La leyenda del santo bebedor
Los cinéfilos recordarán quizás la escena de Un tiro en la noche, clásico western de John Ford. El director del periódico Morning Star, obligado a elegir entre los hechos y el mito, contesta “Esto es el Oeste, señor… cuando la leyenda se convierte en realidad, se imprime la leyenda”.
Podríamos preguntarnos si Pichon fue realmente tal como cuenta la leyenda. Pero no importa. “La verdad tiene estructura de ficción”, sabía Lacan y unos cuantos escritores antes que él. Y si hay un territorio, fuera del arte, en el que leyenda y verdad se funden hasta tornar ridícula cualquier pretensión de objetividad, es el del psicoanálisis. Entonces, pesquisar la leyenda acerca de Pichon no es otra cosa que intentar cernir su verdad. Después de todo, leyenda y biografía quizás no se diferencien demasiado.
¿Y qué dice la leyenda? Había nacido en Ginebra en 1927, hijo de inmigrantes franceses que se radicaron en Corrientes. Allí creció en un mundo en el cual el guaraní decía antes algo que no podía decirse en el francés de sus padres ni en el castellano de sus compañeros. En ese cruce de lenguas, en el que quizás anide la radical extranjería de Pichon, se vio desde temprano confrontado al enigma de la tristeza y la muerte, encontrándose con esa lúcida melancolía que tanto lugar ocupará luego en sus teorizaciones.
Un saber prostibulario.
En Goya, mejor dicho en el burdel de la ciudad correntina, mientras leía a los poetas malditos franceses, Pichon escuchó por primera vez, en boca del portero del prostíbulo, hablar de “un médico vienés”. Se trataba de Freud. Meses después lee su primer texto freudiano que es -no podía ser de otra manera- Tres ensayos de una teoría sexual. Con el ímpetu fundador que luego daría tantos frutos, participa en la creación de la filial local del Partido Socialista (también, claro, en el burdel) y de un club de fútbol. Se traslada luego por pocos meses a Rosario, por entonces “la Chicago argentina”, donde se gana la vida impartiendo clases de francés y modales a las prostitutas pupilas de Madame Safo. Su “bohemia dolorosa, sin concesiones”, lo enferma de neumonía y retorna por un tiempo a Goya.
Llega luego a Buenos Aires, donde cursará su carrera de medicina. Constata que allí, donde ha de prepararse para salvar vidas, la enseñanza que recibe se imparte sobre cadáveres. Decide que va a ocuparse de esa forma de la muerte –reversible a su criterio-que es la locura.
Pichon forma parte de la intelectualidad noctámbula, ejerce como crítico de arte y funda la revista Ciclos, junto a algunos (otros, tienta escribir…) poetas y artistas. A esa altura ya está interesado en el surrealismo, que lo llevará a rastrear e investigar la vida de su mítico precursor: Isidore Lucien Ducasse, o mejor dicho, el Conde de Lautréamont. Es en busca de sus huellas que Pichon viene a Córdoba en 1946. Aquí se habían radicado los últimos Ducasse, y aquí había estado al parecer Isidore –al parecer, pues con respecto a Lautréamont estamos frente a otra leyenda- alrededor de 1868.
Años atrás, mientras Europa estaba aún en guerra, Pichon fundaba con otros la pionera Asociación Psicoanalítica Argentina. Además de servir para la difusión del psicoanálisis en el país, la institución estaba destinada a cobijar a una disciplina fugitiva de los totalitarismos europeos. De hecho, en la fundación participaron, además de A. Raskovsky, C. Cárcamo y E. Ferrari Hardoy, también Marie Langer, exiliada comunista y antigua integrante de las brigadas internacionales que habían combatido contra el franquismo y Ángel Garma, republicano español que se convirtió en el analista de Pichon Rivière. Pero frente a la creciente aristocracia borgeana de la APA de entonces, Pichon fue revelándose como un psicoanalista, podríamos decir, arltiano (de hecho fue amigo y compañero de pensión de Roberto Arlt, en la Buenos Aires de los años veinte), y aunque supo supervisar en Londres con Melanie Klein, era un heterodoxo, conocedor de esa sabiduría que anida sólo en los intersticios de lupanares y hospicios, que se aprende a la hora en que los bienpensantes duermen. Era inevitable que terminara quedando afuera de la institución que él mismo había fundado.
A través de sus ideas acerca de lo siniestro en Lautréamont, Pichon se encontró con Lacan, quien lo recibió en su casa. De manera sorpresiva, Lacan le presenta a un vecino, nada menos que Tristan Tzara, iniciador del dadaísmo. Lacan le regala a Pichon, dedicándoselos, ejemplares mimeografiados de su Seminario. Tiempo después Pichon conoce a Oscar Masotta. Éste atravesaba una profunda depresión en la que no habían faltado las tentativas suicidas, y Pichon lo aloja en su propia casa. Es allí, más precisamente en la biblioteca del generoso Pichon, donde Masotta se encuentra con los textos de Lacan, convirtiéndolo a partir de ese momento en iniciador del lacanismo argentino.
Un huésped inesperado.
Además de la bohemia intelectual, la otra vía desde la cual Pichon había arribado al psicoanálisis era la de la psiquiatría. Durante muchos años dictó clases antológicas en el Hospicio de la Merced, hoy Hospital Borda. En el recinto opresivo del hospicio puso en práctica tanto sus interpretaciones originales acerca de la locura como modelos de organización asistencial, la base de su teoría del grupo operativo y sus posteriores desarrollos en psicología social.
Pichon había sido campeón juvenil de boxeo y también bebía. Algunos cuentan que sus conferencias, inolvidables cuando trataban acerca de la locura, eran más brillantes mientras más borracho estaba. A esa altura, Pichon podría haber sido confundido con un personaje de Hemingway, o incluso con Hemingway mismo. Diluyendo el frágil límite entre vida y profesión, recomendaba a los analistas, además de sumergirse en divanes propios y ajenos y de cultivar textos con minucia, que tuvieran “codo y mostrador”. Hay quienes dicen que no, que en verdad les sugería “calle y corazón”. Pero se sabe cómo son las cosas cuando se trata de una leyenda…
El respeto del maestro por las enseñanzas del loco jamás desaparecería, ni aún cuando, años después, al mismo Pichon le tocara ocupar el lugar de interno. Acechado por el alcohol y los fármacos, Pichon venía a curarse a Córdoba, al viejo Sanatorio Bermann. Su segunda mujer (tuvo al menos tres) pereció en un accidente mientras venía desde Buenos Aires a visitarlo. Allí, huésped inesperado en la casa de los locos, una generación privilegiada –entre quienes estaban, podemos imaginarlo, los mismos que lo trataban- asistió a sus cursos y pudo disfrutar del último aliento de su enseñanza.
Pichon a esa altura era un navegante subterráneo cuya vida, relataba Masotta, se había convertido en una deriva. Una deriva a través de la cual exploraba sin naufragar costas extrañas, entre el cielo y el infierno. De una manera u otra -lo recordaba aquél a quien, náufrago a su vez, Pichon había sabido alojar- “su vida nos concernía a todos. Él tenía algo de la imagen del Santo a quien se le perdona todo”. Por entonces una comunidad inconfesable de psicoanalistas “ortodoxos” o lacanianos, psiquiatras de hospital, psicodramatistas y actores, poetas extraviados o amas de casa y deportistas devenidos psicólogos sociales, se reconocían como sus discípulos. Todos le debían algo a ese maestro muerto hace poco más de treinta años atrás.
Nos gustaría pensar que todo continúa, y estar atentos al próximo episodio protagonizado por el legendario Pichon, “el más grande analista argentino”, según la historiadora Élisabeth Roudinesco. Pero no es así. Vivimos una época gris en la que los maestros no abundan y, aún disponiendo de sus textos, algo está irremediablemente perdido. La enseñanza de Pichon, a la vez oral y ejemplar, en la que quien oficiaba de maestro se jugaba la vida en lo que decía, parece condenada a perderse. Y a rastrearse. Y a volverse a perder.
Quizás en una leyenda, tejida y destejida incontables veces, se trate sólo de eso.