La vida de los puercoespines
El viejo anhelo de estos tiempos, el de volverse viral, ha cobrado un nuevo sentido. En realidad el nuevo y ominoso sentido que el coronavirus ha actualizado es el sentido original: la replicación incesante de un mensaje, en multiplicación geométrica, es el éxtasis de la difusión, en un mundo donde pareciera que se ha vuelto imperativo darnos a conocer.
Si el virus es tan eficaz en su multiplicación no se debe tan solo a su inteligencia para dar con claves específicas de ingreso a las células, sino porque copia la organización humana. Y nuestros hábitos en tanto especie son sociales, algo que el advenimiento de las redes sociales no ha hecho más que evidenciar y potenciar.
Un rastreo epidemiológico es en verdad una pesquisa retroactiva acerca de la singularidad social de una persona o un grupo. Mientras se rastrean, por razones sanitarias, los contactos de un caso sospechoso de infección, lo que se efectúa es una investigación sociológica.
Cuando las fantasías -conspirativas o no- nos llevan a desactivar la función de localización de ciertas aplicaciones, mostramos la negativa a dar a conocer nuestro patrón de movimientos, es decir el mapa de nuestras relaciones. Esa telaraña de vínculos -habituales o esporádicos- que tejen nuestros movimientos en un mapa, es capaz de ser rastreada con facilidad por la actual tecnología. Así, se convierte en necesidad para el epidemiólogo, al mismo tiempo que en sueño del publicista y ambición del autócrata.
En nuestras sociedades, la intimidad se diluye vertiginosamente tras una parafernalia de redes donde se exponen con liviandad aspectos de la vida privada, como jamás hubiera ocurrido apenas una generación atrás. La nueva cifra de los cientistas sociales –“big data”- es en verdad una tecnología de lectura de esa masa inabordable de datos que permite analizar lo social con una precisión asombrosa. Lo que se haga con esto: prevenir enfermedades, diseñar campañas publicitarias o extender el ojo de un gran hermano controlador a todos los resquicios de la cotidianeidad, es un punto a debatir éticamente. Pero también efecto posterior de una sencilla constatación: nuestros movimientos pueden ser rastreados porque somos una especie que se mueve, que se relaciona. Una especie cuya individualidad es -aunque parezca un oxímoron- social.
Que hoy en día nos hayamos convertido en una especie puertas adentro, recluida para sobrevivir, quizás dé cuenta de la mutación epocal en curso, que no hace más que acelerar la velocidad de sus cambios. Pero en su artificialidad -la cuarentena, el aislamiento, el confinamiento- muestra su reverso: es preciso contener el lazo social, que por definición implica a otros. Si demanda tanto esfuerzo y sacrificio ejecutar tamaña contención, es porque el lazo social es inherente a nuestra especie, irrefrenable.
Lo que hoy está en cuestión es cuál es la distancia social justa en tiempos críticos. Y como nuestra naturaleza es cultural, las variaciones importan.
En Oriente hay una tradición en el uso de barbijos para proteger al otro de eventuales resfríos propios, y existe también un modo de integrarse socialmente y reconocer la norma y la autoridad que favorece algunas prácticas de distanciamiento. No es lo mismo saludarse con una ligera reverencia, común en muchos países asiáticos, que un abrazo efusivo con cualquier desconocido como solemos hacer por estas latitudes. No es lo mismo un beso que dos o tres, o que estrecharse la mano ante una presentación ocasional.
Para orientales y anglosajones la noción de distancia es sideralmente distinta a la de nuestra impronta latina, de distancia emocional pero también de distancia física. En los viajes es común hacer una experiencia del desajuste: basta con haber intentado dar un beso mientras nos extienden la mano, o acercarse a un desconocido preguntando por una dirección, y ver que se aleja tantos pasos como dimos nosotros, para advertir que la noción de cercanía -y por ende la de distancia- está culturalmente determinada.
¿Cuál es la distancia justa? Imposible decirlo de modo general, pues tan cierto como que somos animales sociales es que somos animales hablantes, y en tanto tales, absolutamente singulares. Quizás convenga ver qué sucede con otras especies, enfrentadas también a la necesidad de una sabiduría de lo colectivo.
Hay una conocida fábula de Schopenhauer, retomada por Freud, que compara a nuestra especie con otra, la de los puercoespines. En un invierno como éste, una comunidad de puercoespines, ateridos por el frío, se apretujan para calentarse mediante el calor de sus cuerpos. Solo que, resuelto el problema del congelamiento, se encuentran con que las espinas de sus congéneres -demasiado cercanos- los lastiman, y vuelven a separarse. Separándose, retorna el frío, y así, sucesivamente, en un movimiento que puede verse como un ajuste progresivo o como una incomodidad inevitable, transcurre la vida de los puercoespines.
La vida de los humanos, por supuesto más compleja, tiene también algo de esa lógica que la cuarentena potencia: la necesidad del otro implica también la cercanía de las púas del otro. Y mientras ese otro importa más, más afiladas son sus púas y más necesitamos de su cercanía. La sabiduría para resolver este conflicto estructural define en buena medida que cada familia, cada sociedad, logre o no vivir de modo más o menos saludable.
Cuando, pandemia mediante, nos encontramos de pronto autorizados a encontrarnos con otros luego de un tiempo considerable de abstinencia, notamos que algo ha cambiado. El artificio del tapabocas, los dos metros entre uno y otro, las colas afuera de los negocios abiertos y la colas de negocios cerrados, la incertidumbre tanto sanitaria como económica, convierten nuestros espacios urbanos, aun los más familiares, en espacios inhóspitos.
La vacilación al saludarnos, la sospecha al acecho, el peligro encarnado por un contador géiger, de actualizaciónd diaria, de contagios, muertes y camas ocupadas quizás cambie a nuestra especie. Luego de meses sin ejercicio, la musculatura social se atrofia, y no sabemos en qué medida será recuperable.
No mucho tiempo atrás, aunque ahora parecen siglos, recorrí una muestra en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Había sido montada por Tomás Saraceno, el gran artista tucumano residente en Berlín, y mostraba una obra para cuya ejecución se habían puesto de acuerdo dos especies distintas: humanos y arañas, pertenecientes en particular a una de las pocas variedades -la parawixia bistriata– capacesde trabajar como colectivo. El resultado era una instalación de extraña belleza, con sutiles tejidos iluminados con delicadeza, modelada durante meses por artistas, técnicos y …arañas. Hoy ya no es posible -quién sabe por cuánto tiempo- participar de una experiencia así.
Hoy otra conjugación de genomas -el nuestro y el del coronavirus- pareciera dar lugar a una sociedad más estéril, donde hay poco lugar para esfuerzos creativos, fértiles, que casi siempre precisan de otros. Entre el nuevo virus y nosotros se urde un acople incómodo que nos obliga a desatender -incluso para seguir siendo humanos- lo que hay más de humano en nosotros: el espacio ocupado por el otro.