Tecnomorfismos. El giro post-humano y el psicoanálisis contemporáneo

Más que humanos

¿Por qué lo poshumano? Es la pregunta de este panel. Si las preguntas son generales, las respuestas son siempre en singular. Ensayaré la mía, provisoria, como toda respuesta.

Uso un reloj que no precisa de pilas, pues se activa con el movimiento. Eso lo hace menos preciso que los alimentados por baterías de cuarzo; atrasa ligeramente y siempre debo ajustarlo. Si dejo de usarlo por un par de días se para. Evidentemente es poco práctico, pero me gusta, y me recuerda que siempre atrasamos. Y que, si dejamos de movernos, nos detenemos.

Creo que eso aplica perfectamente al psicoanálisis. Si elegimos no encerrarnos en un ghetto autorreferente y entrópico, constatamos siempre un ligero retraso frente a la época. Si hoy hablamos aquí es porque Freud supo apresar el Zeitgeist, que no es el mismo de ahora. Y no somos Freud.

Nosotros avanzamos como torpes criaturas y, si estuviéramos en una cancha de fútbol, pareciera que el arco se va corriendo a medida que avanzamos. Quizás debiéramos pensar lo contemporáneo como si fuera la línea del horizonte, siempre adelante y en cierto punto inalcanzable. Nos orienta desde el futuro pero cuando intentamos apresarlo ya no está allí, sino más lejos.

La concepción del sujeto que el psicoanálisis trajo al mundo fue revolucionaria, sin duda, pues demostró que el rey efectivamente está desnudo, que el yo es apenas una mascarada, que si podemos hablar de un sujeto es en tanto sujeto del inconciente (subrayando el genitivo objetivo). La autonomía, la conciencia, el dominio ya no volverían a ser lo que fueron antes de Freud. 

Pero quedarse ahí no es suficiente. El tiempo ha hecho su trabajo y aun cuando el freudismo ha permeado el sentido común de Occidente, hay ideas que han perdido filo, ya no cortan como antes.

Pasaron ciento veinte años desde aquel momento luminoso en que un sujeto que no era dueño en su propia casa vio la luz. Sesenta años después, Lacan nos enseñó que ese sujeto era efecto de una cadena significante, apenas un efecto evanescente y prácticamente inapresable, singular. Y funcionó como si al psicoanálisis, que respiraba un aire enrarecido en cierto estancamiento posfreudiano, lo hubieran conectado a una bomba de oxígeno. Los efectos clínicos de la renovación teórica lacaniana, en sus múltiples vertientes y más allá de desviaciones sectarias y empobrecedoras, fueron fascinantes. Pero hoy el Mayo francés que acunó algunos de esos descubrimientos queda tan lejos como el asesinato del archiduque que desató la Gran Guerra, y cansa oír consignas repetidas. 

En medio de nuestra perplejidad, mientras los psicoanalistas intentamos pensar lo humano desde la tradición del pensamiento crítico, desde ese maravilloso Selbstdenken rescatado por Hanna Arendt, mientras intentamos a duras penas apresar algo de lo humano de nuestro tiempo, nos mueven el arco de nuevo: ahora resulta que no se trata más de lo humano, sino de lo post-humano.

II Durante mi adolescencia fui fanático de los cómics. Ni bien llegaba un nuevo número de El Tony, corría a comprarlo. El kiosquero frente a mi casa era mi dealer, me proveía droga para mi imaginación.

Una historieta en particular me gustaba, llamada Mark. Se trataba de un héroe solitario, melancólico y apolíneo en un mundo postapocalíptico. Una nube tóxica había convertido a la mayor parte de la humanidad en mutantes, seres oscuros y horribles, una constante amenaza. Capturado por la trama de la historieta, el hecho de que el héroe tuviera la versión inglesa de mi segundo nombre favorecía mi identificación con él. Funcionaba como una suerte de yo ideal en tiempos en que a duras penas lograba reconocerme, cuando mi propio mundo me resultaba tan hostil como el de Mark.

Identificado con ese ideal, se facilitaba la divisoria de aguas: los mutantes eran los otros, los deformes, los monstruos. Buena parte de mi trabajo psíquico de entonces consistía en desmarcarme de ellos.

Hubo un tiempo en que los psicoanalistas nos identificábamos con los marginados de todo sistema. No solo, oyéndolas, les dábamos voz a las histéricas. También de ese colectivo proveníamos. No solo nos atrevíamos a escuchar a los locos, también de allí veníamos. Si la neurosis nos revelaba sus secretos era porque no había nadie más neurótico que nosotros. No es un hecho menor que muchos de los pioneros acabaran suicidándose. Los más malogrados de entre nosotros no hacían sino mostrar la verdad de un oficio que es marginal por estructura y, a mi juicio, por vocación. Había quizás más verdad del lado del excesivo Groddeck que del atildado Jones, el psicoanálisis estaba más cerca de Sabina Spielrein que del idealizado Jung.

Luego, gracias a algún éxito que nos fue concedido, sucumbimos a la tentación de identificarnos con esa normalidad rampante que nos había excluido desde el inicio. Allí nos extraviamos -como yo con aquel Mark de mi adolescencia- atrapados en la identificación con un ideal imaginario. 

Y fue allí, en ese preciso momento, que nuestro pensamiento empezó a ralentizarse, cuando no a detenerse por completo.

Nuestro oficio nos entrena para no engañarnos con espejismos, nos enseña a desconfiar de la ciencia, que no pudo construir una teoría consistente acerca del sujeto hasta el advenimiento del psicoanálisis. Cuando Freud construye sus caminos neuronales en el Proyecto, o cuando Bion arma su tabla o cuando Lacan apela a la lingüística o a la lógica, no nos engañemos, no hacen ciencia. Basta preguntarles a los matemáticos, a los neurólogos o a los lingüistas qué piensan de nuestras incursiones en sus campos para saberlo. El psicoanálisis es en todo caso una parodia de la ciencia, pero como toda parodia denuncia su irrisoriedad, y así rescata un nivel de verdad inédito. 

Identificados con los normales, convertimos nuestra disciplina en algo no muy distinto de la dermatología, e incluso bastante menos eficaz.

Pero el psicoanálisis, que a mi juicio encuentra en la extranjería su lugar más genuino, a veces se ha enlistado con otro lugar, desde el que se definen estándares y criterios, es decir el lugar de la segregación. Existe siempre el riesgo de una deriva, inadvertida, inercial, hacia ese lugar. Cuando nos dejamos cautivar por el canto de sirenas de la ciencia, o del poder o de cualquier modo de la hegemonía, solemos ir hacia esas rocas y encallar. 

El psicoanalista nació identificándose con ese animal mutante y proteico encarnado por las histéricas de fines del siglo XIX, enfermas del peor rango, colindante con la brujería y la mitomanía. Freud, convocado al lugar de amo por sus pacientes, respondía identificando su propia división subjetiva, encontrando una razón similar en sus sueños y conflictos, en sus fallidos y angustias, a la que habitaba el corazón del síntoma de sus pacientes.

El hecho de que ese lugar otro, el de los mutantes en la historieta preferida de mi adolescencia, sea en realidad el de humanos caídos en desgracia, muestra la maniobra proyectiva que Freud rastreara desde la constitución misma del sujeto. Ese lugar mutante es el de lo extraño, lo ominoso, el de lo queer. Freud nos proporcionó muchas pistas para restablecer el lazo que nos une con ese oscuro objeto de la angustia donde bien puede estar la mujer, o el extranjero, o el musulmán o el judío, el loco, el negro o el intersexual. 

Pero al mismo tiempo los psicoanalistas nos hemos posicionado muchas veces -aunque hayamos transitado el lugar del analizante antes de hacernos analistas, aun teniendo herramientas para pensar de otro modo- en parte del colectivo segregacionista. Hemos seguido interesándonos en esos intrigantes mutantes, pero desde la mirada del entomólogo, de quien se distingue de su objeto y se calza guantes en su manipulación. El psicoanálisis es una disciplina exigente, y no siempre hemos estado a la altura de la función.

Si ahora hablamos de otro modo acerca de ellos, los mutantes, no ha sido por una evolución espontánea de nuestro pensamiento. Ha sido porque los mutantes, habitualmente sin voz, se han decidido a hablar. Y así nos han obligado a escucharlos. No ha sido por nuestra escucha generosa ni por nuestro espíritu autocrítico, sino por su asunción de la palabra que hoy hablamos de esto. Son aquellos, aquellas, aquellxs quienes nos han obligado a escucharles. Y sus cuestionamientos no son devaneos académicos ni disputas de mercado, sino la voz encarnada de las víctimas, de quienes se han puesto a teorizar a partir del propio dolor, de la inadecuación a los casilleros en los que se pretendía ubicarles. Como las histéricas del siglo XIX o los queerdel siglo XX, o quizás los cyborgs del siglo XXI, han tenido que pavimentar con sufrimiento su derecho a ser escuchados. 

Fueron necesarias por supuesto mentes cultivadas, porque no ha sido gracias a la rústica Catalina sino a la lúcida Dora que hemos aprendido a escuchar. No ha sido por el desparpajo de Florencia de la V, sino por la lucidez de Paul B. Preciado que nos obligamos a repensar todo de nuevo. Del mismo modo, hicieron falta testigos lúcidos del horror concentracionario -desde Robert Antelme a Paul Améry, Paul Steinberg, Jorge Semprún o Primo Levi- para que la humanidad pudiera escuchar el relato de esos otros mutantes -en particular los Muselmännersin voz- las víctimas de la Shoah. Recordemos que hicieron falta muchos años para que sus testimonios -hoy omnipresentes- encontraran espacio para ser escuchados. Tal sucede con los discursos que cuestionan nuestros presupuestos: son las víctimas de esos discursos quienes crean las condiciones para que sus cuestionamientos sean audibles. 

Muchos poderosos se benefician del análisis y no son tantos quienes pueden, en esta región del mundo, afrontar un análisis. Pero la posición ética del psicoanalista está siempre del lado del otro, de la víctima, del alien, del mutante.

La vieja idea kuhniana de los paradigmas quizás siga vigente -aunque sé que las epistemologías han avanzado bastante desde allí- pues, si recuerdan, era la aparición de una serie de anomalíaslas que, acumulándose, presagiaban un cambio de paradigma. Creo que lo que registramos en esta época que nos toca, una época en donde la mutación en curso no ha hecho sino acelerarse, es una incidencia cada vez más frecuente de anomalías. Aquí y allí aparecen, salen del clóset a plantear sus preguntas a cielo abierto, para nuestra perplejidad. Cuando hay anomalías por doquier, entonces es el paradigma el que está en crisis. La misma idea de normalidad, que como la de identidad es necesariamente puesta en jaque por el psicoanálisis desde el inicio, se fragmenta y diluye aun más. Más que las identidades, son nuestras certezas las que se vuelven fluidas.

Debemos entonces acostumbrarnos a rastrear y oír testimonios de los márgenes. Serán seres maquínicos, algunos que se implantan aletas, mutantes que hacen del mestizaje de especies su modus vivendi. Mentiría si dijera que entiendo cabalmente de qué se trata, pero habremos de oír con paciencia, esperar que decante lo que escuchamos, poner en suspenso nuestras certezas, hacerle lugar aun a los cuestionamientos más radicales, aprender un lenguaje nuevo.

Pues si bien el posthumanismo, en tanto voy aprendiendo de qué se trata, aun me resulta enigmático, algo que los psicoanalistas sabemos hacer es escuchar. Y si uno se ofrece a una escucha desprejuiciada, una escucha capaz de dejarse afectar por lo escuchado al punto incluso de que pueda invalidar los parámetros que fundan el mismo acto de la escucha, lo nuevo que reclama ser oído aparecerá. 

Claro que ser objeto de cuestionamiento no es tranquilizador. Si nuestras teorías se fundan en una idea de la diferencia sexual o del valor de la Ley de hierro de la Castración, cualquier impugnación amenaza nuestra existencia y desata las peores reacciones, de la angustia a la paranoia, donde el prejuicio y el reflejo segregacionista siempre acechan.

Pero, pese a los temblores y amenazas que pueda suscitar, los cuestionamientos no acabarán con el psicoanálisis, sino que lo mejorarán. Siempre y cuando no hagamos de una teoría (mucho menos del diván) un lecho de Procusto, si permitimos que se conmueva, que cimbronee, que incluso caiga lo que tenga que caer si es por fidelidad a los hechos. 

Sin dejar de ver que algo así como “los hechos”, puros y duros, no existen para un psicoanalista. Siempre están tramados por el lenguaje, envueltos y revueltos de cultura, hay siempre una dimensión performativa en donde lo que se dice -incluso esto que decimos hoy aquí- trastorna lo que existe, lo produce incluso retroactivamente.

III Cuando dejé de leer cómics, me dejé seducir por los relatos de Cortázar. Hubo uno en particular que me impactó al punto que aun hoy resuenan en mí sus frases. Todo está dicho en el primer párrafo, donde se traza una identificación con ese extraño ser mutante que el axolótl. 

“Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axólotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolótl. “

Quizás el único modo de avanzar verdaderamente  en psicoanálisis, de inventar un psicoanálisis que no atrase, de convertirnos más en exploradores que en cartógrafos tardíos de tierras ya descubiertas, sea permitirnos hacer añicos el muro imaginario que hemos tendido frente a ese lugar otro, oscuro. Identificarnos con ese mutante, tanto como pudimos descubrirnos idénticos a los neuróticos un siglo atrás. Hacer estallar la diferencia ellos/nosotros, y dejarnos tocar por las impugnaciones a la Diferencia que los nuevos mutantes despliegan. Quizás debamos repensar cuál es la diferencia hoy en día, cuál será el lugar de la diferencia en el futuro, incluso para preservar ese lugar que creemos necesario y fundante. Pues la Diferencia tal como la pensamos un siglo atrás, ya ha sido domesticada al punto que no angustia, no instiga, no convence. Si seguimos sosteniendo la utilidad de un enfoque en donde no todo dé lo mismo -es decir, una posición ética a favor de algún tipo de diferencia- deberemos ser capaces de rastrear sus nuevas formas.

La identificación con el axolótl equivale a la del psicoanálisis originario. Luego pusimos en reversa ese mecanismo y, segregación mediante, extrañándonos de ese viviente que escapa a las categorías habituales, alguien pronunció las palabras “ahora no soy más un axolótl”.

A partir de allí nos enajenamos, y comenzamos insidiosamente a practicar una entomología psicoanalítica. No solo eso, nos convencimos de haber abandonado la pecera y creímos que el agua que nos rodeaba era el mar.

La única posibilidad que tenemos, pienso, es volver visibles las paredes de vidrio de la pecera desde la cual pensamos. Lo maravilloso de nuestra práctica es que, pese a las diferentes teorías que la habitan, éstas pueden mutar sin necesariamente dejarnos fuera de campo, mientras se mantenga la disciplina inherente a un sencillo dispositivo. Las figuras del analista mutan pues el sujeto, tal como el psicoanálisis lo construye y deconstruye una y otra vez, es mutante también. No a la manera de X-Men, sino a la del axolótl, un animal anfibio capaz de regenerar cada uno de sus miembros y órganos.

La historia del psicoanálisis ha sido también la historia del rehusamiento progresivo de su posición original. En parte necesario, pues es imposible analizar desde la identificación y su anegamiento imaginario. Pero al mismo tiempo alienante, pues el rechazo de la identificación con quien sufre y la atracción que suscita el ideal -el que me llevaba a mí a identificarme con Mark- nos deja del lado, en un reflujo indeseado, de la larga cadena de doctores, maestros y sabelotodos que no supieron qué hacer con el padecimiento histérico hasta Freud.

En su núcleo duro anacrónico, en su resistencia a la moda y la corrección política, en lo que tiene en sí la disciplina más allá de la miopía o el prejuicio o los resabios moralistas o religiosos de sus practicantes, el psicoanálisis es un reaseguro. Por un lado, contra la normalización: hace mucho que sabemos que nuestro diván no puede convertirse en un lecho de Procusto ajustando a quienes se tienden en él a norma alguna. Pero al mismo tiempo, advirtiendo el riesgo de considerar elecciones que son inconcientes -y por ende más allá de una ilusoria autonomía yoica- como meras opciones en un menú identitario. Pues en ese punto, anhelando ser contemporáneos, alineándonos con los postulados de lo post, quizás nos deslicemos, sin advertirlo casi, a lo pre… freudiano.

Nos exigimos pensar a aquellos más que humanos, sin olvidar que muchas veces recibimos a menos que humanos, pues muchas veces el análisis implica también una suerte de humanización, en tanto subjetivación y asunción de la responsabilidad que eso implica.

Aun deconstruyendo todas las categorías de las que somos apenas efectos, quizás, no encontremos ningún sujeto libre de determinaciones. El psicoanálisis no es una nueva versión de la moral, sino un dispositivo laico que permite a cada sujeto encontrarse con la verdad de su deseo -cualquiera que fuese- y elegir hasta qué punto consentir a ella o no. En ese punto, podemos acompañar a quienes se tienden en nuestros divanes, e incluso ser guiados por ellos mismos en ese viaje. Como escribió una vez Goethe, nunca llegamos más lejos que cuando no sabemos a dónde vamos.

Vuelvo a la pregunta inicial, y sé bien que al cabo de un rato hablando no he arribado a ninguna respuesta. ¿Por qué lo posthumano?

Quizás porque en ningún lugar como aquí, interpelados por pensadores como Rosi Braidotti, aparezca tan claramente nuestra indigencia. En pocos lugares como en éste se muestran tan escuálidas nuestras herramientas y tan obvio nuestro retraso. En pocos lugares como aquí estamos tan lejos de pensar al psicoanálisis como una mera técnica que se aplica. En ningún lugar como aquí, interpelado, obligado a un esfuerzo de pensamiento, tengo aun tan poco que decir.