Analizar como un avatar

“Por doquier están tan mal las cosas en el mundo, ¿por qué el análisis había de pasarla mejor?”
S. Freud (1934)

El saber tiene estatuto provisional, está hecho para ser cuestionado, para deshacerse, complejizarse, rehacerse una y otra vez. Pero no en muchas oportunidades podemos construir saber en medio de fenómenos que aun no se han constituido del todo. Pensamos al fragor de los hechos, en el instante de peligro del que hablaba Walter Benjamin, desde la trinchera. Pensamos porque nuestro trabajo es pensar, aun cuando pensar acabadamente sea una tarea imposible. Mientras pensamos como podemos lo que sucede, debemos estar alertas al anquilosamiento, a la repetición de consignas, al miedo paralizante. Debemos pensar mientras mutamos, pensar para mutar mejor. Nada ha de quedar cristalizado si queremos que el psicoanálisis sea capaz de decir algo acorde a los tiempos que corren, y ganarse así su derecho a la supervivencia.
Intentaré pensar en la situación en la que una pandemia nos ha puesto en tanto analistas. Para ello es preciso abandonar la nostalgia de un paraíso perdido y evitar la añoranza de un pasado presencial, disponiéndonos a examinar una realidad novedosa con espíritu libre y crítico. La nueva realidad no debería considerarse de antemano una versión degradada de lo que que sabemos y amamos hacer.
En tanto es imposible -y quizás inconveniente- cernir teóricamente algo que está sucediendo en el presente, este texto será provisorio, escrito en un libro de arena, en el cristal líquido de una pantalla. Conjeturado en medio de una mutación, no hará afirmaciones taxativas; apenas la crónica de un cambio, intentando precisar sus coordenadas.
Frente a los ciento veinte años de historia del psicoanálisis, la experiencia clínica con el avatar es reciente y escasa. Sin embargo, desde hace meses contamos con una inesperada ventaja, y es su generalización. Obligados por las medidas de confinamiento, se ha extendido universalmente. El hecho de que casi todos los analistas hayan trabajado en pocos meses a través de nuevos dispositivos es una experiencia inédita, intensa y novedosa. Contamos entonces con una cantera de experiencias en bruto en la que apenas hemos comenzado a explorar .
Como intento pensar una clínica en movimiento, incrustaré viñetas clínicas en construcción, que no buscan reconducir lo que sucede a lo ya sabido, sino dejarlo insaturado, abierto a lo por venir, escenas clínicas del futuro.

El analista en tanto avatar

Es habitual hablar de avatares en tanto peripecias, sea de un tratamiento o de la vida. Lo que me propongo es rescatar la figura del avatar como circunstancia en sí misma: como figura a encarnar por el analista, lo que ofrece en el cyberespacio en tanto objeto transferencial.
Un avatar es una personalidad ficticia, una suerte de doble virtual, habitual en videojuegos . Pero esa hermosa palabra de origen indio implica algo diametralmente opuesto: no se trata en su origen de una virtualización, de una espiritualización de algo material, sino lo contrario, la encarnación de un dios en un cuerpo terrenal. Es decir, una materialización de lo espiritual. En la transferencia, los psicoanalistas estamos acostumbrados a encarnar con nuestros cuerpos estáticos, nuestros gestos austeros y nuestro silencio, a los pequeños dioses que habitan -a veces tortuosamente- en quienes nos consultan. Al menos en un plano imaginario, la transferencia no es otra cosa que el despliegue de imagos históricas en un cuerpo -un avatar- que les sirve de soporte.
Si nos acostumbramos a pensar en el analista como un avatar -y avatar aquí es más que una metáfora, o en todo caso lo que toda metáfora es, un viaje – no estamos lejos de pensar en un análisis que se desligue de las condiciones habituales del encuadre . No para volverse una práctica sin reglas, sino para rescatar de una serie de prescripciones contractuales que han ido complejizándose con el tiempo, su núcleo duro, innegociable: lo que hace al hueso del dispositivo, es decir apenas unas pocas reglas: la que indica cómo hablar (asociación libre), cómo escuchar (atención flotante) y el marco ético que posibilita tales modos, inéditos hasta Freud, de hablar y de escuchar (abstinencia).
Mientras esas reglas que sostienen el dispositivo analítico se mantengan, pueden imaginarse múltiples variaciones del análisis. Incluso que, en tanto avatar, el analista pueda ser convocado como el genio de la lámpara, frotando -ya no la lámpara sino el teléfono celular- para que aparezca, si no para realizar los deseos, en todo caso para escucharlos.
Aun habiendo vuelto al consultorio, la impronta de habernos pensado en tanto avatares quizás nos acompañe. Y no volvamos a ser los mismos, aún sentados en nuestros sillones, escuchando a viejos analizantes tendidos nuevamente en sus divanes.
El análisis es una práctica anacrónica y analógica. Que sea anacrónica no implica necesariamente una dificultad y quizás sea uno de los resortes de su eficacia. Su carácter analógico es evidente a todas luces, surgida en una Viena donde la razón moderna estallaba gracias a los descubrimientos de Freud y su genial invento, un sencillo dispositivo de escucha que se ha mantenido bastante parecido al original luego de un siglo de vertiginosos cambios tecnológicos.
Si cierto anacronismo es una marca a sostener, su carácter analógico está puesto a prueba hoy en día. La contemporaneidad hizo trizas la modernidad sólida que acunó a quienes participaron de la revolución freudiana, para dar lugar a una postmodernidad líquida que nos obligó a revisar nuestros fundamentos. Pero hoy ni siquiera estamos en ese punto. Como avizoró Karl Marx, todo lo sólido se desvanece en el aire. Entonces poco duró la posmodernidad líquida que ya estamos lidiando con una contemporaneidad gaseosa que encuentra en el cyberespacio, un lugar virtual más que físico, el escenario donde desplegarse. Allí estamos nosotros, torpes criaturas analógicas convertidos en avatares, encarnaciones digitales con las que debemos identificarnos operacionalmente para conducir análisis remotos.
Los psicoanalistas no somos, por una cuestión generacional , nativos digitales. Hacer pasar una práctica analógica al universo digital recupera una nota fundamental de nuestro oficio y crucial en la formación analítica, la de la extranjería. Frente a lo digital, aquella patria en la que nuestros hijos han nacido, somos extranjeros. Y es en tanto extranjeros, analógicos y anacrónicos en este nuevo mundo cyberespacial, que con suerte lograremos sostener un modo de escucha inédito. Un modo de escucha que permite que quien se entrega a él encuentre su propio estilo. Que posibilita que alguien llegue a ser quien es .

El escamoteo de lo real

Trabajar cansa, ése es el nombre de un poema de Pavese que viene a cuenta de lo que sucede con el trabajo virtual, que cansa como cualquier trabajo (en esto pareciera haber consenso entre analistas), pero más aún.
Ahora bien, ¿analizar realmente debería ser un trabajo que canse?
Un viejo chiste neoyorquino cuenta el episodio de dos analistas, uno viejo y experimentado, el otro joven y entusiasta, que tienen sus consultorios en el mismo edificio de Park Avenue. Ambos se encuentran a diario en el ascensor, al cabo de una larga jornada de trabajo, con notable diferencia de aspecto: mientras el analista senior está lozano, descansado e impecable, el joven luce agotado, desarreglado y ojeroso. Cierta vez, el joven no puede más con su inquietud y le pregunta a su colega mayor:
-Disculpe, ambos iniciamos la consulta temprano. Ambos nos vamos a la misma hora e imagino que, como a mí, le toca escuchar a muchos pacientes. Y usted tanto como yo escucha sus lamentos y el malestar de toda la ciudad que viene con ellos… Y míreme a mí, hecho un desastre, agotado, y usted como si nada…
Entonces, el analista experimentado mira al analista joven, y le dice:
-¿Escuchar? ¿Quién escucha?
Como todo chiste, encierra un grano de verdad. ¿Analizar es un trabajo? ¿Qué es escuchar en psicoanálisis?
Analizar sin duda es un trabajo -imposible, pensaba Freud, pero trabajo al fin- y la mejor prueba de ello, más allá del hecho evidente de que nos ganamos la vida practicándolo, es que hacerlo a título gratuito es muy complicado, cuando no verdaderamente imposible. Y ello por razones estructurales, intrínsecas a su método y lo que pone en juego y no por mera mezquindad capitalista. Ni la caridad ni la filantropía suelen ser buenas aliadas del análisis y aunque un analista tuviera su subsistencia resuelta, difícilmente pueda llevar a buen puerto su tarea sin que quien se analiza pague.
Cuánto, se verá, siempre que pague. Con qué moneda pagar, incluso, puede verse. Siempre que pague. Los analistas de niños y adolescentes saben la importancia que tiene que quien consulta pague de algún modo por su trabajo (por paradójico que suene, los analizantes -como los engatusados por Tom Sawyer- pagan por trabajar ) aunque sea con golosinas, o con un esfuerzo no monetario .
Ahora, analizar, ¿debería cansar? El núcleo de verdad que encierra el chiste es que con el trabajo de analizar sucede como con el arte de la natación. Dar brazadas y respirar con furia de principiante suele agotar al nadador y hacerlo fracasar ante un competidor experimentado que gradúe mejor su esfuerzo, con menos aspavientos y desperdicio de sus recursos físicos. La sabiduría del viejo analista no dice en verdad que no haya que escuchar -¿quién pagaría para que no se lo escuche?- pues cualquiera que lo haya experimentado sabe que en ningún lugar se escucha como en un análisis.
Su ironía indica que hay un modo apropiado de escuchar, consustancial de la única indicación -junto con la abstinencia- que le reserva el método a quien lo practica, la de una atención parejamente flotante, que no se esfuerce en retener nada, que no privilegie nada, exigiendo del oyente que desaparezca como sujeto para convertirse en pura escucha. Así como en una vieja película de Woody Allen aparecía un seno gigantesco, la figuración del analista sería un gran oreja, su presencia reducida a una oreja que escucha, ese tercer oído del que hablaba Theodor Reik que por momentos se convierte en único. Ese modo particular de escucha, se adquiere con la experiencia.
Cualquier analista experimentado sabe que hay un modo de situarse en el dispositivo que, aunque encierre otras dificultades , es relajado y nos permite trabajar largas horas, escuchando relatos tortuosos o situaciones angustiantes que a un lego dejarían de cama. Ahora bien, esto sucede cuando hablamos del psicoanálisis como un encuentro presencial, el de dos cuerpos en un mismo espacio físico. ¿Qué sucede en un encuentro virtual, cuando cada uno de los cuerpos en juego está en otro espacio, en otra geografía o incluso en otro huso horario? ¿Qué sucede para que la experiencia resulte tan agotadora para quien escucha?
Propongo una hipótesis: las dimensiones -ditmensiones, escribió Lacan para subrayar la importancia del decir como nuestro asunto principal- del análisis no pueden reducirse ni aplanarse. Cuando trabajamos como avatares, la indudable pregnancia potenciada del registro imaginario no diluye el papel clave de lo simbólico pero sí el real en juego, que se escamotea aun más fácilmente que en un encuentro físico. Entonces es cuando la presencia forcluida, escamoteada en el trabajo del analista como avatar, retorna en lo real de su cansancio .

Aunque quizás no sea ése el único modo en que lo real aparece en las curas digitales. Es pertinente el reparo, a la hora de pensar el análisis virtual, de la obvia ausencia de los cuerpos. Freud insistía en que no podía derrotarse a ningún fantasma in absentia o in effigie, y está claro que analizar como un avatar hace evidente la ausencia y nos convierte de algún modo en efigies. Lacan hizo mucho hincapié en la necesaria presencia del analista, en su encarnadura real para que, entre otras cosas, los análisis puedan terminarse. ¿Entonces? Analizar de este modo ¿implica condenarnos -analistas y analizantes- a análisis inacabados, análisis de campaña, improvisados, mejor que nada pero al mismo tiempo lejanos a los añorados análisis comme il faut? Francamente no lo sé y quizás sea prematuro responder esa cuestión ahora, si evitamos la respuesta refleja desde el automatismo y la nostalgia. Pero resta mucho por explorar, por un lado a la hora de jerarquizar la presencia de la pulsionalidad a través de la mirada y sobre todo de la voz.
Y por otro lado, no hay que descuidar la presencia real remota. Porque, ¿de qué se trata en la presencia del analista? De su registro real, en tanto objeto, resto pulsional y desechable al cabo de la tarea realizada. ¿Es posible recrear esa presencia de otro modo? La pregunta puede sonar tan especulativa como la de si es posible recrear olores a distancia, algo que hoy sabemos que sí se puede hacer .
Basta asomarse a la película Her para comprender el calibre de preguntas que analizar como un avatar pone sobre la mesa. Allí, apenas una voz -Samantha-, la de un sistema operativo adaptado a la singularidad del usuario y sus expectativas, se convierte en figuración de esa encarnadura transferencial que hace de una entidad desconocida y disponible, al modo del resto diurno que encarna el analista, la pantalla receptiva de innumerables proyecciones.
¿Habrá modo de incluir lo real en el análisis virtual o el par virtual/real será mutuamente excluyente? Quizás un breve recorte clínico nos sirva de pista:
Alguien llama a su analista, como se ha acostumbrado a hacer en los últimos meses. Previamente al llamado, un mensaje de texto le sirve para ratificar las coordenadas. Lo que recibe como respuesta lo deja helado: las letras de su analista demoran en escribirse, y cuando aparece la respuesta ésta dice que escribe desde una clínica, internado a causa del virus que ha hecho que se llamen en vez de encontrarse. El analizante, representándose la edad del analista que lo incluye automáticamente en el grupo de mayor riesgo, queda conmovido. Desde su lecho de enfermo, el analista se siente aún con fuerzas de interpretar: estoy bien -dice- reponiéndome. Aunque nunca se sabe. Esto es día a día. Nunca se sabe qué va a pasar. Finalmente, el analista logrará salir vivo del sanatorio, un resultado para nada asegurado en estos tiempos.
Ahora bien, nada que el analizante recuerde de su larga temporada previa de análisis presencial tornó tan evidente la presencia del analista como su vulnerabilidad patente al otro lado de la línea telefónica. Paradójicamente, la distancia de pronto se diluía y una presencia virtual real había logrado colarse en medio de la feroz pandemia.
El nuevo virus aparece con variadas y por lo general horrorosas vestiduras imaginarias y en su replicación hay un orden simbólico, biológico, que lo ordena (de modo diferente al de un virus al que estamos más acostumbrados, el del lenguaje). Pero el virus es también y sobre todo encarnación de lo real siempre inaprehensible. Si el analista aparece como un avatar, es porque existe un virus que ha irrumpido en y desde lo real.

¿Se siente el calor del fuego a través de una pantalla?

La noción de experiencia es clave en psicoanálisis. No solo porque analizarse es una experiencia transformadora, sino porque surge en un momento en que -como describió Benjamin- la misma experiencia se había destruido. ¿Podemos hablar de una experiencia digital o es un oxímoron?
Puede pensarse la transferencia como un fuego, y esa incandescencia es tanto motor del tratamiento como posibilidad de tropiezos. Las pasiones transferenciales, el amor que se juega necesariamente en cada cura, por momentos quema. Buena parte del savoir faire del analista se juega en el modo en que maneje esa transferencia.
La presencia del analista en la cura enciende ese fuego. Una descripción acertada del deseo del analista surgió cuando Charles Melman identificó nuestro lugar con el flogisto . Antes que eso, cuando Freud le explicaba al buen pastor Pfister que un analista debía comportarse como un “mal sujeto”, interesado solo en su arte y no en las razones del bien común. Debía comportarse como el pintor -le escribía Freud- capaz de quemar los muebles de su familia para que su modelo no pase frío . Ese fuego, alimentado por los impulsos y deseos reprimidos del paciente y el deseo que obra en el analista más allá de la singularidad de su persona, es combustible para la cura analítica, fuente de energía que se renueva cada vez que alguien habla.
¿Sigue habiendo fuego cuando analizamos como avatares digitales? Quizás sí, pero con características particulares. Quizás convenga apelar a una imagen para establecer la diferencia entre el fuego digital y el analógico: hacer fuego con leña entraña cierta tosquedad, lleva tiempo y esfuerzo encenderlo, se producen cenizas y hollín como efecto de la combustión, hay que renovar los leños, atizarlo. Hace tiempo que los diseñadores tomaron nota de esas incomodidades y comenzaron a aparecer hogares que figuran tener leños pero lo que hay detrás son quemadores alimentados por gas, que producen llamas, a veces tras un vidrio.
El calor producido por esa llama no es distinto, en tanto fuente de calorías, del producido por un hogar a la vieja usanza, y probablemente sea más eficiente. Al mismo tiempo, algo sustancial en el psicoanálisis como práctica anacrónica y analógica se pierde allí.
Una pérdida irremediable que hay que ser capaces de soportar. Cuando la música o las películas se convirtieron en un paquete de bits aptos para atravesar fronteras y llegar más lejos que nunca, hubo una pérdida equivalente. La calidad analógica del vinilo o del celuloide no se compara con la de sus sucedáneos digitales. Y analizar en tanto avatar digital implica padecer las mismas consecuencias. Analizarse con un avatar quizás no sea una experiencia menos interesante desde el punto de vista del desciframiento de los síntomas, del rastreo de las causas, de la reescritura de la historia, es decir en tanto trabajo sobre lo simbólico. Una conversación puede sostenerse a distancia aun con encanto. ¿Pero el amor?¿El odio? El amor de transferencia digital se parece, pero no es igual al encarnado. Al parecer, una tendencia asegura que la telemedicina se impondrá aun cuando las restricciones a que la pandemia obliga acaben. Bien visto, disminuir el contacto físico, la exposición a gérmenes que circulan en sanatorios o salas de espera, tiene un costado razonable. En nuestra práctica quizás sea distinto.
El análisis se lleva a cabo fundamentalmente mediante palabras y silencios que que escanden y puntúan las palabras, que al combinarse producen sentidos, con suerte novedosos. A la vez, ningún teórico en psicoanálisis ha aventurado jamás que todo pueda ponerse en palabras: nociones tan heterogéneas como O en Bion, lo Real en Lacan o el más allá freudiano dan cuenta de que en cualquier teorización es preciso ubicar un lugar para aquello que permanece -por imposibilidad coyuntural o estructural- fuera del orden de lo que puede decirse.
Las palabras que se profieren en una cura -fundamentalmente las del analizante, pero también las del analista- tejen entre sí una suerte de partitura y cada sesión tiene un tono y un tempo distinta a otra sesión de otro paciente o incluso del mismo paciente. El silencio, ese gran protagonista del psicoanálisis, no está ajeno a la estructura que gobierna a las palabras, al menos cierto tipo de silencio. Algo similar sucede con lo que se ha llamado históricamente pre-verbal, esa panoplia de gestos, a menudo inadvertidos, que forman parte de nuestros niveles de comunicación más primitivos y universales. Hay gestos que trascienden las lenguas y las fronteras, y ofrecer la mano o sonreír abren puertas donde quiera que uno esté, mientras mostrar los dientes o distanciarse tienen el sentido opuesto. El territorio de lo pre-verbal, o de lo no-verbal, no necesariamente está reñido con lo verbal, cae dentro de su misma lógica y se somete a las mismas reglas, las del lenguaje. Pero es evidente que aunque muchos gestos tributen a la estructura del lenguaje, no lo hacen del mismo modo.
En el análisis hacemos lo posible por llevar al molino de lo que se dice todo lo que pueda ser eventualmente dicho. La máxima freudiana de recordar en vez de repetir implica que la puesta en palabra retarda o limita la mortífera repetición. Pero como analistas percibimos un sinnúmero de significantes (gesticulaciones, demoras, transpiraciones, eritemas, quebrantos en la voz, llantos o sonrisas, temblores o espasmos, movimientos ritualizados, tics o uso de ciertas prendas o atuendos, por nombrar solo algunos) que no son palabras y que empero están sujetos al orden de la palabra.
Cuando trabajamos para hacer posible que sea dicho todo lo que estructuralmente puede ser dicho, extendemos la zona costera, construimos playas artificiales o plataformas de sentido en torno a un agujero -el de lo no decible, aquello refractario al imperialismo del significante- que pretendemos lo más pequeño posible. Ese aspecto de nuestra tarea no cambia demasiado si la efectuamos de modo presencial o virtual.
Pero cuando trabajamos de modo virtual, más aun si no apelamos al uso de la imagen y el análisis cursa como un intercambio de voces -otra forma de nombrar la palabra también- y silencios, (nos) obligamos a que más de lo habitual participe de ese registro, forzamos una serie de sutiles sugerencias del lenguaje de los cuerpos o de los gestos a que se expresen -a veces torpemente- en palabras habladas porque si no automáticamente quedan fuera de campo .
Cuando analizamos como avatares precisamos convertir a marcha forzada las distintas monedas en que alguien se expresa en una sola, o a lo sumo dos: lo que puede decirse, lo que puede mostrarse en el cuadro de una pantalla. Que no es todo lo que puede decirse, ni todo lo que puede mostrarse cuando uno amplía el cuadro e incluye la escena completa. Que no es lo que puede olerse o lo que podemos palpar cuando los cuerpos se juntan.
Como la transferencia funciona como un torbellino que engulle y direcciona en el sentido del analista, la situación analítica virtual ejerce una presión para que más y más cosas ingresen por ese ducto, mucho más reducido que el que ofrecemos con nuestra presencia habitual en los consultorios. Esta marcha forzada para las comunicaciones de quien se analiza que obliga a una atención forzada por parte de quien las recibe, incrementa el cansancio obligando a analista y paciente a un trabajo mayor, distinto.
Quizás también, no veo por qué descartarlo en caso de que la actual situación perdure, modifique las características de la especie hablante, la nuestra, y que desarrollemos adaptaciones evolutivas donde lo que no entre en el marco de pantallas y dispositivos de sonidos vaya quedando relegado, no se transmita a generaciones sucesivas, sea parte de la mutación en curso. Y nos convirtamos en una especie con menos dimensiones de la que hemos sido hasta ahora.

Conciente de la recomendación freudiana del reanálisis, me analizaba hacía años. Interrumpidos los vuelos, había desestimado la posibilidad de continuar el análisis por teléfono. La distancia me beneficiaba, siempre había viajado a otro lugar para analizarme y el viaje era parte del análisis. Impedido para hacerlo, sin urgencias, no me apuraba en retomarlo.
En cierto momento, una situación conflictiva menor -aunque en nuestro campo, ¿cómo saber qué es lo menor y qué lo mayor?- me dio pie y llamé, como un cazador de pronto cazado en la virtualidad. Imaginaba que a mi analista, como a mí, le resultaría más soportable una conversación telefónica que un videochat.
Meses después de haber estado en su diván por última vez, le conté acerca de mis asuntos. No me gusta hablar por teléfono, le decía, y ahora parezco un operador de call center. Del otro lado, podía imaginar a alguien que le gustaba tan poco como a mí hablar por teléfono. Una sorpresa, que había constatado ya en mi práctica: sin presencia física, sin imagen, mi analista estaba obligado a hablar más. El único modo de saber de su presencia era escuchar su voz. El trabajo siempre es compartido en un análisis, pero a menudo, cuando la cosa funciona bien, es fruto de la tarea analizante más que de la escucha aguda y amable que la hace posible. Un contrapunto más intenso se producía entre ambos, la idea de trabajo a dos voces, pasaba a un primer plano. El intenso intercambio, con la incomodidad impuesta por el uso del teléfono y la celeridad de las réplicas, produjo, hizo aparecer un fallido de mi parte, uno que ratificaba lo que mi analista acababa de interpretarme. No sé bien si me escuchó o no, lo que sí sé es que yo mismo me escuché. Aunque siguió, seguimos, hablando un rato más, la sesión había terminado.
El mismo encuadre que obligaba a mi analista a intervenir más que lo habitual, hacía que yo intentara hablar más que lo habitual, que convirtiera lo que me sucedía en la única materia que atravesaría el espacio telefónico que me separaba de quien me escuchaba: palabras habladas. Las palabras que Cayo Tito pronunció ante el Senado romano reverberaban: sí, las palabras vuelan. La perentoriedad se hacía presente, me veía obligado a decir todo lo que tenía por decir, aun sabiendo de la imposibilidad de decirlo todo. Debía convertir toda la energía de mi cuerpo, todo asomo de conflicto, en palabras dichas. Todo lo que no entrara en ese formato de hierro no sería registrado por quien me escuchaba, y mi deseo de ser escuchado hacía que lo que me hubiera tomado quizás varias sesiones contar, pudiera decirlo -teléfono mediante- en apenas una. Ambos tensábamos la cuerda al extremo y ampliábamos los límites de lo que podía ser dicho.
Si analizar como avatar es una nueva peripecia que ha de transitar nuestro oficio para permanecer contemporáneo, quizás ahora -a más de un siglo de que Freud acuñara su revolución teórica- comienza verdaderamente el segundo siglo. El psicoanálisis contemporáneo se verá afectado por esta transmutación en ciernes, y analizar en tanto avatar quizás sea el modo de entrar en el nuevo milenio.
Si así fuera, cada analista debería reconsiderar la posibilidad de analizarse él o ella mismo/a en tanto avatar. Ya no como un límite impuesto por alguna coyuntura, sino para hacerle honor a la regla que en nuestra disciplina manda beber nosotros la medicina que prescribiremos. Si analizar en tanto avatar tendrá peculiaridades, solo podrán descubrirse verdaderamente si quien analiza se somete a esa experiencia, tanto como hubo de recostarse por años en un diván antes de poder escuchar a alguien más. Analizar de modo remoto teniendo como experiencia del propio análisis tan solo un análisis tradicional, quizás potencie los fantasmas nostálgicos de una edad dorada que devalúan al nuevo dispositivo.
Porque si la realidad virtual se nos aparece en principio como una realidad real empobrecida, mera copia plana de un original más rico, esto puede subvertirse en tanto incluimos las posibilidades de una realidad aumentada . Privándonos de la presencia, quizás se potencien vicariamente otros sentidos y llevemos la escucha analítica a un extremo inusitado, extremando el que constituye el núcleo de nuestro oficio, el oído.

¿Dónde sucede un análisis?

Si trabajar como un avatar se convierte en un nuevo modo de analizar, deberíamos estar atentos a la emergencia de hallazgos. Quizás algún día reconozcamos a la pandemia el impulso para recuperar la frescura que, en más de un siglo de psicoanálisis, se ha diluido. Esa frescura del análisis original, de los encuentros clandestinos de un grupo de desclasados en torno a un pensador genial que inventó un nuevo dispositivo, que diera lugar a una nueva clínica y a un nuevo modo -a varios, en realidad- de teorizar lo que descubría.
Analizar como avatar desplaza la situación analítica haciéndola virtual, y en ese nuevo terreno de cristal líquido se potencia su carácter ficcional. Analista y analizante de pronto se reconocen en pantalla como actores de un drama -siempre transferencial y nunca solo transferencial- cuyo guión tiene una parte escrita y otra por reescribirse en la cura, que libra espacio a la improvisación. El analista no solo dirige la cura, orientado por la asociación libre de quien se analiza, sino que también hace de director de esa pequeña ficción seriada en la que de pronto se han convertido los encuentros analíticos.
En tanto episodios de una serie, han de hacerle lugar al suspense que una secuencia de sesiones también posee. Pero un cambio del pasaje a lo virtual es que la dramática que se despliega se deslocaliza. Ya no está en tal dirección de la ciudad donde vivo, se disuelven las zonas en las que, en las grandes ciudades, los consultorios analíticos han tendido a agruparse. La escena a la que asistimos se hace ilocalizable.
Más allá de lo que se pierde, la atmósfera analítica pareciera librarse de algunas ataduras también, como una alfombra voladora se eleva hasta el cyberespacio, potenciando la extranjería que la define. Pues allí no hay lengua oficial, no hay husos horarios consonantes. Una sesión o una supervisión de pronto puede realizarse en dos husos horarios distintos e incluso en dos lenguas distintas y los honorarios pagarse en una moneda que no es ni la del analista ni la del analizante o la de quien supervisa el caso. El análisis, a través de lo virtual, deja de ser una práctica provinciana (a pesar de estar instalada en ciudades cosmopolitas, la entropía ligada a la permanencia fomenta un localismo de cortas miras) y vuelve a ser una práctica radicalmente extranjera.

Para un analista trabajando como un avatar, sentado horas frente a una pantalla o con un celular en la mano, la noción de teletrabajo adquiere relieve. Un analista es, lo sabe cualquiera que se haya tendido en un diván, alguien crucial en la vida de sus analizantes, por momentos un norte que le da sentido mientras todos los otros sentidos se despliegan en ese espacio. Al mismo tiempo, sabemos que se trata de una ilusión que motoriza la cura, que si hay algo clave en el Sujeto Supuesto al Saber es su carácter supuesto, y se paga caro cualquier extravío. Porque un analista es de algún modo apenas un telefonista, un desconocido al que se llama para hablar con otro, un médium, un conector entre mundos, entre escenas. El espacio transicional de un análisis se parece mucho a la atmósfera neblinosa de la consulta de un adivino que se ofrece como médium para hablar con los muertos o con los vivos que habitan a quien consulta.

Mientras supervisaba a una colega que analiza a una paciente india residente en EEUU, una mención de la paciente remite al lugar en donde el análisis sucede. No se refiere a él como un lugar virtual, un tercer lugar si se quiere, ubicado en el cyberespacio. Tampoco se refiere a ese lugar como el de la ciudad donde vive desde hace diez años. Sino que, por los adverbios que utiliza, habla del lugar del análisis como si estuviera en India, desde donde la escucha su analista. Para la paciente, analizarse vía Skype con su analista es cruzar medio mundo para llegar a su sesión en Nueva Delhi, la escena de la consulta está claramente localizada allí. Esta localización no es conciente ni para la paciente ni para la analista hasta que se hace presente en la supervisión.
En otro momento, la analista que supervisa relata una intervención, en la que le interpretaba a su paciente, que no logra adaptarse a EEUU, que lleva tiempo construir una relación con un lugar. En ese momento, tiene un ¿lapsus? cuando, refiriéndose a ese lugar, lo nombra “here” (aquí) en vez de “there” (allí). Se produce una triangulación -en todo análisis de control sucede- pero también en el sentido de la geolocalización. Uniendo líneas de coordenadas de Norteamérica, Asia y Latinoamérica logra situarse un lugar preciso donde ese análisis tiene lugar. ¿Y por qué no pensar que ese lugar pueda ser variable para cada análisis? Quizás sea preciso encontrar las coordenadas precisas de cada análisis virtual: dónde sucede el análisis, para cada paciente, con cada analista, incluso en cada sesión.
En estos nuevos tiempos, recibo una consulta de alguien que vive en el exterior y duda entre quedarse en la ciudad donde vive o volver a la ciudad donde vivió, en otro país. Quizás como efecto inadvertido de la sabiduría inconciente de quien me la deriva, yo no vivo ni en una ni en otra ciudad por lo que, independientemente de lo que resuelva, quizás jamás me vea en persona. Al mismo tiempo, por esa misma restricción, puedo escucharla desde otro lugar. Un lugar que no será isomórfico ni a las demandas de su esposa ni a las de sus padres o amigos, ni siquiera a las de él mismo en el inevitable proceso de ajustarse a todas ellas, sino a la de su deseo, aun por descubrir.
La atopía del analista, esa no man´s land donde transcurre nuestra práctica y soportable en tanto uno es una presencia física en el consultorio, en la tarea virtual quizás precise ser situada. Funcionaría entonces como un anclaje frente a lo evanescente de la práctica virtual. Cuando todo lo sólido se desvanece en el aire, tenemos que tener claro -como si piloteáramos planeadores que precisan saber dónde hay corrientes de aire caliente que los sostengan en vuelo- una geolocalización precisa en el espacio virtual. Necesitamos un mapa del cielo.

La ficción que habitamos

Luego de meses de trabajar tres veces por semana de modo virtual con una paciente, recibirla en mi consultorio fue una experiencia extraña. No reencontraba a la mujer a quien escuchaba antes de que la pandemia obligara a recluirnos, fue como si se hubiera materializado una imagen. Como si un personaje de una historieta de pronto hubiera adquirido un cuerpo, como si una impresora 3D hubiera construido una persona sobre el molde de la imagen digital a la que había tratado durante cuarenta sesiones a distancia.
Casualmente, lo que trajo la paciente ese primer día fue una imagen. Literalmente, un video que acababa de llegarle con la imagen y la voz de su marido fallecido accidentalmente años atrás. Un video entrañable que me pidió que mirara, donde su por entonces joven esposo hacía magia con su hijo pequeño, haciendo aparecer y desaparecer objetos.
La inquietante extrañeza de recibir a un cuerpo en mi consultorio se replicaba en la visita de un fantasma del pasado, no contado sino mostrado. Es difícil disociar el hecho de que me haya visitado por primera vez, de cuerpo presente, con el de haberlo hecho munida de una imagen. Ambos, en la soledad extraña de un consultorio deshabitado por meses, nos encontrábamos viendo juntos una pantalla.
La imagen, al igual que la palabra, se produce a expensas de las cosas. Pero también las recupera. Cuando oía a mi paciente contarme acerca de su angustia mostrándome el video en la pantalla de su teléfono, comprendí que hay algo de magia en trabajar de este modo. Y que quizás el análisis también deba ser pensado como un arte, tanto de la aparición como de la desaparición. Trabajamos sobre lo perdido. Hacerlo desde la pérdida de la presencia, si logramos no disimular esa dimensión engañándonos con espejisimos, quizás albergue una potencialidad nada desdeñable.
No solo podríamos trabajar fructíferamente como avatares, sino que -cuando sea posible recuperarlos- los encuentros presenciales estarán acompañados de una saludable extrañeza, no serán asumidos como naturales sino que los experimentaremos como una contingencia. Y en tanto tales se cargarán de significados inéditos.
Por momentos, analizar como avatar recuerda a una película de Woody Allen. En La rosa púrpura de El Cairo, Mia Farrow, espectadora habitual de una misma película, logra llamar la atención de un personaje, quien salta de la pantalla a la sala y huye de la película junto a su cautiva espectadora. Luego la trama invierte este proceso, y ella misma ingresa en el plano de la pantalla para convertirse en personaje de la película que solía ver, en tanto avatar de sí misma. Ese maravilloso aparato de producir ficciones que es el cine desdoblaba lo que de por sí era un plano imaginario, inventaba una pantalla dentro de la pantalla, y habilitaba un portal entre una y otra.
Luego de haber escuchado varias veces por semana, durante meses, a una paciente de modo virtual, cuando la vi nuevamente en mi consultorio, recortada contra el ventanal de mi consultorio (que ocupa el espacio de una pared, del piso al techo y de un extremo a otro de la habitación), tenía la sensación de estar ante una situación similar, con los límites desdibujados entre una escena y otra. Mi paciente, yo mismo quizás para ella, parecía un avatar encarnado, como en la tradición india. Y al mismo tiempo de un modo irreal, extrañada de ella misma ante mí .
Lejos de haberse producido un reencuentro con su presencia habitual, se había producido un efecto de extrañeza (por otra parte consustancial al análisis) imposible de ignorar. En vez de un cuerpo, ante mí tenía una suerte de holograma de un cuerpo, una proyección tridimensional de un cuerpo que parecía no estar del todo allí. Esta situación atípica, ¿indicará algo nuevo acerca del cuerpo en psicoanálisis?¿no cobra relieve el estatuto ficcional que encarnamos en tanto sujetos, la dimensión de personaje que desempeñamos -y a menudo padecemos- en el teatro del mundo?
Me he encontrado ambivalente, por un lado deseando volver a la antigua normalidad en la que recibía a mis analizantes día a día en el consultorio. Por otro lado, no sé si sea conveniente perder esta extrañeza que -si bien siempre ha existido- se ha revelado ahora de modo inexcusable.
La pantalla en la cual vemos a quienes analizamos se comporta como la cuarta pared en el teatro, esa pared invisible que separa al público de la escena, y que en el análisis se rompe en ambos sentidos, todo el tiempo, poniendo en relación los mundos superpuestos, las habitaciones, separadas y a la vez articuladas de modo virtual, entre las que transcurre el análisis.
Al intensificarse artificialmente la dimensión de personaje, se produce un curioso develamiento paradójico que desnuda lo que cada uno es en cuanto se deshace del vestuario y del maquillaje, lo que resta de nosotros al deshacer la ficción que habitamos.
Al mismo tiempo, cualquier maniobra que subraye el pasaje entre esos dos mundos superpuestos, cobra un efecto de extrañeza que incluye la angustia entre sus efectos. Vérnoslas con un ser de ficción en una escena real, como ocurría en la película de Woody Allen, tiene un efecto inquietante. Al igual que cuando un personaje de una obra de teatro le habla a un espectador convirtiendo en participante de la escena a alguien que estaba fuera de la escena .
La disección que hiciera Lacan a partir de Hamlet diferenciando el mundo por un lado, la escena sobre el mundo (la pieza teatral) por otro y la escena sobre la escena (la escena improvisada por los personajes de la obra dentro de la escena ficcional) se torna particularmente relevante. Esa tripartición, que podría corresponderse de modo simplificado con el triple registro de lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario, se descalabra y subleva. La escena sobre la escena aparece de pronto como lo más real que tenemos, la escena permanece como el marco fantasmático desde el cual nos vinculamos y somos apresados por el afuera, y el mundo, que parecía tan real, permanece como una lejana, brumosa referencia.
Por la vía de intensificar el artificio, algo verdadero aparecerá con mayor claridad.

Análisis anfibio

Si el sujeto que dio lugar a la invención del psicoanálisis era el de la disgregación de un imperio cosmopolita como el Austro-Húngaro, el de la sexualidad victoriana y la cultura letrada, ¿cuál es el sujeto que interpela hoy al psicoanálisis, en tiempos en que ninguna de esas cosas existen ya?¿Cuál es el sujeto que corresponde a nuestra nueva civilización, la de internet y las redes sociales, la de la sexualidad menos reprimida que practicada, la de la dilución de los textos impresos en unos cuantos caracteres líquidos en una pantalla?
Quizás ese nuevo sujeto, al que debemos aprender a interrogar, se parezca más a esa imagen que distinguimos en tanto avatar en nuestras pantallas que a las clásicas estampas de Dora o Juanito saliendo de sus historiales como héroes legendarios. Con toda su artificiosidad, esa imagen que nos incomoda, que nos agota, que nos deja perplejos, quizás sea la sustancia del sujeto contemporáneo.
El psicoanálisis apresó el Zeitgeist de su época en lo que éste anticipaba el futuro. Supo ser contemporáneo un siglo atrás, con un método que implicaba una liberación inédita -hablar sin ser juzgado, aun de los temas más escabrosos- y una concepción de la mente que se desligaba de las intenciones y las ilaciones concientes para privilegiar las resonancias del significante más allá del sentido. De ese modo, anticipaba en su método lo que hoy en día son maneras naturalizadas de concebir el mundo, tales como la libre navegación, el surfear la web que es matriz de nuestro modo contemporáneo de aproximarnos a las cosas, y la misma idea de hipervínculos, palabras clave que llevan a otro sitio, a otra dimensión discursiva .
Su misma lucidez originaria constituye hoy un límite, porque lo que antes el psicoanálisis lograba como experiencia única y distintiva en la modernidad sólida, cavando en ella un lugar de alivio y libertad sujeto a otras reglas, hoy es paradigmático. La asociación libre ha dejado de ser ese modo particular de hablar en análisis para convertirse casi en un modo de hablar típico en la era digital, que abre una ventana tras otra y alterna esferas discursivas sin escrúpulo. Si el sujeto que emergía de la asociación libre, el sujeto del psicoanálisis, se ha convertido hoy en paradigma del sujeto, debemos renovar la singularidad de nuestra disciplina. De lo contrario la misma particularidad que aseguró su triunfo se convertirá -no por haber fracasado sino por haber triunfado- en su marcha fúnebre.

La clínica del avatar es anfibia, mestiza. Una paciente a la que he vuelto a ver presencialmente está demorada por manifestaciones que bloquean el acceso a mi consultorio. Entonces me llama por teléfono y comienza a hablar, como si estuviera recostada en el diván. Sigue hablando mientras maneja hasta llegar, casi al final de su sesión, para terminar en el diván, ante mi presencia. Sus asociaciones se movilizan mientras conduce y continúan al llegar, el modo remoto y el presencial se suceden sin solución de continuidad, como si se inscribieran en una Banda de Moebius. No podría decir que lo que habló una vez recostada fue de otra estofa que lo que hablaba mientras manejaba, un circuito de palabras hilvana ambas situaciones, la del diván móvil en que de pronto se ha convertido su auto y la del diván donde se tiende al llegar. El análisis se revela capaz de respirar bajo y sobre el agua.
¿Será el futuro anfibio? La escena que relato pareciera mostrar algo que será habitual. La mutación en curso no solo diluye la función paterna y los modelos familiares tradicionales, convierte la ley de hierro de la castración a la hora del posicionamiento sexual en un menú de opciones identitarias, no solo privilegia la superficie por sobre la profundidad, o la imagen por sobre la reflexión. Tanto como potencia la atención que de pronto no solo puede sino necesita ocuparse de más de una cosa a la vez, como ofrece un mundo digital que complementa al mundo físico. Lo que a nuestra generación le implica un aprendizaje a marcha forzada , a los nacidos en esta época les es una realidad dada. Y cuando otro recambio generacional ocurra, en caso de que el psicoanálisis resista y merezca un futuro, lo que hoy es excepcional se convertirá en regla.
Siguiendo el paso a los pacientes anfibios, volviéndonos anfibios, no solo aumentamos nuestras posibilidades futuras, sino que somos fieles al pasado fundacional del psicoanálisis. Allí, antes de la institucionalización, los pioneros no sostenían ningún presupuesto por sobre lo que escuchaban en su clínica. Así fue, dejándose guiar por sus pacientes, que Freud abandonó primero la hipnosis y luego la sugestión.

Quizás un riesgo de analizar como avatar radique en una nueva entropía, en diluir un espacio que para ser eficaz tiene que estar provisto de cierto misterio, y su oficiante -el analista- ha de estar dotado de algún aura. La cualidad agalmática de la que hablo es provista con generosidad por la transferencia de quienes se analizan, solo que aquí algo conspira contra ella. Y lo hace tanto del lado de quien consulta como del lado del analista.
Acudir a un consultorio analítico -más aun si es en otra ciudad- implica un viaje. Más allá de lo engorroso de los traslados urbanos, disponer de tiempo para ir a hablar ante otro de las peripecias y angustias personales prepara el espacio donde eso ocurre, y la vuelta morosa a la cotidianeidad contribuye a la elaboración de lo trabajado. Si alguien puede llamar a su analista en medio de tareas domésticas o laborales, sin pausa tanto antes como después de una sesión, algo se pierde.
Lo saben los jóvenes que salen a bailar o quienes conducen reuniones, hace falta una “previa” antes de llegar a la discoteca o un “warming up” antes de una actividad grupal, al igual que en un concierto grupos soporte preparan la llegada de los artistas centrales. En tiempos de análisis digitalizado, se pierde esa disposición que no es solo de tiempo sino de energía y concentración paulatina que se cristaliza en lo que puede llegar a decirse en sesión.
Del lado del analista sucede lo mismo, y cuando antes un analista acudía a su consultorio -con lo que implicaba del retiro de otras facetas de su vida- hoy puede antender en medio de otras actividades. Tanto como su vida cotidiana puede verse invadida por el trabajo, el espacio del trabajo, las particulares coordenadas de su escucha única, pueden verse amenazadas.
El riesgo mayor es que se produzca una desritualización de un espacio que debe buena parte de su eficacia a lo que encierra de ritual laico, una máquina que libera a través de la palabra y una escucha que la posibilita, en un contexto de abstinencia que mitiga los peligros de la sugestión. Más allá de las cruciales teorizaciones que se han sucedido para dar cuenta de lo que allí sucede entre las mentes en juego, evidentemente el dispositivo funciona per se. Y en tanto amenaza a ese dispositivo, laico pero también sagrado, analizar como avatar entraña peligros.
Quizás no se trate tanto de lamentarse por el ritual perdido, sino de empeñarnos en inventar uno nuevo. Pues como contrapartida, nos acostumbraremos a montar el dispositivo allí donde estemos, como si fuera un consultorio analítico de campaña, desmontable. Volveríamos así a los tiempos originales, a la conversación de montaña de Freud con Catalina, su paseo con Mahler, o el análisis epistolar con Fliess. Pero volveríamos enriquecidos por un siglo, y a la vez habiendo ganado levedad que la experiencia digital favorece.
El punto crucial es si podremos y sabremos dotar de algún tipo de aura al encuentro virtual. Quizás tengamos que buscar allí, en el hueco de lo que falta, la posibilidad de una reinvención que se permita cuestionar si es necesario algún presupuesto teórico. Pues ni Freud ni Lacan ni ninguno de nuestros grandes teóricos previeron las transformaciones que la tecnología imprimiría a lo humano.
Analizar como un avatar es incluirnos en tanto analistas en lo que Alessandro Baricco estudió como The Game, el nuevo mapa en que la civilización digital se ha adueñado del mundo. En su opinión, el mundo físico funciona ahora junto a una copia digital. Nosotros los analistas, criaturas analógicas y anacrónicas, si somos inteligentes, lograremos convertirnos en seres anfibios, capaces de manejarnos en el mundo físico y en el ultramundo virtual, no en tanto alternativas excluyentes, sino como dimensiones que se precisan, e incluso se potencian entre sí. En vez de lamentarnos de lo perdido, aprovechar la doble fuerza motriz de la experiencia analógica de la que provenimos y la post-experiencia digital que hace tiempo se ha instalado y la pandemia no ha hecho sino potenciar.
En el futuro, que ha invadido el presente como nunca hubiéramos imaginado meses atrás, el oficio de psicoanalista, tan arraigado a una ciudad , de pronto se deslocaliza. En tanto avatar, un analista puede estar en donde viven sus pacientes o no, o puede no ser rastreable, residir en el cyberespacio. No sería extraño que su lugar oracular, esencial para la eficacia de la interpretación, se vea así potenciado. Un analista entonces, más que ser de una ciudad, será de una lengua. O quizás ni siquiera eso, pues pese a que compartir la lengua materna es valioso, no lo es menos el malentendido que se potencia cuando la lengua materna del analista no es la misma que la de quien se analiza o supervisa con él. Bien visto, una práctica nómade desde su origen, si merece sobrevivir en este siglo que muta, será mutando también.


Mariano Horenstein

Bibliografía:
Berman, M., (1988). Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. México: Siglo XXI.
Baricco, A. (2019). The game. Buenos Aires: Anagrama.
Benjamin, W. (1989). Sobre el concepto de historia, en Discursos interrumpidos I. Madrid: Taurus ____________ (1933). Experiencia y pobreza. Descargado 14/07/20 de https://semioticaenlamla.files.wordpress.com/2011/09/experienciabenj.pdf.
Freud, S., Pfister, O. (1966). Correspondencia 1909-1939. México: FCE.
Lacan, J., (1962-63). El Seminario X: La Angustia. Buenos Aires: Paidós.
Melman, Charles, en Weil, A.-D. et al. (2003). Quartier Lacan. Testimonios sobre Jacques Lacan. Buenos Aires: Nueva Visión.
Quignard, Pascal, (2012). El odio a la música. Buenos Aires: El cuenco de plata.