Entrevista en Docta-Revista de Psicoanálisis

(Realizada por Marcela Armeñanzas y Adriana Pontelli, publicada en el número 15, Primavera 2020)

Mariano Horenstein es un psicoanalista multifacético en sus quehaceres que exceden su práctica clínica: editor, escritor, Director de Instituto. Tiene además múltiples lazos con diferentes disciplinas, tales como el arte y la literatura, con las que mantiene una relación fecunda. Fue editor en jefe de la Revista Calibán de FEPAL. Pero previamente dirigió la Revista Docta desde su creación, en la primavera del 2003 hasta el año 2010. En el editorial de la primera publicación escribió: “El número de Docta que el eventual lector tiene entre manos no es homogéneo, está tejido en telares diferentes, con hilos de diferente espesor y textura (…)”. Este número titulado Lazos pretende tomar algunas hebras de aquella trama.

Ser director de la edición de una revista de psicoanálisis, lejos de la soledad en que transcurre la clínica, es un espacio poblado por diversos actores y autores cuyos trabajos se entretejen en una producción colectiva ¿Qué te atrae y qué te convoca de esta función? ¿Qué complejidades señalarías?

La tarea editorial, que pude llevar a cabo tanto en Doctacomo en Calibán,me resulta apasionante. En ambas revistas participé desde su gestación, en el diseño editorial, y disfruté tanto el tiempo en el que fui su editor como ahora, viendo desde cierto margen cómo siguen haciendo cada una su camino, con las marcas que los nuevos editores les imprimen. En ambas he trabajado con colegas y amigos queridos y creo que hemos podido de algún modo transmitir un testigo, como el que se pasan de mano en mano los corredores de carreras de postas. De ese modo, hay un aprendizaje colectivo, tenemos revistas que aprenden y crecen a partir de la experiencia.

Pienso que si uno se aparta de la idea de una publicación psicoanalítica como una mera colección de artículos, los editores, al armar el mosaico de contenidos que implica cada número, funcionan como autores que conjugan textos e ideas de otros para armar algo que sea mejor aun que la suma de sus partes. 

Es complejo editar en psicoanálisis por muchas razones. Algunas tienen que ver con el marco institucional, pues no es lo mismo editar en una sociedad pequeña como la nuestra que en una federación latinoamericana: cambia la escala y por ende el tipo de dificultades. No es sencillo lidiar con el narcisismo que todos, en tanto autores, tenemos. Y más todavía en una disciplina tan heterogénea como la nuestra, habitada por tantas corrientes de pensamiento distintas. El desafío es ser plural y a la vez consistente, abierto a otras disciplinas y a la vez específicamente psicoanalíticos…. Un editor de una vieja publicación psicoanalítica norteamericana decía que el de editor no es un buen lugar para hacerse querer: si pide cambios o rechaza un texto, desata el malestar en el autor; si lo acepta sin reservas, el autor siente que eso es lo menos que su texto merece… En ese sentido, puede ser una tarea ingrata, pero al mismo tiempo permite un trabajo de lectura, una interlocución con autores diversos que enriquece.

Una publicación obliga a mostrar lo que se hace, a dar cuenta de ello, a exponerse en el mejor de los sentidos, y no es fácil lidiar con eso. De todos modos, en una sociedad de la escala de la nuestra, lo importante es que todos podamos escribir y publicar, y Docta en ese sentido ha sido una plataforma de ensayo, un laboratorio en el que casi todos los miembros, de un modo u otro, han podido exponer sus ideas por escrito. Y eso es algo que me alegra a mí y a muchos. Al mismo tiempo, en tanto reconfigura el mapa de las transferencias, una publicación, lo pretenda o no, se convierte en algo ligeramente urticante. Una publicación siempre es frágil, todo el tiempo está amenazada su continuidad. Pero con esa fragilidad, gracias a esa fragilidad quizás, se convierte en un espacio deseante como el de Docta, que avanza, año a año, convirtiéndose de a poco en una pequeña tradición de nuestra institución, y una carta de presentación hacia el afuera.

El género que elegís para transmitir el psicoanálisis es el ensayo, distanciado de un escrito académico. El lector puede detectar en tu escritura un tejido polifónico de voces múltiples provenientes de diversos focos de la cultura, lo que Roland Barthes señalaría como una disolución del yo en una pluralidad de referencias intertextuales, cuyo origen se pierde ¿Este estilo propio se vincula con esa particular relación del analista escritor con el lenguaje?

La relación entre el psicoanálisis y la escritura puede ser pensada desde muchos lugares. Por lo pronto, es difícil encontrar una disciplina -fuera de la Academia donde existe una presión externa a escribir y publicar- donde se escriba tanto como en la nuestra. Más allá del valor que puedan tener los escritos teóricos o clínicos de los analistas para quien los lee, creo que tienen valor para quien los escribe, y quizás sea un modo necesario de hilvanar, de articular, algo de lo que sucede en la clínica. Lo que sucede en nuestros congresos, donde por momentos pareciera haber más gente dispuesta a leer sus textos que gente dispuesta a escucharlos, solo se entiende desde ahí: escribir la práctica tiene una función clínica.

Ahora bien, ¿cómo escribirla? Me parece que hay una tradición cientificista que toma acríticamente los modos de exposición de la ciencia, quizás más presente en las publicaciones anglosajonas que en las latinoamericanas, que muchas veces tienen una aparienciade rigor. Creo que la escritura del psicoanálisis tiene que ser afín a su objeto, y si el inconciente es evanescente, pulsátil, difícil de aprehender, si puede jugar con las contradicciones sin problemas y aparecer en sueños y chistes, si se muestra mejor en los actos fallidos que en las frases perfectas, tenemos que encontrar un tipo de escritura que le sea fiel. Y para mí el ensayo es el género que mejor se acomoda a la estructura del inconciente, el ensayo entendido como un género omnívoro y lúdico, tentativo y abierto. Por eso prefiero ese -este- modo de escribir antes que el papercientificista, o a la narrativa para contar el psicoanálisis.

Si uno se pone a ver, la escritura de Freud, que era un gran escritor, es ensayística. Y creo que no fue por una posición previa al encuentro con la clínica, sino como una consecuencia de sus descubrimientos. Casi con pesar Freud reconoce que sus historiales se leen como novelas, no obstante el modo en que él da cuenta de esas novelas familiares es a través del ensayo. Y el ensayo, como su propio nombre dice, ensaya, busca, es un género digresivo que explora las ambigüedades, los claroscuros, en cierto isomorfismo con el inconciente.

Si implica, como dicen, una disolución del yo en la intertextualidad, al mismo tiempo el ensayo -al menos como yo lo entiendo- requiere que quien escribe muestre sus cartas, que aparezca el autor en algún lugar. No por veleidad narcisística ni en tanto amo de lo que diga, sino en sus fracturas, en sus vacilaciones, en sus preguntas.

La cuestión de la extranjería aparece en tu obra como un relámpago de fulgor persistente, tomando una expresión de Pablo Neruda. Esta noción caracteriza el lugar del analista que sostiene la inquietante extrañeza frente a la lengua y al inconsciente e implica un movimiento de avance hacia territorios no explorados ¿Qué circunstancias favorecieron el hallazgo de la idea de volverse extranjero?

Pienso que la idea de extranjería hilvana muchas de las particularidades de la práctica psicoanalítica. En lo personal, una historia de migraciones -familiares y propias- seguramente ayudó a sensibilizarme acerca de este tema. Pero en un país como el nuestro, con escasos restos de las culturas aborígenes, todos somos descendientes de extranjeros y no hay que remontarse a tantas generaciones atrás para encontrar una migración. A pesar de eso, existe cierta glorificación de la autoctonía, como si muchos necesitaran una relación casi natural con un territorio y sus emblemas. 

También el estar abierto a otros discursos o a la experiencia del viaje, me hacen permeable a la idea de extranjería. Pero más allá de lo personal, que a fin de cuentas no importa tanto, la sola práctica del psicoanálisis demuestra la existencia de eso que es extranjero dentro nuestro, éxtimo, el inconciente que subvierte toda posición autónoma o autóctona. Pienso que es imposible convertirse en analista si uno no está dispuesto a extranjerizarse, a dejarse tomar por esa extranjería que aparece en cuanto le hacemos lugar. No es cómodo estar en ese lugar, pero tampoco me parece que el lugar del analista deba ser un lugar cómodo.

¿Cómo se ha jugado y se juega en vos la tensión siempre viva entre la tradición y lo nuevo?

Tradición e invención están en tensión permanente. Una tradición sin invención se convierte pronto en un culto estéril a los orígenes, una glorificación del pasado que suele volvernos inoperantes en el presente y miopes para advertir el futuro. Pretenderse inventores sin atender a la tradición que nos ha llevado a donde estamos, es una posición arrogante e ignorante que nos puede llevar a pretender descubrir cosas que ya han sido descubiertas (aun cuando, en cada análisis, en cada formación, uno debe reinventar, redescubrir, reapropiarse a título singular lo que otros han hecho antes). 

Me divierte cierta posición irreverente frente a la tradición, pero no porque no respete a mis mayores, sino todo lo contrario. Si podemos ir más lejos, es gracias a la genealogía de quienes nos precedieron. Solo que no me parece que eso deba fijarnos a una religión de homenaje a los orígenes: nuestro deber, como sujetos y como analistas, es ir más lejos. Si la tradición es una figura ligada al padre, se trata de ir más lejos que él, valiéndonos de él. Y solo considero verdaderos maestros a quienes desafían a sus discípulos a sobrepasarlos a su turno, no a quienes gozan infantilizándolos eternamente.

Creo además que de lo que se trata, en la tradición que nos importa, no es la transmisión -tradición es transmisión- de conocimientos o de rituales, sino la transmisión de una falta, y por tanto de un deseo. Importa lo no logrado por nuestros antecesores genealógicos, el punto donde se detuvieron que es nuestro punto de partida.

No comulgo demasiado -valga la palabra religiosa que me viene a la mente- con el culto a los fundadores. Debemos poner su legado a trabajar en nuestro trabajo, ésa es nuestra obligación. 

Mi padre, cierta vez que le expresaba mi gratitud por lo que le debía, me dijo que no le debía nada a él, sino a mis hijos. La deuda era para él transitiva, no hacia atrás sino hacia el futuro. Me parece que ése es un buen modo de conjugar tradición con invención.

¿Cuál es tu opinión -como Director de Instituto de APC- sobre el interjuego entre transmisión y enseñanza en la formación de los psicoanalistas?

En Instituto se reúnen de algún modo tres imposibles, pues de lo que se trata allí es de esa extraña conjunción de gobernar -pues debemos dictar algunas reglas y hacer valer otras-, educar -o su contraparte en tanto nos ocupamos de la transmisión del psicoanálisis- y analizar -nuestro oficio, y lo que le da sentido a la existencia misma del Instituto-. Intentamos junto a Emilio Roca, el secretario, y Elizabeth Chapuy y Noemí Chena en la Comisión de Enseñanza, convertir esa triple imposibilidad en una posibilidad fértil. Fallida, seguramente, y en tanto tal abierta al aprendizaje y a las correcciones necesarias. Pero también, en tanto fallida, habitada por un deseo, el deseo ligado a la transmisión de una disciplina tan particular como la nuestra, que trata de una materia tan incandescente como el inconciente y es en tanto tal refractaria a los dispositivos universitarios.

Desde Instituto nos ocupamos de algún modo de lo pasible de ser enseñado, organizando los seminarios disponibles del modo más coherente posible, y también de aquello que solo puede ser objeto de una transmisión, que por lo general tiene lugar allí donde Instituto decideno tener injerencia: en los divanes donde los candidatos se analizan. Más allá de algunas normas generales relativas a quiénes pueden conducir análisis de formación, delegamos la responsabilidad de la misma al analista encargado de esa “cura didáctica” (una suerte de oxímoron), sin entrometernos en un análisis que sería deseable que funcione de modo al menos tan fértil como un análisis común y corriente, pero más intenso.

En un terreno mestizo quedan las supervisiones, a las que me gusta más pensar más del lado del análisis -y por ende de la transmisión- que de la enseñanza conceptual.

Más allá de la enseñanza de conceptos, de distintas líneas teóricas como marca plural de la APC, se trata de la transmisión de un deseo y de un saber hacer a partir de ahí. Enseñanza y transmisión estarán siempre en tensión, siempre habrá un conflicto potencial allí, y en todo caso se trata de poner ese conflicto a trabajar del modo más productivo posible.

En alguna oportunidad comentaste que para ser sensible a la época y pesquisar los cambios sociales había que estar atentos a lo que sucede más allá del psicoanálisis ¿Qué nuevos desarrollos de otros campos disciplinarios convocan en este momento tu interés?

Hay una palabra alemana, Zeitgeist, que es muy elocuente en ese sentido. Nombra el espíritu de una época determinada, ese espíritu que los artistas saben captar como nadie y que, creo yo, Freud supo entrever y por eso descubrió el inconciente y pergeñó su genial invento. Hoy, indudablemente el Zeitgeistes diferente. Me parece que no alcanzamos a apresarlo suficientemente. Experimentamos una mutación epocal donde cada paradigma es puesto en cuestión: la profundidad es desplazada por la superficie, la ley de hierro de la castración es puesta en entredicho por un menú de opciones identitarias que parecieran poder ser elegidas a piacere, una cultura analógica se convirtió, velozmente, en digital; el viejo paterfamiliasha debido ceder buena parte de su poder; el mundo enfrenta a la vez un progreso técnico inusitado y un crecimiento de las desigualdades pavoroso… Es difícil dar cuenta de una mutación mientras sucede, y no sé bien dónde está lo nuevo. Lo que sí tengo claro es que no me parece que vayamos a encontrarlo dentro de nuestra disciplina ni en discusiones endogámicas. Cada vez que Freud o Lacan, por ejemplo, imaginaron un verdadero avance teórico, fue cuando se mostraron permeables a lo que venía de afuera: sea la literatura o la teoría de los juegos, la topología, los cambios políticos o los misterios de Oriente, o la misma clínica entendida no como terreno de aplicar lo que sabemos sino como campo de experimentación de lo que escapa a nuestro saber. 

Quizás, para sacudirnos la entropía que nos amenaza como discurso, debamos desarrollar una suerte de atención flotante hacia lo que viene de afuera, convertirnos en curiosos viajeros por otros discursos y geografías, preguntarle a los astrónomos o los matemáticos qué temas les preocupan, estar atentos a los nuevos virus y al desciframiento de la materia oscura. En ese sentido, quizás nos debamos dejar guiar -además de por nuestros pacientes- por científicos, escritores y artistas, esos exploradores de los bordes.

Una vez me tocó hablar en una mesa junto a un artista contemporáneo. Es un lugar común hablar de que el arte resulta inspirador, solo que no es lo mismo estudiar la anamorfosis a partir de Hans Holbein o la posición del analista en Las Meninaso citar El origen del mundode Courbet o escudriñar al Moiséso a Leonardo que escuchar lo que hacen los artistas que investigan más allá de las fronteras. Este artista con el que tuve que hablar -Eduardo Kac, brasileño residente en EEUU- hacía arte transgénico. Y contaba que la historia del arte, en numerosos formatos, había sido una historia de los objetos (pinturas, esculturas, instalaciones, fotografías), y él se proponía ahora trabajar sobre sujetos. Así, cruzó genes de un conejo y una medusa y obtuvo un conejo fosforescente, o -en un inquietante anuncio del presente- mandó sintetizar una nueva bacteria a partir de escrituras bíblicas. Yo no podía seguirlo en su discurso, de lo novedoso que me resultaba… frente a eso, sentía que mi presentación era una gran tontería. Creo que por ahí va la cosa… por donde dejamos de entender.

Particularmente en el trabajo clínico con los jóvenes se constata un predominio de las llamadas patología del acto (anorexia, bulimia, adicciones, escarificaciones, conductas de riesgo); en ellas se detecta un vacío experiencial. El análisis puede contribuir a la restitución de la experiencia mediante el permanente ejercicio de construcción de relatos, alojados por la escucha; sin embargo, surge el interrogante de qué modo puede sostenerse esta práctica analítica ante las mutaciones de las nuevas generaciones que prefieren la superficie a la profundidad, la velocidad a la reflexión, el placer al esfuerzo, tal como lo señala Alessandro Baricco.

En nuestra contemporaneidad, en nuestra modernidad que ni siquiera es líquida sino que hoy, virtualización mediante, es gaseosa,  hay sin duda un paradigma distinto al de la profundidad, el que estaba vigente al inicio del psicoanálisis, en su Zeitgeist, y que el psicoanálisis contribuyó a desplegar. Como algo de eso cambió, aun estamos viendo cómo situarnos y tendemos, como reflejo defensivo, a acusar a estos tiempos de ser superficiales. Yo creo más bien que hay una nueva sabiduría de superficie, más ligera, menos reconcentrada pero más abarcativa. Y ese camino nos lo señalan los jóvenes. Si descalificamos la calidad de sus vínculos o su escaso interés por la profundidad de las cosas, creo que caemos en el mismo error que el que le cabría a un antropólogo demasiado etnocéntrico frente a la variedad, la rica diferencia que encarnan los jóvenes, en tanto extranjeros en un mundo que creíamos dominar. 

El vacío experiencial no es solo patrimonio de los jóvenes, quizás en ellos falte además la capacidad de preguntarse, pero la crisis de la experiencia tiene ya más de un siglo, fue contemporánea al psicoanálisis y, me parece, razón de su aparición. En el mismo período en que Walter Benjamin denunciaba que los soldados volvían mudos de la guerra, incapaces de poner en palabras, en relato, su experiencia, Freud inventaba un dispositivo donde algo de esa dimensión experiencial, trágica de la vida humana se restauraba. Muchas de las veces en que un joven viene a vernos, suele hacerlo así, mudo de experiencia. Y hay una artesanía, lenta, trabajosa, y que muchas veces fracasa, de ayudarlos a poder contarse. A veces nos ocupamos por años de un trabajo frustrante para descubrir, en un mensaje por Wapps que nos envía, un microrrelato que le da sentido retroactivo a todo nuestro trabajo, que nos muestra que el sujeto a cuya existencia apostábamos ha aparecido al fin. Con que pase algunas veces, con algunos jóvenes, nuestra existencia en tanto analistas está justificada.

Cuenta Pascal Quignard que hay quienes se hacen a la mar con una brisa para atravesarlo, pero al mismo tiempo no lo atraviesan, porque el mar no es una superficie, sino de arriba abajo un abismo. Entonces, continúa diciendo, quien quiera atravesar el mar, tiene que naufragar. Me parece que algo así sucede con los jóvenes: la superficie se revela de pronto puro abismo, y cada uno de ellos debe vérselas con ese abismo, y a veces precisan naufragar para atravesarlo. Allí nos proponemos nosotros, analistas, sabiendo de la necesidad que tienen de correr ese riesgo, y a la vez ofreciéndoles palabras como salvavidas, modos de contarse que eviten que el naufragio sea fatal.

Hablarle a la comunidad, interpelar la época, intervenir provocativamente no parece una tarea sencilla. Comentanos algo sobre tu experiencia como escritor de artículos de opinión en la prensa escrita.

Hace años que pienso que nuestras producciones pierden fuerza si quedan reducidas al círculo de los ya iniciados. El modo de generar nuevas transferencias hacia el psicoanálisis y al mismo tiempo de dejarnos interpelar por las inquietudes de las sociedades de las que formamos parte es intervenir por fuera de la parroquia. A través de las revistas quisimos ampliar el público al cual nos dirigimos, y luego encontré espacios de escritura en medios de comunicación. Así como otros han explorado más los medios audiovisuales o las secciones de salud de los periódicos, yo me siento más cómodo en la prensa escrita, en particular las secciones culturales. Particularmente en estos tiempos íneditos de la pandemia, hay una fuerte necesidad de conocer lo que el psicoanálisis tiene por decir. Y aun cuando en tanto analistas estamos también afectados, intento recoger ese guante y decir algo, sorteando lo banal de un discurso de divulgación y lo críptico de nuestro andamiaje conceptual. Con mayor o menor suerte, con más o menos ecos, he publicado notas en periódicos como Clarín, Infobae, de Bs As, o El País, de Madrid, o en revistas como Ñ. Al no haber un espacio transferencial preexistente entre ese universo de lectores, uno debe ganárselo con lo que escribe, a pesar de las constricciones que los medios gráficos imponen, en la extensión de los textos, o cuando agregan títulos o bajadas que no estaban presentes en el original. Intento que haya una línea implícita en lo que escribo, más allá del lugar donde lo haga. Pichon-Rivière escribía columnas en Primera Plana en los años ´60, algo que -junto a secciones del estilo de “El psicoanálisis te ayudará” en la revista femenina Idilio a fines de los años ´40, ilustrada por la gran fotógrafa Grete Stern- hizo mucho por la difusión del psicoanálisis. Intento correrme de los discursos didácticos, explicativos o ultratécnicos, y escribir reflexiones que entrañen cierta opacidad, que dejen espacio para que el lector las complete. 

Ahora que lo pienso, no deja de ser curioso lo que despierta por un lado mi deseo de intervenir en la escena pública escribiendo para legos, tanto como la oportunidad de que se abra un espacio para eso. Cuando comencé, muchos años atrás, fue para esbozar una defensa del psicoanálisis que era objeto de diatribas feroces, con la aparición de un pasquín llamado “El libro negro del psicoanálisis” y un libro de un pseudo filósofo provocador llamado Michel Onfray donde denostaba a Freud sin muchos argumentos honestos. Publiqué en ese momento un pequeño texto, en La Voz, llamado “La saludable peste del psicoanálisis”. Hoy es otra peste, no tan saludable, la que me estimula a escribir una serie de textos cortos en la prensa, una suerte de crónicas de la mutación que estamos experimentando.

Visitando otro campo de tu experiencia que es el arte ¿Cómo se juega en el Mariano aficionado a la fotografía una fórmula que parece invertir sus términos en tanto que el oficio de analista privilegia la escucha, y el de fotógrafo está ligado a la mirada? 

Ears go deeper, than eyes can see, decía D.H. Lawrence. De algún modo, lo que se escucha creo que va más lejos que la mirada, y ello guarda relación con el surgimiento del psicoanálisis como avance a partir de una psiquiatría demasiado cómoda objetivando patologías en el campo de la Mirada. Los artistas me han enseñado, no obstante, que mirar es un acto muchísimo más complejo y que el registro imaginario no debería tener menos valor que el simbólico o el real. Es un prejuicio, creo, condenar al infierno de lo imaginario, peyorativamente, lo que se mira. Quizás escuchar y mirar sean dos actividades que se potencian entre sí, e intento aprender a mirar y a escuchar cada vez mejor, yendo más lejos de los lugares comunes y las referencias de autoridad. 

Tengo la suerte de tener amigos fotógrafos, y casi nunca los he visto con una cámara en mano. Se asumen como artistas y trabajan la complejidad de su modo de mirar, a menudo manipulando imágenes tomadas por otros. No es raro que, además de proponer un modo de mirar, propongan también una forma de escuchar distinta. Uno tiende a pensar que la mirada es sincrónica y solo la escucha diacrónica, pero la mirada también lo es… No hay novedad en dejarse guiar por los artistas: Freud, Lacan, Winnicott lo dejaron sentado, está claro que nosotros somos más lentos. Ellos exploran, nosotros vamos detrás cartografiando territorios.

Pero nuestro modo de vincularnos con el mundo es a través de la escucha; el particular modo de oír de un analista surge de modo inédito, con la aparición del discurso del analista. Escuchamos distinto a como escucha un músico o un espía que hace escuchas telefónicas, o un amante de los chismes. Nuestra escucha presupone también un modo de intervenir en lo que escuchamos. Entonces tenemos la suerte y la responsabilidad de ser custodios de ese tipo de escucha particular, que no sucede en ningún otro lugar excepto en nuestros consultorios.

Y para despedirnos, te proponemos que elijas una foto -una de esas que te invitan a revisitar el pasado- y que tejas en torno a ella un relato.

La foto que elijo es una imagen, conocida por todos seguramente, del consultorio de Freud en Berggasse, 19, Viena. Allí puede verse su diván, cubierto por tapices persas, su colección de antigüedades y obras de arte. Allí se oyeron las voces de quienes, recostados hablándole a Freud, participaron a su modo de la historia del psicoanálisis.

Pero a las fotografías a veces es preciso agregarles no solo coordenadas de lugar sino de tiempo. Edmund Engelmann fue el fotógrafo que la tomó, convocado por August Aichhorn cuando ya estaba decidida la emigración de Freud hacia Inglaterra, una vez que la Viena que Freud había amado tanto había resuelto recibir con algarabía la anexión nazi y la presencia de Hitler en la ciudad. Antes de que comenzaran a embalarse las pertenencias de Freud para su traslado a Londres, el fotógrafo fue llamado a documentar las dependencias en las que Freud había habitado, analizado y escrito durante buena parte de su vida. La historia entera del psicoanálisis había girado hasta el momento en torno a ese lugar. Al momento de la fotografía, ese espacio ya no albergaría a ningún paciente más.

La fotografía en blanco y negro que Engelmann tomó, era una instantánea antes de la desaparición. Amenazado por la Gestapo, el fotógrafo debió huir de Viena, dejando los negativos en manos de Aichhorn. Aunque tuvo tiempo de volver apenas Freud había partido rumbo al exilio: unos obreros trabajaban lijando y encerando el parqué y la sombra del diván ya no estaba.

Hoy en día buena parte del antiguo consultorio de Freud está en Londres, donde fue montado de nuevo; y en Viena, el lugar donde realmente Freud vivió y trabajó, hay apenas un vacío. Y una colección de arte contemporáneo, que siempre se propone un diálogo tenso con el vacío. Nuestra disciplina, desde entonces, bascula dividida entre dos lugares de memoria distintos: el museístico, el diván y el sillón, los libros, las estatuillas y los souvenirsque pueden verse en 20 Maresfield Gardens en Londres, donde está almacenada buena parte de la historia; y Berggasse 19, en Viena, un lugar de vacío, un lugar de memoria.