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Nada para ver

Publicado en Revista Ñ el 28/01/17, bajo el nombre “Pura ausencia”

Un transeúnte desprevenido que camine por la Bergstrasse, en Viena, podría pasar por alto la vidriera que se encuentra casi al llegar al número 19. No puede saber de antemano que allí estaba la antigua carnicería kosheren la que Martha Freud hacía sus compras. De todos modos, el caminante quedará perplejo ante una red de hilos negros iluminada por una bombilla eléctrica de 300 watts. En vez de mostrar maniquíes con ropa de alta costura de Milán o anaqueles con cristal de Bohemia, lo que hay en esa habitación expuesta es una instalación de Peter Kogler que diluye los límites entre el adentro y el afuera, su perspectiva del inconciente.

Alguna vez Viena, lejos del esplendor petrificado que hoy ofrece al viajero, fue un caldero en ebullición. Pocas ciudades -quizás la Florencia del Renacimiento o la Córdoba de Al Andalus- concentraron una renovación intelectual y artística como la que surgió a comienzos del siglo pasado en la antigua capital del Imperio Austro-Húngaro. 

Allí se gestaron vanguardias que renovaron el panorama intelectual, artístico y científico de un modo inusitado: la música dodecafónica de Schönberg, la Secesión con Klimt, Schiele y Kokotschka, la filosofía de Wittgenstein y el Círculo de Viena, la literatura de Musil, el modernismo arquitectónico… Y también allí, en el punto preciso donde se agotaba el saber de la medicina, nació el psicoanálisis como una disciplina que guardaría, pese a los ideales cientificistas de Freud, una comunidad natural con la cultura. 

En Viena, donde los límites a las posibilidades del decir fueron puestos de relieve como nunca, nació una ciencia que le devolvió a las palabras el valor de lo sagrado.

Esas vanguardias poco debían a la Viena orgullosa del linaje de su sangre y suelo. Se trataba de otra Viena, aquella capital de un imperio trenzado por el Danubio cuyo soberano –según cuenta Claudio Magris- se dirigía a suspueblos y cuyo himno se cantaba en once lenguas diferentes, centro de  una Mitteleuropaque era a la vez alemana- magiar-eslava-romanza-hebraica… No fue entonces gracias a ninguna autoctonía que Viena acunó y acuñó la renovación, sino por su reverso cosmopolita, por haber podido alojar y propiciar las fertilizaciones cruzadas –entre lenguas, saberes y etnias- que allí se conjugaron. No fue gracias a los vieneses sino a los extranjeros que Viena fue lo que fue. Todo eso habría de desaparecer en pocos años, primero con la desintegración del imperio, luego con el ascenso del nazismo. Y lejos de ser historia, ese modelo de ciudad capaz de incubar lo nuevo a partir de lo distinto tiene, en medio de la crisis migratoria, rigurosa actualidad.

El viajero que acuda al Freud Museum-sitio de visita obligada en Viena- para encontrar un testimonio de esa época, habrá de desilusionarse. Lejos del espléndido muestrario del Museum Quartier, allí no hay nada para ver. No está el célebre diván, ni las antigüedades o la biblioteca de Freud. No está su escritorio ni su sillón, ni la cama en la que dormía junto a Martha. Tampoco los juguetes de sus cinco hijos. No hay memorabiliaen el Freud Museum de Viena. 

En Londres, en la casa que Freud habitó algunos meses antes de morir están los objetos de culto que los turistas adoran mirar. Fueron sacados apresuradamente -junto con Freud mismo- luego de que los nazis entraran en la ciudad, feliz de ser anexada a Alemania. Gracias a las gestiones de la princesa Marie Bonaparte, la Gestapo debió dejarlo ir, a regañadientes. Obligado a firmar un papel en que afirmaba haber sido tratado bien. Freud, irónico, no se privó de añadir de puño y letra: recomiendo el tratamiento de la Gestapo.

Antes de su partida, un fotógrafo retrató los muebles, los objetos, los cuadros de la casa y del consultorio, tal como estaban antes de ser embalados y despachados hacia el exilio. Esas fotografías, más un copioso archivo es lo que el visitante encontrará en el museo. Pero sobre todo encontrará un lugar

Un lugar de memoria, pero no solo memoria histórica del sitio en el que Freud vivió y trabajó por medio siglo, donde se descubrió el inconciente e inventó el psicoanálisis. También un lugar de memoria de la catástrofe.

Una doble operatoria entonces se produce allí: Por una parte, la resistencia a convertirlo en un sitio de peregrinación para fans. No borrar con souvenirsla memoria del horror, ese horror que con la connivencia entusiasta del mismo estado que hoy auspicia al museo, obligara a la familia Freud a emigrar. No a toda la familia, claro: las hermanas de Freud se quedaron para ser deportadas y asesinadas en Auschwitz.

Ese decir no, digno de Bartleby, al exhibicionismo museístico es lo que está tras el vacío que se muestra.  Y allí aparece la segunda operación que los responsables del museo acometen, la de hacer lugar allí, en el corazón mismo de la ausencia, a esos exploradores del vacío que son los artistas contemporáneos.

Todo empezó en 1989 conZero & Not, un trabajo del artista conceptual Joseph Kosuth, cuya obra abreva tanto en Freud como en Wittgenstein. A partir de allí, tomándolo como un asunto personal, Kosuth se ocupó de convencer a amigos suyos, artistas de la talla de John Baldessari o Pierpaolo Calzolari, de que el Freud Museumbien valía una colección de arte contemporáneo.

Esa colección de arte -más que nada conceptual- que hoy cuenta con trabajos de Clegg & Guttmann, Jessica Diamond, Marc Goethals, Sherrie Levine, Haim Steinbach y Heimo Zobernig entre otros, constituye el contrapunto perfecto de lo que el museoencarna en tanto lugar de memoria.

Esa doble operación que ubica al arte contemporáneo como una interlocución única del psicoanálisis no ahorra malestar a  los visitantes del museo. Desprovistos de los fetiches del maestro, su horror al vacío encontrará su antídoto involuntario puertas afuera.

Allí, a metros de la instalación de Kogler, otra vidriera deviene involuntaria sala de exhibición de arte contemporáneo. Allí el turista sí encontrará la memorabilia echada de menos. Solo que en vez de ver las antigüedades que Freud coleccionaba, sus libros o los tapices persas que decoraban su diván, hallará calaveras, cascos de la RAF y gorras del Ejército Rojo, puñales con mango en forma de águila con cruces arias, sables y dagas militares, condecoraciones y hasta un par de antejos Ray Ban de piloto. 

Teniendo en cuenta el modo yuxtapuesto y alusivo en que el inconciente suele ordenar las cosas, lo que se muestra es la herida abierta, el horror que no parece abandonar a Europa y que este museo exhibe de modo candente.