poirot de Agatha Christie. El psicoanalista ha sido comparado a un detective numerosas veces, una especie de Sherlock Holmes de la mente.
Pero también hay otra vertiente del policial, el de la novela negra nacida en Estados Unidos. Allí no se trata tanto del ingenio analítico inglés sino del detective como desclasado, metido en el barro de los crímenes que investiga, como Sam Spade o Phillip Marlowe, los inolvidables personajes de Hammett y Chandler. Allí es donde aparece también el enigma pero como lugar en donde la ley y la verdad -dice Piglia- no coinciden, como centro secreto de la sociedad. Y el detective -el analista- que se sumerge en ese vórtice, puede interpretarlo porque está aislado de toda institución, tiene la distancia justa, es también un marginal, un extranjero.
El misterio está presente en ambas vertientes del género, y en ambas también está metaforizado el trabajo analítico: el arte de la interpretación de indicios reúne a Sherlock Holmes con el Freud de La Interpretación de los Sueños o el Lacan de la primacía de lo simbólico. Pero el arte de nadar en el fango oscuro, en el centro de las inconsistencias de lo social reúne a Philippe Marlowe con el Freud de Más allá del principio del placer o el Lacan de lo real, o nuestra práctica cotidiana de hoy en día, donde somos menos adivinos que artesanos, menos arqueólogos que antropólogos forenses.
Piglia decía también que los escritores sentían que los analistas hablaban sobre algo que ellos ya conocían, pero sobre lo cual era mejor mantenerse callados. Hay allí -continuaba- una relación ambigua, pues el psicoanálisis, mientras avanza por esa zona oscura que el artista preserva y desea olvidar, hace lo mismo que el arte: construye un relato secreto, una trama hermética, hecha de pasiones y creencias, que modela la experiencia.
¿Qué es una obra de arte sino un objeto que vale en tanto misterioso? El misterio de la mirada de la Gioconda da que hablar desde hace centurias, pero hasta el advenimiento del arte contemporáneo, la pericia técnica del artista y su búsqueda de la belleza velaban el misterio que toda obra de arte verdadera encierra. El arte contemporáneo lleva las cosas al extremo, todo es hoy más claro.
Porque, ¿qué motivo puede llevar a alguien a reverenciar un urinario o pagar millones de dólares por un tiburón en formol? No se trata de Duchamp o Damien Hirst y su maestría técnica, sino en tanto artífices de objetos portadores de un misterio, y en tanto tales capaces de suscitar lecturas múltiples a lo largo de las épocas, objetos opacos que hacen hablar, que nos interpretan mientras los interpretamos. Una obra de arte es un aparato condensador de misterio, por eso recorremos distancias inverosímiles para contemplarlas y construimos gigantescos estuches -los museos- para alojarlas.

La religión tiene -desde los cultos mistéricos griegos y romanos, provenientes en realidad de Asia- un lazo de origen con el misterio.
Misterio proviene del vocablo latino, mysterium, que a su vez proviene del griego mysterión , derivación de myo, que significa cerrar los ojos y, más antiguamente, cerrar los labios. Hay allí una conexión con la raíz indoeuropea mu, el sonido que puede hacerse con los labios cerrados. Al tratarse de un saber esotérico, solo podía transmitirse a los iniciados y no podía siquiera hablarse de ellos fuera de ese círculo.
Si aprovechamos la sabiduría de la lengua, aparecen dos rasgos asimilables a la posición del analista, pues son los que permiten el surgimiento de la escucha: cerrar los ojos, cerrar los labios. Una renuncia a la mirada, de algún modo, permitió el surgimiento del psicoanálisis, una práctica en la que, pese a que el analista de cuando en cuando interprete, por lo general calla -cierra los labios- mientras escucha.
Esa raíz mu, es homofónica y remite a un ideograma que se pronuncia Mu y que, en japonés, señala lo que quizás esté detrás de todo misterio.
Foucault ubicaba al psicoanálisis como el heredero de las prácticas de cuidado de sí, propias de algunas escuelas filosóficas griegas. En ambos lugares se trata de las relaciones del sujeto con la verdad, la transformación del sujeto al acceder a su verdad (Allouch). Y la verdad, en psicoanálisis al menos, está emparentada a lo sexual, otro misterio que los misterios dionisíacos ponían en primer plano. El plural latino Misteria, casi homofónico con Hysteria, nos pone tras una pista: la histérica es quien se encarga, desde el origen del psicoanálisis, sea de modo paródico, sea con sutileza y gracia, a través de sus intrigas y pausas, sus semblantes seductores o engañosos, de hacer del misterio un motor del trabajo analítico. Cuando decimos que un sujeto tiene que histerizarse para que un análisis tenga lugar, se trata de convertir ese misterio, transferencia mediante, en algo operativo.

Sócrates, más que Arquímedes
La transferencia no fue calculada a priori; sorprendió a Freud, quien logró sostenerse allí donde Breuer no. No deja de ser un misterio su aparición, el surgimiento del amor allí donde cabría suponer que con el respeto alcanzaba.
El misterio es el centro gravitatorio en torno al cual orbita la vida de un sujeto, y no hay manera de develarlo sino cuando ese centro se desplaza transferencialmente, en una ficción fenomenal, en ese desconocido que advendrá al lugar más importante, más íntimo y a la vez más exterior, el analista.
Analizarse implica seguir el hilo de ese misterio encarnado, el de las determinaciones históricas que nos signan como sujetos, en ese otro que es el analista. Ese locatario transitorio de la opacidad transferencial es quien encarna una pregunta, y esa pregunta encarnada es lo que hará trabajar arduamente a quien se analiza. Recordemos lo que decía Derrida, sin saber que señalaba un lugar al analista: es el extranjero quien porta las preguntas. Un análisis es la historia -siempre retroactiva- del despliegue de esas preguntas.
Como en los antiguos misterios dionisíacos, hay algo iniciático en la formación del psicoanalista, un rito de pasaje en el que han de darse pruebas de haber atravesado un umbral, donde algo misterioso deja de serlo. Que el final de análisis sea ese momento de bisagra -en el que un analizante deviene al fin, luego de un largo proceso, analista- nos pone en la pista del misterio del que se trata.
Luego de años de supuesto “autoconocimiento”, el resultado paradójico de un análisis de formación es producir un extranjero, alguien que acepta ocupar -no sin costo- ese lugar.
Si hiciera crítica de cine, ubicaría aquí una frase: “Alerta spoiler” para que quien no quiera escuchar se tape los oídos, para que quien no desee saber cómo termina la película del análisis mantenga la ilusión. El secreto que develo es que no hay nada atrás. Al fin del misterio hay nada. Borges lo escribió: solo se pierde lo que nunca se ha tenido.
El encuentro con ese vacío constutivo es lo que diferencia al análisis de un adoctrinamiento. Pues el descubrimiento de esa nada implicará para el sujeto que se analiza recoger el sedal, recobrar la transferencia de credibilidad, liberarse del analista y a través de él liberarse de todo amo, excepto de su inconciente. El misterio acaba y así el deseo empieza.
Cuando uno recibe un regalo en Japón, aún minúsculo, se encuentra con un paquete que envuelve otro paquete que a su vez envuelve a otro. La ansiedad occidental por llegar al fondo de las cosas -por descubrir el regalo que el packaging ocultaría- impide ver que el verdadero regalo es el envoltorio mismo, y lo que envuelve es un misterio. La envoltura vale por lo que esconde, protege y designa (Barthes).
Una envoltura también puede tener la forma de sileno, una suerte de sátiro cuya figura podía funcionar entre los griegos como alhajero. Lacan utiliza esa figura para describir a Sócrates, viejo y poco agraciado, capaz sin embargo de despertar el deseo del joven y hermoso Alcibíades. Si Sócrates tenía tal poder de captura del deseo era porque envolvía algo tremendamente valioso, una joya. A esa joya Lacan la denomina -siguiendo a Platón- ágalma, uno de los nombres del objeto que causa el deseo, una de las claves para entender el misterio que encarna el analista, una de las cifras para aprehender algo de ese otro misterio que es el amor, y su forma más misteriosa, el amor de transferencia.
El psicoanálisis precisa del misterio, requiere una atmósfera neblinosa donde su práctica no esté del todo clara. No porque claudique en sus pretensiones: el rigor conceptual del psicoanálisis y las exigencias del adiestramiento de los analistas no van a la zaga de la de ninguna ciencia, y en muchos casos es mayor a la de muchas especialidades médicas.
El psicoanálisis precisa del misterio porque, por un lado, tanto el modo de construir teoría como el modo de interpretar es alusivo, al sesgo. Guarda más afinidad con la poesía que con la prosa, se potencia en los claroscuros, en los matices, en el arte de las veladuras. El analista promete sin decirlo las claves de lectura de un misterio, pero a la vez las escamotea.
Por otro lado, el misterio vela el vacío central, esa nada que nos constituye y cuya visión se asemeja a la de la Gorgona, horror insoportable que petrifica a quien la mira desprevenido. El misterio es también un reaseguro provisional contra la angustia.
Rescatar la marca de extranjería que define al psicoanálisis desde sus inicios, y que hoy en día se diluye vertiginosamente, implica recuperar cierto misterio. Quien nos consulta cree que paga para develar un misterio, pero en verdad paga para que ese misterio exista.

Pensar desde cero
La arrogancia es consustancial a Occidente. Allí, decía Borges, todos somos griegos y judíos, ésa es nuestra herencia fundante. Freud escribió algo parecido cuando le escribía a Romain Rolland: ”Trato ahora de penetrar en la jungla hindú de la que hasta ahora me había alejado cierta mezcla de amor griego por la mesura, moderación judía y ansiedad filistea”.
Si tras el misterio hay una cierta nada oculta con esmero, el Barroco es el punto cúlmine de su velamiento. Aristóteles decía que la naturaleza -también la humana- tiene horror al vacío. La sociedad de consumo no es otra cosa que la fabricación incesante de objetos que prometen cegar el vacío central en cada sujeto. En Oriente conviven mejor con ese vacío, para nosotros es un arduo trabajo descubrirlo.
Quizás no sea casual que la cifra 0, una revolución matemática, haya sido inventada en India. El 0 no está en Grecia ni Israel. Las representaciones de los números en esas culturas eran alfabéticas -la misma cifra servía como letra y número- y se trataba de sistemas numéricos ambiguos y muy limitados. Los números romanos, una cadena interminable de letras que hacían imposible cualquier cálculo, son una muestra de la torpeza de Occidente en ese punto.
Tras el misterio, el agalma, el objeto precioso que imanta la transferencia. Tras el agalma, la nada: Sunya, el vacío.
El invento indio -llevado a Occidente por los árabes- es más complejo que la mera indicación del vacío -el Mu de los japoneses- pues habían descubierto una numeración de posición: el valor de un número no era absoluto sino que dependía de la posición en la que se encontrara, del lugar.
Me gusta pensar que estoy acá en Nueva Delhi pensando en términos posicionales también, y que hablar de represión o de inconciente aquí ha de ser distinto que hacerlo en Londres o en mi país. Me gusta someter a los conceptos a esa prueba de lo extranjero. Aunque el resultado sea incierto, aunque implique cuestionar nuestras certezas y tener que volver a pensar todo, desde cero.
Mariano Horenstein