Peor que la muerte

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I Si precisáramos elegir apenas dos palabras, como focos de una elipse, para abordar al sujeto perteneciente a la especie humana -al menos a la especie humana tal como el psicoanálisis la concibe- serían sexo y muerte.

Esas palabras son focos no solo como esos dos puntos equidistantes del centro de cualquier elipse. También en tanto fuentes de luz que permiten iluminar buena parte de los fenómenos, tanto los inherentes a la experiencia clínica como otros de la vida cotidiana, de la que también el psicoanálisis se ha ocupado.

El centro de la elipse puede permanecer vacío, podríamos ubicar allí la Falta, la Castración, el agujero que el sexo se empeña en desmentir solo para reencontrarlo una y otra vez. Y la muerte, que es casi un eco mudo de ese agujero, la imposible representación de la única certeza que nos habita.

Aunque el psicoanálisis haya sido habitualmente identificado, casi hasta la caricatura, con el sexo, la muerte no tiene menos lugar en su teorización. 

Con su habitual penetración para la cosa psicoanalítica, Woody Allen decía que “existen dos cosas muy importantes en el mundo: una es el sexo, de la otra no me acuerdo”. No se acuerda de lo otro, claro. Y el artista mismo da una pista cuando dice “mi relación con la muerte sigue siendo la misma: estoy fuertemente en contra”.

Vale la pena aproximarse con algo de humor a la cuestión de la muerte, pues de lo que voy a hablar no tiene nada de gracioso.

II Sexo y muerte entonces: los dos temas cruciales del psicoanálisis. 

Pero no importan aquí las generalidades, pues desde el psicoanálisis -y más aun desde un proyecto que subraya el valor de una Geografía del Psicoanálisis, como el imaginado por Lorena Preta- importa la particularidad, el lugar de enunciación. Y si bien tengo la fortuna de trabajar en distintos contextos geográficos, hablo desde una particularidad: la de Latinoamérica, un continente que se ha revelado tierra fértil para el psicoanálisis. 

Aunque también, desgraciadamente, para la muerte, al punto de que podemos pensar en cierta particularidadlatinoamericana en relación a la muerte.

No me refiero aquí a ningún folclore, ni al modo en que el Extremo Occidente-como hemos sido nombrados alguna vez- pueda aparecer ante los ojos de los europeos, desde una mirada habitualmente teñida de cierto etnocentrismo.

No se trata entonces de los festejos más o menos vistosos de la cultura mexicana o de la extrema melancolía de algunos de nuestros tangos o zambas, o los rituales sacrificiales o la antropofagia de algunos de los pobladores originarios de esta tierra.

Quiero hablar de una particular contribución -si se me permite alguna ironía- de la historia reciente latinoamericana a la especie humana, que se ha mostrado capaz tanto de gestas maravillosas como de crímentes aberrantes. Me refiero aquí a algo incluso peor que la muerte: la desaparición. En particular la desaparición forzada de personas, en la que este continente, y en particular mi país, se ha especializado durante las dictaduras de los años 70.

Luego de comentarles brevemente por qué pienso que este particular “aporte” latinoamericano es aun peor que la muerte, espero poder inferir algunas consecuencias que importen al psicoanálisis en su conjunto y en particular a la posición del analista, yendo de lo particular a lo general. 

Como conviene a cualquier geografía del psicoanálisis.

No es que los latinoamericanos hayamos inventado la desaparición de personas por nuestra cuenta. Los dictadores latinoamericanos, con variantes, han sido admiradores del nazismo o al menos de la tradición militar prusiana. No es casual que muchos criminales de guerra nazis encontraran refugio en Chile o Argentina, en Brasil o Paraguay. La idea de que es posible hacer desaparecer al otro, sin rastro alguno, no nos pertenece. Ya Tucídides testimonia el modo en que Esparta hizo desaparecer de la faz de la tierra a los ilotas, temerosos de su sublevación.

Tampoco se ha inventado en esta región del mundo ese tormentoso preámbulo de la desaparición, la tortura convertida en gestión de estado. Los militares latinoamericanos fueron entrenados en esas prácticas por sus pares franceses y estadounidenses.

Pero en una vertiente algo perversa de la antropofagia -que nos ha permitido deglutir saberes, hacerlos propios y producir algo original- hemos hecho algo similar con las tecnologías de la masacre.

La originalidad, la barbarie latinoamericana, consiste en la desaparición como desprolija política de estado, en disponer, para miles de víctimas una suerte de limbo que es incluso peor que la muerte, que los encierra -como si fueran almas en pena o zombies que no acaban nunca de morir- en un espacio imposible, el espacio de la tragedia. Ese espacio que, como estudió Lacan, Antígona con su coraje demuestra y a la vez combate.

En todo el mundo existen deudos, pero en Latinoamérica hay deudos de cuerpos nec nomine, sepultos vaya a saber dónde -en caso de que se los haya sepultado, pues muchos fueron arrojados al mar o al fondo oscuro de embalses artificiales. En Latinoamérica surgieron las madres que preguntan por décadas acerca del paradero de sus hijos, fue en Argentina o en Chile que las madres del dolor hacían interminables rondas en las plazas o cavaban impotentes en el desierto mientras se enfrentaban a los genocidas preguntando por sus hijos desaparecidos. Las madres de los masacrados bosnios de Srebrenica bajo el safe heaveneuropeo vinieron luego.

Nuestros antropólogos forenses tuvieron así el privilegio de convertirse en los más experimentados del mundo. Aprendieron tanto en mi país que fueron llamados para identificar restos en fosas comunes de medio mundo.

Y nos enseñan a los psicoanalistas que hay algo peor que la muerte física, y es la muerte simbólica, porque la muerte simbólica tambiénpuede llevar a la muerte biológica pero la angustia que genera, al verse imposibilitada de nombrarse, es infinita. La muerte que no puede nombrarse no permite bromas, y tampoco deja lugar al trabajo del duelo, esa particular manera que Freud eligió para hablar de la tarea que afrontamos los humanos ante cada pérdida.

III En más de una oportunidad Freud, identificado con Heinrich Schliemann el descubridor de Troya, asimiló la tarea del analista con la del arqueólogo. Aunque quizás debamos admitir que, más que arqueólogos, los psicoanalistas trabajamos como antropólogos forenses.

Si acordamos en que existe una progresiva pérdida de rituales en buena parte de Occidente, si las prácticas del duelo como formas colectivas de lidiar con la muerte se diluyen insidiosamente, esto no puede no tener consecuencias subjetivas.

El psicoanalista francés Jean Allouch ha estudiado las implicancias de esa desritualización, dejando entrever que buena parte de la clínica que hoy nos llega a los psicoanalistas está ligada a esa desaparición de los rituales.

Hoy en día, en pocos lugares se respetan los tiempos del duelo, las prescripciones que todas las religiones han sabido desarrollar para acompañar a aquellos quienes han perdido, que es el modo más aproximado que tenemos los humanos para imaginar la muerte propia, siempre sin inscripción inconciente. 

Hoy en día los velorios son un trámite formal, casi nadie viste de oscuro, los espejos no se tapan y han desaparecido las lloronas. Prácticamente no se publican avisos fúnebres en los periódicos y, en caso de hacerse, casi no se leen. La muerte ha dejado de ser un asunto colectivo y pasado a ser -como todo en el individualismo de masas en el que vivimos- un asunto personal. Un asunto que cada quien ha de gestionar como pueda, mientras más rápido, mejor; mientras menos evidencia de la fractura que genera en nosotros la pérdida de aquellos a quienes hemos amado, mejor; mientras antes se restablezca la lógica utilitaria del capitalismo, mejor.

Ni hablar de este tiempo de pandemia que por un lado ha multiplicado la escala de la muerte, la cantidad de cuerpos agolpándose en las morgues y fosas que no acaban nunca de cavarse mientras la sociedad contemporánea de pronto se encuentra practicando resguardos medievales. Por otro lado, el mismo virus que muestra con sencillez minimalista la fragilidad de la especie humana, ha tornado imposibles los abrazos, el acompañamiento debido a los deudos, los rituales de despedida. El otro -aun muerto- se ha convertido en fuente de peligro. 

También aquí la falta de rituales potencia el dolor y disminuye la eficacia de las herramientas simbólicas que hemos sabido construir frente al espanto.

Si al menos una parte del desasosiego contemporáneo, de la angustia y el vacío existencial, de la ansiedad generalizada y la profusión de adicciones que hoy día llega a nuestros consultorios se articula a esta desritualización de nuestras vidas, a la degradación de lo simbólico que nos invade, quizás debamos preguntarnos por lo que perdemos cuando creemos ganar.

Unos antiguos versos del Eclesiastés, atribuidos a Salomón, suelen recitarse en los entierros judíos, donde los deudos se rompen una prenda, como signo visible de que hay algo roto dentro de ellos: 

Para todas las cosas hay sazón, y todo lo que se quiere debajo del cielo, tiene su tiempo:

Tiempo de nacer, y tiempo de morir;

tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado;

Tiempo de matar, y tiempo de curar;

tiempo de destruir, y tiempo de edificar;

Tiempo de llorar y tiempo de reír;

tiempo de endechar, y tiempo de bailar;

Tiempo de esparcir las piedras, y tiempo de allegar las piedras;

tiempo de abrazar, y tiempo de alejarse de abrazar;

Tiempo de agenciar, y tiempo de perder;

tiempo de guardar, y tiempo de arrojar;

Tiempo de romper, y tiempo de coser;

tiempo de callar, y tiempo de hablar;

Tiempo de amar, y tiempo de aborrecer;

tiempo de guerra, y tiempo de paz.

Pretender recortar el tiempo para llorar tiene consecuencias. Tanto como las tiene no respetar lo que, como en una premonición, se nos advierte acerca del “tiempo de alejarse de abrazar”… 

Los psicoanalistas hoy no solo ofrecemos nuestra escucha paciente, arqueológica. Funcionamos como antropólogos forenses, desenterramos piezas y ayudamos a quienes nos consultan en la reconstrucción de una identidad perdida o imposible. 

La invención y consolidación del método analítico fue contemporánea casi a la degradación de un imperio que daba sentido a sus habitantes, a los desastres de una guerra que había dejado mudos a quienes sobrevivían, incapaces de poner en relato su experiencia, que había sido también destruída. Así, la invención freudiana ofrecía un espacio que restauraba esa experiencia destrozada. 

Sin habérselo propuesto, Freud quizás haya inventado también un nuevo ritual laico, válido aun en una época que se empeña en dejarlos atrás.