Oír imágenes

El psicoanálisis, aun cuando entrañe una íntima y evidente relación con las palabras, se ha ocupado de las imágenes desde sus orígenes. De múltiples maneras el arte ha incidido en el descubrimiento de Freud, quien incluso llegó a comparar su trabajo, por momentos detectivesco, con el de un experto en arte como Giovanni Morelli.

La relación entre psicoanálisis y artes visuales ha sido desde entonces fértil, y ambos discursos se contaminan mutuamente de diversas maneras. Es imposible resumir un flujo de influencias recíprocas que desborda en su riqueza cualquier esquematismo. Pero si tuviéramos que diseccionar el modo en que el psicoanálisis se ha aproximado a las artes visuales, podemos reconocer dos líneas prevalentes.

El primer acercamiento del psicoanálisis hacia el arte tiene el enojoso tono de lo que se ha llamado psicoanálisis aplicado. Desde este ángulo, se trata de hacer trabajar la compleja maquinaria teórica psicoanalítica para interpretar y hacer inteligible el enigma de la obra de arte e incluso la psicología del creador.

La segunda aproximación, en cambio, convierte a la obra de arte en una ilustración —a menudo anticipada, pues el artista siempre va al menos unos cuerpos por delante del analista— de algún punto teórico o clínico.

En tanto disciplina de la cultura, es improbable —e incluso indeseable— que la omnipresencia de las imágenes en la contemporaneidad le sea ajena a cierta mirada psicoanalítica. Las cursivas no hacen sino subrayar lo que en verdad es un oxímoron, pues si un psicoanalista mira, lo hace mientras escucha. Y quizás sea cierto que, como escribiera alguna vez D. H. Lawrence, “los oídos llegan más profundo que lo que los ojos pueden ver”.

Así como John Berger pudo investigar acerca de los modos de ver, queda aún abierta la cuestión de los modos de oír. Entre ellos, quizás pueda pensarse lo que implica oír las imágenes, explorar lo que pueden decir las imágenes —lo que conforma el campo de la Mirada— en cuanto se las interpela desde una disciplina que hace de la Escucha, de cierto tipo de escucha, su herramienta fundamental.

El presente itinerario de investigación pretende sondear la posibilidad de un nuevo espacio, distinto a las dos líneas habituales, uno que surja de la interlocución entre artistas y psicoanalistas donde ambos discursos se provoquen —en todos los sentidos imaginables— mutuamente.

Tal espacio, en caso de que sea posible, partirá de obras y artistas singulares, porque el terreno de la generalidad le sienta mal al psicoanálisis, donde se trata siempre —sea en su clínica como en las zonas de frontera con la fotografía o la literatura— de una disciplina que avanza caso a caso.

Las incursiones que haremos sobre esas obras se proponen abandonar toda arrogancia. Recreando aquel manifiesto contra la interpretación enunciado por Susan Sontag décadas atrás, se trata de renunciar a aquello que tienta hacer, a aquello que incluso los artistas mismos en ocasiones demandan, arrogarse el lugar de quien dota de sentido a obras que han de funcionar como un interrogante.

Se tratará entonces de recuperar la capacidad cuestionadora de fragmentos, jirones de imágenes, para producir articulaciones teóricas que, si están bien orientadas, desplazarán las fronteras del conocimiento algunos milímetros más.

La vía que seguiremos, si ha de distinguirse por algo, será por preferir los caminos subalternos, rurales y accidentados, frente a las consabidas rutas de la academia. Caminos donde el lenguaje con que se los atraviese sea más tributario de la lentitud y la vaguedad, e incluso del misterio que reconocemos en las obras que nos importan, que de la precisión de una comunicación pretendidamente aséptica.

Se tratará de textos que no necesariamente pertenezcan a alguno de los dos campos en diálogo, textos destinados a habitar una zona intermedia, entre el psicoanálisis y las artes visuales, objetos inventados y escritos en un cristal líquido que no garantiza permanencia alguna, objetos fugaces, ni de uno ni de otro, copias fantasma de ese otro objeto, en última instancia inaprehensible, que se adivina tras toda imagen.

Si los textos producidos se muestran incapaces de iluminar algún aspecto de las imágenes sin cegar al mismo tiempo su inquietante opacidad, si no producen una interrogación a doble vía, si en cambio banalizan aquello que en el arte permanece siempre refractario a su aprensión, habremos fracasado.

En la inevitable selección de un artista, en el recorte de alguna fotografía o pintura o escultura o película, operará  la subjetividad de quien escribe. No se trata entonces de ninguna pretensión de alcance general, sino de un encuentro de subjetividades a partir de objetos fronterizos que no son de uno ni de otro. Esa zona de frontera, que podría desaparecer con la misma fugacidad con la que desaparecen las imágenes en una pantalla, procurará entonces, a través de esta serie de textos, ser provista de una cartografía provisional.

Ojalá, y éste es nuestro deseo más íntimo, logre mapear algo de lo que aún no haya sido dicho. Y si ha de fracasar, que lo haga, entrega a entrega —en la estela de Beckett— cada vez mejor.

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