Hacer presente la ausencia

                                                                                                                         Mariano Horenstein

I) El psicoanálisis nace a partir de que Freud logra producir cierto ausentamiento en la presencia harto pregnante del hipnotizador y sus variantes previas o contemporáneas, del psiquiatra paternalista al empecinado sugestionador o al productor mesmérico de catarsis colectivas.  Opera una sutil inversión que se apalanca en el poder del influjo sugestivo conocido e instrumentado mucho antes y conceptualizado por nosotros como transferencia, y a la vez se desmarca de él a través de la abstinencia. Reconoce entonces un poder al que, en el mismo momento de nombrarlo, se rehúsa a instrumentar, excepto por vía del esclarecimiento de sus resortes.

A la vez, es esa presencia trasera, en penumbras frente al eje imaginario, parca, extranjera, pero presencia al fin, de un cuerpo, el nuestro, la que da encarnadura a la transferencia. El análisis es un juego en el que son pocas las reglas esenciales. Freud habló con claridad al respecto: la regla fundamental era una sola  y las demás apenas consejos. Al ser la del analista una presencia abstinente, que se escamotea, que no es sino “la implicación de su acción de escuchar” (Lacan, 1958, p. 598), cabe preguntarse por el concepto de regla de abstinencia y la manera en que esta regla incide sobre aquella presencia.

El surgimiento periódico de cierta necesidad de intensificar o agilizar el costado terapéutico de los análisis, presente desde las incursiones de Ferenczi pasando por las propuestas intersubjetivistas hasta las ideas lacanianas acerca del manejo del tiempo de sesión revelan, además del compromiso terapéutico, cierta impaciencia o impotencia que a todos nos acomete en determinados momentos de la práctica y ansía encontrar atajos en un camino sinuoso, prolongado y por momentos tedioso. Sólo que el deseo de curar fue deliberadamente torsionado por Freud y convertido en un beneficio por añadidura al de un trabajo que, precisamente para curar, debía olvidarse de hacerlo.

II) En la cotidianeidad de la clínica, a menudo no estamos a la altura de la regla de abstinencia. Como tampoco está a la altura de la asociación libre ningún paciente. Freud sabe que a quienes se tienden en su diván les propone una regla de cumplimiento imposible pues sus represiones le impedirán una libertad absoluta en su asociar, no obstante lo cual se mantiene inflexible en cuanto a esa regla. Sabemos que también la atención flotante es imposible de cumplir en términos absolutos; no obstante, aún así nos aferramos a que existe un estado de atención flotante al que debemos aspirar, e intentamos que los desvíos de esa ruta sean esporádicos y fugaces. Lo mismo sucede con la abstinencia, como tal, también es un ideal, pero un ideal no valorativo sino de profundas consecuencias en la cura. Ética y técnica aquí se encuentran en un territorio común que debe menos a la moral que a cierta sabiduría clínica (Freud, 1915, p. 167 y 172).

¿Puede alguien imaginar que nuestros pacientes trabajarían arduamente en sus sesiones si allí encontraran una satisfacción absoluta, aún en el caso de que tal cosa fuera posible? La abstinencia propulsa la cura, el poco de insatisfacción que hay que cuidarse en guardar siempre, según Freud (1919, p. 158), es lo que motoriza un trabajo que atraviesa a menudo desiertos de improductividad y abismos de angustia. ¿Qué otra cosa sino le da a la transferencia la energía que precisa para traccionar a los analizantes a una tarea que en el mismo momento en que es practicada, implica una renuncia de goce? De la misma manera que son los amores contrariados los que producen las grandes novelas o sinfonías -nadie hablaría si estuviera colmado; el motor del análisis entonces es cierto fracaso- es el amor de transferencia siempre insatisfecho, al que se le ofrece un señuelo pero jamás su verdadera prenda  el que sostiene el trabajo del análisis. Y ello sin atender al otro polo del asunto, el que nos concierne. Pues hasta aquí da la impresión que no nos ofrecemos del todo, no satisfacemos el amor de transferencia porque algún decálogo técnico nos lo manda, por la ética freudiana en suma. Y no es así, no satisfacemos pues en verdad, lo que se nos pide, no lo tenemos. Hacemos semblante de tenerlo pero no lo tenemos; ni el saber, ni el objeto que el analizante busca en nosotros es algo que podamos dar . Y sobre eso debemos hacer un duelo los analistas. La abstinencia debería ser un efecto de ese duelo, ese duelo debería ser un efecto del análisis por el que hemos transitado.

III) Freud (1915) habla de abstinencia cuando habla del amor, se trata entonces de abstenerse de amar, de completarse en el otro. La prescripción freudiana, entonces, está dirigida al analista, más allá del “consejo” orientado a la clínica con su paciente, le dice: “busca tu satisfacción en otra parte”, priva al analista de lo que cualquier profesional hace con su trabajo: cegar imaginariamente cierta carencia. El analista está obligado a reencontrar la grieta de su castración todo el tiempo, en cada caso, y allí donde aparezca la tentación.

En ese sentido, es como si la ley de prohibición del incesto recayera, en una suerte de eco edípico, sobre la “pareja” analítica: “no te acoplarás imaginariamente a tu paciente” le dice al analista, a la par que al paciente –aunque basta con que la ley esté inscripta en el analista para que opere- “no pasarás al acto tus fantasías”. Del acatamiento a esa abstinencia, como una consecuencia lógica, surge la otra, la que implica frustrar al paciente en su demanda de amor. Si uno logra rehusar esa fusión narcisista, si uno paga con su carencia en ser (Lacan, 1958, p. 569) puede acceder a una libertad táctica inédita, y un universo de intervenciones nuevas, frescas, heterodoxas se abre como un menú destinado a propulsar el análisis.

Entonces en el plano de las intervenciones cotidianas, de las maniobras tácticas e incluso en el manejo de la transferencia, cabe instituir cierto apuro, cierta presión que acucie el trabajo analítico. Es eso lo que hacía Freud, de quien se ha demostrado (Eizirik, Moguillansky) que era mucho más activo en su práctica de lo que preconizaban sus escritos, y eso hacemos quizás todos en menor o mayor medida. Sólo que este involucramiento del analista en la cura, esta presencia, se da en un nivel de inferior jerarquía si se quiere al de la abstinencia, que funciona casi como un regulador de velocidad, lanzando un pitido de advertencia cada vez que el analista invade con sus anhelos personales un campo que debe habitar el deseo de su paciente. Puede intervenirse de muchos modos mientras el paciente no nos lo demande, y así sacar provecho del don de la sorpresa. Pero hay momentos en que, solo frente al silencio, frente a una encrucijada de su análisis o un embate transferencial, un analizante reclama algo, nos atiza, nos pone contra las sogas, pide nuestra palabra de bendición o reproche. Pide como si le fuera la vida en ello. Y allí hay que abstenerse, fuera de toda duda. Para que la demanda deje asomar en su insatisfacción ese margen de deseo que debe aparecer en el análisis si es que pretendemos que siga siendo análisis y no una forma un tanto larga y costosa de psicoterapia más o menos bienhechora.

Considerar a la abstinencia como una de las pocas reglas ineludibles, un principio soberano (Freud, 1919, p. 158) del análisis brinda mayor libertad al analista y lo preserva de cierta adhesión imaginaria a la rigidez y a la codificación excesiva de su práctica o de un mutismo esquizoide que no hace sino disimular sus propias falencias, de la misma manera que la inscripción auténtica de la Ley en el psiquismo preserva a un sujeto de estancarse en la aplicación fundamentalista al reglamento que caracteriza al obsesivo en quien la Ley vacila.

IV) El concepto, que no es de Freud pero ha hecho escuela (Laplanche y Pontalis, p. 256), de neutralidad benevolente, debiera ser reemplazado por un más freudiano abstinencia malevolente (pues no es neutro el analista, sólo se abstiene de aparecer en escena como persona a la vez que se cuida de satisfacer –en cuanto sea posible- a su paciente, lo cual lo obliga a ser, en su escucha sin restricciones, más malhechor  que benevolente). Esta posición de malhechor, habitualmente ilustrada en la carta que Freud escribe al buen pastor Pfister en 1919, está lejos de cualquier impasibilidad o ausencia de categorías éticas, sino que lleva al analista más allá del Bien y de los ideales, en una apuesta freudiana a partir de la cual Lacan construirá su formulación del deseo del analista (Cabral).

En verdad, se trata de un abordaje paradójico de la abstinencia: una abstinencia deseante, a la  vez que un deseo abstemio de lograr la diferencia absoluta. Desde esta “abstinencia deseante”, oxímoron en el que podríamos sintetizar nuestra postura , se incluye el acento puesto en el tiempo (por más que el análisis implique un horizonte indefinido, la vida no lo tiene y el análisis ha de tener consecuencias en vida de un sujeto) y en el goce (ese pantano en el que un analizante parece querer detenerse, y el analista está obligado a no hacerse cómplice silencioso).

Ese carácter paradojal que afecta a la presencia del analista potencia la eficacia de su acción, pues mientras más “ausente” aparezca éste, tanto más presente se hará como objeto de la transferencia, mientras menos intervencionista se muestre, más estarán dotadas de eficacia sus anheladas intervenciones, mientras menos hable más se lo escuchará y correrá menos el riesgo de convertirse en un figurante banal en el drama del analizante. La abstinencia de la que se trata entonces no es en modo alguno indiferente al destino del paciente ni instrumentada por un analista más allá del bien y del mal, menos neutro que neutralizado en su deseo de analizar. Es una abstinencia activa, implícita en la función de un analista que intenta separarse de sus atributos personales  para identificarse con un deseo que lo habita. ¿De qué orden es este deseo? No es un deseo de gobernar ni de instruir, por descartar dos de los imposibles freudianos. Quizás debiéramos mantener la incógnita acerca de la constitución de ese deseo de analista, para mantenernos en alerta y no hacer de los pacientes nuestros objetos, menos aún Pigmaliones que pagan para conformarse a imagen nuestra. Pues algo en el dispositivo analítico propicia eso, y corremos entonces el riesgo de entramparnos en las brumas de un narcisismo compartido con los atributos del ideal del paciente. Hay que saber, como el Bartleby de Melville, decir que no. Y quizás a eso se reduzca en última instancia la abstinencia, a decir que no. Incluso a decirnos que no.

V) Quizás pueda pensarse la presencia del analista con una metáfora que utilizara Charles Melman (Weil, p. 92). Éste, afirmando la imposibilidad de que el analista se ubique como un observador científico, aséptico y externo a lo que sucede en el analizante, comparaba al analista con el flogisto . El analista, dice Melman, es el flogisto, enciende con su fuego el fuego del analizante pero desaparece en el mismo acto. El destino del flogisto es desaparecer, es la sustancia que se consume en la combustión. Lo que quede de ese acto será un sujeto, con sus tribulaciones, con su deseo, diferente a él, que pueda pensarse un día, más o menos próximo, sin él. Un analista demasiado presente alimenta la ilusión de una soldadura imaginaria que obtura los efectos de un análisis. Un analista debería escurrirse allí donde se lo quiere atrapar, no dejarse apresar por los buenos modos sociales, ausentarse cada vez que lo invitan a que esté presente. Sólo su ausencia, su escamoteo cada vez que la transferencia intenta fijarlo a un lugar, el silencio en el que se sumerge mientras más se le pide que hable, logrará evidenciar la grieta subjetiva que constituye al neurótico y que por desconocida garantiza su padecer.

Pero no hace falta un esfuerzo voluntarioso del analista para que cierta ausencia se produzca, pues la sesión misma, el dispositivo clínico, es una suerte de máquina para producir ausencia. Al igual con que basta que un neurótico asocie libremente para que aparezca su división subjetiva, el dispositivo hace surgir estructuralmente la ausencia si no estorbamos con nuestro desempeño una operatoria donde, si el analista brilla, es precisamente por su ausencia.

Desde la distancia de un rodeo aparentemente digresivo, quizás comprendamos de qué se trata a partir de lo que echa luz a nuestro tiempo: Auschwitz y sus consecuencias: la presencia del analista en sesión es equiparable con la del testigo en relación a la experiencia de los campos de exterminio. Sobrevivió y testimonia acerca de lo que por definición implica una ausencia (los llamados musulmanes de los campos, incapaces de testimoniar, o la inmensa mayoría de los exterminados en las cámaras de gas, ambos ausentes por definición). El testigo habla, ejerce un deber de memoria pero su función, según la palabra de muchos, no es hablar por ellos mismos sino por delegación, hacer presente en su testimonio aquella ausencia.

El analista presta su presencia a la transferencia del paciente, le sirve a la vez de carnada como de encarnadura transferencial  Tanto a las transferencias imaginarias como a la simbólica, tanto en cuanto recoge el despliegue de sus imagos como en cuanto sostiene la atribución de un saber supuesto que invita a hablar. Él no está allí sino al servicio de esa encarnadura, como un cebo. Desde aquí, desde esta verdad de Perogrullo hay que entender la abstinencia, pues si nos abstenemos es porque allí nosotros, como personas, no tenemos nada que ver.

Debería ser de Perogrullo pero no lo es pues buena parte de las discusiones en torno a la abstinencia, a la neutralidad del analista o a su actividad, sobre todo el aporte de los intersubjetivistas, pareciera confundir dos órdenes de fenómenos distintos. A nuestro criterio es desde la ausencia que presentificamos que opera el análisis y desde ahí no hay otra posición posible que la abstinencia. Entre otras cosas, porque no tenemos nada que dar, como no sean interpretaciones. No ser abstinentes desnudaría esa nada no como el fin de un camino –en algún momento, al final del análisis, el analizante debería encontrarse con eso- sino en un cortocircuito que devela un engaño necesario para continuar el trabajo analítico. Abdicar de la abstinencia, lejos de ser un gesto democrático y bienintencionado, arruina las formidables posibilidades terapéuticas de nuestro dispositivo.

La abstinencia es un ejercicio de ascetismo, costoso de adquirir en la formación, difícil de sostener en la práctica, y esencial para el destino del paciente. Funciona como un norte magnético, del que podemos desviarnos inconcientemente, por vía del error o de la vacilación, y volver cuando tengamos la fortuna de advertirlo sea en nuestro propio diván o en la auscultación de nuestra contratransferencia ; o por vía de la elección, cuando por tal o cual motivo, del que esperamos poder dar razones a posteriori, intervenimos activamente, acentuando el calificativo de deseante que creemos debe acompañar a la abstinencia, desde la vacilación calculada de la neutralidad (Lacan) o el pedestre consejo al desaliento de determinada conducta o el apremio para que el analizante avance en las vías de su deseo, a sabiendas de que, a riesgo de perdernos, debemos recuperar la trayectoria a que nuestra brújula nos comanda, el polo magnético de la abstinencia.

Bibliografía.

Cabral, A., Una novedad de Lacan: el concepto de ´deseo del analista´, Revista de Psicoanálisis T XLVIII, n. 3, APA, Bs. As., 1991.

Freud, S., Puntualizaciones sobre el amor de trasferencia (1912) AE TXII p. 168

_______ , Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica (1919) AE TXVII p. 158

Freud, S., Pfister, O., Correspondencia 1909-1939, FCE, México D.F., 1966.

Lacan, J., La dirección de la cura y los principios de su poder (1958), Escritos TII, Siglo XXI, México D.F.

Laks Eizirik, Cláudio, Entre la objetividad, la subjetividad y la intersubjetividad. ¿Aún hay lugar para la neutralidad analitica?, N. 12, Noviembre de 2002, www.aperturas.org.

Laplanche, J., Pontalis, J.-B., Diccionario de psicoanálisis, Labor, Barcelona, 1981.

Moguillansky, Rodolfo, Algunas reflexiones sobre  la regla de abstinencia en el siglo XXI, Aperturas, N. 25,  Abril de 2007, www.aperturas.org.

Schkolnik, F., ¿Neutralidad o abstinencia?, http://www.apuruguay.org/trabajos/tr_005.doc

Weil, A.-D. et al., Quartier Lacan. Testimonios sobre Jacques Lacan, Nueva Visión, Bs. As., 2003.

Descriptores.

Regla de abstinencia-Neutralidad-Deseo del analista

Resumen.

El autor parte intenta delimitar el alcance de la regla de abstinencia en relación a la presencia del analista. Rastrea la abstinencia en la posición jerárquica que Freud le otorga –dándole prácticamente un estatuto de regla, frente a los numerosos consejos que jamás pensó como prescriptivos- tanto en lo que respecta al paciente, en tanto implica preservar ese resto de insatisfacción que propulsa el trabajo, y al analista, en tanto le prohíbe completarse imaginariamente con su paciente. Sin dejar de considerar la abstinencia como una suerte de polo magnético que orienta la posición del analista en la cura, y yendo más allá del concepto de neutralidad, se plantea a un analista habitado por un deseo, que yendo más allá de los ideales, hace caer cualquier asimilación de la posición analítica a la de una impasibilidad más allá del bien y del mal, desinteresada de la suerte del analizante. Se puntúan algunos rasgos de esta posición, más abstinencia deseante que neutralidad benevolente y el margen inédito de maniobras tácticas que permite si se le reconoce un estatuto central. Se intenta abordar la posición del analista fuera del registro de la presencia fenomenológica, acentuando que, si el dispositivo cura, es porque constituye una suerte de máquina de producción de ausencia.


[1] Ponencia presentada en el XXVII Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis. Persona y presencia del analista, Santiago de Chile, setiembre de 2008.