Black Floyd

Miro un recorte fotográfico: un policía blanco sin rostro, arrodillado sobre una cabeza que pareciera desprenderse del cuerpo. Hay un marcado contraste entre  la tensión del cuerpo cargado sobre el cuello de un hombre negro -gravitacional, relajado incluso, con las manos en los bolsillos- y la del cuerpo crispado de un hombre llamado Floyd, casi a punto de estallar. La escena sucede bajo un auto con patente policial, en Minneapolis. El recorte de la foto que tengo ante mí permite leer solo el final del distrito: polis.

La fotografía tiene, como tantas otras, el poder de captar el instante previo a la catástrofe, coagula una imagen convirtiéndola en símbolo. Y desata una ola de furia que se replica en muchas otras ciudades, y una angustia que percute en quienes miramos la fotografía sin dejar de temblar.

Una sola fotografía sirve de contrapunto a una página de periódico repleta de nombres, en un país que acaba de alcanzar cien mil muertos. Días atrás, la portada sin fotografías del New York Times había elegido restituirles su nombre a las víctimas, a cada una de ellas. La fotografía que tengo ante mí rescata en cambio el detalle de una sola muerte, transmitida en vivo. Ambas imágenes -la del periódico con solo nombres, la de un hombre degollado ante las cámaras- conforman juntas una postal contemporánea.

Así como miramos la portada del periódico, leemos la imagen fotográfica. Lo que le falta a cada una aparece señalado en su contraparte, y ambas nos hablan de la polis contemporánea. La que fuera, no solo Minneapolis.

Se trata de la degradación de las figuras de la ley, se trata del racismo. Un racismo que hasta hace días atrás parecía ensañarse con otro color, el amarillo. Pues recordemos que enfrentábamos una nueva peste amarilla, nombrada como extranjera por el presidente del país de la fotografía, el mismo que se permitía maltratar a una periodista tan solo por ser de origen chino. El mecanismo del racismo siempre es uno: pueden sumarse colores a las víctimas -black, yellow, pink- y todo sigue intacto. Aunque la imagen, más temprano que tarde, suele fundirse a negro.

El mecanismo es el de la segregación, donde las cosas suceden contra el sentido común: no se trata, como podría pensarse, de una comunidad de iguales que excluye luego al distinto. Es al revés: una comunidad se funda, se constituye, a partir de la segregación de lo distinto. Nos convertimos en nosotros distinguiéndonos de los otros.

Sin ese resto excluido -ese resto al que Floyd hoy le pone rostro- no hay comunidad. Se trata de una verdad horrible que en algunos momentos sale a la luz, éste es uno de ellos.

En todo genocidio destaca un dato curioso: antes de liquidar al otro, es preciso dejar de escuchar sus gritos, deshumanizarlo, animalizarlo incluso. Así es como los hutus llamaban “cucarachas” a los tutsis antes de masacrarlos en Rwanda, o los nazis llamaban “bacterias” o “piojos” a los judíos antes de enviarlos a las cámaras de gas. Expulsar al otro de la especie humana alimenta una ilusión de pureza que está en el fondo de buena parte de las tragedias de la especie. La historia del mundo es una historia de la segregación.

Entonces viene un virus a desbaratar todo pues, mal que le pese a los racistas, el virus nos homogeneíza, nos recuerda que todos pertenecemos a una misma, única, especie: la especie humana.

Contrariando a quienes les gustaría creer en una diferencia lombrosiana entre clases sociales, el virus es comunista y las diluye. Nos recuerda que no hay tampoco diferencias sustanciales entre blancos, negros o amarillos, que carecemos del privilegio de los perros y no existe tal cosa como razas entre los hombres, y que la diferencia genética entre un magrebí y un sueco, o entre Floyd y su asesino, se reduce a un miserable 0, 01%. O a un abismo ético.

Lo cierto es que, disuelta esta diferencia artificial -la trazada entre nosotros y ellos- reaparece una angustia ancestral, avivada en tiempos de peligro. Esta angustia atávica se gatilla ante el  encuentro con lo distinto y es la que nos hace propensos a tentaciones totalitarias y xenófobas, a imaginar que algún grupo puede salvarse solo, a forzar nuevas separaciones artificiales y convertir cualquier crisis en caldo de cultivo de temores paranoicos o manipulaciones psicopáticas. Esta angustia también fogonea el estallido impotente de las víctimas, de los vencidos de la historia quienes -lo sepan o no- reclaman por una ley verdadera.

Pues algo sucedió con la ley de la polis en Minneapolis. Cuando un policía blanco asfixiaba un cuello negro, o cuando un presidente redoblaba la apuesta por la impunidad. Ambos se desligaban de la ley que debían representar y hacer cumplir, pretendiéndose por encima de ella. Ése es el momento en que la ley se degrada y aparece a los ojos de todos apenas como capricho. Y la polis deja de ser el espacio de lo público, del encuentro y la gestión fértil de las diferencias, para convertirse apenas en las coordenadas que una fotografía señala como escenario de un homicidio feroz.