Freud en Kabul

(Imagen de Adrian Paci)

I Pensaba de qué hablar hoy, y un título me venía en mente: Freud con Lacan, que me serviría para pensar la segregación, ese modo privilegiado de la violencia contemporánea, además de forma constitutiva de los agrupamientos humanos.

Después pensé, mejor Freud con Zizek, para analizar las formas de la violencia a través de su distinción -simple y compleja a la vez- entre la violencia subjetiva, visible, y las formas objetivas, invisibles, de la violencia: la violencia simbólica y la violencia sistémica, consecuencias de la imposición de un universo de sentido una, y efecto de un sistema político y económico la otra.

Pero al final me quedé con Freud con Benjamin. Pensaba así rescatar el nexo que los aparea. Por un lado, ese carácter -común a ambos- de ser “hombres del extranjero”, su posición periférica ante la lengua y la cultura que habitaban.

Por otro lado, la contemporaneidad de sus investigaciones: Benjamin, a partir del mutismo de quienes volvían del desastre de la Gran Guerra, teorizaba acerca de la pérdida de la experiencia. También constataba cómo se evaporaba cierto “espíritu de la narración”, ligado a la oralidad y las historias que los mayores contaban en torno al fuego. Cerca de allí, Freud afinaba un dispositivo que fundaba un nuevo tipo de experiencia, casi una cámara artificial donde se restauraba la experiencia perdida a través de los efectos subjetivantes de una (auto) narración oral.

Pero sobre todo -lo dijo Benjamin pero está presente, aunque con ambivalencia, en el espíritu de Freud- ambos carecían de una confianza ingenua en el progreso; constataban que la cultura no es una superación de la barbarie sino apenas su reverso. Bastarían apenas unos años para confirmarlo, con el advenimiento del nazismo y el descenso a los infiernos del pueblo más culto de la tierra.

Existía un siglo atrás otra peste devastadora, la llamada gripe española. Aunque quizás la verdadera peste sea la corrupción de la palabra, corrupción que es también corrosión del lazo social, que empieza siempre por una corrupción de la lengua.

II Para seguir debo hacer una digresión personal: unos quince años atrás, quizás antes, estaba en una suerte de crisis de “vocación”. Me había formado como psicoanalista muy joven -al menos para nuestros estándares- pero en vez de aprovechar el ímpetu inicial, me detuve en una demora inexplicable. 

Había intentado renovar mi interés inventando una revista, Docta, que hoy existe por derecho propio, que rescataba una tradición en la que el psicoanálisis pertenece al caldo de la cultura más que al de la ciencia, donde la palabra “científica” con la que nos congregamos, no acaba de convencer.

Trabajaba, claro, de eso vivía, pero encontraba nuestro discurso algo obsoleto, nuestras fórmulas gastadas; nada me inquietaba en la clínica y me cansaba la repetición de consignas teóricas. 

Además de comenzar un nuevo análisis, con alguien por completo ajeno a mi ciudad e institución, encontré una posición y una temática que me cautivaron, devolviéndome tanto un deseo intenso por el trabajo clínico como el de pensar y escribir al rescoldo de esa clínica.

Esa tríada entonces: 1) un análisis puertas afuera, 2) un lugar a descubrir -el del analista mismo como extranjero-, y 3) un tema -todo lo escrito en torno al horror concentracionario, Auschwitz como paradigma de ese horror-, me devolvieron a una posición donde el deseo del analista ocupa el centro gravitacional.

Una posición donde el analista es menos arqueólogo que antropólogo forense. A la manera de Antígona, orientado por un deseo inoxidable, sin evitar aquello que George Steiner nombraba como la inevitable tristeza del pensamiento.

III Hasta este domingo, no sabía bien de qué hablaría. Solo sabía que quería proponer apenas unos apuntes para abrir la discusión.

Y no podía sacarme de la cabeza una imagen seguramente presente en la retina de todos: Kabul. Un lugar que no conozco pero con el que he soñado, donde se han presentificado el caos y el horror contemporáneos. Un lugar donde se concentra no solo la tragedia silenciosa de los inmigrantes y refugiados, sino la quienes no alcanzan el dudoso privilegio de serlo, atrapados en un país donde el fundamentalismo ha retornado, si es que alguna vez se fue. Pensé entonces otro título: “Freud en Kabul”.

Si no somos capaces de inscribir esas imágenes como fondo de pantalla de nuestras reflexiones y de nuestro trabajo clínico, tan lejos de Kabul, no tiene demasiado sentido lo que hacemos. No me interesa un psicoanálisis que no se deje interpelar por la contemporaneidad, aun a riesgo de obligarnos a decir que no tenemos gran cosa por decir.

No creo que imaginar a Freud en Kabul sea un ejercicio de psicoanálisis aplicado, o una extensión abusiva de nuestra disciplina a campos donde su legitimidad no está asegurada, como lo está dentro del dispositivo. Antes pensaba eso.

Hoy pienso que si no logramos entender algo de lo que se juega en Kabul, tampoco lograremos entender las formas de la crueldad en la clínica, el goce de la destrucción, el sadismo, la tensión agresiva en la transferencia, la pulsión de muerte en sus más insignificantes manifestaciones. 

Como si habitaran una banda de Moebius, el interior y el exterior del dispositivo analítico -aun asumiendo un riesgo de cierta dilución- están en continuidad.

Lo que sucede puertas afuera del consultorio, si estamos permeables a ello, incide en lo que pasa dentro. Y no solo a nivel de la microscopía clínica cotidiana, sino también en las teorizaciones que nos orientan. 

No existiría el “Más allá del principio del placer” sin las atrocidades de la Gran Guerra. Y dudo que la concepción que Lacan tenía de la segregación y su idea acerca de lo Real sería la misma sin la existencia de los campos de exterminio nazis. Aun no se han apagado los ecos del “Suceso”, como se llamó a Auschwitz, y sus precursores como el genocidio armenio y sus réplicas en los Balcanes o Rwanda. Pero pareciera que hoy el horror aparece de modo más insidioso, en caravanas de migrantes o refugiados que no encuentran lugar.

¿Cómo alojaremos lo que sucede en nuestras teorías?

¿Sigue siendo válido el postulado freudiano del monoteísmo como un supuesto “progreso en la espiritualidad”, cuando la barbarie religiosa -por lo general monoteísta- es la que encarna el mayor horror contemporáneo? El fundamentalismo cristiano invade territorios y pone coto provisorio al fundamentalismo islámico, que resurge potenciado hoy. Los sincretismos y politeísmos orientales -como el de Japón o la India- aun sangrientos, se han revelado más tolerantes que las religiones del Libro, supuestamente más civilizadas. Desde principios del siglo pasado -señaló Cabral siguiendo a Hobsbawm- se vienen degradando hasta las formas de hacer la guerra, que solía ser un asunto sujeto a normas, civilizado. Las potencias imperiales, antiguamente, al menos dejaba virreyes y tramas de contención simbólica al retirarse de una invasión. Las imágenes de Kabul hoy muestran una especie de la que es difícil sentirse orgulloso.

IV Me interesa pensar contra mí mismo, contra las propias certezas.

Cuando encontré en Foucault el modo en que ubicaba a Freud como un fundador de discursividad, me fascinó. Permitía pensar cómo la ciencia, que tiende a olvidar a sus fundadores, no es el territorio propicio a nuestra práctica, en nuestro campo que siempre sería freudiano. De ahí nuestra insistencia en nombrar a Freud a cada rato, cuando ni los físicos hacen lo propio con Newton, ni los químicos con Lavoisier. De ahí que sus textos son clásicos a los que volvemos, sin que ningún nuevo paperlos desplace del todo.

Hoy ya no me convence esa posición. Hoy me gustaría pensar más allá de Freud y los grandes teóricos que lo siguieron. Me gustaría componer textos donde no haya una sola cita freudiana ni lacaniana, aunque cada frase que pueda escribir presuponga esas lecturas. Textos donde la misma idea de ortodoxia-la opinión correcta, la cita precisa- quede desmantelada en aras de la heterodoxia de pensar en el vacío, en circunstancias inimaginables un siglo atrás, aun sabiendo que el futuro siempre es una composición que apela a materiales antiguos; y que la repetición acecha.

Si Arquímedes pedía un punto fijo para mover el mundo, yo busco un punto de exterioridad para pensar la intimidad. Se piensa mejor el centro desde el margen. Y del mismo modo que desde el sur del sur hemos podido desarrollar avances teóricos y clínicos que en metrópolis como Londres o París ignoran olímpicamente, también lo es que cuando pretendemos convertirnos en centro sucede lo mismo. Así, preciso del psicoanálisis en lengua portuguesa para interrogar el que practicamos en castellano. He aprendido más de Freud en Teherán, o de Lacan en Nueva Delhi, que en el país donde me formé, donde hasta los taxistas saben quiénes son Freud y Lacan.

Por eso es preciso imaginar a Freud en Kabul, aunque casi no cite aquí a Freud y jamás haya estado en Kabul.

V Hasta este domingo, cuando me puse a escribir algunas notas, no sabía bien qué iba a decir hoy, salvo que no debía estar alejado de lo que sucedía en Kabul. Allí donde el retorno triunfal del fundamentalismo nos debería hacer pensar qué lógica se juega. Si la de lo reprimido que -como siempre- retorna, o la de lo forcluido en lo simbólico que vuelve como estallido en lo real.

Existe una relación entre cierto lugar -los campos de concentración- y un movimiento, las migraciones. Una migración es la promesa anticipada de un campo de concentración; que a su vez lo es de una migración. Al retirarse EEUU, Afganistán entero, si entiendo la lógica de lo que ha pasado, ha quedado convertido en un gran campo de concentración donde los carceleros son los talibanes. La imagen del último avión estadounidense despegando de Kabul, mientras los talibanes festejan con fuegos de artificio, es asimilable a la claudicación de los soldados holandeses de la ONU que debían proteger Srebrenica, un supuesto safe heaven. O a la del ejército israelí en el Líbano ocupado, permitiendo que milicias cristianas ejecuten un genocidio en Sabra y Chatila. Quienes supuestamente deberían encarnar la ley claudican en su función, dejando a las víctimas expuestas a lo peor.

El domingo temprano sucedió algo: participé de una discusión clínica con colegas del norte de Latinoamérica, una región de la que ignoro casi todo, pero a la que se tiende a pensar, desde la miopía de nuestra excepcionalidad rioplatense, con alguna condescendencia. Además de sorprenderme la lucidez clínica con que el caso era presentado, dos hechos llamaron mi atención. Uno discursivo, ambos relativos a las condiciones que enmarcaban el análisis del que se daba cuenta. En un momento, la colega venezolana que presenta dice, relatando la historia del caso, que al paciente “lo vio … por teléfono”. Ver a un paciente por teléfono, hoy en día, se ha convertido en una práctica estándar, pero no debiéramos naturalizar su extrañeza, ni las posibilidades heurísticas que ofrece el cruce entre el viejo registro de la Mirada médica -desbrozada por Foucault- no solo cuando aparece la Escucha, nuestro territorio, sino cuando desaparece mientras trabajamos como avatares, deshaciendo fronteras que parecían infranqueables.

El otro hecho, que tampoco quiero naturalizar, es que tanto quien presentaba el caso como el paciente, habían emigrado a distintos países -una suerte con la que muchos en Kabul no cuentan- y hablaban desde ese éter viscoso que habitamos todos hoy, el de esta virtualidad que pareciera haber llegado para quedarse. 

Escuchando ese relato, me daba cuenta que quizás no haga falta trasladarse a Afganistán para hacerle lugar -al menos en la reflexión de los analistas- al fundamentalismo creciente en el planeta. Por otra parte, no hay mejor modo de deshacer el fundamentalismo teórico que a veces nos acecha que ver en qué se convierte cuando deviene praxis desde el poder.

Hemos aprendido a cuidarnos de la identificación imaginaria con el otro, el paciente, pero también el analista o el supervisor, pues nos enceguece y ocluye nuestra capacidad de escuchar. Los psicoanalistas tenemos la obligación de desidentificarnos -aun sabiendo sostener sus semblantes- con las figuras ideales que nos fascinan, aquellas que gozan de algún poder o renombre en la ciudad. 

Y debemos en cambio -creo- identificarnos con esos objetos maltrechos, con ese lugar que el otro en tanto extraño tiende a ocupar. Uno de los aspectos más dificultosos de este oficio es soportar ocupar ese lugar de objeto, de resto, de desecho. Ese lugar de objeto encarna lo distinto e inquietante, y puede estar figurado por la mujer, el negro, lo queer, el indígena, el judío, el palestino. Ese otro obligado a migrar, el extranjero que ha de expatriarse no solo porque no hay lugar para él en la tierra que sentía suya, sino porque -en una dinámica primitiva- su expulsión asegura la identidad de quienes lo expulsan.

Hace años, al presentar un libro aquí, cité un comentario rabínico antiguo, donde se relataba lo siguiente: “Puede hallarse un caso en que un justo persigue a un justo, y Dios está del lado del perseguido; cuando un malvado persigue a un justo, Dios está del lado del perseguido; cuando un malvado persigue a un malvado, Dios está del lado del perseguido, y hasta cuando un justo persigue a un malvado, Dios está del lado del perseguido”. 

Creo que el psicoanalista -como ese Dios- también tiene que estar del lado del perseguido.