En carne propia

-¿No conoce su sentencia?

– No… Sería inútil anunciársela. Ya lo sabrá en carne propia.

Franz Kafka.

En la colonia penitenciaria

No ha de haber muchas prácticas que impliquen un ascetismo mayor en cuanto al cuerpo se refiere como la del psicoanálisis. Por definición, se trata allí de hablar absteniéndonos –analizantes y analistas- de cualquier contacto corporal. No obstante, el cuerpo ha aparecido y aparece de múltiples formas tanto en la historia del psicoanálisis como en la práctica cotidana de cualquier analista. Desde el cuerpo fragmentado y fantasmatizado de la histeria o despedazado como aparece en algunas alucinaciones psicóticas, pasando por la mudez de la enfermedad psicosomática o el delirio hipocondríaco, siempre el psicoanálisis, pese a ser una práctica lenguajera, se mide en cierta relación con los cuerpos.

Me interesa en este momento puntuar dos maneras específicas en que aparecen esos cuerpos en la clínica, en particular en relación a la práctica del tatuaje.

Hay un cuerpo del que hay mucho que decir en psicoanálisis. Es el cuerpo de la histeria, el de las cegueras y las parálisis que desafiaban la neurología para encontrar su legitimidad posible en el lenguaje, el cuerpo que se entromete en la conversación pujando por hacer escuchar un sentido oculto. Que ese cuerpo se deje tocar por la interpretación revela que el lenguaje lo atraviesa. Con que haya alguien que escuche sus historias, ese cuerpo se pone a hablar. Sobre ese cuerpo, del que se ha dicho ya tanto, no tengo nada que decir, pero no porque no pueda decirse nada acerca de él. En todo caso, el límite aquí es todo lo que se ha dicho ya, que no es poco.

Hay otro cuerpo, en el que podríamos incluir los llamados fenómenos psicosomáticos, que nos pone en un dilema: o no hay nada que pueda decirse, o puede decirse todo. Como si, enfrentado a un acusado mudo, incapaz de testimoniar, el fiscal se encontrara habilitado para decir cualquier cosa acerca de él. Siempre está presente la tentación de llenar el vacío de asociaciones que suele rodear a tales fenómenos con invenciones teóricas más o menos disparatadas o con interpretaciones que no hacen más que tener en cuenta otro cuerpo, el del analista. Porque lo que en verdad aparece aquí es la dificultad de estos analizantes para hablar de sus cuerpos, o dejar que sus cuerpos cuenten sus historias. Más bien la sensación que dejan es la de cierta impotencia ante algo que parece de otro orden; hay algo allí congelado, dice Lacan, que también dirá, y vale la pena retener esto, que “es porque el cuerpo se deja llevar a escribir algo del número” (Lacan, 1975).

Al cuerpo que habla, que cuenta historias, podríamos asimilarlo al cuerpo tatuado de El hombre ilustrado, de Ray Bradbury. Esos cuerpos, a los que bastaba hacer hablar para que suelten sus historias amordazadas, brillan por su ausencia en mi consulta. Sin haber desaparecido, esa clínica se ha hecho más rara. En su lugar, llegan a nuestros consultorios cuerpos lastimados por un sufrimiento físico que cuesta reconocer en un orden que no sea el del organismo pero, ¿se trata del organismo? Cuerpos sin nombre, a los que hay que nombrar, “restituirles” una identidad que sólo será retroactiva, que yace en pedazos, entre pedazos de otros cuerpos también innominados. En verdad se extraña a los analizantes de una época donde todo parecía posible con una interpretación oportuna y reveladora, esos comienzos dorados del Freud taumaturgo que deshacía síntomas con sólo descifrarlos, o del Lacan confiado en el ímpetu liberador del significante. No me ha tocado vivir esa época. Ese tipo de escritura corporal, el cuerpo dibujado por los significantes, el organismo hecho cuerpo por los significantes es rara en mi trabajo cotidiano. Más vale me encuentro con cuerpos lacerados, descompuestos, perdidos, descoyuntados, siempre gozantes, claro, pero en los que no es posible leer mucho (en los que uno se pregunta incluso si nuestro instrumento de lectura es el apropiado…). Al menos en un primer momento. Después quizás, bordeando –bordando, tienta decir- alrededor de esos verdaderos agujeros, más que desgarros, de la trama simbólica, quizás algo aparezca, algo se construya.

Si quisiera encontrar una figuración de la manera tal como se presentan clínicamente esos cuerpos, debería buscarla más bien por otro lado. Hay un relato de Kafka llamado En la colonia penitenciaria. Se cuenta allí un procedimiento judicial a través del cual se somete a un acusado, sin nombre, a una extraña máquina compuesta por una cama, un rastrillo y un elemento llamado “Diseñador”. El reo será amarrado desnudo a la cama, que vibrará y entonces el rastrillo dispuesto sobre él, un sistema de agujas que marcan y limpian la sangre, se clavará en su carne y comenzará a tatuar en la espalda del acusado la sentencia. Ésta ha sido introducida a la máquina a través del “Diseñador”, y el condenado la ignora hasta que, horas después, las heridas infligidas le permitan comprenderla con su cuerpo. Allí no hay tatuajes que hablen, no hay cifrado de historias prontas a descifrarse, sólo una condena escrita en el cuerpo del reo, cuyo único nombre serán las letras de la sentencia escritas en su carne. Cuando alcance a comprender, en medio del dolor, la fijeza de una sentencia absurda en su cuerpo innominado, el castigo no se habrá aún completado, dado que toda sentencia concluye en doce horas con la muerte del acusado.

Sabemos que Kafka prefiguró como pocos el horror totalitario del siglo XX. No hay prácticamente distancia entre las letras tatuadas por la máquina en el cuerpo de los condenados y los números tatuados en el cuerpo de los recluidos en los campos de concentración y exterminio nazis. En ambos casos se trata de letras que no dicen, que no se encadenan con otras, que no hablan excepto en la letalidad coagulada de una cifra (letra o número) que no dice nada, salvo una sentencia capital inscripta en el cuerpo. Hay algo en la clínica que recibo hoy en día, en sus cuerpos mudos, lastimados, narcotizados, que pareciera remitir a eso.

Quizás sea interesante observar qué sucede con el cuerpo en el arte contemporáneo, teniendo en cuenta que siempre –más allá de los desvaríos de algunos analistas que piensan que es posible interpretar cualquier cosa- el artista precede al analista. No se trata aquí de aplicar el psicoanálisis, como grilla impertinente sobre el arte, sino más bien del movimiento inverso: leer desde el arte algunos fenómenos que se presentan en la clínica.

En un acercamiento de dilettante, en el arte pareciera hacerse cada vez más necesaria una operación sobre el cuerpo. Accionar sobre él para hacerlo decir algo que ya no dice, violentarlo cada vez más, como quien estruja un trapo que ya ha arrojado casi todo el líquido y que sólo a través de torsiones extremas exudará con suerte algunas gotas de sentido… . Los cuerpos victorianos tenían, bajo las vestiduras siempre generosas, algo para decir. Sólo había que desnudarlos para que hablen. Freud hace eso con sus histéricas. Hoy en día los cuerpos están desnudos y sin embargo no dicen demasiado. Entonces hay que actuar más drásticamente: se los agrupa, se los escarifica, se los lacera. No solemos vérnoslas tan fácilmente con cuerpos cifrados, cuerpos palimpsestos en los que, descamándolos en sucesivas lecturas, haríamos aparecer un mensaje que pudiera, más que condenarlos, salvarlos. Ahora nos las vemos con cuerpos que no se avergüenzan tanto, cuerpos que se muestran, que se tocan, que se operan, que se tatúan. Si el cuerpo está expuesto se torna insensible y ya no basta tocarlo  apenas, sea con el tacto o con la interpretación para que hable. Es preciso un modo de intervención más radical.

En los años sesenta surge una corriente conocida como Body Art -Arte Corporal o Arte Carnal, ligado estrechamente al Happening. Las acciones a las que recurrían, que tenían por escenario el propio cuerpo de los artistas, lindaban con la brutalidad y más allá de cualquier interpretación psicopatológica de sus cultores –las hubo, y muchas- revelaban un carácter ritual al momento de dejar marcas, efímeras o permanentes, sobre los cuerpos. El repaso de sus variantes suscita algún escalofrío: lejos de los cuerpos utilizados como lienzos de Keith Haring o como pinceles en el caso de Yves Klein, más allá incluso de la utilización de fluidos o secreciones corporales –sangre, orina, semen o incluso materia fecal- como material expresivo, parece haberse franqueado cierto límite con los accionistas vieneses como Herman Nitsch, Günter Brus o Rudolf Schwartzkogler y sus performances en las que aparecían sus cuerpos martirizados, objeto de incisiones, manchados con la sangre que brotaba de las heridas, cubriéndose con sangre y vísceras de animales que sacrificaban. El último incluso realizando una acción fotografiada en la que aparece mutilándose el pene en múltiples secciones. También con las acciones registradas en que Vito Acconci mordía su cuerpo o Chris Burden se hacía disparar balas sobre él o Gina Pane se cortaba con hojas de afeitar o Stelios Arcadius yacía colgado a treinta metros de altura con ganchos clavados en su carne o atrapado dos días entre un par de tablas, con los párpados y la boca cosidos con hilo quirúrgico. O la muy conocida Orlan, quien gusta definirse como “una artista radical”, y en tanto tal ha decidido emprender su propia metamorfosis, haciendo de su cuerpo un work in progress, sometiéndose a intervenciones quirúrgicas ritualizadas, filmadas en vivo en diferentes lugares del mundo y comentadas por ella misma bajo los efectos de anestesia local, introduciéndose por ejemplo implantes de siliconas que hacen aparecer protuberancias en su frente.

El cuerpo de hoy, podría pensarse, no es ni el cadáver de La lección de Anatomía de Rembrandt, ni el de las voluptuosas ninfas de Rubens, ni los cuerpos cristianos ocultos tras ropajes de Tiziano, ni el de la pudorosa Venus de Botticelli. Tampoco el de las lánguidas mujeres de Modigliani o las gordas de Bottero. Podríamos pensar mejor al cuerpo como aparece en la controvertida obra de una artista argentina, Niccola Costantino, convertida en artífice y objeto cesible ella misma. Si recuerdan, la última de sus producciones, que tuvo vasta difusión, se llamaba Savon de corps. Allí aparecía ella misma como modelo de una campaña publicitaria con una fotografía exquisita, emergiendo de una piscina hablando de cómo el jabón ofertado, en forma de torso femenino e impregado de una fragancia de leche y caramelo, invitaba al consumidor: “Prends ton bain avec moi (báñate conmigo)”. Nada muy diferente a cualquier publicidad excepto por la literalidad de la oferta: el jabón que vendía –efectivamente se vendían un centenar de jabones- estaba confeccionado en un 3% con dos kilos de su propia grasa corporal, extraídos mediante una lipoaspiración.

Esto despierta un eco ineludible en el espectador que ha aprendido a ver después de Auschwitz, y remite por supuesto al jabón industrializado por los nazis con grasa humana, pero también a la discursividad inherente al capitalismo, al mercado (Braunstein; Torres) y a la actual ingeniería de los cuerpos, donde cualquier modificación parece posible.

En otra obra  provocadora, Costantino fabrica un tapado hecho de símil piel y cabello humano verdadero. Paul Virilio dirá con ironía que estamos cerca de considerar a Ilse Koch como una artista de vanguardia. La “Perra de Büchenwald”, como se la conoció, tenía, además de las sádicas, aspiraciones artísticas: hacía desollar a detenidos tatuados y con sus pieles confeccionaba diversos objetos de arte y pantallas para veladores.

Primo Levi recuerda con precisión el mecanismo del tatuaje en Auschwitz. A las personas que arribaban, incluso recién nacidos, ágiles y precisos escribanos les tatuaban en el antebrazo un número de matrícula precedido de alguna letra que pronto, según la particular afición y talento alemanes por las clasificaciones, se convertiría en un código. Levi relata con lucidez que se trataba de un signo con un significado único, coagulado e indeleble, claro para todos: “…no saldréis nunca de aquí. Es la marca que se imprime a los esclavos y a las bestias destinadas al matadero, y es en lo que os habéis convertido. Ya no tenéis nombre: éste es vuestro nombre”. Lejos de serlo, se trataba más bien de “un mensaje no verbal para que el inocente sintiese escrita su condena sobre la carne(Levi, p. 102-3).

Aquí el tatuaje no corresponde a un nombre sino más bien a la negación del mismo, como decía Levi; no sitúa al sujeto, “entre cada uno y todos los demás” (Lacan, 1964, p. 214) sino más bien a una operación de desnominación que reduce un cuerpo a carne y sólo significa la condena al desecho cadavérico (Rassial). Menos que eso, pues en Auschwitz, así como a las partes del cuerpo humano se las llamaba repuestos (Steiner), estaba prohibido nombrar los cadáveres como tales: debía llamárselos Figuren, es decir figuras, muñecos, piezas (Agamben). Para ver la diferencia entre este signo, al decir de Levi, y un nombre, basta pensar en el regocijo de Robert Antelme cuando es nombrado –se le pasa lista- antes de ser trasladado de un campo a otro.

Una digresión jurídica a través de la obra de Pierre Legendre quizás pueda ser ilustrativa (Legendre, p. 19-25). Es sabido que en el judaísmo, la práctica de la circuncisión, que remite a la escena ritual de Isaac atado al altar por su padre Abraham para ser sacrificado, encarna en tanto ligadura del cuerpo y la palabra, la relación con el Padre y por su intermedio con la referencia fundadora, la Ley. No parece ser casual que la prescripción de la circuncisión sea acompañada, en la tradicion judía, por la prohibición explícita de procurarse tatuajes o incisiones en el cuerpo (Levi; Reisfeld). Y menos aún, entonces, podemos dejar de considerar en ese contexto la práctica nazi de tatuar a los prisioneros, de marcarlos antes de exterminarlos. Más allá de constituir un gesto más de mortificación y vejación, de condena escrita sobre la carne como decía Levi resonando sin dudas allí el aparato de torturas kafkiano (Traverso), evidencia un punto central propuesto por Legendre: los nazis pasan del asesinato metafórico al real, de la palabra a la acción, en un tránsito al acto que retrocede y desarticula la construcción del sistema jurídico occidental (el que se funda desde el judaísmo, por la vía del cristianismo hasta el derecho romano, en la ligadura genealógica con la Referencia fundadora), poniendo en juego la filiación como pura corporalidad, en lo que Legendre llamará “una concepción carnicera de la filiación” (p. 19). En estas condiciones, dice, se expande la problemática de la ligadura genealógica y “no se cuestionaría ya otra cosa que la carne humana” (p. 22). Se dio un salto, el que va del cuerpo como vía de acceso a la interpretación de la ley al cuerpo como argumento de supresión del intérprete. Las resonancias biopolíticas de esta cuestión son evidentes y la Ley, “degradada bajo el régimen nazi a un gesto contable de esencia carnicera”, aparece cuestionada en sus fundamentos.

Esa ley pervertida, que no es patrimonio exclusivo nazi y tiene en la práctica de la que me ocupo un indudable correlato clínico, obliga a un posicionamiento ético, del cual la figura de Antígona, oponiéndose a las leyes de la ciudad, adquiere un relieve ejemplar. Los crímenes del nazismo fueron legales en su tiempo y alguien dijo, a propósito del juicio a Eichmann: antes debíamos preocuparnos por quienes violan la ley, ahora por quienes la cumplen. La ética encarnada por Antígona pretende salvar a su hermano Polinices de la segunda muerte que Creonte, al privarlo de sepultura, quería infligirle y en su apuesta nos entrega, a los analistas al menos, una lección inolvidable.

En el asesinato genealógico (Legendre) perpetrado por los nazis se violentó colectivamente, podríamos decir, un Taboo. Ese significante de origen polinesio que, aludiendo a lo prohibido, guarda cierta homofonía con Tattoo, del mismo origen. Así la marca de esos tatuajes no haría sino significar la degradación del progreso de espiritualidad que encarnaba para Freud el Padre, una marca que no nombra a ningún sujeto sino tan solo a la perversión de la legalidad encarnada por el nazismo.

         Lejos del paroxismo hitleriano y de las evocaciones del tatuaje kafkiano, más cerca del Hombre Ilustrado, el declive del padre, su falibilidad, también quizás sea reparada por el tattoo que surge en vez del taboo que aparece demasiado inconsistente, cuando los adolescentes fabrican en sus cuerpos, con la navaja de un padre siempre algo desfalleciente, un corte que no ha terminado de producirse aún, a través de piercings o tatuajes en los que se alinean con un tótem de elección voluntaria.

Al igual que los criminales, los jóvenes revierten así, en su provecho, el carácter de stigma (Reisfeld) del tatuaje, con que los romanos, como los griegos antes, los condenaban a la infamia. Y con su propia maniobra nos dan quizás una pista para operar en nuestro trabajo.

En ese sentido, Primo Levi testimonia también una vía que quizás nos alumbre algo en nuestras dificultades clínicas con aquellos pacientes en que el cuerpo ha devenido carne. Cuenta después de cuarenta años de haber sido tatuado: “mi tatuaje forma parte de mi cuerpo”. Lo enseña de mala gana a los curiosos o furibundo ante los incrédulos y cuando alguien le pregunta por qué no se lo borra, responde crispado: “¿por qué iba a borrármelo?No somos muchos en el mundo los que somos portadores de tal testimonio” (p. 103). Muchos sobrevivientes de Auschwitz conservan aún los números tatuados en sus antebrazos intentando integrarlos, con mayor o menor fortuna, a algo que sea del orden de una historia. Fragmentos heteróclitos de carne incrustados en un cuerpo transitado por el significante y sujetos que intentarán, en una tarea tan incesante como imposible, hacer figurable algo que se extraña de toda figuración. Entonces ese cuerpo extraño al tejido simbólico intentará rodearse de algún sentido –fue la tarea de Levi toda su vida- a través del deber asumido del testimonio y la escritura. Ese proyecto quizás haya mostrado su radical tope en su suicidio, veinte años atrás. Sólo que aún cuando Primo Levi, como ha dicho Elie Wiesel, haya muerto en Auschwitz… cuarenta años después, el cuerpo que cayó escaleras abajo en un departamento de Milán era eso, un cuerpo. Abrumado, cansado de memoria, con fragmentos inasimilables quizás, pero un cuerpo humano con un nombre propio. Que asumió la tarea -quizás sea también la nuestra- de devolverles un nombre a cada una las Figuren que se amontonaban en Auschwitz. A la manera de los antropólogos forenses que trabajan en las fosas comunes cavadas por la dictadura intentando, como Antígonas modernas transformar Figuren en cadáveres, restituyéndoles a esos trozos de carne, a la vez y en la misma operación, un nombre y un cuerpo, la dignidad de un cadáver y los ritos de sepultura.

La tarea de un analista parece estar hoy lejos del oficio de arqueólogo, tan caro a Freud, o del detective o el quiromante que lee las líneas del destino en las de la historia escrita en el cuerpo, y  se asemeja más bien, en una escala íntima, al trabajo de esos antropólogos forenses, que desentierran restos, intentando unir, a partir de indicios, identidades perdidas con despojos corporales nec nomine. Operación que incluye también, quizás, completar con ficciones el material inexistente, tanto como el antropólogo supone los huesos faltantes o imagina datos ante o peri mortem pues de lo que se trata, más que llegar a una verdad última oculta, es de escapar del horror presente en el nombre sin nombre: n. n..

Hay indudablemente una distancia entre la clínica fundacional freudiana y la actual. Quizás se haga evidente en los modos y los efectos de la interpretación que, pensaba Lacan, debía “tocar el cuerpo”. Antes, la astasia abasia de Elizabeth von R. se desarmaba al revelarse el texto que la animaba, la evitación de aquel “dar el mal paso” con que Freud nos sorprendía.

Para pensar lo actual, quizás no sea ocioso contarles una intervención relatada una analizante, Suzanne Hummel, quien vivió su primera infancia –antes de abandonar Alemania- bajo el nazismo. Desde sus primeras sesiones, se enfrentaba con un dolor que sólo el análisis, quizás, podría arrancarle. Al comentar un sueño, le comenta a Lacan –su analista- que se levanta todos los días a las cinco de la mañana, y agrega: a las cinco era cuando la Gestapo venía a buscar a los judíos a mi edificio. “En ese instante –dice- Lacan se levanta como una flecha, se acerca y me acaricia dulcemente la mejilla y yo entendí el gesto en la piel”. Gesto en la piel, en francés, la lengua de la interpretación que se aprovecha de la homofonía, es “geste a peau”. Esa intervención, que transformó a la Gestapo de la infancia en un gesto de ternura, fue más allá de la abstinencia de los cuerpos en que se desarrollan nuestras curas y tuvo un tremendo impacto. Al punto que, según relata la analizante, cuarenta años después, cada vez que cuenta el episodio siente todavía la caricia, el gesto de Lacan en su cuerpo como un llamado a la humanidad. Lacan allí encontró un modo de convertir –en una suerte de conversión al revés- el horror en ternura, de cifrar más que descifrar. Ojalá nos fuera dado encontrar interpretaciones así.

Pero volviendo a aquella clínica que casi no he conocido, la tributaria de El hombre ilustrado, quizás allí haya existido también una apertura hacia otra cosa, en el cuerpo enhebrado de historias que se dejaban leer aparecían agujeros, de la misma manera que en el cuerpo del Hombre Ilustrado existe también un tatuaje, indiscernible en una primera aproximación, en la espalda –allí donde se escribía la condena del prisionero de Kafka- tan borroso como siniestro, en el que, vacío mediante, se traza el destino del que lo mira. Allí quizás anide, entre los pliegues de esa piel apenas diferenciada de su carne, recortada del mapa que trazan los tatuajes en el resto de su cuerpo, la temida imagen de la Gorgona, la cabeza de Medusa que encarna lo imposible de ver que sólo los musulmanes de los campos han visto (Agamben; Levi) y que se advierte retroactivamente en la obra de Kafka. Ese real imposible de nombrar, la “carne sin cuerpo” de la que habla Esposito (p. 215) y que se desprende de los cuadros con que Carlos Alonso ha intentado cernir los horrores de la dictadura figurando cuerpos maniatados, mutilados y sangrantes suspendidos de ganchos o directamente reemplazando esos cuerpos escarnecidos por medias reses, apenas carne colgada y numerada.

Y que quizás explique la ominosa atracción suscitada por la muestra de cadáveres Köerperwelten (Mundos corporales), del anatomista alemán Günther Von Hagens, que desde hace diez años convoca en Europa a millones de personas y que presenta a doscientos cadáveres –mejor dicho, carne despojada de humanidad- esculpidos en poses cotidianas, los fluidos corporales reemplazados por resina, remedando muchos de ellos a obras clásicas. Y que no por azar ha debido defender ante sus críticos alegando que “se trata de quebrar los últimos tabúes” (Virilio, p. 61), subrayado mío). La muestra incluye una figura en la que aparece alguien –de algún modo hay que llamarlo- en carne viva, sosteniendo su piel íntegra fuera de sí, aludiendo a la obra de Miguel Ángel en que San Bartolomé ofrenda su manto. Quitándose con la piel –esa piel que en sus marcas, en sus cicatrices, suturas o tatuajes dibuja, como decía el poeta Severo Sarduy (Reisfeld), una suerte de autobiografía, los últimos restos de su humanidad perdida.

Y para terminar, quizás algo de esto tenga que ver también con la inquietante extrañeza que se apropia de mí cada vez que, en rutina cotidiana, voy a una carnicería recientemente abierta cerca de donde vivo, donde me venden cortes sin otro tattoo que la marca lila del certificado de sanidad y cuyos dueños han tenido la idea, de dudoso gusto por cierto, de ponerle por nombre En carne propia.                                                                                                                                                       

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