Psicoanalizar después de Auschwitz

Publicado en Revista Malestar (una versión anterior fue publicada en Revista Docta, una versión posterior y más desarrollada aparece en el libro “Psicoanálisis en lengua menor”)

                                              Todo eso lo comprendí y, sin embargo, no lo comprendí.

                                                                                                                               W. G. Sebald

                                                                     Callémonos al menos por una temporada.     

                                                                                                                             George Steiner

Las relaciones que el Psicoanálisis ha entablado con la Cultura desde el momento mismo de su invención han sido complejas y fructíferas, aunque no por ello menos tensas y ambivalentes. El Psicoanálisis como corpus teórico ha sido parte fundamental de la cultura del siglo pasado y ha percolado -más allá del personaje psicoanalista, que forma parte a esta altura del paisaje de los grandes centros urbanos de Occidente- de tal modo a la misma con sus intelecciones que ésta aparece hoy ligada a un malestar que gracias a Freud asume como propio. El Psicoanálisis se nutre de las referencias, producciones y disciplinas de la Cultura, dejándose transformar e interpelar a su vez por el saber construido fuera de sus dominios, y ofreciendo en intercambio el saber que produce. Ahora bien, si este trabajo se encuadra en la propuesta Psicoanálisis/Cultura, lo hace de una manera extraña, impensable sin una de las tesis benjaminianas, aquella que pone en el reverso de todo acto de cultura a la barbarie. Efectuaré entonces esa sustitución, y del par resultante Psicoanálisis/Barbarie, elegiré enfocarme en un destilado de la misma, el sanctasanctorum de la barbarie en el corazón de la civilización occidental: Auschwitz. En una doble operación entonces, de reversión y destilado, llegamos al verdadero tema de este trabajo: el par Psicoanálisis/Auschwitz.

I) Auschwitz marca un punto de quiebre en la civilización occidental, la misma que dio lugar, apenas medio siglo antes y en el mismo territorio, al Psicoanálisis. Enzo Traverso, en un lúcido trabajo que da cuenta del estado de la reflexión intelectual acerca de Auschwiz lo califica como “una ruptura de la humanidad y un desgarro de la historia” (Traverso, p. 11).

Aquello a lo que se alude mediante la nomenclatura alemana de la localidad polaca de Oswiecim, Auschwitz, representa una inflexión, una ruina en el corazón de la civilización y no apenas un episodio más, por horroroso que pueda haber sido, en una supuesta evolución de la razón y el progreso. No se trata aquí de un “retorno” a la barbarie ni de un traspié ocasional en el domeñamiento al que la civilización confina lo pulsional. Tampoco se trata de competir por un lugar de privilegio en los cómputos de la muerte: ha habido genocidios antes (aún cuando el término no hubiera sido inventado todavía), los ha habido después. Auschwitz no se refiere tan solo a una cuestión judía sino que atañe a la especie humana en su conjunto. Aquello que elegimos nombrar como Auschwitz de manera quizás insuficiente es un unicum considerado por muchos (Levi, Mate, Arendt, Wiesel, Lanzmann y un largo etcétera) como epítome de cualquier genocidio[1], se diferencia de otros a la vez que quizás, desde el extremo, permite comprenderlos también. La especie esclarece al género en Auschwitz, que adquiere entonces el valor de un laboratorio de experimentación acerca del sujeto humano. Un laboratorio extremo, por supuesto, pero en Psicoanálisis estamos familiarizados con la investigación de los márgenes que iluminan el centro, con el trabajo con los restos: es la psicopatología la que ilumina la “normalidad”. Lo que sucedió en Auschwitz ofrece así al pensamiento una tarea interminable que no ha cesado aún.

Según cuenta Imre Kertész, algún día, no demasiado lejano, se tomará conciencia de que Auschwitz es el acontecimiento traumático de la civilización occidental, el inicio de una nueva era (Kertész, p.26). Curiosamente o no –coinciden aquí las mentes más lúcidas del lado de las víctimas y las más críticas voces del lado de los victimarios- Günther Grass llega a la misma conclusión: es un punto de ruptura, y resulta lógico fechar la historia de la humanidad y nuestro concepto de la existencia humana con acontecimientos ocurridos antes y después de Auschwitz (Grass, p.13).

Auschwitz no fue una explosión de masas enardecidas, un pogromo más o menos generalizado, sino una gigantesca operación de destrucción que surgió de una de las naciones más cultas del planeta y en el que se aplicó la tecnología industrial de su tiempo. No fue obra de algunos cuantos psicópatas sino que, por acción u omisión, millones de personas colaboraron para que ello sucediera. Auschwitz fue un producto de la modernidad, no un resabio inquisitorial, y aún cuando su enclave geográfico se hallara en Polonia, fue en ciudades como Berlín, donde se había fundado apenas algunos años antes el primer instituto de Psicoanálisis o Viena, metrópolis por la que el joven Hitler vagabundeaba mientras Freud construía sus teorías, donde se incubó la “Solución Final”. El mismo contexto cultural que vio surgir al Psicoanálisis gestó al nazismo. Pero la empresa de aparear al Psicoanálisis con el topónimo Auschwitz no está sólo justificada por la contemporaneidad de ambos. Se trata de permitir  que la ciencia del sujeto se vea interpelada por aquel lugar donde determinada concepción del sujeto, o al menos de la civilización que lo ha posibilitado, se hace trizas, se desvanece con el humo que expelen sus chimeneas.

En Psicoanálisis la palabra, lo simbólico, goza por lo general, más allá de variantes teóricas nada desdeñables, de cierta virtud pacificadora: desde Anna O. y la brillante manera de definir lo que hacemos como talking cure, los psicoanalistas nos las vemos con palabras, y contamos con palabras –la interpretación- para lo que no está aún o no está ya –o incluso para contornear lo que nunca estará- puesto en palabras. ¿Qué sucede cuando no hay palabras o cuando éstas no dicen ya nada, cuando algo del lenguaje se ha pervertido radicalmente?  Los psicoanalistas, llegados a un punto imposible de obviar en el trabajo clínico y luego de ingentes esfuerzos por trabajar con lo que sí tiene nombre, por descamar capas superpuestas de sentido, nos las vemos indefectiblemente con lo innombrable.

Ahora bien, la vacilación con la que aludimos a esa cultura que menciona Kertész (p. 69 y ss), engendrada durante el nazismo y sus consecuencias, sus regímenes pares o herederos o aún sus precursores, no hace más que poner en evidencia, en su multiplicidad, ese punto de indecibilidad: Shoah[2], “Holocausto”, Auschwitz, Exterminio de los judíos europeos…, son nombres que no existían al momento del hecho. Sólo un eufemismo: Endlösung (“Solución Final”), suponía las consecuencias que conocemos. Sólo la palabra del verdugo existía para nombrar lo innombrable. Las otras, intentos todos de explicación más o menos fallidos, vinieron después. Si se hubiera tratado tan sólo de la multiplicación exacerbada de pogromos, como el sucedido setenta años atrás y que, conocido como Kristallnacht, preludiara los acontecimientos por venir, podrían haberse puesto en marcha ciertas defensas que sólo lo que es posible nombrar permite esgrimir. Todos sabían lo que era un pogromo y todos conocían también, pudieran hacerlo o no, la manera de escapar de él.

“Esa cosa indecible que uno duda en llamar por su nombre, se dice Auschwitz” (V. Jankélevitch, cit. en Reyes Mate 2003, p. 55). Cuando nombramos Auschwitz, entonces, nos referimos a la metonimia de lo indecible, que adquirirá a su vez el triste privilegio de ser la metáfora absoluta del horror.

II) Además de intentar dar cuenta de Auschwitz, las disciplinas humanas se han visto sacudidas -aunque más no sea desde sus márgenes- por tal acontecimiento. Muchas de ellas se han permitido severos cuestionamientos acerca de lógica que las constituye, la fortaleza de sus fundamentos y la viabilidad de sus prácticas.

1) El hermoso libro de Esther Cohen, “Los narradores de Auschwitz”, brinda un panorama general sobre los testimonios que la Literatura ha podido construir acerca de Auschwitz. Aparecen allí precursores[3], alertadores de incendio al decir de Benjamin, como Kafka o Joseph Roth o aquellos que registraron paso a paso la manera en que el nazismo pervirtió el lenguaje, como Victor Klemperer o las víctimas directas que lograron hacer verdadera literatura a partir de sus testimonios incoercibles como Primo Levi o Kertész entre otros. En muchos sobrevivientes se encuentra el sentimiento de un deber animado por la pulsión de contar, de impedir que el sueño nazi de un crimen sin huellas o un acontecimiento sin testigos se cumpla. Desde la obra de un Nobel hasta los manuscritos enterrados por los Sonderkommandos de Auschwitz o los escritos arrojados sobre las paredes del guetto de Varsovia o los poemas descubiertos en el abrigo que amortajaba al cuerpo desenterrado de Miklós Radnóti o la poesía –en la que se le iba la vida- de Paul Celan, introducen en la ingente literatura ficcional sobre la Shoah el aire frío de la verdad en carne propia. Auschwitz lleva a escribir, a intentar entender aquello que se sabe no será entendido, pero aún así… Los sobrevivientes en sus testimonios escritos experimentan al límite -quizás otro tanto suceda con los poetas – la obstinación, condenada a un inevitable fracaso, en querer nombrar lo innombrable (Arzoumanian, p. 13).

La literatura se ha hecho eco de lo sucedido en Auschwitz y hoy es difícil no encontrar en la vidriera de novedades de cualquier librería algún libro en torno al “Holocausto” o al nazismo o a la Segunda Guerra. Pero a la vez, y más allá de las temáticas que Auschwitz le haya acercado, la literatura misma como forma artística se ha visto cuestionada. La conocida sentencia de Adorno -“Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie” (Adorno, cit. en Traverso, p. 133)- interroga el sentido de la literatura toda, del acto mismo de la escritura. Este cuestionamiento radical es necesario aunque quizás valga más como pregunta abierta, como llaga que no debe ser suturada que como proscripción general, y así ha sido entendida por escritores tan disímiles como Günther Grass, quien habla de que el mandamiento de Adorno sólo puede refutarse escribiendo (p. 24), -pero se trata de escribir con la vergüenza como fondo, asumiendo el peso de las palabras dañadas-, o Primo Levi quien cuenta que –y en esto coincidirá Kertész (p.66)-, después de Auschwitz no se puede escribir poesía que no trate de Auschwitz (Mesnard, p. 45). En el mismo sentido Edmond Jabès conmina: “Después de Auschwitz nosotros debemos escribir poesía… pero con palabras heridas” (cit. en Gubar, p. 63). El mismo Adorno se retractó de su anatema al encontrar lo que Celan pudo hacer con la experiencia de Auschwitz antes que lo terminara de devorar el río. Desde las entrañas mismas de una literatura en carne viva, ésta se deja conmover por la Shoah, admite los cuestionamientos a su valor o existencia que representa la evidencia de verdugos “que también escriben poemas” (Celan).

2) La Filosofía se ha visto sin duda conmovida por Auschwitz. Agamben sostiene que la Ética ha fracasado ante Auschwitz, que “casi ninguno de los principios éticos que nuestro tiempo ha creído poder reconocer como válidos ha soportado la prueba decisiva, la de una Ethica more Auschwitz demonstrata”. Auschwitz descompleta como una interpretación lacerante a cualquier disciplina con la que se enfrente. Interpreta desde su silencio, desde el testimonio de sus víctimas, desnuda la impotencia del pensamiento y pone a prueba a aquéllos que se permiten escuchar ese clamor mudo.

Reyes Mate, en sus lúcidos análisis de la filosofía después de Auschwitz, dice que “la razón no puede ya pensarse en abstracto y, en la medida en que se piensa concreta y contextualmente, se topa con Auschwitz” (b, p. 162). Muestra las huellas de la Shoah en la filosofía actual: ni el existencialismo sartreano, ni la crítica radical a la filosofía de Arendt, ni el desconstruccionismo de Derrida o el postmodernismo de Lyotard habrían existido sin Auschwitz. Cada vez más, dice, se lee a clásicos como Kant, Nietzsche, Hegel o Heidegger con el telón de fondo del nazismo (íd., p. 161-2). La filosofía se ha dejado interpelar por Auschwitz hasta el punto de rastrear entre sus corrientes aquéllas que –como el viejo Idealismo (a, p. 69), conducirían, a sabiendas o no, a las cámaras de gas, según anunciaron aquéllos que pudieron vislumbrar lo que se avecinaba como Rosenzweig, Benjamin o Kafka. También podemos ubicar en esta línea la obra de Emmanuel Lévinas, pensable como una enconada condena del tormento de los judíos en los campos, y una investigación que obstaculiza su repetición (Haidu, p. 421).La historia de la filosofía es el registro de los ecos de Auschwitz. No hay pensamiento inocente, y el impacto de Auschwitz en la reflexión filosófica está lejos de haber cesado aún.

3) Pero si hay una disciplina en la que Auschwitz ha impactado ruidosamente es en el Derecho. Y ello ha sucedido en una doble vía: cuestionando por una parte las ideas de justicia y legalidad[4] pues los crímenes nazis –recordémoslo- se inscribieron en la más absoluta legalidad, por parte de un gobierno legitimado por la voluntad popular, la sanción de las leyes raciales de Nüremberg, la aplicación de las mismas a través de una maraña de reglamentos perfectamente válidos (Hilberg).

Por otro lado, ante la novedad que irrumpía en el corazón de la civilización, se hizo necesaria la creación de nuevas categorías jurídicas a partir de Auschwitz, tales como la de genocidio[5] u otra que también se forja a la luz del fuego de los crematorios: la noción de crimen contra la humanidad[6], por definición imprescriptible. Como afirma Wladimir Jankelevitch, al no tener el Derecho formas de ley en condiciones de contestar la escala de Auschwitz, los crímenes de la Shoah permanecen imprescriptibles (cit. en Fuchs, p. 80). El Derecho, reducido a la impotencia ante lo impensado, reaccionó con tipos delictivos nuevos, asumiendo a la vez que enfrentaba un problema “tan enorme que ponía en tela de juicio al derecho mismo y le llevaba a la propia ruina” (Agamben, p. 18). Auschwitz hace estallar las categorías del mundo tal como se lo pensaba, cuestiona la idea de responsabilidad (jurídica y subjetiva) y se convierte en un verdadero ataque al fundamento del derecho mismo, tal como lo ha estudiado Pierre Legendre, desarticulando la construcción de todo el sistema jurídico occidental (el que se funda desde el judaísmo, por la vía del cristianismo hasta el derecho romano, en la ligadura genealógica con la Referencia fundadora). Así la Ley, “degradada bajo el régimen nazi a un gesto contable de esencia carnicera” (Legendre, p. 22) por el asesinato genealógico[7] que implicó la Shoah, aparece cuestionada en sus mismos fundamentos. Esa vacilación de una ley fundante y ordenadora se advierte también en la proliferación metastásica de reglamentaciones y decretos que caracterizó al nazismo (tanto como a las dictaduras latinoamericanas), la degradación de una Ley que pacifica y ordena en reglamentos que sólo dan coartadas a los verdugos y a sus cómplices para encubrir su participación personal en el crimen. Como sabemos también por la clínica del obsesivo, un exceso de reparo reglamentario encubre a menudo una quiebra radical en el registro de la Ley.

Seguramente los grandes sistemas jurídicos no se han visto conmovidos por Auschwitz y los teóricos positivistas continúan su trabajo acrítico, pero desde los márgenes se han alzado voces que marcan un punto de duda, de inconsistencia en el corazón mismo del Derecho. Abren allí una brecha que no se sutura sólo con más Derecho, con nuevos tipos delictivos, sino que lo cuestiona en sus mismos fundamentos. Los vencidos de la historia, como hubiera querido quizás Benjamin, interpelan con su testimonio y con su misma existencia a una disciplina que no pudo hacer nada para evitar Auschwitz, y poco para castigar a sus ejecutores.

4) En 1989 apareció un libro de Sociología escrito por Zygmunt Bauman, llamado Modernidad y Holocausto. Se trata de un sesudo análisis de las interacciones sociales que posibilitaron la ejecución de la Shoah, podría pensarse incluso que una lectura más, brillante, meditada, en clave sociológica esta vez, del “Holocausto”. Sólo que Bauman maniobra para extraer al genocidio del campo de la anomalía o del retroceso, del fracaso de la racionalidad moderna y del reflujo de la civilización, para considerarlo como su efecto directo, como un producto típico de la racionalidad moderna, una experiencia de laboratorio que la desnuda en sus notas esenciales. Luego de analizar con pericia  los mecanismos de la modernidad presentes y necesarios, en victimarios y víctimas, para que haya podido suceder lo que sucedió, luego de confrontar la experiencia recogida por los historiadores y lo que ha podido saberse del hombre en experimentos clásicos de psicología social, desnuda los vínculos del “Holocausto” con la burocracia moderna y su perfecto e inquietante  isomorfismo con la Modernidad. Bauman incluye también la dimensión de la responsabilidad en las conductas analizadas. No es casual que comience hablando de Sociología y termine escribiendo acerca de Ética. Pero va un paso más allá en el desmontaje de un acontecimiento que piensa tan singular como normal: apunta su análisis a la Sociología misma y a sus presupuestos. El objeto de estudio mira a la disciplina que lo estudia, la cuestiona, y la Sociología no volverá a ser la misma luego de la Shoah.

5) ¿Cómo transmitir lo implicado en la Shoah? ¿Qué hacer con sus enseñanzas? Ésas parecen ser las preguntas que orientan un lúcido ensayo de Joan-Carles Mèlich, donde se permite repensar la Pedagogía a la luz de Auschwitz. Y allí, siguiendo el rastro de las víctimas, su voz inaudible, oyendo al testigo recrear la existencia perdida de quienes no volvieron de los campos, pensar la viabilidad de una pedagogia more Auschwitz demonstrata (Mèlich, p. 18). Mèlich aboga por una pedagogía y una ética configurada a partir de los relatos del “Holocausto”, fundamentalmente relatos de una ausencia, de una ausencia del testimonio[8] que es preciso transmitir. Se trata, dice en una inquietante aproximación a nuestra práctica, de aprender a escuchar el silencio, pues es allí donde se muestra el grito de la víctima (p. 27). Resuena en estas ideas el otro mandato de Adorno: educar para que Auschwitz no se repita (Traverso, p. 154). La pedagogía –en la enseñanza de cualquier contenido- no puede seguir siendo la misma a partir de tal calamidad.

6) Desde los gritos expresionistas de Munch o el destilado progresivo de las imágenes de Rothko hasta la vanguardia más radical como la evidenciada en Schibbolett, “apenas” una grieta convertida por Doris Salcedo en instalación artística en la Tate Modern, o las provocativas muestras que, más cerca nuestro, ha organizado Nicola Costantino utilizando su grasa corporal para confeccionar jabones o el comic Maus, de Art Spiegelman; del vacío mostrado por Malevitch a las imágenes imaginadas por Pink Floyd en The Wall; del body art al arte conceptual; de las pinturas de Anselm Kieffer a los monumentos de Jochen Gerz; desde Resnais hasta Spielberg pasando por Lanzmann o Begnini; de Camus a Jonathan Littell, de Celan a Gelman, de Beckett a Perec, de Francis Bacon al Bottero de Abu Ghraib o a las instalaciones de Félix González-Torres, la Shoah ha impregnado como ningún otro acontecimiento al Arte contemporáneo[9]. El psicoanalista Gérard Wajcman, en un lúcido texto, ha afirmado refiriéndose al arte de la segunda mitad del siglo pasado que “…todo cuerpo representado, toda figura, todo rostro, de hecho toda imagen y toda forma estarían atravesados hoy, de una manera o de otra, por los cuerpos liquidados de Auschwitz” (Wajcman, a, p. 186) y, avanzando aún más en esa línea, reserva el nombre de Arte sólo a aquel que toma la Catástrofe como referente último, el que no pasa por alto la cuestión de los campos. Una suerte de vibración fósil, las cámaras de gas, resuena entonces detrás de cada obra contemporánea, más allá de toda cuestión de género, tema o estilo (íd., p. 186-7).

Al arte le es más sencillo cuestionarse. Siempre de vanguardia si atendemos a su capacidad anticipatoria, el arte –en especial lo que los nazis proscribirían aún hoy como Entartete Kunst -arte degenerado- ha visto antes (Virilio, p. 52) y a la vez se ha hecho eco de Auschwitz y lo que éste encierra de irrepresentable, de impensable, de inasumible.

7) Auschwitz aparece también como una experiencia que cuestiona a la Historia como disciplina. “Marca los confines –dice Lyotard (Friedlander, p. 155) en los que el conocimiento histórico ve impugnada su competencia”. Reflexionando en torno al debate de los historiadores alemanes sobre el nazismo, el famoso Historikerstreit en el que las concepciones historiográficas desnudaron el corazón de subjetividad desde las que son elaboradas, Dominick La Capra, en la línea de los cuestionamientos hacia la médula de cada disciplina que venimos puntuando, ha escrito que “el estudio del Holocausto puede ayudar a reconsiderar los requisitos de la historiografía en general” (La Capra, p. 176).

8) Alguien podría argumentar quizás que, lejos de los eternos avatares propios a las Humanidades, la Ciencia ha permanecido como un reducto libre de valores, incuestionable e incuestionado por Auschwitz. En ese caso, el papel de los científicos y médicos que se ocuparon de suministrarle al nazismo un andamiaje teórico biológico para “fundamentar” sus desvaríos racistas no haría tambalear al sólido edificio científico, al que le gustaría situarse más allá de las cualidades de algunos de sus oficiantes o del uso que los aparatos del poder estatal pudieran darle a sus postulados “neutrales”. Rudolf Höess, el último comandante de Auschwitz, definía al nacional-socialismo como “biología aplicada” y Oppenheimer, el inventor de la bomba atómica, dijo que en Hiroshima, “la física conoció el pecado”. Y en ese sentido se ha puesto de manifiesto (Biagioli) hasta qué punto la ciencia médica normal (es decir no nazi), más allá de individualidades más o menos perversas, estuvo implicada en la “Solución Final”, revelándose así -la supuesta prescindencia de valores- tan sólo como un mito de la ciencia en la modernidad.

El saber científico se ve entonces desprovisto de la coartada de atribuir a mentalidades no científicas o pseudocientíficas o a perversiones individuales las consecuencias prácticas de los delirios higienistas o raciales del III Reich, y cuestionado en sus mismos cimientos.  Como si hubiera habido al menos un registro de tal conmoción, en 1947, al conocerse los horrores perpetrados por los médicos nazis, se establece un “Código de Nüremberg”, que fija las condiciones en las cuales pueden llevarse a cabo ensayos sobre el hombre, constituyéndose en texto fundamental de la ética médica moderna (Virilio, p. 78-79). Moderna, aquí, significa: posterior a Auschwitz.

Se trata en realidad, además de desnudar la estructura del saber científico más allá de cualquier ilusión, de develar la matriz biopolítica de la Ciencia, encarnada en su clímax de crudeza –y por ende de claridad- en la Therapia magna auschwitzciense[10]. Hacemos aparecer así la pregunta sobre la ética inherente a cada saber. Y en pocas disciplinas la Ética ocupa un lugar tan crucial como en el Psicoanálisis al punto que allí, con sus características particulares, deviene corazón mismo de su método.

En la línea que venimos puntuando, Kertész ha dicho que habría que inventar Auschwitz, prepararlo en el lenguaje como acontecimiento fundacional. Auschwitz, dice, obliga a repensar todo, la antropología, la cultura, la ética, la educación, la religión (cit. en Mèlich, p. 22). Está asumido que Auschwitz plantea problemas morales inéditos, pero también, dice Reyes Mate (2003, b, p. 93) en una línea similar, hace preguntas aún no contestadas a la antropología, a la política y a la ciencia. La idea misma de industria, la razón capitalista y el conjunto de técnicas que, miopes o ciegas en cuanto al poder que las apuntala, se solazan en parámetros absolutos de eficacia/eficiencia, desnudan su verdad descarnada en Auschwitz, que también fue –recordémoslo- un complejo industrial en el que poderosas empresas como IG Farben, Krupp o Siemens (Hilberg, p. 1031-2) radicaron plantas fabriles. Así como Auschwitz ha puesto en cuestión el concepto de Dios (Jonas, cit. en Mèlich o, 47), también obliga a repensar lo humano. Auschwitz implica una ruptura con el ideal ético ilustrado y con la concepción del sujeto moderno (íd., p. 45) “El animal racional, el homo faber, el homo ludens, el animal simbólico… todos mueren en los hornos de Auschwitz” (íd.) ¿Y el sujeto construido trabajosamente por el Psicoanálisis desde hace más de un siglo, podría haber salido indemne? ¿Cómo no va a morir también en Auschwitz el homo analyticus, o al menos resultar tan severamente dañado, que nos obligue a repensarlo? ¿Obliga Auschwitz a repensar al Psicoanálisis? Ésas son las preguntas que, sin pretender responderlas, guían estas reflexiones.

III) El Psicoanálisis por supuesto se ha visto tocado. De hecho, la mayor parte de los pioneros debieron huir debido al nazismo y puede entenderse el mapa de las genealogías y filiaciones analíticas y el de las corrientes post-freudianas como sub-productos de la diáspora a la que fueron forzados los psicoanalistas por el nazismo. Pero a diferencia de las disciplinas mencionadas anteriormente, que desde algunos de sus cultores se permitieron una reflexión acerca de las propias disciplinas a la luz de Auschwitz, el Psicoanálisis se ha limitado mayormente a la aplicación de su formidable dispositivo terapéutico y de sus categorías teóricas para hacer inteligible Auschwitz, sus perpetradores, sus víctimas, incluso el comportamiento de la mayoría silenciosa que lo hizo posible. En ese sentido, como en una época solía hacer con el arte, el Psicoanálisis ha aplicado su saber a Auschwitz.

Así, la mayoría de los trabajos, de por sí numerosos[11], que desde el Psicoanálisis recogen la experiencia de Auschwitz lo hacen o bien desde la vertiente explicativa o bien desde la vertiente terapéutica (a través de la idea de trauma o de las vicisitudes identificatorias en sobrevivientes por ejemplo, o en la transmisión de los ecos de Auschwitz hacia las generaciones sucesivas a la de las víctimas).

Existe una tradición, iniciada por Freud, en cuanto a la utilización del aparato conceptual psicoanalítico fuera del ámbito estrictamente clínico donde encuentra su legitimidad, eficacia y consistencia originales. Tanto con respecto a obras de arte o literarias como a encrucijadas sociales o religiosas, el Psicoanálisis no se ha privado de decir cosas, con mayor o menor fortuna, con mejor o peor recepción.

Si quisiéramos ubicar alguna articulación posible, alguna zona de superposición entre dos conjuntos, el del Psicoanálisis por un lado, y el de la Shoah por el otro, podríamos intentar aprehender también, en una vertiente casi sociológica, cómo afectó el nazismo al Psicoanálisis, su proscripción como “ciencia judía”, la quema de los libros y la huida de Freud, la diáspora de la primera generación de analistas centroeuropeos (amén del exterminio de los que permanecieron en el Tercer Reich). También podríamos estudiar las complacencias políticas de Ernest Jones, en aras de “salvar al Psicoanálisis” (Roudinesco et al., p. 410), con el Allgemein Ärtzliche Gessellschaft für Psychotherapy, el Instituto de Psicoterapia fundado por Matthias Göering, primo del lugarteniente hitleriano, las oscuras ambigüedades de algunos psicoanalistas no judíos que permanecieron en Viena, y también otra diáspora, la de analistas filonazis que anidaron en algunas asociaciones psicoanalíticas cercanas[12]. Acercando la lente más aún, podríamos hincar el diente sobre el papel de las sociedades psicoanalíticas bajo la dictadura y cavilar acerca de cómo una práctica estructuralmente tan reñida con el poder como la nuestra, tan radicalmente subversiva se las ve con las instituciones y la política en general.

Así, en una lectura del sintagma “Shoah y Psicoanálisis”, utilizaríamos el conjunto Shoah para iluminar algunos aspectos del conjunto Psicoanálisis. Ahora bien, por lo general, la vía a la que más se acude en la extensa bibliografía psicoanalítica sobre el tema es la inversa, es decir cómo desde el conjunto Psicoanálisis podemos entender algo que parece destinado a no entenderse nunca del todo, la Shoah, sus causas y consecuencias. Allí los psicoanalistas nos sentimos más cómodos y nos lanzamos con avidez a teorizar y a practicar nuestro saber, fundamentalmente por dos andariveles distintos:

1) Una encomiable línea de reflexión aparece junto al trabajo clínico con los sobrevivientes de la Shoah y sus descendientes de primera, segunda o tercera generación. Se aplican así los conocimientos del Psicoanálisis a mitigar el sufrimiento de las víctimas. Y surgen entonces sutiles descripciones de cuadros clínicos, del impacto del trauma en el psiquismo, asimilaciones de la situación de los campos con las de la patología mental y toda una serie de conceptualizaciones que marchan hombro a hombro con la tarea asistencial y encuentran su prolongación en el trabajo con víctimas de genocidios más recientes, como los perpetrados por las dictaduras latinoamericanas o por el régimen serbio en la ex – Yugoslavia o en situaciones de tensión y riesgo extremo como la que se vive en el conflicto israelí-palestino.

2) Otra vía de abordaje, también de notoria raigambre, es la de apelar al aparato teórico psicoanalítico para comprender cómo fue posible un hecho como la Shoah. Se han estudiado así la psicología del verdugo y la de la víctima, los procesos identificatorios, los fenómenos de masas y de sometimiento a un líder y un extenso etcétera. Esta vía, legitimada en numerosos trabajos desde Freud mismo, por un lado, ha permitido situar al Psicoanálisis como uno de los pensamientos más fecundos para entender los fenómenos humanos, pero a la vez, si no se toman las debidas precauciones, puede caer en aquello frente a lo que Freud nos advirtiera tempranamente: el Psicoanálisis no es una weltanschaüung (concepción del universo) y debemos cuidarnos de cualquier reduccionismo, aún del psicoanalítico, cuando se trata de fenómenos complejos y multideterminados. Así como ha estimulado el pensamiento, esta línea de trabajo, encolumnada a menudo bajo el nombre de Psicoanálisis aplicado (al arte, a la cultura) ha cometido también verdaderos dislates, generando la reacción de sobrevivientes, intelectuales y artistas que se sienten, a menudo con razón, interpretados –los fenómenos que estudian, sus obras o ellos mismos- abusivamente y fuera de contexto.

De los trabajos desarrollados en las dos vías reseñadas, en general –resulta imposible en este contexto hacer una reseña pormenorizada- emerge como trasfondo cierta paradoja: por un lado, suele admitirse la inconmensurabilidad de Auschwitz, su carácter inaprehensible, de unicum, por usar la expresión de Levi, pero por otro, una vez aceptada su radical diferencia con cualquier otro fenómeno, se le aplican a su análisis las categorías teóricas psicoanalíticas habituales, como si se tratara de un hecho más.

IV) Desde los testimonios de los supervivientes, o al menos desde algunos testimonios princeps, los que podrían ser tomados casi como un material clínico de primera mano[13], suele advertirse, sea con ironía o con irritación, contra la avidez con la que los psicoanalistas se han lanzado a explicar todo lo que pueda ser explicado. En tales testimonios se vislumbra, como fondo de sus lúcidos y dolidos análisis, cierta resistencia a la explicación.

Tomaremos entonces, como punto de partida, algunos fragmentos del testimonio de sobrevivientes de la Shoah no ya para servirnos de éstos para ilustrar o aplicar nuestras teorías, cualesquiera que fueren, sino para dejarnos enseñar[14]. De este modo no nos alejamos un ápice de la tradición freudiana, dejándonos conducir por la palabra de los sujetos sufrientes hacia los meandros de la subjetividad que la Shoah pone de manifiesto.

Si escuchamos a los sobrevivientes, nos encontramos perplejos ante una primera evidencia: no parecen tener demasiada consideración por lo que los psicoanalistas tienen para decir sobre la experiencia por la que ellos han transitado[15]. Esto es grave si pensamos que el Psicoanálisis se precia de ser la disciplina que más ha iluminado la subjetividad contemporánea. Tomemos algunas citas de eminentes testigos de la Shoah como ejemplos de ello: luego de habernos alertado contra los “freudismos mezquinos” (Levi, b, p. 23), Primo Levi dice con claridad: “no creo que los psicoanalistas (que se han arrojado con avidez sobre nuestros conflictos –negritas mías) sean capaces de explicar este impulso (de testimoniar). Su saber ha sido elaborado y probado ‘fuera’, en el mundo que para simplificar llamamos ‘civil’: a él pertenece la fenomenología que describe y trata de explicar (…) Sus interpretaciones, aún las de quienes como Bruno Bettelheim han atravesado la prueba del Lager, me parecen imprecisas y simplistas” (íd., p. 73-74). Por su parte, Jean Améry escribe, refiriéndose al hecho de que el pueblo de los poetas y los pensadores se haya convertido en criminal desde 1933 hasta 1945: “hasta hoy me ha parecido oscuro y a pesar de todas las laboriosas investigaciones de tipo histórico, psicológico, sociológico y político ya aparecidas y que todavía aparecerán, imposible en el fondo de aclarar (…) Todas las tentativas de explicación –en su mayoría monocausales- fracasan del modo más irrisorio” (Améry, p. 40). Luego, refiriéndose al sadismo de sus verdugos, dirá que era “distinto del sadismo de los manuales de psicología al uso, distinto también de la interpretación del sadismo ofrecida por el Psicoanálisis de Freud” (íd., p.100). “Yo estaba presente –dice Améry. Ningún joven politólogo (podría haber dicho psicoanalista, podríamos agregar, sin forzar demasiado las cosas…), por ingenioso que sea, puede venir a darme lecciones que resultan sumamente absurdas para cualquier testigo ocular” (íd., p. 41). Jack Fuchs, otro sobreviviente que escribe con cierta frecuencia en la prensa argentina, se excusa diciendo que admira a los psicólogos que tienen respuestas para todo, él no las tiene, en todo caso piensa en el mejor modo de seguir formulando preguntas (Fuchs, p. 145). Kertész, aún siendo capaz de leer agudamente a Freud, descalifica las opiniones freudianas sobre el antisemitismo (p.60). Paul Steinberg, algo cansado ya, preguntándose acerca de las razones de su memoria y de sus olvidos, se adelanta a cualquier explicación psicoanalítica remanida con una seca franqueza: “Cada vez salen con la vieja historia: el inconciente…” (Steinberg, p. 125). No hablamos de legos sino de intelectuales sutiles que conocían la obra de Freud y que seguramente se hubieran confortado al encontrar ahí alguna respuesta para ese resto inexplicable que probablemente a tantos, como a Levi o Améry, les costara la vida[16].

Por otra parte, en el testimonio de los sobrevivientes siempre se arriba, tarde o temprano, a un punto en el que cesa cualquier posibilidad de explicación, en el que cualquier interpretación, aún la más avisada, se revela impotente, quizás imposible. Nosotros como psicoanalistas nos encontramos así con sujetos que no sólo albergan un saber acerca de ellos mismos y de lo que han vivido, como cualquiera de nuestros pacientes, sino que también han atravesado una experiencia que roza con lo inimaginable, lo cual carga a sus relatos con el peso de un testimonio único. Se han convertido, muy a su pesar, en exploradores del límite, de los confines de la experiencia humana. Con nuestras categorías teóricas e instrumentos clínicos, estamos en una evidente invalidez: no fueron concebidos para lidiar con eso que Auschwitz develó acerca de la especie humana, como decía Robert Antelme, o más bien de la conditio inhumana a la que se refería Améry (p. 39).

Etty Hillesum, una lúcida joven judía y holandesa que percibió más que muchos y muy tempranamente los desafíos éticos que planteaba el nazismo incluso a inocentes víctimas como ella, no sobrevivió. Antes de morir, sin embargo, (nos) escribió, en una fina sintonía con la frase de George Steiner incluida entre los epígrafes, que “para encontrar un nuevo lenguaje, apropiado a la nueva forma de ver la vida, hay que callar hasta haberlo encontrado”. Pero, conciente hasta el final de lo que se juega, sabe que “aún así no es posible callar. Sería también una huida. Hay que intentar encontrar el lenguaje mientras se habla” (Hillesum, p. 137, negritas nuestras).

La teoría en Psicoanálisis, sabemos, surge en una inextricable relación con la clínica desde donde se la formula y en la que encuentra su validación última. Si evitamos tomar estos testimonios de sobrevivientes tan sólo como efectos de lo traumático vivido o como resistencias debidas a su compromiso personal en los hechos -coartadas siempre a mano para que los psicoanalistas no escuchemos[17]– y, -sin contradecir las implicancias subjetivas, incluso psicopatológicas, que puedan discriminarse en ellos- los tomamos en cambio como cuestionamientos dignos de ser escuchados, podríamos intentar efectuar una maniobra inversa a la habitual: esto es, en vez de aplicar el Psicoanálisis a Auschwitz, aplicar Auschwitz al Psicoanálisis[18]. Freud, imaginamos, no hubiera dejado de hacerlo. Si pudo escuchar a sus histéricas al punto de callarse –como en el pedido que le hiciera Emmy von N. y que diera origen así a la asociación libre, ¿cómo no imaginar que se hubiera detenido a escuchar la voz, el sufrimiento de las víctimas[19], esa voz que, habiendo atravesado un dolor inenarrable aparece como “condición de toda verdad” (Adorno, cit. en Mate, b, p. 119).

Si Freud pudo también hacer espacio en la teoría a lo que la Gran Guerra sacaba a la luz y postular así una extraña “pulsión de muerte”, cómo no pensar la atención que le hubiera prestado a Auschwitz, el espacio que le hubiera abierto en el seno de sus teorías… Sólo que desde la perspectiva histórica, se advierte incluso cierta ingenuidad en el fundador del Psicoanálisis, incrédulo y conocedor como pocos del alma humana, cuando está pronto a emigrar a Londres luego de la llegada al poder de los nazis. Cuando éstos queman sus libros, dice con tristeza no exenta de ironía: es todo un progreso, en otra época me hubieran quemado a mí… sin poder imaginar que bastaban apenas unos años, de haberse quedado en Viena después de 1938, para que sí, efectivamente, lo hubieran quemado también a él, luego de gasearlo, en lo que se advierten los beneficios de la revolución industrial a la que los nazis, a diferencia de los inquisidores medievales, pudieron apelar[20].

Entonces, como decíamos, podríamos invertir la maniobra habitual del Psicoanálisis aplicado –esto es someter fenómenos extra-clínicos a la lente rigurosa de nuestros conceptos- y en vez de ello aplicar la Shoah al Psicoanálisis, ya no desde la óptica sociológico-científica más arriba enunciada sino para intentar cernir si, y si es así cómo, impacta la Shoah como situación de quiebre de la civilización, como cultura y como laboratorio extremo de la subjetividad en las categorías teóricas que constituyen al Psicoanálisis mismo.

Se trata, en suma, de rendirnos a las consecuencias de la conocida metáfora de Lyotard sobre Auschwitz como un terremoto que junto a vidas, edificios y objetos, acaba a la vez con los instrumentos de medición del mismo (Friedlander, p. 155). El psicoanálisis, aparato conceptual que construye, alberga y “mide” (en caso de que tal cosa sea posible) al sujeto, no resiste la debacle que junto con tal sujeto, arrastra a  las disciplinas que intentan dar cuenta de él.

V) Tamaña pretensión –reflexionar sobre el Psicoanálisis, cuestionarlo a partir de la Shoah– excede a todas luces tanto los límites de este trabajo como las posibilidades de quien lo pergeña. Pero este punto de imposibilidad nos pone en la misma situación en que Auschwitz pone al pensamiento, que parece siempre impotente, siempre fragmentario y tentativo frente a un horror inconmensurable, difícil de cernir y resistente a la extracción de sus consecuencias. Entonces tomaremos lo anterior como un programa de trabajo del que solamente ensayaremos algunas incursiones exploratorias, más destinadas a sembrar dudas en nuestras certidumbres que a llegar a conclusiones acabadas. Si se revela fértil la vía, cabe esperar profundizar esa tarea a futuro. A la par de poner en cuestión algunos conceptos fundamentales del Psicoanálisis que no parecen resistir indemnes el paso de los convoyes que van (siguen yendo) rumbo a Auschwitz, nos aproximaremos a algunos impasses de la teoría y la práctica analíticas y desde ahí, para darle mayor fertilidad heurística a nuestra tarea, a las maneras en que en otros campos se ha intentado abordar algo de lo que está en juego en Auschwitz.

1) Junto con la idea de lo traumático, del efecto sobre el psiquismo de las víctimas, la tríada freudiana recuerdo-repetición-elaboración, enunciada por Freud en uno de sus señeros trabajos sobre técnica, ha sido y es uno de los puntos de referencia más habituales a la hora de pensar desde el Psicoanálisis fenómenos como el que nos ocupa ahora. Surgida de la clínica, de un modo de ordenar y orientar el trabajo clínico analítico, ha sido extrapolada para hacer inteligibles catástrofes como Auschwitz. De hecho no es casual que el último Congreso Internacional de Psicoanálisis, que tuvo lugar el año pasado por primera vez en Berlín desde el período nazi, haya elegido por tema central al ternario antes enunciado. En líneas generales, y a riesgo de simplificar en exceso, desde una perspectiva freudiana suele entenderse que el trabajo analítico pasa por el recuerdo y la posterior elaboración, por el levantamiento de represiones que posibilitará la cura y dominará la repetición demoníaca, que medra allí donde el recuerdo se ausenta. Así, recordar, y redoblar ese trabajo a través de la Durcharbeitung de lo recordado, aparece como la alternativa más saludable frente al callejón sin salida de la repetición (Freud, 1914). Fuera de la clínica, donde también podría ponerse en cuestión, en el campo social o histórico se presentan problemas. Podría pensarse que el recuerdo vivo de la la masacre de los armenios a manos de los turcos otomanos podría haber funcionado como un antídoto contra la repetición, aunque diferenciada, del genocidio del pueblo judío.[21]Pero cada vez son mayores las evidencias de que una política del recuerdo activa en Europa al menos desde los años ´70 no ha impedido que se tolerara, cuando no que se propiciaran abiertamente[22] nuevos genocidios, y no en el remoto tercer mundo latinoamericano o africano, que también los hubo, sino en los Balcanes, en el corazón mismo de la Europa civilizada. La muy conocida frase de George Santayana –freudiana avant la lettre– escrita en las paredes de Dachau: Aquellos pueblos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo parece al menos insuficiente. Quizás no alcance recordar para no repetir, salvo que consideremos el recuerdo en el sentido que Walter Benjamin plantea la articulación histórica del pasado. No significa, dice, conocerlo “como verdaderamente ha sido”, sino “apoderarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro” (p. 51). Es decir –elegimos leerlo así- apelar a un recuerdo menos contemplativo que militante, inconformista, que haga el intento, en cada época, de “ganarle de nuevo la tradición al conformismo que está a punto de avasallarla” (ídem).

La concepción de la historia de Benjamin –y la historia, en su capilaridad microfísica, es también nuestro territorio- implica contemplarla a la manera en que se muestra en el Angelus Novus, imagen de Paul Klee que Benjamin toma como figura alegórica: el ángel de la historia, arrastrado por una tempestad que representa el progreso, contempla horrorizado el pasado como un montón de ruinas. No es un detalle menor, en este contexto, que uno de los sentidos del término hebreo Shoah sea precisamente el de tempestad (Wajcman, p. 22) y la Shoah/Tempestad ha puesto de relieve como ninguna otra cosa la premonición benjaminiana: se trata de ruinas. Tanto en la historia macroscópica como en las historias mínimas de las que nos ocupamos a diario, se trata de ruinas. Wajcman lo dice con claridad: la ruina es un objeto freudiano, el objeto y la memoria del objeto. Pero la Shoah permite dar un paso más allá de la ruina, lo cual es señalado por Wajcman tal como aparece en el arte contemporáneo y en la película Shoah, de Claude Lanzmann: también es la ausencia de ruinas, el agujero en vez del desgarro en la trama simbólica. Frente a la catástrofe de la historia –insistimos: en sus diversos planos, micro o macroscópicos- el recuerdo es a todas luces insuficiente[23].

Por otra parte, una lección extraíble también del testimonio de los sobrevivientes, en la senda de Nietzsche[24], es que para vivir también es necesario algún grado de olvido. Los recuerdos pueden hacer enloquecer. Es sabido que de quienes sobrevivieron a los campos de exterminio nazis, como recuerda el escritor y sobreviviente Aaron Appelfeld (cit. en Wardi), “sólo aquellos que consiguieron olvidar pudieron vivir largo tiempo, y que los que poseían una memoria óptima murieron”. Jorge Semprún lo expuso con claridad desde el título mismo de una de sus obras: la escritura o la vida, al relatar que tuvo que poner en barbecho su experiencia concentracionaria para reconectarse con la vida hasta poder reintegrarla reflexivamente cuarenta años después[25]. Semprún elige cuidadosamente el epígrafe de Blanchot que coloca al inicio de su obra: quien pretenda recordar ha de entregarse al olvido, a ese peligro que es el olvido absouto y a ese hermoso azar en el que se transforma entonces el recuerdo. Muchos de los que hicieron de la memoria un deber ético y desembocaron en el callejón sin salida del suicidio, quizás no pudieron entregarse a esa cuota de olvido imprescindible para la vida, y quizás no haya sido ése un ingrediente menor a la hora de acabar con sus existencias. Además de haber sido “preservado” por el totalitarismo estalinista luego de la liberación de Auschwitz, cierta distancia cínica, permitió al parecer a Kertész anclarse a la vida, al igual que a Vladek, el padre sobreviviente del guionista Art Spiegelman retratado con maestría en Maus; lejos ambas posturas de la nobleza del deber de memoria ejercido por ejemplo por Levi.

Contamos por fortuna con los testimonios de los sobrevivientes –testimonios que no por ser numerosos deben hacernos olvidar que son una minoría absoluta de entre los testimonios posibles, no solamente frente a los verdaderos testigos, los musulmanes[26] incapaces de testimoniar (Agamben) o los gaseados sin pasar casi por el campo que “retrata” Lanzmann en su ausencia (Mate), sino frente a los miles que, siendo capaces de hacerlo, prefirieron no dar cuenta de lo que (les) pasó. ¿Qué sucedió con tantos que eligieron voluntariamente la vía del olvido?

Frente al intento desesperado de los sobrevivientes que decidieron contarlo todo para contrariar el presagio nazi de que nunca se sabría lo que ocurrió en Auschwitz (y en caso de sabérselo no sería creído), encontramos también testigos mudos que no necesariamente testifican menos con su silencio que los que hablan con sus palabras. Albergar ese silencio –que tan bien muestra Lanzmann en su película- esa presencia del ausente, la ausencia en la materialidad presente del relato como modo del recuerdo eficaz, quizás haga de la memoria, sino barrrera, al menos resistencia frente a la repetición.

No pretendemos licuar el valor de la memoria ni de la pacificación que brinda el recuerdo de un trauma olvidado pero vigente en el psiquismo, sino tan sólo cuestionar cierta ligereza con que a veces en Psicoanálisis pretendemos mudar repeticiones en recuerdos, sin lograr desarticular el componente gozoso que cimenta lo diabólico de la repetición. La memoria y su encarnadura personal, el recuerdo, no evitan necesariamente la repetición y  la elaboración se vuelve impotente. Aún así, no tenemos quizás otra posibilidad contra la repetición que esa exhumación del recuerdo; y si éste no basta, sabemos que el olvido basta aún menos. Quizás se trate de encontrar procedimientos, dentro y fuera del análisis, para que el recuerdo se torne memoria, y ésta devenga un mandato ético.

¿Qué sería recordar entonces en Psicoanálisis? Probablemente no haya para tal pregunta una respuesta sencilla ni unívoca, pero entiendo que vale la pena dejarla abierta a partir de la lección de Auschwitz y la insidiosa identificación de nuestra praxis con los valores de la Ciencia, y por ende con los del Progreso. Reyes Mate analiza esa deriva progresiva desde los aportes de Adorno y Benjamin y advierte, con Foucault (b, p. 169), que para la Ilustración, la realidad es lo presente, entonces lo ausente –lo fracasado, lo perdido, lo vencido- es irrelevante para el pensamiento. “Pero –continúa- la memoria no es fundamentalmente un recuerdo del pasado, sino el reconocimiento de esa parte olvidada de la historia como parte de la realidad” (íd., negritas mías). Eso ausente, según Adorno, es la expresión del sufrimiento pasado, y “hacer hablar al sufrimiento es el principio de toda verdad” (íd.). El Psicoanálisis surge como disciplina recogiendo ese resto expulsado por la lógica ilustrada, haciendo hablar el sufrimiento encerrado en los síntomas, dejándose subvertir por una verdad que aparecía contra todo pronóstico. Y en esa operatoria, encuentra una eficacia clínica arrasadora. Cabe preguntarnos quizás si no nos hallamos en una época de reflujo en ese sentido, donde nos hemos convertido en técnicos del recuerdo, en profesionales más o menos crípticos o bonachones, postulantes siempre a punto de ser recibidos –sin serlo nunca del todo- en los salones de la Ciencia, y si ello no ha mellado el filo de nuestro instrumento. Nos ocupamos de rescatar un pasado presente y sintomático, pero hemos perdido la luz con que el recuerdo “relampaguea en un instante de peligro”. El Psicoanálisis ha dejado de ser una disciplina peligrosa –antes lo era, tanto para los analistas como para sus pacientes- y de eso también se trata en la repetición.

2) Los psicoanalistas trabajamos con y sobre el lenguaje. Aún cuando pretendemos abordar lo insondable de la angustia o interpretamos el abanico de afectos que se despliega en una cura, lo hacemos a través del lenguaje. Al amor que es efecto de la transferencia lo conocemos a través del lenguaje. Tal como lo postulara Lacan en su lectura de Freud, el inconciente está estructurado como un lenguaje y el instrumental con el que operamos sobre él –la interpretación- es lenguaje, y por esto mismo, por ese isomorfismo, adquiere eficacia clínica. En la historia del Psicoanálisis, sin embargo, maestros de la talla de Freud, Lacan o Bion, luego de una confianza abrumadora en el trabajo significante, terminan por reconocer siempre un punto de tope del lenguaje, un límite más allá del cual sólo puede aventurarse algo que se resiste al lenguaje, y que sin embargo no podemos cernir sin él. Llámese ombligo del sueño, “O”, Real, tarde o temprano un analista se topa en su reflexión teórica o en su cotidianeidad clínica con ese borde. A veces se lo niega, a veces somos pretenciosos e imaginamos a la interpretación como un escalpelo todopoderoso que puede llegar a cualquier lado. A veces abusamos del lenguaje, al pretender nombrar lo que no se puede nombrar. No sería extraño que como fruto de esa utilización excesiva del lenguaje terminemos por anestesiar la palabra y hacer que ésta pierda su eficacia clínica.

Vivimos en una época donde tanto la Narración como el tipo de experiencia de la que da cuenta está en crisis y la comunidad de oyentes, tan cara a Walter Benjamin (2008), en peligro. Y el Psicoanálisis –a fin de cuentas, una de las formas de la Narración- ha de encontrar su legitimidad en medio de esta crisis, como reducto de resistencia (Viñar, 2006).  Entonces es problemático que, siendo como es una experiencia de palabra, éstas pierdan su filo; y las palabras sufren cierto desgaste si se las usa sin el debido cuidado, lo cual puede advertirse tanto en el habla cotidiana como en la jerga y la práctica analíticas. Los pacientes vienen a hablar de su sufrimiento y nosotros nos ofrecemos a escuchar su decir, en el que navegan necesariamente en una lengua imaginaria, en la palabra vacía, hasta poder parir una lengua original, una palabra verdadera que dé cuenta de su subjetividad de manera iluminadora. Siempre se ha sabido de la dimensión catártica del hablar y poder relatar lo traumático, por poner un ejemplo, cuando llega el tiempo de hacerlo, es aceptado comúnmente como una vía que morigerará el dolor, haciendo ingresar una cantidad masiva de estímulos en el diafragma cualitativo de lo pensable. Pero de lo que se trata en cierta clínica y sin duda en el testimonio de los sobrevivientes es de cierto exceso difícil de aprehender a través del lenguaje, exceso de memoria o de olvido (Viñar, 1993, p. 14) frente al cual no es sencillo situarse.

En la clínica, entonces, nos las vemos con las palabras y con ese punto en que las palabras se acaban, donde por lo general aparece la angustia. La Shoah, como laboratorio perverso acerca de la condición humana, nos puede enseñar algo también aquí. Atendamos a la manera en que los sobrevivientes que nos han legado su testimonio relatan su relación con el lenguaje y la angustia. Nada como Auschwitz debería servir para cernir, en primer lugar, ese espacio de horror, de terror sin nombre, por usar las palabras de Bion, y en segundo lugar, para ponderar al lenguaje como herramienta con la cual acercarse a ese horror. Algunas preguntas nos acosan: ¿Qué es el lenguaje luego de Auschwitz? ¿Qué es una lengua materna? ¿Con qué lenguaje teorizar o construir nuestras interpretaciones? ¿No parecen demasiado a menudo nuestras disquisiciones psicoanalíticas estar formuladas en un lenguaje ampuloso y hueco como el que describiera Klemperer o cerrado a cualquier apertura al Otro como la lengua schreberiana, más instrumento de repetición que de descubrimiento o invención?

El extrañamiento de la lengua materna que terminó siendo la lengua del verdugo fue una constante para muchos sobrevivientes. Victor Klemperer, filólogo de profesión que pudo salvar su vida pues estaba casado con una alemana no judía y llevó durante todo el régimen un diario en el que anotaba la perversión de la lengua alemana bajo el nazismo[27], bautizó a ese lenguaje, del cual sobrevivieron rastros aún después de muerto Hitler, LTI, Lengua Tertii Imperii. Para Antelme el francés era un espacio de singularidad durante su cautiverio alemán. El caso de Améry es en ese sentido un síntoma revelador pues, según relata (Améry, p. 113), al comenzar las persecuciones nazis en Austria, abandona el dialecto en el que se crió, pero no puede sino mantener el alemán –no tiene otra lengua- para pensar y para expresarse aún contra la manera en que la nación alemana se lavó de sus culpas. Fuchs dirá que no hay un lenguaje común, ni siquiera entre sobrevivientes, que no hay, a partir de la Shoah, un lenguaje general para hablar del sufrimiento humano (p. 26).

De todos modos, tanto como en relación al nombre que debía darse a algo que no tenía nombre hasta ese momento, los sobrevivientes relatan siempre, en coincidencia con los teóricos del análisis a los que aludíamos,  un punto en el que el lenguaje no alcanza.

Quizás sean los poetas los mejor posicionados para devolver al lenguaje su potencia luminosa, para abrazar ese punto de difícil acceso. Más que los narradores, acostumbrados a vehiculizar ideas y tramas a través de una historia contada en palabras, en la poesía hay un efecto de reducción que muchas veces recuerda a una interpretación lograda. No aquella que engorda con saber a un analizante sino la que le permite, a veces en un fogonazo[28], verse de una manera inédita, la que hace aparecer la desnudez de la historia tras el pesado ropaje del presente.

Muchos de los poetas de Auschwitz, no sin costo, desistieron de abandonar su lengua materna, el yiddish para muchas de las comunidades del Este de Europa, el alemán para la burguesía asimilada de Europa Central. Pero el lenguaje no permaneció incólume en Auschwitz, debió rescatarse de su bastardeo en la LTI, sufrió torsiones y debió someterse a una alquimia, seguramente personal en cada poeta, para que pudiera dar cuenta de aquello que se resistía a ser puesto en palabras.

El Psicoanálisis no es poesía, pero al aunar en su praxis el lenguaje como instrumento y materia viva de su operación y la ética de la memoria que lo justifica en sus indagaciones insolentes sobre el pasado perdido debe, tanto como mantener afilado el filo de las palabras y el poder incandescente de los conceptos que utiliza, guardar una ética implacable frente al mal uso del lenguaje. Sin ser filología, no puede permanecer impávido frente al lenguaje del que testimonia Klemperer con su LTI, ni frente al pequeño léxico del alemán nazi aparecido en 1957 (Klemperer, p. 116) Pero tampoco frente a los intentos de borronear el pasado liquidando la memoria que yace en los intersticios de las palabras, como se desprende del “Diccionario para la superación del pasado (Vergangenheitsbewältigung)” que acaba de editarse en Alemania.[29]

Quizás ver cómo se las arreglaron los escritores en general, y en particular los poetas con un lenguaje bastardeado para dar cuenta de la devastación nos ilumine algo.

Probablemente la distinción entre poesía y narrativa en literatura pueda aplicarse también al cine de algún modo. Si fuera así, atendiendo a nuestro tema, directores como Steven Spielberg o Roberto Begnini, uno más en tono de drama épico, el otro más en tono de tragicomedia, ejemplificarían un abordaje narrativo que pretendería ficcionalizar la Shoah. Hay todo un modelo interpretativo, creo –y mucho más allá de Auschwitz- que toma este sesgo. En el otro extremo, hay otra manera de hacer cine, probablemente menos grata, más insoportable, más poética, esto es, más cercana a lo indecible. El filme de Claude Lanzmann, Shoah, es uno de los raros ejemplos de esta modalidad y quizás debamos aprender de él, de su manera de preguntar, de mostrar el vacío, cómo construir interpretaciones verdaderas acerca de lo imposible de cernir en palabras. Sabiendo que una buena interpretación debería saber detenerse frente al abismo[30]. Respetar ese punto de indecibilidad, lo que pone de manifiesto la película de Lanzmann, posibilitaría tal vez que el recuerdo, avizorado en ese instante de peligro, sin sueño reparatorio alguno, pueda si no impedir, al menos acotar el demonio de la repetición.

Hay un lugar, el del silencio, que parece necesario preservar. Así como el memento es un mandato clave en la oración por los muertos y el ¡Zakhor! llevado a la dignidad bíblica muestran el valor de la memoria del trauma en la existencia de los supervivientes, también el silencio ocupa un lugar central allí. No es casual que el silencio, unos fragmentos de silencio, sea el vehículo elegido para homenajear a los muertos. Cuando las palabras se han prestado al abuso, la tarea que les es encomendada la asume ahora, por vía negativa, el silencio[31].

Se trata de un silencio especial, no es el silencio cómplice ni el silencio inarticulado ni el silencio de la conveniencia sino un silencio activo, militante, el silencio que hace cobrar relieve a cada letra que lo rasga. Sea con su silencio o con su palabra, el analista debe poder dar lugar a ese vacío que el silencio representa como ninguna otra cosa. Ese silencio que los poetas saben poner de relieve mejor que nadie, es el que a veces se profana por una determinada manera de interpretar en Psicoanálisis.

3) El edificio teórico freudiano está construido sobre la hipótesis de cierta represión necesaria para el nacimiento de la cultura. El mito freudiano forjado en El malestar en la cultura habla de ello, de cómo recién después del parricidio consumado surgen tanto la Ley como la Moral y la Religión, como formas de la obediencia retroactiva al padre muerto. Esta tesis freudiana central presenta la cultura como un progreso de la humanidad a costa de cierta animalidad pulsional y está por detrás, a mi juicio, de una larga serie de análisis que pretenden ver en la Shoah un retorno de lo reprimido, una falla en el dispositivo represor de la cultura, un retroceso de la humanidad que ve de pronto a su disposición el acceso a un goce mortífero al que supuestamente había renunciado ya.

No es ocioso recordar que la el “Holocausto” fue perpetrado por una de las naciones más cultas de la Tierra, apelando tanto en el plano ideológico como en el técnico, a un instrumental ajeno por completo al hombre primitivo. Ese solo rasgo debería hacernos sospechar de las lecturas a que nos referíamos.

Y aquí parece más apropiada, con toda su engañosa simpleza, una de las tesis benjaminianas a la que aludíamos en un comienzo, aquella que recuerda que no existe un documento de la cultura que no lo sea a la vez de la barbarie  (Benjamin, p. 52), que la barbarie es inherente al progreso, a la cultura, y no un estadio anterior. Resuena también aquí la concepción lacaniana del Superyó como mandato de goce, que se aleja del ideal regulador freudiano para iluminar buena parte de las atrocidades que se consuman a diario en nombre de los más piadosos ideales.

La barbarie así entendida es un reverso de la cultura, no su pasado superado. Y su resurgimiento no responde a una falla de los mecanismos regulatorios de lo simbólico sino a su misma constitución. Entonces pensar al mal hoy, sus figuras clínicas, no implica detenernos en un catálogo de las perversiones o buscar una suerte de cartografía de la abyección en un territorio que no deslinda con cuidado el terreno del Psicoanálisis del de la Moral. Quizás sea necesario mejor repensar al sujeto de la cultura, y desde ahí al sujeto con el que operamos en el análisis. Quizás no sea ya tan crucial hacer inteligibles los mecanismos de Dora, de Anna o de Hans sino el de Adolf. No el apellidado Hitler –a fin de cuentas hay ya mucho escrito acerca de la excepcional psicopatología que le corresponde y los fenómenos de masa que lo entronizaron como líder absoluto- sino los de Adolf Eichmann, modelo de ese sujeto gris, banal, que pulula por doquier.

VI) 1) Hay un punto en que quizás, aún contraviniendo la regla metodológica que nos hemos autoimpuesto –aplicar Auschwitz al Psicoanálisis y no a la inversa- debemos rescatar algo que el Psicoanálisis, como ninguna otra disciplina, tiene para decir con respecto a los genocidas.

Es aquí cuando el Psicoanálisis se aparta de la Psicología Social -más acostumbrada a pesquisar lógicas y razones colectivas- al pensar el caso a caso, el uno a uno, la responsabilidad subjetiva como un asunto absolutamente singular.

El devenir de la historia, las conveniencias políticas de siempre, favorecieron que la responsabilidad alemana se diluyera luego de la derrota sufrida. Conceptos tales como la culpabilidad colectiva encontraron un eco inusitado al permitirle a toda una generación de perpetradores o cómplices de crímenes inimaginables lavar sus culpas -por acción u omisión, culpas siempre individuales[32]– desde una razón de estado que se convirtió en una virtual exculpación[33].

En los textos revisados para el presente trabajo, aparecen con persistencia algunos datos inquietantes: ni los alemanes odiaban a los judíos más que otros pueblos, ni los genocidas, al menos en su mayor parte, presentaban cuadros psicopatológicos extremos (v. gr.: Todorov, p. 129). Eichmann mismo, en el clásico estudio de Hanna Arendt, ha sido presentado como un hombre de una normalidad rayana en lo vulgar. La dimensión colectiva de lo sucedido tiende a borrar la responsabilidad individual, aquélla a la que en Psicoanálisis atendemos antes que a ninguna. La misma responsabilidad reclamada con parca crudeza por la voz en off de “Noche y Niebla”, la película que Alain Resnais filmara sobre Auschwitz[34].

Pero a la vez resalta en la bibliografía un dato no menor: en cada una de las situaciones grupales habituales en los campos, emergiendo de los flujos de comportamiento habituales, surgía alguien que decía no: desde algunos pocos miembros del tristemente célebre Batallón 101[35] (Browning) que se negaron a asesinar hasta algunos dirigentes de los controvertidos consejos judíos que eligieron suicidarse antes que seleccionar a sus compañeros para la muerte, o la escasísima pero real presencia de “justos” –quienes ayudaron a las víctimas del genocidio aún a riesgo de sus propias vidas- en medio de la tragedia cuestionan con su misma existencia a las mayorías silenciosas que posibilitaron y perpetraron la masacre. Hay una distancia entre Eichmann, quien se defendió en el juicio aduciendo que era un simple engranaje de la maquinaria nazi que cumplía órdenes sin discutir[36] y Claude Eatherly, uno de los pilotos de Hiroshima, quien intentó matarse al comprender las consecuencias de su acto, aún sin haber sido cuestionado ni acusado, sin ni siquiera haber sabido lo que su avión estaba arrojando sobre Japón. Escamoteada o asumida, la responsabilidad subjetiva es lo que se juega aquí, y ése, más allá de las implicancias morales o religiosas, es el campo del Psicoanálisis, el campo en el que cada quien es responsable de sus deseos, de su goce, de sus actos.

De la devastación producida por la Shoah surgen figuras que afirman el valor de decir no, la primera discriminación freudiana, y recrean la apuesta ética de Bartleby (preferiría no hacerlo, dice con terquedad el héroe de Melville a cada momento), contra toda conveniencia. Quizás lo que la Shoah enseña al Psicoanálisis se una con lo que el Psicoanálisis pueda aportar, en su capilaridad, en la microfísica a través de la cual las catástrofes de un siglo de inusitada violencia infiltran los espacios subjetivos particulares, aquéllos en los que el Psicoanálisis reencuentra su potencial al posibilitar que un sujeto distinto surja producto de la responsabilidad asumida.

2) Así como los testimonios de los sobrevivientes de la Shoah son fundamentalmente el registro de una ausencia, y la escucha de esos testimonios nos confronta a quienes no estuvimos allí con esa pérdida, el Psicoanálisis ha aportado quizás un dispositivo, una maquinaria apta como pocas para poner de manifiesto ese vacío que tiende siempre a escabullirse, a cegarse, a llenarse. Nos referimos al dispositivo más que a las teorías psicoanalíticas, pues muchas de ellas, pese a hablar de la ausencia de una manera clara, por su utilización quedan convertidas en vehículos de la operación contraria, del cegado o desconocimiento de esa ausencia insoportable. Ese artificio que consiste en unos pocos elementos de radical simpleza: un lugar para que un sujeto se tienda, una escucha atenta y desprejuiciada, deseosa de alojar algo que habrá de producirse allí, la proscripción o al menos el olvido de todo interés, de todo saber previo para que un sujeto sufriente pueda producir, vía asociación libre, un testimonio, no tanto de lo que sabe o de lo que ha vivido –a fin de cuentas, la confesión fue inventada antes que el análisis- sino de la ausencia a la que aludíamos. Es a través de este sencillo dispositivo, más o menos común a todas las teorizaciones, que el Psicoanálisis cura revelando a cada analizante portador de una falta, testigo de una ausencia, de un vacío, de un silencio último.

Esta hendidura cavada en el torrente de sentidos que profiere un sujeto en análisis es liberadora, más aún que cualquier saber, pero es también angustiante, sobrecogedora y convoca, así como el sentido llama a la interpretación, a su clausura. Aquí cobra más relieve que nunca la advertencia proferida por Lacan (¡No comprendan!) o por Bion (quien plantea que el analista debe estar “sin memoria y sin deseo”, pero tambien “sin comprensión”) contra el llenado de ese silencio con palabras que pueden quizás, aún persiguiendo la verdad del sujeto, inundar ese hueco cavado en lo que habla el testigo en el diván, violar ese silencio aparecido gracias al dispositivo con interpretaciones que restituyan una consistencia que, más allá de los esperables efectos ansiolíticos, resultará a la postre iatrogénica. A la luz de las tristes “enseñanzas” de la Shoah, el dispositivo, esa máquina para hacer presente la ausencia, como el arte contemporáneo o la pedagogía tal como la describíamos, pone entonces a todo sujeto que se recueste en un diván en el lugar de testigo, de superviviente que testifica acerca de esa ausencia[37]. Y resistirse a comprender allí equivale en un punto a resistirse a comprender aquello que la Shoah muestra acerca de los victimarios, de la civilización alemana, de la cultura occidental. No se trata tan sólo de la imposibilidad de comprender, de la roca con que lo simbólico se topa ineludiblemente, sino de la negativa a comprender, no se trata tanto de un límite como de un acto: no hay que comprender, y ello en las distintas posibilidades que brinda el multívoco término: ni dar sentido ni pacificar de ninguna manera. Tampoco, en un tercer sentido, de cercar, de considerar la Shoah como un episodio limitado –sea de la Historia, de la historia de los judíos o de la historia del siglo XX- sino como una virtualidad posible inherente a la especie humana more Auschwitz demonstrata[38].

La comprensión apura un duelo imposible. Ni congelado ni bloqueado (Granek), debe ser asumido como imposible pues efectuar ese duelo equivaldría a silenciar las voces de los vencidos de la historia de la manera en que la entiende Benjamin. Sólo un duelo inacabado por inacabable, tan lejos de la melancolía como de la liquidación del pasado, quizás, inmunice contra el demonio de la repetición.

Así como es difícil encontrar en los sobrevivientes referencias al Psicoanálisis como un  corpus que haya podido dar cuenta de aquello por lo que pasaron, nos asombramos al detenernos, en la ingente bibliografía sobre la Shoah, con alguien que sí desea comprender, y apela entonces a Freud, al perpetuo combate que describe entre pulsiones de vida y de muerte para explicar la psicología de Hitler[39]. Algo no está bien si es el nazi Albert Speer, arquitecto y posterior ministro de armamento de Hitler quien puede recurrir a Freud alegremente. Aún cuando Speer haya sido uno de los pocos jerarcas nazis en asumir la culpabilidad que le cabe, hay en él un ansia escalofriante de comprensión, de ser comprendido, de comprender; y entonces apela al aparato freudiano. Resuenan aquí las palabras anticipadas al principio, de Celan espantado cuando escribe a Nelly Sachs: “Sabe, algunos de ellos escriben poemas. ¡Esos hombres ¡escriben poemas!” (Celan, p. 26). Parafraseándolo, bien podríamos decir: “Sabe, algunos de ellos formulan interpretaciones. Esos hombres ¡hacen interpretaciones!”

Entonces hay que resistirse a comprender[40], quizás en un sentido aún más radical que al que alude Lacan o Bion cuando proponen al analista sustraerse de la tentación de comprender demasiado pronto. Se trata de sostener quizás un punto de perplejidad metodológica, de mantener intacta tanto la capacidad de asombro como de indignación ante aquel punto de vacío a menudo horroroso que cuestiona con su instante de silencio kilómetros de parrafadas estériles.

3) Aquello a que la Shoah nos confronta no se discierne con facilidad y lejos está de estas líneas pretender agotarlo. Sí creemos, aunque más no sea esto una tarea preparatoria para poner a prueba cada una de nuestras categorías conceptuales inherentes al sujeto a la luz de Auschwitz, que transitamos un terreno en el que se impone una ética del silencio (Fonteneau), de poner más que nunca en barbecho nuestras explicaciones tranquilizadoras (frente a nuestra angustia y la de los otros), de aceptar encontrarnos en el corazón de algo que aún no sabemos ni podemos ni queremos encerrar en nuestros dogmas, al menos hasta tanto no hayamos sido suficientemente interpelados. No nos apartamos del terreno de la teoría psicoanalítica, si ponemos a un lado los intentos explicativos para situarlos en la misma situación de incertidumbre con que nos ubicamos frente al discurso de un analizante. Disponemos, claro, de algunos instrumentos de navegación para orientarnos en un mar en el que de otro modo nos hundiríamos (entre los cuales la atención flotante no es el de menor importancia) pero quizás se trate de dejarnos llevar por cierta corriente subterránea que ha emergido, dejar de pretender el manejo del timón para ver hacia dónde nos lleva, para poner a prueba incluso las nociones elementales del arte de la navegación. Mientras, el silencio[41]. Y si debiéramos emerger de él, como sucede a menudo, entonces sería preciso una palabra afín al silencio, una palabra más tributaria de la poesía que de la prosa. La interpretación entonces debe hurgar para encontrar tanto sus materiales como sus formas en la poesía. Como fue la poesía el modo más acabado (Sneh et al.) de abordar Auschwitz, su ininteligibilidad, por parte de las víctimas. Sólo con poesía tributaria de Auschwitz[42] puede abordarse la imposibilidad de poesía luego de Auschwitz y cabría imaginar que, si alguien hubiera formulado el anatema de Adorno en relación a nuestro oficio: “Ningún Psicoanálisis luego de Auschwitz”, cabría responderle que sólo podría remontarse el camino con un Psicoanálisis que tenga a Auschwitz en su reverso.

No se trata de apelar a ningún misticismo, sino de rastrear y capturar ese habla que guarda más afinidad con el silencio que con la multiplicación de palabras. Maurice Blanchot lo puntúa cuando escribe a partir de Antelme algo que quizás resulte imprescindible a la hora de pensar en la experiencia analítica post-Auschwitz. Comentando a Gershom Scholem acerca de la imposibilidad de comprender perfectamente Auschwitz, Blanchot dice lo siguiente: “Por lo tanto, imposible olvidarlo, imposible recordarlo. Asimismo, cuando se habla de él, imposible hablar de él. Y finalmente, como no hay más nada que decir sobre este acontecimiento incomprensible, el habla sola debe llevarlo sin decirlo” (negritas mías). Precisamente de eso, de lo que el habla sola debe llevar sin decirlo, es de lo que debería tratarse en el análisis, tanto en el plano de la teoría como en el momento en que ésta se encarna en cada interpretación.

Psicoanalizar después de Auschwitz implica, debe implicar, respeto por lo irrepresentable, por lo que no se puede decir. Ese exceso, incomprensible e inimaginable que encarna la Shoah nos impone en cierto punto el deber del silencio, aunque resulte en apariencia paradójico pues el mandato del Psicoanálisis, si hubiera alguno, es hablar. Conquistar territorios del ello con el yo, del inconciente con el preconciente, exprimir lo simbólico hasta su infranqueable tope de lo real o como quiera llamarse, nos lleva siempre a decir, a interpretar, a hacer hablar confiando en que hablar libera, alivia, que quitar la mordaza deshace los síntomas que padece/goza el sujeto. Pero en un punto no es así. Y no se trata sólamente de la defensa del silencio versus el furor interpretandi. Hay un punto en el que es preciso callar, en relación a la Shoah y, extendiendo este acontecimiento como la encarnación de lo irrepresentable a la clínica psicoanalítica, también en relación a nuestra práctica cotidiana con nuestros pacientes, sean o no supervivientes de la Shoah o sus descendientes más o menos traumatizados[43]. Como decía Wittgenstein, aquel viejo compañero de escuela de Hitler, en su Tractatus, de aquello que no se puede hablar, mejor callar, o mostrar (cit. en Wajcman, b, p. 27; cursivas mías), lo que abre quizás posibilidades inéditas a la intervención analítica.

Otra paradoja sólo aparente es aquélla a la que alude Perec cuando, refiriéndose a Antelme, dice que no es cierto que se pueda callar y olvidar, sino que primero hay que recordar. Antelme debe, continúa, explicar, contar, dominar ese mundo del que fue víctima (cit. en Mesnard, p. 19). La negativa a comprender por la que abogamos ha de tener como antecedente la incoercible necesidad de comprender, de comprender todo lo comprensible sabiendo que arribaremos tarde o temprano a un lugar en que cualquier intento en ese sentido se revelará impotente.

Y aquí advertimos la razón de cierta irritación que nos embarga frente a algunos trabajos de colegas en torno a la Shoah, por otra parte encomiables desde muchos puntos de vista. Es la falta de respeto a este silencio necesario, que nos enfrenta con un límite de lo representable y por ende de lo interpretable, lo que causa malestar, cuando se moviliza toda la teoría para rellenar ese vacío, cuando la profusión de repeticiones no hace sino enmascarar el punto de imposibilidad, para interpretar lo no interpretable, en un exceso de lo simbólico. Hay una paradoja aparente ahí, un exceso de lo simbólico para abordar lo real, cuando quizás haya que tolerar el déficit de lo simbólico, su insuficiencia, el punto estructural donde nada puede (ni debe) decirse. El silencio con que el analista acoge a su paciente –un silencio, digámoslo, particular, un silencio que más allá de la paradoja puede convivir con palabras pues se trata de palabras que no ignoran el lugar estructural del silencio- ese silencio analítico, decíamos no tendría tan sólo la función de posibilitar la palabra no dicha de quien nos consulta sino también de mostrar en acto la imposibilidad de una palabra última. Lejos de inhibir la palabra, este silencio la propicia, de la misma manera que la “prohibición” de escribir poesía después de Auschwitz ha generado quizás tanta o más poesía que ningún otro acontecimiento histórico. Sólo que es una poesía particular, una poesía que no desconoce Auschwitz, de la misma manera que no debería desconocerlo cualquier interpretación psicoanalítica. Después de la Shoah quizás habría que leer, escribir y practicar el Psicoanálisis como se lee y se escribe poesía, respetando los espacios en blanco, descontando que no todo es significable.

En cierto modo, volviendo a la dificultad inicial de nombrar aquello que sucedió, los nombres disponibles bien podrían funcionar, en su opacidad, en lo que sugieren sin definir, en su capacidad alusiva, como una interpretación, pero hacia el Psicoanálisis mismo, como una interpretación que más que importar el contenido de lo que dice, vale por lo que hace decir. Dejarnos interpelar por Auschwitz equivale a asumir que aquello (o mejor dicho eso, pues está menos lejano de lo esperable) nos cuestiona, que no es un objeto interpretable más, que no nos habilita, con su catálogo de monstruosidades, para esgrimir nuestras destrezas omniexplicativas ni en el terreno de la psicopatología, ni en el de la psicología de las masas ni en el de la condición humana ni en ningún otro.

Hasta el momento el psicoanálisis actual ha acusado el golpe de Auschwitz aplicando, con la impronta de sus lenguas francas[44], un saber que en su mayor parte no ha calibrado en su interior la cesura que Auschwitz representa en relación al sujeto. Y no se trata de arribar aquí a una nueva teoría unificadora de un campo que encuentra, en su heterogeneidad y pluralismo, tanto las marcas de juventud como un potencial heurístico nada desdeñable, sino de que cada corpus que orienta hoy la práctica analítica en diferentes latitudes aloje la pérdida como pueda, dejándose interpelar en su clínica por la existencia de un sujeto post-Auschwitz. Y en esa interpelación, los psicoanalistas deberíamos correr el riesgo quizás de que nuestros conceptos se revelen anacrónicos e incapaces de echar una luz verdadera sobre Auschwitz. Eso no invalidaría nuestro método, que ha sabido hacer de los tropiezos y fracasos una palanca propulsora para nuevos avances, sino que lo enriquecería, posibilitando mantener en el campo de nuestra praxis el hueco de lo que no se sabe.

Luego de Auschwitz, habría que psicoanalizar con la pérdida en mente, siempre presente como tiene el deudo en la tradición judaica una prenda rota para demostrar que hay algo roto dentro suyo. Analizar con el lenguaje desgarrado como escribe Celan, como escribía Perec[45], huérfano de la Shoah también, que compuso una novela donde aparecen todas las vocales menos una, la E (la A en la traducción española), la más común en el idioma, en lo que tras la apariencia de una frivolidad más o menos ingeniosa, ponía en juego una escritura en torno a la pérdida. Una literatura donde la ausencia es patente, como la tributaria de la Shoah, conduce a pensar un Psicoanálisis que se permita hacer presente la ausencia sin rellenarla de sentidos tan pacificadores como invalidantes. En el que podamos construir interpretaciones aceradas, carentes tanto de vanidad como de moralina, lejos de cualquier pretensión de saber absoluto, lograr que cada palabra que proferimos lleve en su reverso esa pérdida, ese vacío que Auschwitz hace evidente de una manera ineludible.

4) Una nota de carácter personal, en la línea de la advertencia proferida por Steiner a quien se aventure en estos territorios[46]  quizás dé cuenta de lo que se juega aquí:  mientras redactaba este trabajo, en el tiempo de las lecturas previas, comenzó a acometerme un insomnio ocasional pero pertinaz. Me desvelaba, y despierto irremediablemente en mitad de la noche, me asaltaban pensamientos ligados a los testimonios que leía, a las películas que veía, a datos no necesariamente explícitos. La sensación general era la de toparme con algo insoportable, lo que imagino que debe haber incidido en el tiempo que hubo de pasar hasta que pudiera prestarse oídos a los testimonios de los sobrevivientes[47] y que no garantiza que esa ventana abierta al testimonio de los ausentes, que de eso se trata, permanezca abierta por mucho tiempo más[48]. Evidentemente hay aquí algo que desvela en otro sentido también, que descorre un velo sobre algo que quizás no deba, no pueda, ser visto salvo fragmentariamente, la cabeza de la Gorgona de la que hablaba Levi, aquello que sólo los musulmanes han visto.

Después de Auschwitz, el Psicoanálisis debería renovar más que nunca su pacto con la función del resto, de lo marginal –si surgió como disciplina, fue ocupándose de lo que la Ciencia descartaba- poniéndolo en el centro de sus preocupaciones. Y operar así una inversión (en el doble sentido de dar vuelta y de apostar por el futuro) fundamental: situar en la periferia de nuestra escucha lo que puede ser dicho manteniendo el lugar del centro, de corazón de nuestra praxis, a lo indecible.

Los perpetradores de la Shoah pretendieron no dejar rastros ni responsables. El Psicoanálisis, como práctica capilar, es en ese sentido su reverso: si tiene eficacia es por la recuperación de rastros, si guarda alguna razón de ser es en la asunción de una responsabilidad siempre subjetiva e ineludible.

En su portentoso trabajo de investigación sobre el exterminio, Raoul Hilberg se enfrentó con el problema de tener que reconstruir un proceso que estaba destinado a no ser sabido -recordemos las palabras de Himmler a las SS en Posen: una página gloriosa de nuestra historia que jamás fue escrita y que nunca lo será, (La Capra, p. 194 n.). El historiador del “Holocausto” se enfrenta con que las fuentes alemanas revelaban la complejidad burocrática del proceso de exterminio, pero sólo hablaban de personas en los apéndices. En las fuentes judías, en cambio, no se capta el proceso más amplio del que eran víctimas, aunque sí se revelan experiencias particulares (Haidu, p. 419). En su afinidad con el testimonio más que con el sistema, el Psicoanálisis se aleja de las grandes clasificaciones psiquiátricas (quizás no sea casual que muchas de éstas encuentren su origen y acmé en la Psiquiatría alemana…) para encontrarse más a gusto en las descripciones fragmentarias y marcadas por la pérdida, en los relatos subjetivos, parciales, dolidos de quienes han hecho la experiencia del horror en carne propia.

Así como los nombres en Auschwitz se convierten en números, y los cuerpos en una masa informe, mortero de huesos y grasa quemada, cada historia se diluye en una ominosa generalidad. Ahí es donde aparece el testimonio, y el testimonio de una ausencia, como el que brindan los sobrevivientes en sus relatos -sean éstos novelados, poéticos, ensayísticos, orales- restituyéndoles a los ausentes, a algunos de ellos, su individualidad perdida. Este lugar es isomórfico al del analista frente a cada caso que escucha. Más allá de la investidura terapéutica del analista frente a la devastación subjetiva de algún analizante, el analista, como Levi, como Wiesel, como Kertész, como tantos otros, es un testigo que aloja una ausencia. Esa ausencia no se obtiene más que de los agujeros de un relato particular. Allí el Psicoanálisis, como baluarte último de cierta narrativa oral, recupera o preserva algo de una Experiencia que parece condenada a la extinción (Benjamin, 2008). Y así, con la atención puesta desde sus orígenes en el relato, único, singular, de cada caso, el Psicoanálisis ratifica su lugar extranjero, el exacto reverso de la Weltanschaüung nazi.

Entonces, como aludíamos al comienzo, si la barbarie está en el reverso de la cultura, el Psicoanálisis –por la atención que presta a los restos, al relato particular, a la responsabilidad individual, entre tantas otras cosas- está en el reverso del nazismo. En ese sentido, imaginamos la perplejidad que deber haber acometido a uno de los traductores al húngaro de Freud al tener que vertir al magiar el Unbewüsste omnipresente en su obra. Quizás haya sentido algún escozor, algún escalofrío al encontrar que la sabiduría de la lengua retoma, pese a cualquier intento de “superación del pasado”, el peso específico de la verdad. O quizás no, quizás ese traductor –hablamos de Imre Kertész- no se haya sorprendido en absoluto de encontrar en la misma trama de la lengua, como anverso y reverso, al nazismo y a la ciencia judía freudiana. Pues, como si fuera una broma, y en una clara metáfora del Psicoanálisis como contracara del nazismo, inconciente, en húngaro, se dice nazi[49] (Abraham).

Quizás el Psicoanálisis, después de todo y más allá de las voces críticas que hemos reseñado, tenga algo para ofrecer. Así parece desprenderse de una escena que viene a mi memoria. Tratemos de imaginarla: un analizante, luego de haber publicado con resonante éxito una obra sobre Auschwitz, se encuentra sumido en una depresión severa, inhibido para seguir escribiendo o disfrutar de su vida, incluyendo el cercano nacimiento de su primera hija. El sujeto de quien se trata es también, de algún modo, un sobreviviente. Si bien él mismo no estuvo en Auschwitz, sus padres y su hermano sí. Éste murió allí, su madre se suicidó tiempo después. Auschwitz ha dejado marcas indelebles en su padre, quien lo ha martirizado durante toda su existencia. Muerto años atrás, sigue siendo un fantasma que acosa al analizante. El analista que lo escucha, también, es un sobreviviente de los campos. Ambos discuten sobre la validez de seguir contando historias sobre Auschwitz.

 – Mmm -dice el analista- ¡Cuántos libros se han escrito sobre el Holocausto! ¿Para qué? La gente no cambió… Quizá necesite otro Holocausto más grande. Los muertos no podrán contar su historia; quizá sea mejor que no haya más historias.

– Ajá –contesta el analizante-. Samuel Beckett dijo: “Cada palabra es una mancha innecesaria en el silencio y la nada”.

– Sí… -contesta el analista, y ambos quedan en silencio.

– … Pero él lo DIJO – exclama de pronto el paciente, alumbrado por un descubrimiento repentino.

– Tenía razón –le reafirma el psicoanalista-. Quizá puedas incluirlo en tu libro.

– ¿Mi libro? ¡Ja! ¿¿Qué libro?? Una parte de mí no quiere saber nada de Auschwitz, y no puedo imaginarme lo que fue estar allí.

Al cabo de esa sesión, el paciente sale de su crisis y logra acabar –lo sabemos porque la estamos leyendo- su historia. Con ese decir que nombra lo indecible sin desconocerlo ni anegarlo de sentido, logra encontrar sus propias palabras. O con más rigor: encuentra palabras y dibujos. Pues la publicación de la que se trata es la de un libro de historietas, Maus, y su autor, Art Spiegelman, no oculta las marcas de su experiencia al retratarse él mismo como personaje. Y la sesión psicoanalítica ficcional que transcribimos, no cabe duda, remite a una “auténtica”. Y la maniobra propiciada por el silencio y la intervención oportuna del analista-sobreviviente (y de Beckett, por qué no), que ayuda a su paciente a cernir ese punto innombrable y sortear la severa inhibición que lo aquejaba, quizás pueda servirnos como fanal, débil y precioso a la vez, para orientarnos en los cenagosos avatares de nuestra práctica.

                                                                                                                 Austerlitz

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______________  b) Tres imposibles, en Arte y Psicoanálisis. El vacío y la representación, Brujas-Centro de Estudios Avanzados UNC, Córdoba, 2005.


[1] Reyes Mate diferencia tres planos de singularidad: moral, histórico y epistémico. Desde el primero de ellos, aún habiéndose expresado en Auschwitz el mal a una escala inimaginable, no hay graduación del sufrimiento de las víctimas y por ende las de la Shoah nogozan” de mayor jerarquía; toda víctima –más allá del genocidio que se trate- pide justicia. Hay consenso en cuanto a la singularidad histórica de Auschwitz pues se trata allí de una matanza que no es medio de alguna razón política o económica, sino fin en sí misma; además de ser la primera vez que un Estado decide eliminar a la totalidad de un grupo humano con todo medio técnico disponible, todo un pueblo detrás, una técnica acorde y una filosofía que lo justificaba; alcanza además una desmesura no igualable históricamente, y además la pretensión, señalada por Vidal-Naquet, de negar el crimen en el seno del crimen mismo. Desde el punto de vista epistémico, se trata con respecto a Auschwitz de un acontecimiento del que conocemos casi todo, y sin embargo no podemos comprender, es el acontecimiento impensado que da que pensar (Mate, b, p. 61 y ss)

[2] La manera más extendida de nombrar el genocidio con la palabra “Holocausto” ha sido cuestionada con razón por Giorgio Agamben e incluso por quien la introdujera, Elie Wiesel. Su significado religioso de “sacrificio” exculpa a los victimarios y carga lo sucedido de un sentido tal que nos resulta inutilizable, y por eso cuando lo hacemos es entre comillas. Shoah, palabra hebrea que significa catástrofe, tempestad, y difundida mayormente a partir de la película homónima de Claude Lanzmann encierra alguna opacidad mayor, lo que consideramos una ventaja, pero queda también presa del circuito religioso (en la Biblia implica a menudo un castigo divino) y judío (si bien los judíos fueron las víctimas por definición, no fueron las únicas). Otro tanto sucedería con Khurbn, el equivalente en yiddish de Shoah.En contrapartida, de utilizar el eufemismo “Endlösung” estaríamos asumiendo la lengua del verdugo, con las características que luego puntuaremos. “Destrucción de los judíos europeos”, título del libro capital de Hilberg, es además de extenso y descriptivo, limitativo. Haidu ha propuesto hablar de “Suceso”, a secas y con mayúsculas. Aquí preferiremos, aún permitiéndonos acudir a los otros términos, el más acotado, reconocible y a la vez enigmático “Auschwitz”.

[3] En el sentido borgeano de “Kafka y sus precursores”, o en el muy freudiano nachträglich, es decir cuando lo posterior funda o resignifica lo ya acaecido.

[4] Alguien dijo, a propósito del juicio a Eichmann en Jerusalén y lo que éste desnudó, bajo la lente de Hanna Arendt, acerca de un oscuro y banal funcionario obediente de sus deberes, que antes había que preocuparse por quienes violaban la ley, …pero a partir de ese momento, por quienes la cumplían

[5] El término fue propuesto por un jurista judío-polaco, Rafael Lemkin, a finales de 1942 o principios de 1943, es decir en el mismo momento en que la “Solución Final” cobraba forma en la Conferencia de Wannsee de enero de 1942. Si bien da cuenta de masacres previas (la de los armenios, por ejemplo), el momento en que se produce su conceptualización y difusión está directamente relacionado con Auschwitz.

[6] Reconocido por primera vez en el Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Nüremberg, en 1945, designa un crimen de una magnitud tan especial que no encuentra cabida en los conceptos legales hasta entonces forjados (Mate a, 2003, p.212-3).

[7] “El tránsito al acto hitleriano -dice Legendre con respecto al intento de exterminar a los judíos- constituye también un gesto de condena a muerte en la dirección del sistema de la Ley en la cultura” (p. 22).

[8] Tal es en efecto el nombre de su libro, rico en resonancias, tanto acentuando el genitivo subjetivo como el objetivo: falta del testimonio, testimonio que hace patente una falta e, invirtiéndolo, testimonio de una ausencia.

[9] Aún retroactivamente, pues obras como las de Munch o Malevitch, en las que se advierten las huellas del horror, no habían sido creadas aún…

[10] Todo el proceso de exterminio, desde la experiencia precursora del programa de “eutanasia” hasta el delirio eugenésico, de la “selección” en la rampa de acceso a Auschwitz a la apertura de las llaves del gas, estaban a cargo de médicos. El Zyklon-B mismo era transportado en vehículos de la Cruz Roja (Esposito, p. 181). La alineación del discurso científico y el proceso de exterminio, tanto en el nivel de las palabras como el de los hechos, resulta tan innegable como estremecedora.

[11] Entre los que baste citar, a modo de ejemplos tan sólo, los de Bettelheim, los de Ilany Kogan y Yolanda Gampel, los de Milmaniene, Gerson, Kestenberg, Bergmann, Langer, Laub, D. y Auerhahn, N. , Grubrich-Simitis, Benslama y Hounkpatin, M. Granek, Rachel Rosenblum…. Es evidente que el tema es sensible en el mundo del Psicoanálisis y hacer una revisión bibliográfica exhaustiva se torna por momentos una tarea imposible y nos amenaza con diluir en un mar de citas nuestra propia enunciación.

[12] El conocido y escandaloso episodio sucedido en el ambiente psicoanalítico brasileño años atrás puede entenderse como un eco tardío del nazismo, si consideramos la llegada a Brasil del analista filonazi Werner Kemper, quien fuera el analista de Leao Cabernite, analista a su vez de Amílcar Lobo –quien, recordémoslo, alternaba la asistencia a sus seminarios de Psicoanálisis con las sesiones de tortura en las que participaba como médico. Como sabemos en Psicoanálisis, el retorno de lo reprimido es la otra cara de la represión, y el suceso escamoteado reaparece en la valiente denuncia efectuada por Helena Besserman Vianna y el no menor coraje mostrado por R. H. Etchegoyen, por entonces presidente de IPA, al hacerle lugar (Besserman Vianna).

[13] En ese sentido, Primo Levi decía que el acto de escribir equivalía para él a recostarse en el diván de Freud (cit. en Traverso, p. 184 y p. 202).

[14] A lo largo de este trabajo, lo mismo intentaremos hacer con los artistas, esos avanzados exploradores que han encontrado una manera particular de acercarse a aquello que se desprende de Auschwitz y ante los cuales los psicoanalistas estamos siempre retrasados.

[15] Seguramente habrá otras opiniones -de hecho, Hilberg estima en 18.000 los testimonios de sobrevivientes, en un recuento realizado a fines de los años ´50 (Haidu, p. 419)-, pero recortamos aquí aquéllas correspondientes a algunos testigos que se han ocupado de hacer pública su experiencia y sus reflexiones acerca de la misma.

[16] Primo Levi, el optimista, se suicidó en 1987. Jean Améry, el escéptico, lo había hecho antes, en 1978. Entre ellos, son muchos quienes redoblaron la verdad de sus testimonios sufrientes acabando con sus vidas: Paul Celan, Tadeusz Borowski, Sarah Kofman, Bruno Bettelheim, Stefan Zweig, el mismo Walter Benjamin…

[17] Marcelo y Maren Viñar hablan de que se trata de una “recuperación para un discurso médico-científico, recuperación tranquilizadora en la medida que invierte la realidad que abordamos y la somete a códigos conocidos. La literatura médica y psicoanalítica sobre los campos de concentración muestra que la misma realiza absolutamente esa reducción” (1993, p. 49).

[18] Aplicar al Psicoanálisis un aparato conceptual extra-analítico debiera suscitar extrañeza, hacer extraños para nosotros mismos nuestros conceptos habituales y permitirnos por esa vía reinventarlos en cada ocasión.

[19] Y bien podríamos extender esta observación a lo que otros sujetos, desde un lugar también sufriente pero a la vez resistente, tienen para decir acerca del Psicoanálisis y que no siempre estamos dispuestos a oír: quienes militan teóricamente en los movimientos homo, trans e intersexuales entre otros. En sus críticas, muchas veces fundadas, se desnuda cuánto anida aún de prejuicio en una teoría innovadora y subversiva como el Psicoanálisis.

[20] En ese sentido, Heinrich Heine, tan admirado por Freud, fue un paso más allá de la ingenuidad freudiana: cuando se empiezan a quemar libros, decía, se sigue con las personas…

[21] Al parecer esa era, por la negativa, la idea de Hitler quien, soñando con alguna inimputabilidad cebada de olvido, habría dicho al comenzar el genocidio que infligió a los judíos: ¿quién recuerda hoy a los armenios?

[22] La defección de las tropas holandesas de la ONU en Srebrenica, que habiendo prometido un “safe heaven” a los civiles que escapaban de los serbios, y cuya retirada permitió una masacre en la que murieron más de 6000 personas, es sólo un ejemplo entre varios posibles. A esta altura es claro que el recuerdo, aún el recuerdo militante, socializado y difundido globalmente, no ha sido antídoto suficiente contra la repetición. Basta tomar nota de los genocidios que asolaron al siglo XX luego de Auschwitz (Ruanda, Bosnia, Latinoamérica) o la creciente judeofobia en el corazón de una Europa que aún no ha terminado de hacerse cargo de su responsabilidad en la Shoah o el preocupante ascenso de partidos radicales y xenófobos en países con tradición democrática (Suiza, Bélgica) para aceptar sin duda alguna que el recuerdo de Auschwitz no ha inmunizado contra nada.

[23] Es una constatación clínica que, también en ese terreno, no siempre baste el recuerdo para impedir la repetición.

[24] “Sin olvidar no hay manera de vivir”, decía (cit. en Mate, b, p. 66).

[25] A Améry le llevó veinte años (Améry, p. 47), a Paul Steinberg cincuenta (Steinberg).

[26] Con ese nombre se conocía en los campos de exterminio a la masa de prisioneros emaciados, indiferentes, sin vida mental ni espíritu de supervivencia, ajenos incluso a la percepción del sufrimiento. Eran la masa anónima que alimentaba las cámaras de gas, rehuídos por el resto de los prisioneros, los hundidos por antonomasia para Levi, los verdaderos testigos.

[27] En un interesante trabajo, Sneh y Cosaka hablan de un pasaje del “discurso del exterminio” al “exterminio del discurso”.

[28] Recordemos con Benjamin: apropiarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro.

[29] Según consta en un cable de noticias de la agencia EFE del 19/12/07. Tal diccionario, obra de Georg Stötzel y Thorsten Eritz, agrupa más de mil palabras que, asociadas con el nazismo, no deberían utilizarse más en el idioma alemán. Entre ellas, pueden contarse por ejemplo la palabra Entartet (degenerado) que los nazis aplicaban al arte moderno para proscribirlo,o Auslese (selección), instancia de separación de las víctimas, unas irían al Lager, otras directamente a las cámaras de gas. Para ser coherentes, en esa línea, deberían también expurgarse del alemán palabras como humo, cenizas, gas, hornos, tren, humanidad, civilización… Más valdría mantener el alemán así como está, herido, lastimado. El lenguaje humano está lastimado después de Auschwitz.

[30] El espectador queda atrapado en las películas de Begnini y Spielberg como ante cualquier buen filme que sabe captar la atención, dosificar la intriga, posibilitar ciertas identificaciones. En cambio, ver Shoah es una tarea difícil, más allá incluso de su duración (9 hs. 10’): si estuviera a nuestro alcance la dosificaríamos, nos levantaríamos a cada momento para luego volver, no hay nada que entretenga allí. Estamos ante la diferencia, quizás, entre el encontrarnos ante un tejido simbólico e imaginario que hace soportable un real angustiante, disimulándolo, y la mostración descarnada de éste último.

[31] Ritvo señala el precario equilibrio que existe en el análisis entre las palabras que no se pronuncian, y designan entonces un espanto inextinguible (como en el caso de los desaparecidos) y el silencio debido y necesario, siempre en riesgo de ser anegado con palabras (p. 129).

[32] Hanna Arendt dice con claridad que no hay ni inocencia ni culpabilidad colectiva (cit. en Traverso, p. 87). Retomando sus ideas, Karl Jaspers hablará de cuatro formas de culpabilidad: criminal, política, moral y metafísica. La primera debía ser perseguida y castigada legalmente, la segunda recaía sobre todo el pueblo alemán; la culpabilidad metafísica se asimilaba a la noción arendtiana de responsabilidad colectiva y ésta, junto a la moral, no podían ser sancionadas por la ley pues afectaban exclusivamente a las conciencias (íd., p. 88-9). Nuestro concepto de responsabilidad, además de ser estrictamente individual, incluye al Inconciente.

[33] Desde ahí, no cabe asombrarse de que la obediencia debida haya sido una de las justificaciones más comunes en relación a los crímenes cometidos por las dictaduras latinoamericanas.

[34] Que en realidad es la de un sobreviviente de los campos. Resnais —quien la dirigió a los 33 años— rechazó en principio el encargo, pero luego aceptó a condición de que el texto de la voz en off fuera escrito y pronunciado por el sobreviviente y novelista Jean Cayrol.

[35] El mismo estaba constituido por civiles que, representando aleatoriamente a la sociedad alemana en su conjunto, replicaba de forma amateur y fuera de toda coerción, en la retaguardia, la tarea asesina de los Einsatzgruppen.

[36] Aún cuando el propio código militar alemán autorizaba la desobediencia en casos extremos (Agamben, p. 102).

[37] Y a cada uno de nosotros en el lugar de “testigo del testigo” (Ritvo, p. 126), lo cual no debería carecer de consecuencias…

[38] Dice Primo Levi que no se puede, o no se debe comprender, porque hacerlo es casi justificar; comprender es contener, identificarse con ese comportamiento o con su autor (Levi, a, p. 208).

[39] En una entrevista concedida a Eric Norden, publicada en la revista Playboy en junio de 1971 (cit. en Sneh et al., p. 44). El personaje de Speer se presta bien para pensar los distintos niveles de la responsabilidad, desde el momento que, aún habiendo asumido su culpa y purgado prisión por ella, “podía acusarse de crímenes espantosos en el mismo tono que utilizaba para ofrecer un trozo de Apfel Torte” (íd.).

[40] Si se comprendiera el testimonio, dice M.-A. Ouaknin, la víctima desaparecería (cit. en Mèlich, p. 64).

[41] Un silencio que si bien implica cierto fracaso del lenguaje, es también una forma intensa de expresión de la palabra (cf. Mèlich, p. 21-2, 30).

[42] Susan Gubar ha investigado en detalle las maniobras -de la omisión a la prosopopeya, de la ruptura sintáctica a la cruza idiomática, de la fragmentación y la elipsis al desborde verborrágico- a que han sometido al lenguaje los poetas/sobrevivientes para poder testimoniar acerca de Auschwitz.

[43] En un punto, en Occidente, como se ha dicho y sin pretender homologar nuestro intento de reflexión con el sufrimiento padecido por las víctimas, todos somos descendientes de la Shoah.

[44] Inglés con cadencia británica o americana con acento alemán, francés o un español-Calibán que no termina de librarse de cierta fascinación por las lenguas de Próspero…

[45] Al aceptar dejarnos enseñar por algunos escritores, aparece un sesgo interesante pues cabe suponer que muchos sobrevivientes y artistas han pasado por divanes psicoanalíticos, algunos muy conspicuos –v.gr., Perec fue analizante de F. Dolto, Beckett de W. Bion. Podríamos preguntarnos cuánto de lo que los autores han postulado en la teoría debe a la experiencia de escucha de esos analizantes. Así, permitiéndonos interrogar desde los artistas y los sobrevivientes, no haríamos sino oír a los pacientes. Ni más ni menos que lo que posibilitó, cien años atrás, que Freud inventara el Psicoanálisis.

[46]Alertándonos sobre la “sutil fascinación corruptora” ejercida por el horror, decía: “No estoy seguro de que quede personalmente intacto quien, por escrupuloso que sea, emplee tiempo y recursos imaginativos en el examen de estos lúgubres lugares” (Steiner, 1971, p. 49).

[47] Sólo a finales de los años ‘70 Auschwitz cobró importancia en la conciencia occidental. Hasta ese momento, por muchas razones, la actitud predominante fue el silencio (Traverso, p. 17)  y no había oídos dispuestos a escuchar a los sobrevivientes. Cabría reflexionar cuánto de algunos conceptos psicoanalíticos centrales, como el de terror sin nombre en Bion o el fundamental registro de lo Real en Lacan (donde éste ubicaba a los campos de concentración) debe a la aparición creciente y audible de testimonios de sobrevivientes de la Shoah en Europa. Quizás convertir a Auschwitz en una palabra no demasiado extraña al vocabulario psicoanalítico permita acentuar distinto los conceptos con que operamos, y a veces es sólo un acento lo que convierte a una palabra en otra…

[48] La apertura de diafragma que, al abrirse sobre Auschwitz ha permitido un formidable y a la vez imposible trabajo de pensamiento a su alrededor, está determinada históricamente (Huyssen, p. 23). No hay razones para pensar que esa situación, que lleva unos treinta años, vaya a mantenerse, sea tal posibilidad efecto de un olvido interesado, o de la saturación misma de memoria que termina anestesiando, o de un abusivo exceso en su ficcionalización, existe siempre la tentación de volver a enterrar una experiencia que roza como pocas lo insoportable.

[49] Si se avanzara en la empresa de “superación del pasado”, habría que erradicar entonces, también, la palabra inconciente, al menos de los diccionarios húngaros. Este ímpetu superador no parece demasiado ajeno a la pretensión, detectable en varios idiomas y no sólo en húngaro, de dejar atrás al mismo Psicoanálisis en aras de tecnologías psi, químicas o conductuales, supuestamente más “modernas”.