El jarrón y las semillas de girasol. Apuntes para una tradición por venir

I El fin de la Experiencia.

Un testigo privilegiado de las atrocidades de la Gran Guerra, Walter Benjamin[1], advirtió que los soldados que volvían a sus hogares desde el frente de batalla lo hacían sumidos en un mutismo pertinaz: pobres en cuanto a experiencia comunicable. El progreso tecnológico[2] –incipiente e incluso naïve a principios de siglo pasado a la luz del vértigo con que se muestran sus evidencias hoy mismo- culminaba necesariamente en la guerra y era responsable de la pulverización de la experiencia. Benjamin sólo conoció los estragos de la Primera Guerra Mundial, teniendo de la Segunda apenas el presentimiento, experimentado en carne propia en su huida infructuosa de ella, de a qué límites de desaparición subjetiva, de cuestionamiento radical de la experiencia humana –una nueva barbarie, decía- nos llevaría.

Aquella experiencia transmitida de los mayores a los más jóvenes, recuerda Benjamin, cotiza en baja, hoy más que nunca. La experiencia se torna líquida –se diluye, se liquida– y la engañosa autorreferencialiad de las redes sociales o las técnicas instantáneas de comunicación velan en verdad cualquier aparición subjetiva. Los jóvenes que visitan nuestro consultorios, embrutecidos, incapaces de dar cuenta de lo que les pasa, los pacientes ineptos para articular siquiera una queja pero con un cuerpo aullante, aquellos que sólo de acting en acting pueden denunciar su orfandad subjetiva, remedan aquellos soldados de una guerra que no termina: la pobreza de su lenguaje para expresar su sufrimiento no es sino la cara visible del vacío de experiencia que los ha acunado.

Estos hechos clínicos, constatables por cualquier practicante, no me inspiran en absoluto la nostalgia melancólica de un tiempo pasado que no tuve la suerte de vivir. Más bien encuentro que se trata de un territorio de oportunidades para el psicoanálisis pues es la misma destrucción de la experiencia lo que genera las condiciones de surgimiento de la práctica analítica.

II Un ejercicio de contabilidad.

Sin referirse por supuesto a nuestra práctica, Benjamin decía que, con la declinación del “espíritu de la narración”, situado en el núcleo de la experiencia perdida, se perdía el don de estar a la escucha, y desaparecía la comunidad de los que tienen el oído alerta[3]. Si llamamos experiencia a lo que puede ser puesto en relato[4] la experiencia psicoanalítica –inscripta en esa tradición perdida, aquella de la artesanal narrativa oral en la que se articula la memoria- ocupa un lugar restitutivo en ambos campos.

Pues al mismo tiempo, como si se hubiera fabricado el antídoto junto al veneno[5], se acuñaba ese espacio de resistencia[6], último refugio de la subjetividad, reserva natural de la experiencia que se perdía a un ritmo vertiginoso, un espacio donde habrían de ponerse palabras al mutismo: la práctica clínica del psicoanálisis, en tanto experiencia singular, restaura la dimensión de experiencia de la vida humana[7].

En su fractalidad, el psicoanálisis permite observar bajo el microscopio de cada cura la misma estructura que gobierna la experiencia en términos epocales. Lo que relata Benjamin en términos históricos sucede de algún  modo, y a veces es posible situarlo con precisión, en el momento previo a una consulta psicoanalítica: un momento de cambio de coordenadas, de caída en un mutismo frente a una experiencia que se muestra desgarrada. Allí la ruptura de la experiencia en tanto generalidad se evidencia en una multiplicidad de peripecias singulares. Cada practicante podrá encontrar en su clínica ese instante decisivo que a menudo ha precipitado la consulta: las palabras que de pronto dejan de salir cuando nada hacía presagiarlo, el escuchar de pronto de manera distinta el torrente de banalidades en el que hasta entonces alguien se sostenía, la súbita constatación de un sobrepeso que se ha esfumado junto a la memoria de la que era su razón… todas peripecias singulares de un único hecho estructural, la desgarradura cuando no la ruptura de la trama experiencial que da cuerpo y sentido a una vida. El síntoma que se constituye al inicio de un análisis no hace sino localizarla en vista a un trabajo sobre el mismo.

A partir de esa ruptura, si sucede un encuentro con un analista, algo de esa experiencia se tejerá quizás de mejor manera, se reescribirá de un modo narrativo. He ahí lo que podemos hacer por ese sujeto que se ha quedado mudo: ayudarlo a contarse. Habrá reglas en aras de la construcción de un relato que será, a posteriori, fundacional y eficaz[8]: los personajes han de hallar consistencia y el orden de una trama, por qué no de un suspense, tensará sesión a sesión, en un ejercicio de narrativa oral[9] la reescritura de una historia paradojal. Aquella en que el analizante –como decía el poeta griego Píndaro- llegará a ser, al cabo del análisis, lo que es. La experiencia se restituye, incluso se constituye en ese relato  donde el vivir para contarla invocado por los narradores dará lugar, al ser relatada, al contar para vivirla de nuestros analizantes.

Los significantes de esa historia, de ahí la posición ética de nuestra escucha y el modo en que se aparta de toda literatura, han de ser los de cada paciente. Debemos ayudarlos a contarse, no escribirlos al modo de Pigmalión[10]. De ahí el silencio con que los acogemos para propiciar que el ejercicio de contabilidad que constituye un análisis, en tanto torna contable aquello que no lo fue, pueda también llegar a ese límite, ese agujero incontable, que tanto reclama como resiste cualquier simbolización[11].

III Tradición y genealogía.

En psicoanálisis, ¿somos deudores de qué tradición? ¿Se trata de escuelas, de tradiciones de investigación[12] en el seno de las cuales intervenimos analíticamente y generamos saber? ¿Se trata de instituciones con sus rituales, sus emblemas, sus banderas, sus efemérides? ¿Se trata de la codificación de una técnica?

La tradición en psicoanálisis puede pensarse en varios planos, del que ahora tomaré uno, el genealógico. Los modos en que se produce y transmite el conocimiento en psicoanálisis, desde el acontecimiento fundante freudiano en adelante, y a diferencia de la ciencia que tiende a olvidar sus fundadores[13], nos constituye como una práctica genealógica. Nuestras instituciones, nuestros trabajos, nuestros congresos, la manera en que debatimos, las referencias en que nos amparamos presentan siempre, más allá de la autonomía de los conceptos con que operamos, una filigrana genealógica.

La tradición en psicoanálisis adquiere la forma de transmisión genealógica, fundamentalmente a través de la experiencia transferencial en el diván de un analista que nos precede[14].

Este modelo, fértil en muchos sentidos, guarda una gran dificultad y es la entronización de la tradición en la vertiente de la pureza: hay un mito del origen y mientras más nos alejamos de él, más impuros, más contaminados, menos nobles somos. La pureza, sin embargo –medible por la cercanía a las fuentes, sea en el tiempo o en el espacio o en la mímesis de los códigos y contraseñas de pertenencia- ha dado lugar a lo peor[15]. Habría que poder deslindar lo que vale la pena preservar, la incandescencia que debemos mantener encendida de generación en generación, de una tan supuesta como riesgosa pureza constitutiva de nuestra identidad, que además suele garantizar a los transmisores genealógicamente más cercanos a las fuentes –sean éstos los europeos que nos han transmitido las buenas nuevas psicoanalíticas o sus mentores locales que, por haberlos “tocado” guardan en sí algo de ese aura sagrado- un lugar de poder incuestionado.

Al vérnoslas con la tradición habría que pensar cuál es la distancia justa. Ni tan cerca como para que nuestra práctica y su reflexión resulte una mímesis tributaria de la repetición; ni tan lejos que se ilusione autogestada, sin deudas pero también sin raíces sobre las que afirmarse. La distancia justa permite comprender lo que la tradición encierra de ficcional, es decir de invento –necesario o no. Nos despega, como se despega un tegumento de la semilla, de la adhesión a ciertos intocables teóricos, técnicos o institucionales que anclan nuestra identidad a la manera de aquellos de nuestros pacientes identificados a un significante único sin el cual resbalarían al abismo de la locura.

Esa distancia nos permitiría tomar los llamados standards (no es para nada casual que se los mente en inglés),  como una “tradición inventada[16]” y en tanto tal fechada (quizás también fetichizada) en torno a los años ´20 del siglo pasado en Berlín. Los standards, que a veces confundimos con el nec plus ultra de nuestra identidad como psicoanalistas de IPA, garantía de preservación de la pureza de nuestras instituciones, son tan indisociables de nuestra práctica como lo es el celibato para los curas, éste también una adquisición fechable históricamente y controvertida en su vigencia. Al mismo tiempo, la distancia justa nos permite –si nos despojamos de la necesidad de certezas o de rituales identitarios- calibrarlos en su justa utilidad, distinguir lo que posibilita cierto ordenamiento en la formación de un analista o en la ejecución de una práctica, sin hacer de ello un ideal en el mejor de los casos, una suerte de sinthome en el peor.

Cada escuela analítica surge como una renovación frente a algo que comenzaba a enquistarse: el freudismo frente a la psicología académica y la psiquiatría de su tiempo, el kleinismo frente a cierta rigidificación annafreudiana, el lacanismo frente a un freudismo por momentos prefreudiano o un kleinismo que derrapaba en delirios de autorreferencia[17]: siempre lo nuevo es frágil, cumple su función y se anquilosa casi en el mismo momento, y así avanza el conocimiento. En cada época, a su vez, pudo ser moderno retomar algo supuestamente desplazado: a veces ser deliberadamente anacrónico[18] puede ser renovador.

¿Cómo pensar la genealogía y la tradición en psicoanálisis –cómo sortear el eclecticismo sin renunciar a un lugar de enunciación propio, evitando el psitacismo de las citas[19] y el continuo alinearse en schiboletts[20] teóricos o escolásticos?

Ha habido, en el psicoanálisis latinoamericano, momentos de tanta sumisión teórica a cierta matriz inglesa, por ejemplo, que cabría conjeturar que muchos analistas, de haber podido, hubieran cambiado de lugar el volante en sus vehículos y comenzado a transitar por la mano izquierda. Por supuesto, podría decirse, esto los hubiera llevado a complicar el tránsito en nuestras ciudades y a producir no pocos daños, tanto en sí mismos como en terceros. Y creo que es eso lo que sucedió, de manera menos evidente quizás, en la adopción masiva, adhesiva, fanática, del british style.

Hoy, al menos en mi país, el lacanismo –más allá de sus múltiples versiones- ocupa el lugar de ideal mayoritario, lo que lleva también a escuchar un habla cotidiana de los analistas plena de galicismos y con una estructura sintáctica que, pretendiendo identificarse con la inconfundible oralidad de Lacan[21], termina siendo sólo un mal uso del castellano.

Si hablamos de la tradición en términos genealógicos, habría que revisar, más cerca de la minucia de nuestra clínica, el concepto de identificación y la manera en que se piensa, según la concepción de la transferencia operante, el final de los análisis. Quizás estos ejemplos extremos de una identificación lindante con la parodia nos iluminen una serie de situaciones que, por menos evidentes, muchas veces pasan desapercibidas.

IV Una fértil hibridez.

Cuando pretendemos anclar en cualquier ortodoxia nuestra afiliación a la tradición, nos extraviamos. ¿Dónde encontrar entonces el verdadero hueso de nuestra tradición, aquella que conviene honrar, en tanto analistas y sobre todo en tanto analistas latinoamericanos? ¿Cómo relacionarnos con la tradición psicoanalítica desde Latinoamérica? Quizás convenga, tal como aconsejara Benjamin en relación a la historia, cepillar la tradición psicoanalítica a contrapelo[22].

Deberíamos replantearnos el lugar de las teorías en esa tradición. Si bien cada teoría es un sistema autorreferencial, que organiza los fenómenos inteligibles en un campo que a la vez crea, deberíamos propender a teorías que no se presenten como sistemas cerrados, que sepan alojar su falla, su incompletud, y desde allí, que sean teorías que den lugar a lo nuevo aún no inventado. Sólo así, con un encadenamiento genealógico entre teorías y también entre maestros donde lo que se transmita sea una falta,  contaremos con una tradición puesta al día, lejos del museo o de la historia.

Habría que pensar quizás la genealogía del psicoanálisis latinoamericano apartándonos de cualquier ortodoxia, más bien como pura heterodoxia. Pensarlo en términos de hibridez, mestizaje y fertilización cruzada, de familias numerosas y espíritu liberado tanto de ataduras como de promesas, un psicoanálisis ajeno a cualquier experiencia normalizadora pues lo ejercemos en un continente que, tanto para bien como para mal, parece imposible de normalizar.

Quizás nuestro vínculo genealógico con la tradición psicoanalítica haya que pensarlo desde las fronteras de occidente, que es ése y no otro el lugar donde ejercemos nuestro extraño oficio: en ciudades por lo general populosas y contradictorias, efervescentes y olorosas, excluyentes y preñadas de posibilidades, ciudades fatigadas porque están cuesta arriba en su curva de aprendizaje hacia aquello que pueden ser, y no en el descenso cómodo de una tradición agotada. Estas ciudades de tradición incipiente son ciudades de frontera: uno de los límites de Occidente tanto como en su momento lo fueron, hacia el Este, las ciudades de Viena, Budapest o Berlín, antiguos epicentros multiculturales donde vio la luz el psicoanálisis. Pues el psicoanálisis se gestó en territorio marginal: aún siendo Viena una gran capital, fue en tanto vertedero de los pueblos del imperio austrohúngaro que posibilitó la invención freudiana. Y también fue marginal en relación al saber institucionalizado de su tiempo. Fue producto de un encuentro fragmentario de tradiciones (judía, grecorromana, alemana) o más bien de un solapamiento de extranjerías que se acuño el psicoanálisis.

Y si bien sus recambios teóricos han provenido de los centros de irradiación de poder y de ideas –Londres, París, New York- se hace difícil pensar que pueda venir desde el mundo desarrollado una verdadera reinvención de nuestra práctica, que sea tan fiel a los orígenes, a la tradición, hasta el punto de hacerla estallar.

El psicoanálisis, si encuentra en territorio de fronteras el ámbito más fértil para su desarrollo, ha de buscar una manera de relacionarse con los estados soberanos, con las genealogías reinantes, diferente a la de la herencia, la tradición donde siempre acabamos cumpliendo el papel de lectores, de público cuando no de claque de una obra representada las más de las veces en otras lenguas donde los papeles protagónicos son siempre ajenos.

Deberíamos pensar desde Latinoamérica sin localismos ni chauvinismos, pero también sin resabios de colonialismo. Al pensamiento francés le debemos tanto Lévi Strauss como  Lacan o Green, pero también las técnicas de la OAS que moldearon al terrorismo de estado en nuestros países.  Debemos a la Viena de principios de siglo pasado tanto Wittgenstein o Freud como Hitler. Muchos países centrales –a diferencia de los nuestros, al parecer condenados a la anomia- respetan a ultranza los semáforos rojos pero la misma aceptación acrítica de las reglas los llevan a acatar leyes indignas como las de Nüremberg, que acabaron en un genocidio. Y la España del descubrimiento y del idioma fue también la de la conquista y las pestes.

Si la tradición remite, como decía, a la pureza de los orígenes[23] en tanto función legitimadora, en Latinoamérica, en tanto continente de inmigración, pareceríamos condenados a la eterna impureza en relación a las metrópolis europeas donde se concentraría el agalma psicoanalítico. Desde ahí la hibridez, el mestizaje, podrían ser concebidos como una desventaja que nos condenaría a una eterna dependencia de cuanto se produce afuera, donde la pureza anidaría. Un analista de los nuestros[24], con conocimiento de causa, decía que nosotros, para Europa, no somos Occidente, somos un híbrido. Definidos siempre desde el Otro, bien podríamos invertir la carga crítica de la apreciación europea para convertirla en resorte de nuestro privilegio.

En ese sentido, un paciente se refería a sí mismo en tanto proveniente de la cruza de dos linajes distintos y en la jerga de su profesión -ligada a la cría de animales- se enorgullecía del vigor híbrido que resultaba de esa mezcla. A eso debemos apuntar apropiándonos de la tradición mientras la hacemos estallar. Es en los márgenes de donde nació nuestra disciplina –Latinoamérica, qué duda cabe, lo es- y es desde ahí donde hay más posibilidades de que aparezca ese vigor producto de la mezcla y no de la pureza.

¿Cuáles son los modos de apropiarse de una tradición para quien no pertenece a ella? ¿Remedándola, continuándola, idealizándola? Aceptar la transmisión vía colonización nos condena a recibir las cosas siempre de segunda mano, eternos indígenas e indigentes, mercado de consumidores más que de productores. Tienta pensar en el rapto, el contrabando, la apropiación indebida[25], el canibalismo incluso como modo de inaugurar algo por fuera de la tradición, como manera de la exogamia. Quizás habría que atender la pista que -no sin cierta inspiración freudiana- nos señala el movimiento modernista brasileño, el movimiento antropofágico[26]: devorar críticamente al otro, rebelarse contra toda catequesis, aún la catequesis psicoanalítica de la mejor cuna, rebelarse contra las ideas cadaverizadas… invertir la ecuación capitalista devorando al otro, al conquistador, … para luego exportarlo, procesado, desde aquí.

Ser psicoanalista latinoamericano, al modo de Calibán[27], implica asumirse como cosmopolita, sin complejos, lector voraz de todo pero no desde la pleitesía infantil del colonizado sino desde la omnivoracidad desclasada, para -a fin de cuentas Calibán es un antropófago- canibalizarlo mejor.

Sorteando el pantano del eclecticismo, convendría entonces cotizar en alza la noción de hibridez o mestizaje[28], de lo que se aparta de la referencia escolástica o ecolálica anhelando una tradición que se forje en el presente, que preserve un lugar para el estilo singular, a la vez marcado en el orillo con una contraseña grupal: psicoanálisis en/desde latinoamérica, en un gesto que nos identifique y que no pase por la referencia a un autor, ni siquiera latinoamericano. Deberíamos construir una marca colectiva como la que identifica por ejemplo al diseño sueco o a la Bauhaus, a la Nouvelle Vague o al grupo Dogma en donde, más allá de quién sea el autor (y claro que los hay), se torne reconocible antes que nada una referencia geográfica y temporal que aluda a un espíritu comunitario y que infiltre el estilo siempre individual. Quizás debamos pesquisar la marca del psicoanálisis latinoamericano entonces no en el idioma ni en la bibliografía ni en la cadencia sino en determinado lugar de enunciación, a la vez absolutamente singular y visceralmente universal.

En Latinoamérica la catástrofe de la experiencia no ha sido tan pronunciada. Somos habitués de las catástrofes, naturales y políticas, pero nuestra experiencia permanece viva, mucho más que la palpable en las capitales del primer mundo. Incluso el arte de narrar, cuya declinación Benjamin asociaba a la catástrofe de la experiencia, pervive más entre nosotros. Desde aquí podemos –debemos- rescatar la singularidad de un gesto, mestizo y marginal, subversivo y contradictorio, más cercano a una experiencia diluida en la llamada post modernidad. Más que el eco cipayo, la nota de color del colonizado cultural, podemos restablecer la impureza en el corazón del psicoanálisis, esa impureza que dio lugar a las perlas, devolver ese espíritu impuro e iconoclasta que necesariamente se aplasta en el proceso de institucionalización.

Ser psicoanalista latinoamericano no significa citar forzosamente autores de la región[29]. Tampoco caer en un regionalismo folclórico de mate o mojito. Menos que menos asumirse como responsables de una degradación de los puros standards. Se trata aquí de plantearse cuál es el psicoanálisis que practicaría Calibán[30], seguramente diferente del de Próspero. Calibán analista que produce en su propia lengua[31], que practica no una versión degradada sino diferente del análisis de Próspero. Un análisis, incluso, del que Próspero quizás tenga algo que aprender.

¿Cómo reenviar la peste a Europa? Ésa podría ser una buena pregunta a desarrollar en nuestros encuentros. Esa peste, como otras, introducida en el mismo acto de la conquista y que por la vía de la invención devela la verdadera estofa ficcional del psicoanálisis[32], quizás constituya el contenido de nuestra misión en tanto psicoanalistas latinoamericanos: ¿Somos capaces de contaminar, en el mejor de los sentidos, a un psicoanálisis norteamericano que descansa demasiado en premisas psicologizantes y en un bienestar burgués elusivo para nosotros, los que estamos al sur de las fronteras controladas por sheriffs texanos? ¿Podemos renovar la experiencia analítica que naufraga quizás cuando la práctica europea se adocena en un exceso de certezas y seguridades o en el control que subyace a la financiación del estado?

V Hablar al oído.

En un conocido tríptico fotográfico, el artista chino Ai Wei Wei aparece solo, parado frente a un muro en el momento en que acaba de soltar un jarrón de la dinastía Han (del 206 A.C. al 220 D.C.). La secuencia de fotos en blanco y negro muestra respectivamente al artista apenas sosteniendo el jarrón en una, en la otra, mientras el artista ha abierto las manos, el jarrón aparece en el aire, a centímetros del piso, y en la tercera el jarrón hecho trizas ya contra el piso mientras el artista, con el mismo gesto impasible en las tres fotografías, sigue con las manos abiertas. Esta acción iconoclasta de un artista contemporáneo emblemático fue, según él mismo comentó, un modo de “liberarse del peso de la tradición[33]”. Lo que pone de manifiesto esta secuencia fotográfica, y la obra entera del Ai Wei Wei, es hasta qué punto es posible inventar algo nuevo sin deshacerse del peso aplastante de la tradición.

Quizás -sin necesidad de llegar al extremo de Wei Wei, sin tirar al bebé con el agua sucia de la bañera- haga falta asumir la tradición con una cuota de traición, de lo contrario se convierte en una perorata vacía, una reivindicación de los orígenes caricaturesca que suele estar al servicio de algún poder, cuando no del Alzheimer. La tradición –entendida de una buena manera- nos obliga a releer todo el tiempo el pasado, traicionando lecturas previas -la fidelidad, dice Celan, pertenece al traidor[34]– para no convertirla en un baluarte defensivo.

Cada época exige no un suplemento a la tradición, como se agregan los anuarios nuevos a una colección de revistas, sino una completa revisión y puesta a punto de lo acumulado que lea de nuevo/como nuevo todo lo anterior. Que arranque a la tradición, como quería Benjamin, del conformismo siempre a punto de avasallarla[35].

El concepto de tradición en psicoanálisis es indisociable del de nachträlichkeit, y así se hace casi indiferenciable del de invención. Imaginamos que la tradición concierne al pasado y la invención al futuro, pero a partir de la inclusión de la retroactividad freudiana se rompe con cualquier idea de linealidad temporal. Si hay algo que se nombra como tradición es desde lo nuevo[36]; si algo puede inventarse es a partir de una tradición. Desde ahí, contra lo que suele pensarse, la tradición concierne al futuro. No da cuenta de la pregunta por el origen, de dónde venimos, sino a la del destino: a qué queremos dar lugar. Tiene que ver menos con la identidad que con el proyecto y el deseo.

Permítanme que apele a una metáfora, afín a la manera en que tradición e invención se imbrican al punto de tornarse indiferenciables: el psicoanálisis es una máquina retrofuturista[37] que debe su eficacia a su misma inactualidad[38].

El análisis debería asumir un carácter –inscripto en su ADN- que lo hace navegar a contracorriente. Y no sólo en esta época donde parece estar certificado elfin de la experiencia, sino en todas. Los psicoanalistas nunca sabemos bien cómo ubicarnos, si en la melancolía romántica que añora un pasado siempre mejor o en la mimética identificación con los emblemas de un progreso que nos deja afuera. ¿Cómo salir de este impasse? ¿Sobrevivirá el psicoanálisis, para muchos un artefacto anacrónico?

Algunos han apostado a incrementar las relaciones con el saber universitario o con las neurociencias o el lobby frente al poder estatal[39]. Nosotros reencontramos en cambio el territorio de la experiencia inherente a nuestra praxis lenguajera allí donde otros se esmeran en construir  un experimento, y no quitamos un ápice de rigor a nuestra práctica al advertir que su formalización escapa a la de la ciencia, cosa que por otra parte los científicos advierten bien. Pues nos importa más la seriedad de nuestros procedimientos, la ética que enhebra nuestra posición y guía nuestras intervenciones y la minucia de nuestro adiestramiento que la adhesión a una gestualidad y un vocabulario científicos que las más de las veces no conduce sino a la impostura.

El del psicoanalista quizás sea el último refugio de un saber clínico que aún en la medicina tiende a desaparecer en el maremoto de la tecnología y la premura de los encuentros. Su consultorio puede ser el último escondite de la posibilidad de escuchar, en desaparición. Pero eso nos obliga a destaparnos los oídos: la sociedad percibe bien la diferencia entre quien escucha sin presupuestos y quien lo hace desde clichés vetustos. Es una cuestión de supervivencia: dudo que el analista como técnico vuelva a gozar del fervor social, si es que alguna vez lo tuvo. El psicoanalista como oídor, como oficiante de una escucha paciente e inédita, como clínico, por qué no como sabio[40], gozará de un futuro. Claro que eso nos obliga a repensarnos constantemente, a formarnos bebiendo desde numerosas fuentes y evaluar a cada palmo de nuestro camino si estamos a la altura de lo que nuestro oficio nos exige.

Recordarán Fahrenheit 451, la novela de Bradbury. Allí un gobierno totalitario emprende la destrucción de todos los libros, considerados responsables de convertir a sus lectores en diferentes, singulares. Cuando todo libro, en tanto objeto, parece condenado a la desaparición irremediable, unos cuantos hombres y mujeres se resisten aprendiéndoselos de memoria, libros preservados a partir de ese momento, y que recitarán a quien esté dispuesto a oírlos. Podemos imaginar a estos valientes pasando a otros la memoria letrada, al oído, uno por uno, evitando que se pierda.

Como aquellos personajes de Fahrenheit 451, los psicoanalistas somos los guardianes de cierta experiencia perdida. No me refiero aquí a la experiencia analítica tan sólo, sino a la experiencia a secas, que pareciera condenada a desaparecer. Y la transmitimos uno a uno, de analista a analizante, al oído[41], como un misterio, como un fuego que no debe apagarse, en el milagro de la transferencia. Y en ese sentido, si estamos a la altura de nuestra función, habrá psicoanálisis mientras haya psicoanalistas.

En la Tate Modern de Londres, en su enorme sala de turbinas, Ai Wei Wei expuso, luego de romper su jarrón de la tradición, una instalación llamada Semillas de girasol: un millón de pequeñas piezas de porcelana[42] que figuraban semillas estaban esparcidas por el piso. Cada una de ellas indistiguible en apariencia de las otras, fundida en un manto, era sin embargo única, pintada a mano por un artesano chino. La obra simbolizaba, según Wei Wei, “la individualidad entre lo aparentemente uniforme”. Eso mismo que produce la experiencia de un análisis y que los analistas, como los héroes de Bradbury, debemos saber preservar.

                                                                                             Mariano Horenstein

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[1] Benjamin, Walter, El narrador, Metales Pesados, Sgo. de Chile, 2008.

[2] Progreso técnico que tiene en su reverso la insidiosa caída del padre en la cultura occidental.

[3] Benjamin, Walter, op. cit., p. 70.

[4] Sarlo, Beatriz, Tiempo Pasado, Siglo XXI, Bs. As., 2005, p. 31.

[5] Hölderlin lo decía: allí donde crece el peligro, crece también la salvación.

[6] Viñar, Marcelo, Inquietudes en la clínica psicoanalítica actual, Brasil, 2006.

[7] Es Lacan, más que nadie, quien ha desbrozado la práctica analítica en términos de experiencia, fundamentalmente en tanto experiencia de la alteridad (Barredo, Carlos, Psicoanálisis: la experiencia de la alteridad, en Docta-Revista de Psicoanálisis n° 6, APC, Córdoba, 2010).

[8] Javier García, en Montevideo (Lacan en IPA, 2011) encaminaba la clínica hacia la construcción de relatos eficaces.

[9] Benjamin, Walter, op. cit.

[10] Algo en la estructura de la situación parece favorecer lo contrario, y hay que estar advertido. Quien viene a contarse a través del tamiz de nuestra escucha se expone a que nosotros incidamos en la historia que se hilvanará, como un editor más o menos torpe. De ahí que no sea raro encontrar pacientes kleinianos o lacanianos, pacientes a los que basta echarles un vistazo para reconocer por qué diván han pasado.

[11] Benjamin, Walter, op. cit., p. 37.

[12] Larry Laudan es quien ha hablado de tradiciones de investigación.

[13] Foucault, Michel, ¿Qué es un autor?, Ediciones literales/El cuenco de plata, Bs. As., 2010.

[14] Experiencia que, como se ha recordado a menudo, es puesta en el primer plano en la formación de un analista por todos los analistas, independientemente de sus pertenencias institucionales o filiaciones teóricas, consenso unánime y desconocido más allá de ese punto preciso.

[15] Sperling, Diana, Contra la pureza, en Docta-Revista de Psicoanálisis n° 4, APC, Córdoba, 2008.

[16] “Tradiciones inventadas” en la genial denominación de Eric Hobsbawm, y en tanto tal garantes artificiales de nuestra identidad que se beneficiarían de la ilusión retroactiva que prestigia a la tradición (Hobsbawm, Eric y Ranger, Terence, La invención de la tradición, Crítica, Barcelona, 2002)

[17] Ahora mismo ha de estar gestándose quizás la renovación que interpele al lacanismo, la nueva vanguardia.

[18] Horenstein, Mariano, Alegato por una cierta (in)actualidad, San Luis, 2009.

[19] Braunstein, Néstor, Freudiano y lacaniano, Manantial, Bs. As., 1994.

[20] Cabral, Alberto, Lacan y el debate sobre la contratransferencia, Letra Viva, Bs. As., 2009.

[21] Lacan parece haber considerado (El Seminario XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Paidós, Bs. As., 1986, p. 182) sólo al alemán, al inglés y al francés como lenguas de la cultura. ¿Y el español?¿Y el portugués? ¿Qué espacio ocupa en la cabeza de los maestros no digamos la cultura latinoamericana, sino la española o portuguesa? ¿Qué significa en verdad un psicoanálisis en castellano/portugués?

[22] Benjamin, Walter, Sobre el concepto de historia, en Conceptos de filosofía de la historia, Terramar, La Plata, 2007, p. 69.

[23] Aún cuando la pretendida pureza revele en realidad una impureza, una fusión más antigua consituyéndose las más de las veces en una ilusión reotractiva.

[24] Se trata de Jorge Bruce, quien practica el análisis en Lima y viviera por años en París, en un panel del Congreso de Fepal en Bogotá durante 2010.

[25] Prometeo roba el fuego a los dioses para dárselo a los hombres.

[26] Debo a Leopold Nosek y su comentario en las calles de Bogotá mi acercamiento al manifiesto antropofagico, que debería ser de lectura obligada para cualquer (analista) latinoamericano.

[27] Hugo Achugar (Pluralidad incontrolable de discursos y balbuceo teórico, en Docta-Revista de Psicoanálisis, n. 0, APC, Córdoba, 2003) toma los personajes de La Tempestad, de William Shakespeare, para distinguir la lengua hablada por Próspero, el portador del idioma de los conquistadores, y la balbuceada por el nativo Calibán – anagrama de caníbal- en quien ha querido verse la figura de un colonizado. “Próspero ha intentado enseñarle a hablar a Calibán – dice –  pero éste sólo ha aprendido a ´hablar incoherentemente´, a ´decir pavadas´, a ´balbucear´. Calibán no puede hablar correctamente el idioma de los conquistadores”. Siguiendo a Fernández Retamar (Calibán. Apuntes sobre la cultura de nuestra América, www.literatura.us), reclama el derecho al discurso teórico, al abandono del lugar de la pura mímica de quienes pertenecen a los márgenes del mundo capitalista y se pregunta finalmente: “¿pueden teorizar los bárbaros latinoamericanos, pueden hablar o sólo pueden balbucear?”.

[28] Efectos de las teorías y de la clínica de Lacan en el psicoanálisis no-lacaniano, Alberto Cabral, Mariano Horenstein, Rómulo Lander, XXVIII Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis, Bogotá, 2010.

[29] Que Fepal tenga que sugerirnos que nos citemos entre nosotros, sin embargo, da cuenta del desprecio con que (ni siquiera) miramos nuestra producción.

[30] Que es una forma de plantearse -y diferenciar- el lugar que ocupa la tradición en un país central y en un país periférico.

[31] No en el inglés que, en tanto lengua de Próspero, se ha convertido en la lingua franca del mundo, también del psicoanalítico.

[32] Pues al parecer esa frase (“no saben que les llevamos la peste”), supuestamente pronunciada por Freud a Jung en el viaje en barco a EEUU para dictar las conferencias en la Clark University, jamás habría sido pronunciada.

[33] El costo de la iconoclastia de Ai Wei Wei no ha sido menor: arrestado por las autoridades chinas, estuvo virtualmente desaparecido. Sólo su renombre internacional parece haberlo preservado de correr el destino que el artista anhelaba para la tradición.

[34] Tan sólo al desertar soy fiel. Yo soy tú cuando soy yo (Alabanza de la lejanía, Paul Celan).

[35] Benjamin, Walter, Sobre el concepto de historia, op. cit., p. 67-8.

[36] A fin de cuentas, uno se inventa una tradición como se inventa un padre; tradición que no está dada de antemano sino que se construye, en un acto, en el a posteriori de una elección. A la vez, sin el asesinato simbólico de ese padre, no hay posibilidad de surgimiento de una enunciación singular, esto es: de una invención.

[37] La ciencia ficción de años atrás pergeñó artefactos retrofuturistas que, como Brazil u otras películas inspiradas en cuentos de Philip K. Dick, imaginaban un futuro con elementos del pasado.

[38] Horenstein, M., Alegato…. Enrique Torres ha señalado algo valioso en ese sentido (Qué lugar para el psicoanálisis?,  Jornadas Otro Lacan, Córdoba, 2007).

[39] Quizás haya que hacer todo esto, aunque creo que no es la operatoria psicoanalítica la que funciona en esos casos sino algo de otro orden.

[40] Aún cuando su sabiduría sea la de la docta ignorancia.

[41] Se ha hecho hincapié en la sustracción de la mirada procurada por el dispositivo analítico al ubicar al analista detrás del diván, pero no en que de este modo, el analista le habla al oído al paciente, con toda la eficacia inherente a una intimidad perdida.

[42] Cuando Cali Barredo leía un borrador de este relato, cometió un lapsus revelador al entender que las semillas de girasol estaban hechas con la misma porcelana rota de los jarrones estrellados. Este lapsus maravilloso, casi como una interpretación, revela en su sagaz escucha la operatoria analítica mostrando un nivel de verdad mayor aún de lo que yo había pretendido escribir: es con los fragmentos estallados de la tradición que se inventa. Verdad que, conjeturamos, el mismo Ai Wei Wei suscribiría con entusiasmo como propia.